En lingüística es sobradamente conocida la distinción entre significante y significado; bastante similar (si no somos demasiado rigurosos) a la que media en filosofía entre término y concepto. El caso es que de lo que disponemos para comunicarnos, incluso para comunicarnos con nosotros mismos (para aclarar nuestros desconciertos), son los significantes, los términos. Los conceptos que representamos con sus correspondientes fonemas son, en cada mente personal, las ideas que nos construimos de ellos.
Hay conceptos que se prestan mejor que otros a ser “retratados” a través de sus significantes, mediante los nombres con los que los denominamos. Estoy bastante seguro (aun así no juraría que al 100%) de que si escribo “mesa” prácticamente la totalidad de los que entienden el castellano evocarán en sus mentes el mismo concepto que tengo yo al escribir ese término (y digo “mismo” asumiendo que las diferencias que pudieran surgir carecerían de relevancia en la interpretación común del concepto). Pero tengo casi idéntica seguridad de que si digo “amor” las diferencias entre los conceptos personales serían tan amplias que cabría dudar de que estuviésemos refiriéndonos a lo mismo.
Claro que también podríamos coincidir en que, incluso con conceptos tan “etéreos” como el amor, el término nos da una cierta aproximación, nos identifica lo que podríamos llamar su “campo semántico”, algo así como el territorio por el que transita el concepto. Lo que pasa es que esos territorios, según qué conceptos, son muy vastos y, lo que es peor, se intersecan con los de conceptos afines (o no tanto). Para comunicarnos, pues, superponemos los mapas de nuestros territorios conceptuales con los que imaginamos que son los de los otros.
A veces, cuando queremos no perdernos en territorios laberínticos ( y sigo usando el ejemplo del amor) intentamos cartografiar en equipo (al menos, en pareja), pactar los trazados de las fronteras (no, a partir de ahí es el país de la ternura), convenir las formas de los valles y colinas, acordar las tonalidades y degradados cromáticos ... Pero es un trabajo cansino y con frecuencia estéril, entre otras cosas, por su intrínseca circularidad. Necesitamos de otros conceptos para precisar el de nuestro mapa, y vuelta a las ambigüedades y el mapa, al contrario de lo que ansiamos, se torna cada vez más difuso.
No suelen valernos los recursos pretenciosamente objetivos, salvo para propósitos de muy limitado alcance. Por ejemplo, recurramos a la bioquímica del cerebro para delinear el concepto del amor afinando sus contornos con la medida de la secreción de oxitocina ... No nos vale ¿verdad?
Hemos pues de conformarnos con la ilusoria confianza de que hablamos de lo mismo cuando usamos esos términos ambiguos para conceptos etéreos. Y aún así, seguir esforzándonos en acotar nuestros campos semánticos compartidos, aún cuando sepamos que la certeza es inalcanzable. Pero el lenguaje es nuestra única herramienta, al menos en este plano comunicativo. No estoy, por supuesto, negando la posibilidad de la comunión vivencial, de que dos personas “sientan” que comparten el mismo concepto a través de la comunicación empática: amándote siento que te amo y siento que tú me estás amando y siento, finalmente, que lo que yo y tú sentimos es algo en gran parte coincidente que llamamos amor.
A pesar de ello, necesitamos (al menos, yo) del lenguaje para comunicar, incluso antes que con los demás, con uno mismo. Es decir, necesito cartografiar mis conceptos, y muy especialmente los referidos a ese cajón de sastre que etiquetamos con la palabra “emociones”. Una cosa es vivirlas y otra identificarlas (no necesariamente ponerles nombres que las limiten). Creo que identificarlas es bueno para vivirlas mejor. Y creo también que identificarlas no debe suponer disminuir la intensidad de sus vivencias. Lo que sí puede derivarse de este esfuerzo de cartografía personal es aprender a vivir y expresar las emociones y no controlarlas (hay quien piensa que esto no se puede) pero sí “encauzarlas” (sé que la palabra no es la más afortunada, pero en estos momentos no se me ocurre otra).
