Yo tengo un primo que es cocinero vasco (pero vasco de Donosti, eh, no de Zaragoza; o sea, que auténtico, auténtico, capaz que de los de RH negativo). Mi primo, de pequeño, era algo desastrosillo, lo suficiente para tener preocupados a mis tíos: a ver qué hacemos con el chico, que no se adivina por dónde darle salida. Y es que, aparte de suspender más de la cuenta, de vez en cuando les daba algún sobresalto más serio, como cuando le encontraron una escopeta enorme escondida debajo del colchón y se temieron que el chaval se hubiera juntado con los cachorros de ETA (eran los primeros ochenta). No le costó poco a Álvaro, que así se llama mi primo, convencer a sus padres de que sólo era la carabina de balines de un amigo con la que desde su habitación practicaba el entretenido juego de disparar a las ratas que pasaban al jardín de la casa desde una obra vecina y, cuando las acertaba y las dejaba atontadas, bajaba corriendo para decapitarlas de un hachazo y enterrarlas. Mis tíos se quitaron un peso de encima, pero tampoco es que se quedaran muy contentos con las aficiones del muchacho, por más que éste defendiera la utilidad social de las mismas. Trece o catorce años tendría el crío; ¿qué hacemos con Álvaro?
La pista la dio él mismo con su costumbre de meterse, a diferencia de sus tres hermanas, a fisgonear en la cocina mientras mi tía preparaba la comida. Y no digamos los domingos, cuando el aitá se apropiaba de los fogones para elaborar alta cocina vasca y Alvarito se prestaba de lo más animoso a ser su pinche. Así que mi tío, cuyo trabajo itinerante por todo el territorio guipuchi (llevaba las cuentas y asesoramientos fiscales de varias pequeñas empresas) le había puesto en contacto con algún gastrónomo euskaldún, le pidió que si podía coger al chico como ayudante, por supuesto sin darle un duro, para ver si aprendía y, sobre todo, si demostraba buenas actitudes y aptitudes hacia el oficio. Y de esta forma, mi primo acabó la EGB y no pasó al Instituto sino a las cocinas y, mano de santo, el que era un chaval algo problemático se convirtió de la noche a la mañana en modelo de responsabilidad, disciplina y esfuerzo. Y es que no hay nada como encontrar la horma en la que uno encaja para sentirse a gusto (suponiendo, claro está, que haya siempre una horma para cada uno, porque habemos los que somos muy dispersos y nos gusta casi todo).
Álvaro se formó pues con varios cocineros guipuzcoanos y, muy joven, saltó el charco para trabajar en dos o tres restaurantes vascos en los USA (primero en Chicago y luego en Washington, creo recordar). En las Américas conoció a la que es su mujer y dio por finalizada, hará de esto unos quince años, su etapa formativa. Se volvieron y enseguida empezaron a llegarle ofertas, lo que ha de significar no sólo que el chico es bueno sino que en ese mundo de la alta gastronomía (como en cualquier otro, al fin y al cabo) enseguida todo se sabe. Pasaron una temporada en Benalmádena, como jefe de cocina de un restaurante elegante al borde del puerto deportivo en el que nos detuvimos en un viaje veraniego hará unos diez años. No me sé todas las cocinas en las que ha ido recalando (entre Andalucía y el País Vasco) y tampoco es cuestión de dar aquí fe de ellas. Hace uno cinco años se mudó a Granada, con el encargo de llevar el restaurante de un hotel ubicado en un palacete del XIX del centro de la ciudad, recién restaurado en la línea de los llamados “hoteles con encanto” (o sea, pocas habitaciones, muy monas y con precios saladillos por la estancia). La oferta, tanto económica como profesionalmente, era de lo más apetecible y, por otro lado, la familia (es decir, la mujer) tenía ya ganas de encontrar un lugar en el que asentarse con “vocación de permanencia” y la capital nazarí aporta, desde luego, un hábitat de lo más agradable para vivir y en el que crezcan las dos niñas, aunque se les pegue el acento andaluz en vez del vasco.
