Yo tenía sueño cuando empezó a escribir, así que no me acuerdo bien. Escribía con bolígrafo rojo y a cada rato (cada diecisiete segundos, me dijo) se olía los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. Trataba de sistematizar sus dudas (¿ya hace tantos años?), pero recordó que al día siguiente debía asistir a la clase de las 8. Siguió, no obstante, escribiendo, a pesar de mis bostezos, a pesar de su nada. ¿El que la tinta roja sea más fluida que la negra redundará en una literatura más espontánea, más directa? No tenía nada que decir y para hacerlo llevaba escritas apenas diecisiete líneas; con eso no iba a ninguna parte.
Nos conocimos en el colegio; es decir, nos conocíamos de toda la vida. Él quería ya entonces ser escritor y yo siempre tenía sueño. Compartimos un profesor noruego y sordo; asistimos a un seminario de análisis literario impartido por un tipo medio chalado que explicaba teorías combinatorias aplicadas a la sintáxis; puteábamos cuanto podíamos al cura que enseñaba griego por las mañanas y nos confesaba por las tardes (dirección espiritual obligatoria). Son recuerdos de la época en la que el coche del almirante voló en el barrio de Salamanca.
En los recreos de las once jugábamos frontón a mano desnuda contra la pared trasera del gimnasio. Una de esas mañanas no vino a jugar. Entró en los vestuarios y arrambló con todos los rollos de papel higiénico. Luego fue a la capilla del colegio y se dedicó a lanzarlos contra las imágenes beatas, los cursis vitrales que daban a la sacristía, la lámpara de cristalitos y velas que colgaba sobre el altar. La capilla quedó hecha un desastre: papel higiénico por todos lados y trocitos de cristales de colores, de cerámicas esmaltadas, de objetos varios de difícil identificación. El sacrilegio se atribuyó a la crisis adolescente y el castigo quedó atenuado por la importancia de su padre.
Una de esas tardes, mi amigo vino a visitarme con dos chicas. Una era pelirroja, pecosa y expresión risueña. La otra tenía aparato dental y no mostraba ningún interés por la literatura. Cuando se convenció de ello, mi amigo enredó la lengua entre los hierros. Yo me fui con la pelirroja; era más bonita y pensaba estudiar arquitectura. La tarde y la noche pasaron rápidas y la otra chica le prometió a mi amigo que se quitaría el aparato.
Cuando cumplí quince años mi amigo se enfadó conmigo en el transcurso de la borrachera celebratoria. Pensé que era estúpido y que no aguantaba el trago. Gritamos obscenidades y maldiciones en plena calle y corrimos más de una vez perseguidos ya no recuerdo por quienes. La última vez que lo vi estábamos en un baño despidiendo la cerveza; nosotros no nos despedimos. Mi amigo era rencoroso: no volvió a hablarme y así acabamos el colegio.
Sé que estudió literatura y, al mismo tiempo, se hizo un experto en jazz (su tesis doctoral relacionaba ambos mundos; investigaba en la poética literaria de esa música). Lo encontraría muchos años más tarde, cuando ya no éramos adolescentes. Pero esa es otra historia.
(revisión de un relato de hace 28 años)
Nos conocimos en el colegio; es decir, nos conocíamos de toda la vida. Él quería ya entonces ser escritor y yo siempre tenía sueño. Compartimos un profesor noruego y sordo; asistimos a un seminario de análisis literario impartido por un tipo medio chalado que explicaba teorías combinatorias aplicadas a la sintáxis; puteábamos cuanto podíamos al cura que enseñaba griego por las mañanas y nos confesaba por las tardes (dirección espiritual obligatoria). Son recuerdos de la época en la que el coche del almirante voló en el barrio de Salamanca.
En los recreos de las once jugábamos frontón a mano desnuda contra la pared trasera del gimnasio. Una de esas mañanas no vino a jugar. Entró en los vestuarios y arrambló con todos los rollos de papel higiénico. Luego fue a la capilla del colegio y se dedicó a lanzarlos contra las imágenes beatas, los cursis vitrales que daban a la sacristía, la lámpara de cristalitos y velas que colgaba sobre el altar. La capilla quedó hecha un desastre: papel higiénico por todos lados y trocitos de cristales de colores, de cerámicas esmaltadas, de objetos varios de difícil identificación. El sacrilegio se atribuyó a la crisis adolescente y el castigo quedó atenuado por la importancia de su padre.
Una de esas tardes, mi amigo vino a visitarme con dos chicas. Una era pelirroja, pecosa y expresión risueña. La otra tenía aparato dental y no mostraba ningún interés por la literatura. Cuando se convenció de ello, mi amigo enredó la lengua entre los hierros. Yo me fui con la pelirroja; era más bonita y pensaba estudiar arquitectura. La tarde y la noche pasaron rápidas y la otra chica le prometió a mi amigo que se quitaría el aparato.
Cuando cumplí quince años mi amigo se enfadó conmigo en el transcurso de la borrachera celebratoria. Pensé que era estúpido y que no aguantaba el trago. Gritamos obscenidades y maldiciones en plena calle y corrimos más de una vez perseguidos ya no recuerdo por quienes. La última vez que lo vi estábamos en un baño despidiendo la cerveza; nosotros no nos despedimos. Mi amigo era rencoroso: no volvió a hablarme y así acabamos el colegio.
Sé que estudió literatura y, al mismo tiempo, se hizo un experto en jazz (su tesis doctoral relacionaba ambos mundos; investigaba en la poética literaria de esa música). Lo encontraría muchos años más tarde, cuando ya no éramos adolescentes. Pero esa es otra historia.
(revisión de un relato de hace 28 años)
CATEGORÍA: Personas y personajes
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