Según compruebo a través de Internet, gracias a mi primo y su equipo el restaurante se consolidó como uno de los mejores (si no el mejor) de Granada, y eso que estaba “escondido” en el interior del hotel. Sin embargo, pese al enamoramiento y buen rollito inicial, parece que pronto empezaron los problemas con los dueños, quienes con la excusa de que los rendimientos no eran los previstos (los del hotel, que el restaurante estaba superando todas las expectativas) se negaban a cumplir los acuerdos de mejoras que Álvaro había pactado con ellos. O sea, que la situación laboral se iba poco a poco deteriorando en paralelo al cada vez mayor éxito culinario, acompañado de diversos reconocimientos públicos. Por fin, en noviembre del año pasado, mi primo, algo asustado como es natural, se decidió a convertirse en empresario y montar su propio restaurante. El trampolín fue el ofrecimiento de una entidad bancaria para que lo hiciera en la última planta de su edificio cultural representativo, en la parte nueva de la ciudad, con unas vistas espectaculares sobre la vega granadina y Sierra Nevada. Con una línea de crédito de garantía y, sobre todo, avalado por la fama que durante cuatro años había ido consolidando en la ciudad, Álvaro con casi todos los que trabajaban en el anterior restaurante (porque casi todos quisieron acompañarle en la nueva aventura) empezó a dar de comer de martes a domingos. Y las cosas, en los escasos meses que lleva abierto, le van de maravilla, tanto que prácticamente todos los días, tanto para almorzar como para la cena, tiene el restaurante absolutamente lleno.
Este miércoles pasado fuimos K y yo a comer al restaurante. A petición de mi primo llegamos temprano a fin de que pudiéramos charlar un rato y ver la cocina. Luego nos sentó a la mesa que siempre deja libre para atender compromisos de última hora y nos fueron sirviendo los ocho platos que conforman el menú de degustación. Primero, en una falsa lata de conserva, un salpicón de mejillones y berberechos, que dejaba un agradable frescor en el paladar. Luego vino una navaja al natural cuyo acompañamiento he olvidado, pero no el sorprendentemente delicioso gusto del platillo. Lo tercero fueron unos chipirones rellenos en su tinta, pero a la inversa. Después vino un falso canelón de gamba roja y tocino ibérico: maravilloso. A continuación un “cubo” de rape blanquísimo (“mignon de rape” se llamaba) aromatizado con extracto de pimientos verdes a la brasa y dispuesto sobre arroz glutinoso de moluscos y clorofila: el pescado se deshacía en la boca llenándola de un sabor casi celestial. En sexto lugar venía el único plato de carne (esperábamos alguno más): un buen taco de ternera que había sido cocinado durante 40 horas, con cristales de patata, esponja de sidra, tubérculos y piparras ácidas ligeramente picantes; si he de decir la verdad, aunque desde luego estaba rico, no llegó a apasionarme (probablemente porque siempre me ha gustado la carne poco hecha). Los dos últimos platos eran ya los postres, que comenzaban con un huevo gelatinoso a la sidra que había que meterse de una sola vez para que se deshiciese en la boca enamorando a las papilas (aunque K se atragantó). Por fin, en octavo y último lugar, vino el postre que por lo visto más fama le ha dado a mi primo en Granada que es un flan de mascarpone, fresas rotas y maceradas con su caviar, con cristales de piña colada, servido acompañado de un riquísimo mojito.
Naturalmente, no pagamos, pero eso no impidió que nos preguntáramos a cuánto saldría el almuerzo descrito, al que hay que sumar tres o cuatro excelentes cañas de cerveza (optamos por evitar los vinos) y los cortaditos finales acompañados de unas pastitas chocolateadas. Mi experiencia como comensal de restaurantes de alta cocina es muy escasa y, sin apenas referencias, elucubré que rondarían los cincuenta euros por comensal. Pues me quedé corto, porque descubro en Internet que el precio anda por los 70/75 euros; o sea, que habríamos debido pagar unas veinticinco mil de las viejas pesetas: ¡qué barbaridad! Me cuesta entender que, por muy deliciosa que sea la comida (que o era) haya gente capaz de pagar tanto dinero. Y además hacerlo con cierta frecuencia porque, según me contó mi primo, más de la mitad de los comensales de una sesión, ya sea almuerzo o cena, son repetidores. De hecho, una de las más “importantes” obligaciones cotidianas de Álvaro (e imagino que igual será en todos los restaurantes de postín) es pasear entre las mesas, deteniéndose en todas y cada una de ellas para darle charla a los clientes. No sólo quieren que la comida sea excelente y que les cueste una pasta, sino que además el cocinero tiene que ir a entretenerles un rato, a dejarles ver lo amigo suyo que es. No discuto que el placer gustativo sea el motivo principal que hace que mucha gente esté dispuesta a gastar tanto dinero en comer, pero tiene que haber otros ingredientes y, entre ellos, la vanidad ha de ser el que más descuella. Pienso que no se ha teorizado lo suficiente sobre la importancia de la vanidad como fuerza motora de los comportamientos humanos. Aunque también puede ser que tengamos un cacao mental desaforado.
La pista la dio él mismo con su costumbre de meterse, a diferencia de sus tres hermanas, a fisgonear en la cocina mientras mi tía preparaba la comida. Y no digamos los domingos, cuando el aitá se apropiaba de los fogones para elaborar alta cocina vasca y Alvarito se prestaba de lo más animoso a ser su pinche. Así que mi tío, cuyo trabajo itinerante por todo el territorio guipuchi (llevaba las cuentas y asesoramientos fiscales de varias pequeñas empresas) le había puesto en contacto con algún gastrónomo euskaldún, le pidió que si podía coger al chico como ayudante, por supuesto sin darle un duro, para ver si aprendía y, sobre todo, si demostraba buenas actitudes y aptitudes hacia el oficio. Y de esta forma, mi primo acabó la EGB y no pasó al Instituto sino a las cocinas y, mano de santo, el que era un chaval algo problemático se convirtió de la noche a la mañana en modelo de responsabilidad, disciplina y esfuerzo. Y es que no hay nada como encontrar la horma en la que uno encaja para sentirse a gusto (suponiendo, claro está, que haya siempre una horma para cada uno, porque habemos los que somos muy dispersos y nos gusta casi todo).
Álvaro se formó pues con varios cocineros guipuzcoanos y, muy joven, saltó el charco para trabajar en dos o tres restaurantes vascos en los USA (primero en Chicago y luego en Washington, creo recordar). En las Américas conoció a la que es su mujer y dio por finalizada, hará de esto unos quince años, su etapa formativa. Se volvieron y enseguida empezaron a llegarle ofertas, lo que ha de significar no sólo que el chico es bueno sino que en ese mundo de la alta gastronomía (como en cualquier otro, al fin y al cabo) enseguida todo se sabe. Pasaron una temporada en Benalmádena, como jefe de cocina de un restaurante elegante al borde del puerto deportivo en el que nos detuvimos en un viaje veraniego hará unos diez años. No me sé todas las cocinas en las que ha ido recalando (entre Andalucía y el País Vasco) y tampoco es cuestión de dar aquí fe de ellas. Hace uno cinco años se mudó a Granada, con el encargo de llevar el restaurante de un hotel ubicado en un palacete del XIX del centro de la ciudad, recién restaurado en la línea de los llamados “hoteles con encanto” (o sea, pocas habitaciones, muy monas y con precios saladillos por la estancia). La oferta, tanto económica como profesionalmente, era de lo más apetecible y, por otro lado, la familia (es decir, la mujer) tenía ya ganas de encontrar un lugar en el que asentarse con “vocación de permanencia” y la capital nazarí aporta, desde luego, un hábitat de lo más agradable para vivir y en el que crezcan las dos niñas, aunque se les pegue el acento andaluz en vez del vasco.
Según compruebo a través de Internet, gracias a mi primo y su equipo el restaurante se consolidó como uno de los mejores (si no el mejor) de Granada, y eso que estaba “escondido” en el interior del hotel. Sin embargo, pese al enamoramiento y buen rollito inicial, parece que pronto empezaron los problemas con los dueños, quienes con la excusa de que los rendimientos no eran los previstos (los del hotel, que el restaurante estaba superando todas las expectativas) se negaban a cumplir los acuerdos de mejoras que Álvaro había pactado con ellos. O sea, que la situación laboral se iba poco a poco deteriorando en paralelo al cada vez mayor éxito culinario, acompañado de diversos reconocimientos públicos. Por fin, en noviembre del año pasado, mi primo, algo asustado como es natural, se decidió a convertirse en empresario y montar su propio restaurante. El trampolín fue el ofrecimiento de una entidad bancaria para que lo hiciera en la última planta de su edificio cultural representativo, en la parte nueva de la ciudad, con unas vistas espectaculares sobre la vega granadina y Sierra Nevada. Con una línea de crédito de garantía y, sobre todo, avalado por la fama que durante cuatro años había ido consolidando en la ciudad, Álvaro con casi todos los que trabajaban en el anterior restaurante (porque casi todos quisieron acompañarle en la nueva aventura) empezó a dar de comer de martes a domingos. Y las cosas, en los escasos meses que lleva abierto, le van de maravilla, tanto que prácticamente todos los días, tanto para almorzar como para la cena, tiene el restaurante absolutamente lleno.
Este miércoles pasado fuimos K y yo a comer al restaurante. A petición de mi primo llegamos temprano a fin de que pudiéramos charlar un rato y ver la cocina. Luego nos sentó a la mesa que siempre deja libre para atender compromisos de última hora y nos fueron sirviendo los ocho platos que conforman el menú de degustación. Primero, en una falsa lata de conserva, un salpicón de mejillones y berberechos, que dejaba un agradable frescor en el paladar. Luego vino una navaja al natural cuyo acompañamiento he olvidado, pero no el sorprendentemente delicioso gusto del platillo. Lo tercero fueron unos chipirones rellenos en su tinta, pero a la inversa. Después vino un falso canelón de gamba roja y tocino ibérico: maravilloso. A continuación un “cubo” de rape blanquísimo (“mignon de rape” se llamaba) aromatizado con extracto de pimientos verdes a la brasa y dispuesto sobre arroz glutinoso de moluscos y clorofila: el pescado se deshacía en la boca llenándola de un sabor casi celestial. En sexto lugar venía el único plato de carne (esperábamos alguno más): un buen taco de ternera que había sido cocinado durante 40 horas, con cristales de patata, esponja de sidra, tubérculos y piparras ácidas ligeramente picantes; si he de decir la verdad, aunque desde luego estaba rico, no llegó a apasionarme (probablemente porque siempre me ha gustado la carne poco hecha). Los dos últimos platos eran ya los postres, que comenzaban con un huevo gelatinoso a la sidra que había que meterse de una sola vez para que se deshiciese en la boca enamorando a las papilas (aunque K se atragantó). Por fin, en octavo y último lugar, vino el postre que por lo visto más fama le ha dado a mi primo en Granada que es un flan de mascarpone, fresas rotas y maceradas con su caviar, con cristales de piña colada, servido acompañado de un riquísimo mojito.
Naturalmente, no pagamos, pero eso no impidió que nos preguntáramos a cuánto saldría el almuerzo descrito, al que hay que sumar tres o cuatro excelentes cañas de cerveza (optamos por evitar los vinos) y los cortaditos finales acompañados de unas pastitas chocolateadas. Mi experiencia como comensal de restaurantes de alta cocina es muy escasa y, sin apenas referencias, elucubré que rondarían los cincuenta euros por comensal. Pues me quedé corto, porque descubro en Internet que el precio anda por los 70/75 euros; o sea, que habríamos debido pagar unas veinticinco mil de las viejas pesetas: ¡qué barbaridad! Me cuesta entender que, por muy deliciosa que sea la comida (que o era) haya gente capaz de pagar tanto dinero. Y además hacerlo con cierta frecuencia porque, según me contó mi primo, más de la mitad de los comensales de una sesión, ya sea almuerzo o cena, son repetidores. De hecho, una de las más “importantes” obligaciones cotidianas de Álvaro (e imagino que igual será en todos los restaurantes de postín) es pasear entre las mesas, deteniéndose en todas y cada una de ellas para darle charla a los clientes. No sólo quieren que la comida sea excelente y que les cueste una pasta, sino que además el cocinero tiene que ir a entretenerles un rato, a dejarles ver lo amigo suyo que es. No discuto que el placer gustativo sea el motivo principal que hace que mucha gente esté dispuesta a gastar tanto dinero en comer, pero tiene que haber otros ingredientes y, entre ellos, la vanidad ha de ser el que más descuella. Pienso que no se ha teorizado lo suficiente sobre la importancia de la vanidad como fuerza motora de los comportamientos humanos. Aunque también puede ser que tengamos un cacao mental desaforado.
Suzi Quatro - Brain Confusion (For All The Lonely People) (A's B's & Rarities, 2004)
Miroslabio, amigo, lo cuentas todo tan pormenorizado, con tanto gusto y tan bien que vive uno tus experiencias como propias. Tanto es así que en este post con el menú gastronómico de degustacón del primo Álvaro a mí también me ha parecido que el taco de ternera estaba un poco pasado.
ResponderEliminarHay que ser muy de Donosti para tirarse 40 horas cociendo la carne con cristales y esponjas y piparras. Dile de mis partes que hay por aquí otro chef eskaldún que tras los postres sirve unas bolas de humo cojonudas, etéreas, volubles, casi nada en sí mismas, pero con un suave deje a Marlboro cosa fina, oye. Y no tienes que salir a la calle para chutártelas.
Después, con los cafelitos, me he preguntado cóm hará Alvarito para rellenar a la inversa la tinta con chipirones. Qué majo es. Salúdalemele.
Y tú, con esa labia que manejas no me sorprende que engatuses a K (¿la k no era el potasio?) o a quien se te antoje.
Te ha dado con la manía de la arquitectura y estás privando al mundo de un narrador de primera. Yo que tú me ofrecería cuando menos a vinateros y enólogos para redactar la poesía que hay en las etiquetas traseras de las botellas detallando los inimaginables sabores y aromas de cada caldo.
Eres grande, Miroslav. Un abrazote.
Señor, he disfrutado de su prosa. Un fino ramillete de platos que han pasado casi sin darme cuenta. Respecto a su teoría, creo que era W. Fernandez Florez quien en una novela plantea el fin de los pecados: El mundo se para al quedarse sin el empuje de los pecados. Y era justamente la vanidad el motor de los restaurantes, no la gula, según recuerdo.
ResponderEliminar¡ Qué finos, Miroslav, tanto el menú como tu prosa !
ResponderEliminar¿ Fresas con caviar ? ¿ qué tal sabe eso ?
Lo importante es que no tuvisteis que ir con hambre a un McDonalds después.
Grillo, insuperable tu comentario.Je,je.
ResponderEliminarEl insuperable es Miroslav.
ResponderEliminarConste que yo no soy muy de nouvelle cuisine, aunque siguiendo el dicho de que 'como fuera de casa en nigún sitio' a veces he ido a probar y siempre he salido con una mano en la boca y con la otra palpándome la cartera.
Ni pienso decir tampoco eso de que donde esté un cocido con 'pringá' que se quite lo demás.
Verás Miros que eres admirado del uno al otro confín. Chócala.
Pues me temo que voy a quedar sin comer en el restaurante de tu primo... A menos que me invite o me toque la lotería. ;-)
ResponderEliminarUna excelente comida sin vino...Uhmmm
ResponderEliminarme gusta mucho la buena cerveza tirada (au fut), pero también me gusta la horchata (menos) y no comería con ella ni los postres (como sí hacen los valencianos)
La alta cocina, y no hablo solo de Adrià está sobrevalorada. Los cocineros vascos, también.
Y efectivamente, como dice Grillo, que hacías comiendo con Potasio
No puedo, ni creo que pueda nunca, hablar de la nouvelle cuisine, por falta de datos. No sé qué presupuesto tendría que tener para dedicar una parte a comer donde la dan. Creo que ni aunque me tocase la lotería...
ResponderEliminarMe parece que una gran parte del precio paga, efectivamente, el renombre del local y la vanidad halagada por frecuentarlo y que el chef te salude. Son mercancías que no me interesan. No compro.
(Lo cual no quita para que le desee a tu primo toda clase de éxitos, claro está.
Me ha sorprendido vuestra renuncia al vino y su sustitución por cerveza. Para acompañar un aperitivo me parece bien, pero ¿una comida de verdad, con cerveza?
Pues hombre no sé si se trata de vanidad o no, pero de verdad todos los que os estáis horrorizando porque alguien prefiera acompañar la comida con cerveza en vez de con vino, no estáis adoptando posturas de alta cocina¿¿??. Aysss mucho no poder pagarla, pero en definitiva quién no la imita.
ResponderEliminarYo sólo bebo agua, ea.
Nada de eso, Amaranta. En todo caso será la alta cocina la que adopte posturas que no son nuestras, sino de la tradición gastronómica occidental de los últimos... ¿quinientos años? ¿Mil? Y que no obedece a modas, ni a normas sociales, sino a sólidos y establecidos principios fisiológicos.
ResponderEliminarPor mi parte, desde luego, que cada cual acompañe la comida con lo que más le pete. Me limitaba a extrañarme de que a alguien pueda gustarle más comer con cerveza que con vino.
Hombre Vanbrugh hay una gran diferencia entre "la filosofía del puchero" y la alta cocina. Aparte de que alta cocina siempre ha habido, ¿tú sabes lo que son las migas de obispo?. Había un chiste por ahí que trataba el tema. Pero bueno que si no lo quieres ver, pues ya está ahora resulta que las diferencias no existen y que todos comemos langosta en navida y hay gente que el comerse una tortilla de patatas ya es un acontecimiento especial en esos días..
ResponderEliminarSinceramente, Amaranta, no veo la menor relación entre todas esas cosas que dices y que a mí me extrañe que alguien prefiera comer con cerveza a hacerlo con vino. Se me escapan por completo todas tus alusiones a la filosofía del puchero, a la alta cocina que siempre ha existido y que resulte que las diferencias no existen (??)...
ResponderEliminarComo bien dice Vanbrugh, nada que ver con altas o bajas cocinas y fogones, comer un menú como el descrito y no una simple tapa o ración con cerveza...es como tirarse pedos con las visitas: una falta de criterio.( y de educación, s.a.), pero...no pasa nada, desde luego, simplemente me llamó la atención
ResponderEliminarBueno, es que a mí por ejemplo el vino no me gusta. Y además me produce dolor de cabeza. He tomado "buen vino" con las mejores comidas... y no he quedado satisfecha. Y me gustaría que me gustara porque sería lo más adecuado en determinadas ocasiones...
ResponderEliminarEs posible que sea una vulgaridad la mía, pero prefiero acompañar una buena comida con una bebida que me gusta y no beber lo adecuado y quedarme descontenta.
Un besote
Pues ya que hablamos de vinos y cervezas... os diré que estoy de acuerdo con Zafferano: para beber, lo adecuado es beber lo que te gusta.
ResponderEliminarEn cualquier caso, acompañar la comida con cerveza es tan lícito como acompañarla con vino, siempre y cuando sea la cerveza adecuada. Y es que a menudo nos olvidamos de que hay tantas clases de cervezas como de vinos.
En mis más que escasos contactos con la haute cuisine ha habido de todo; sitios donde he comido bien y en cantidad suficiente, y sitios donde he ¿comido? mal (berberechos con tierra) y en cantidades microscópicas. De manera que aunque la factura haya sido la misma en unos que en otros, a los primeros volvería con gusto, y en los otros me he sentido estafado (y eso que no pagaba yo).
Eso sí, todos tienen cosas en común:
1. La prosa de la carta. Da gusto ver que una simple tortilla de patatas se convierte en mixtura de manzanas de tierra con yemas de huevo, acompañadas de sus correspondientes claras, alegrada con un toque de aceite de oliva virgen y suspiros de sal marina
2. El tamaño de los platos, solo superado por el tamaño de la factura.
P.D. Por si no ha quedado claro, reconozco que a mí, SÍ me gustaría ir a comer al restaurante de tu primo.
Grillo: Los de Donosti son (somos, porque te diré que ésa es mi ciudad natal) muy suyos, yo diría que más que los de Bilbao, aunque estos últimos sean los que se lleven la fama. A K no creas que a estas alturas la engatuso demasiado, pero me aguanta que ya es bastante mérito. Y nada más, salvo regañarte porque te pasas con la coba; otro abrazo.
ResponderEliminarChofer: Tendré que leer esa novela que citas de don Wenceslao, quien ya veo que descubrió mucho antes que yo que el motor del negocio culinario es la vanidad y no la gula como ingenuamente puede uno pensar. Gracias igualmente por los elogios.
C.C.: El menú muy fino, sí, y a veces incomprensible. Sin embargo, hace mucho que he decidido que yo me como lo que me echen, sin preguntar sus componentes y mucho menos intentar entender toda esa parafernalia con pretensiones poéticas que suelen quedarse en eso (cuando no pedanterías). En todo caso, lo que puedo asegurarte es que todo estaba riquísimo.
Números: Nunca se sabe, que a lo mejor alguien te invita. Refiriéndome a tu segundo comentario, te diré que coincido plenamente con las dos cosas que dices que caracterizan a los restaurantes de alta cocina. Y sobre la cerveza, comento más adelante.
Lansky y Vanbrugh: Respecto a vuestra común sorpresa porque no acompañáramos la excelente comida con un buen vino (y parece que la bodega de mi primo no está nada mal), me remito a lo que dice Zafferano. Ni a K ni a mí nos gusta el vino (bueno, a mí me gusta el blanco que, según se dice, es la prueba de que no me gusta el vino). Qué se le va a hacer. No pongo en duda de que, si te gusta el vino, es la mejor bebida para acompañar una buena comida, pero si no te gusta está claro que no. Eso al margen de que, como bien dice Números, hay excelentes cervezas que no desentonan en absoluto con las más variadas exquisiteces culinarias. Personalmente, no pienso que la comparación de Lansky sea apropiada: comer la comida descrita con cerveza no es como tirarse pedos delante de las visitas; es decir, no es en absoluto ni una falta de educación ni tampoco de criterio, sino simplemente de gusto. Me (nos) falta el gusto por el vino y esa carencia no es, os lo aseguro, porque mi paladar no haya sido educado, sino simplemente porque a mis papilas gustativas no le hace tilín el jugo de uva roja fermentado (y cada vez menos, contrariamente a lo que suele ocurrir). Por supuesto, podréis pensar que tengo (en esto) mal gusto, pero, al fin y al cabo, los cánones gustativos no dejan de ser subjetivos, por más que abunden los sacerdotes dispuestos a dogmatizar (no digamos en el caso del vino). Acompañar la comida con vino, al fin y al cabo, es un rito cultural, acotado a nuestro ámbito cultural. Si me apuráis, el mejor líquido para beber durante una comida y poder disfrutar intensa y atentamente de los sabores de los platos, sería el agua, que es el que menos interferencias gustativas produce. En fin, perdonad el rollo; ya sé que soy muy libre y que “no pasa nada”, pero tampoco es para que se me llame maleducado.
ResponderEliminarLansky y Grillo: No es la primera vez que sale K en este blog. Y es que yo como (y ago más) con Potasio como Lansky come (y algo más) con Fósforo.
ResponderEliminarAmaranta: No creo que los comentarios sobre lo que se bebe con una comida de “alta cocina” respondan a snobismo gastronómico de Lansky o Vanbrugh, sino simplemente a sus gustos personales que, en este caso, coinciden con lo que dictan los cánones, pero no con los de K y míos. Tampoco creo que haya mucha chicha filosófica en la disquisición.
Zafferano: Estoy claramente de acuerdo con lo que dices y no sólo comparto tus gustos sobre el vino sino que sufro muy similares efectos. También yo, naturalmente, prefiero acompañar una buena comida con la bebida que me gusta y no con la que se supone que debe tomarse pero que no me gusta; lo que pasa es que no creo que tal actitud sea una vulgaridad (y mucho menos una falta de educación o de criterio) sino la que dicta el sentido común. Otra distinta (beber vino sin que te guste porque es lo que se supone que hay que beber), en cambio, sí me parecería propia de personas carentes de criterio amén de un poco tontos o masoquistas.
'maleducado' tiene varias acepciones, y la que yo empleé no es la más común, pero la retiro.
ResponderEliminarDe todas formas, la cocina no es una cuestión'sólo' de alimentación (podiamos entubarnos, como en los hospitales)sino principalmente es una ciuuestión cultural. Y ya he oido lo de las 'clases' de cervezas, por supuesto, depende del punto de vista de la clasificación: de trigo, de cebada, de doble fermentación, negra, lager, pero si utilizamos un criterio má 'científico, 'Numeros' como es la diversidad, esto es el contenido de información ni de coña hay tantos tipos distintos de cerveza que de vino, como no hay tantos tipos de hamburguesas que de arroces en paella (no digamos en puchero)
Recuerdos a Potasio que sólo comenta ya en tu blog y en el suyo
Aclarada la cuestión del vino. Yo no llamé maleducado a nadie pero, por si acaso, también retiro cualquier objeción que se me haya podido entender a que cada cual acompañe sus comidas con la bebida que más le apetezca. Más aún si el motivo es tan poderosos como que no os guste el vino: líbreme Dios de cebarme en las desgracias ajenas.
ResponderEliminar(Quizás tenga que aclarar también que, aunque no esté dispuesto a gastarme el dinero propio en las exquisiteces de la alta cocina, nada en mis principios me impide disfrutarlas cuando es otro el que paga. Es más, me apetece bastante...)
Finas lonchas de depurada vanidad en su jugo guarnecidas de autoestima inflada y caramelizada y rociadas con gotas perfumadas de ostentación jactanciosa amorosamente cultivada.
ResponderEliminarPor cierto, Miroslav, ¿no hubo algún platillo que usara el entrañable tomate entre sus ingredientes? Porque me temo que el mayor descubrimiento culinario de la humanidad después del pan y el aceite está siendo relegado por los artistas de los fogones.
Hombre Miroslav no era mi intención llamar snob a nadie. Más que nada expresé mi sorpresa ante los comentarios tal y como ellos la expresaron sobre tu elección en la comida. A no ser que vosotros penséis que ir a un restaurante de alta cocina es un acto snob en sí (una cosa es la vanidad y otra ser un snob).
ResponderEliminarEn todo caso la elección de una bebida adecuada para cada comida forma parte de un protocolo, protocolo o educación (referida al mundo de la comida) que varía mucho según en qué niveles nos movamos. Por eso hice el comentario, seguramente para muchos mortales todos aquellos que saben elegir vinos para un plato en particular, forman parte de algo que en su día a día no existe ni como excepción. Como para nosotros la alta cocina.
Eso expresé y no otra cosa. Nada que ver con el snobismo.
Lanski Clases, hay algunas más http://www.cervezasdelmundo.com/cervezaselab.php#tipos
ResponderEliminarRespecto a la información (Juro que desconocía que cervezas y vinos fueran enciclopedias ;-) :
http://www.culturebeer.com/uploads/documentos/archivos/catacerveza.pdf
http://www.directoalpaladar.com/otras-bebidas/alhambra-reserva-1925-cata-de-cerveza
Y aunque uno sea incapaz de apreciar el resgusto de fresas silvestres sobre fondo de ceniza no dudo que haya gente que no solo sea capaz de apreciarlo, sino además entienda lo que quiere decir esa frase.
Numeros:
ResponderEliminarno voy a polemizar contigo, y menos en tu tono acre, Información en teoría de información no es solo lo que contiene una enciclopedia
Me ha entrado un hambre, Miroslav!!
ResponderEliminarY si, la vanidad es uno de los motores que mueve al mundo, muy unido al ansia de poder y a la soberbia.
Pero en fin, humanos somos y esto forma parte de nuestra esencia.
Un abrazo
Lansky Ni acre ni ocre, ni ganas de polemizar... que el emoticón ;-) habitualmente habitualmente se utiliza para indicar que es una broma.
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