En todo caso, aunque no lo tenga muy claro, por estos derroteros van mis pensamientos respecto a este asunto. Al fin y al cabo, como no me canso de repetir, se trata de aclarar mis desconciertos y eso pasa por profundizar en el conocerme. Por supuesto que en esa tarea contribuyen las opiniones de otros, aunque muchas veces me quepan dudas sobre hasta qué punto hablamos de los mismos conceptos. Por eso he escrito este post.
Hay conceptos que se prestan mejor que otros a ser “retratados” a través de sus significantes, mediante los nombres con los que los denominamos. Estoy bastante seguro (aun así no juraría que al 100%) de que si escribo “mesa” prácticamente la totalidad de los que entienden el castellano evocarán en sus mentes el mismo concepto que tengo yo al escribir ese término (y digo “mismo” asumiendo que las diferencias que pudieran surgir carecerían de relevancia en la interpretación común del concepto). Pero tengo casi idéntica seguridad de que si digo “amor” las diferencias entre los conceptos personales serían tan amplias que cabría dudar de que estuviésemos refiriéndonos a lo mismo.
Claro que también podríamos coincidir en que, incluso con conceptos tan “etéreos” como el amor, el término nos da una cierta aproximación, nos identifica lo que podríamos llamar su “campo semántico”, algo así como el territorio por el que transita el concepto. Lo que pasa es que esos territorios, según qué conceptos, son muy vastos y, lo que es peor, se intersecan con los de conceptos afines (o no tanto). Para comunicarnos, pues, superponemos los mapas de nuestros territorios conceptuales con los que imaginamos que son los de los otros.
A veces, cuando queremos no perdernos en territorios laberínticos ( y sigo usando el ejemplo del amor) intentamos cartografiar en equipo (al menos, en pareja), pactar los trazados de las fronteras (no, a partir de ahí es el país de la ternura), convenir las formas de los valles y colinas, acordar las tonalidades y degradados cromáticos ... Pero es un trabajo cansino y con frecuencia estéril, entre otras cosas, por su intrínseca circularidad. Necesitamos de otros conceptos para precisar el de nuestro mapa, y vuelta a las ambigüedades y el mapa, al contrario de lo que ansiamos, se torna cada vez más difuso.
No suelen valernos los recursos pretenciosamente objetivos, salvo para propósitos de muy limitado alcance. Por ejemplo, recurramos a la bioquímica del cerebro para delinear el concepto del amor afinando sus contornos con la medida de la secreción de oxitocina ... No nos vale ¿verdad?
Hemos pues de conformarnos con la ilusoria confianza de que hablamos de lo mismo cuando usamos esos términos ambiguos para conceptos etéreos. Y aún así, seguir esforzándonos en acotar nuestros campos semánticos compartidos, aún cuando sepamos que la certeza es inalcanzable. Pero el lenguaje es nuestra única herramienta, al menos en este plano comunicativo. No estoy, por supuesto, negando la posibilidad de la comunión vivencial, de que dos personas “sientan” que comparten el mismo concepto a través de la comunicación empática: amándote siento que te amo y siento que tú me estás amando y siento, finalmente, que lo que yo y tú sentimos es algo en gran parte coincidente que llamamos amor.
A pesar de ello, necesitamos (al menos, yo) del lenguaje para comunicar, incluso antes que con los demás, con uno mismo. Es decir, necesito cartografiar mis conceptos, y muy especialmente los referidos a ese cajón de sastre que etiquetamos con la palabra “emociones”. Una cosa es vivirlas y otra identificarlas (no necesariamente ponerles nombres que las limiten). Creo que identificarlas es bueno para vivirlas mejor. Y creo también que identificarlas no debe suponer disminuir la intensidad de sus vivencias. Lo que sí puede derivarse de este esfuerzo de cartografía personal es aprender a vivir y expresar las emociones y no controlarlas (hay quien piensa que esto no se puede) pero sí “encauzarlas” (sé que la palabra no es la más afortunada, pero en estos momentos no se me ocurre otra).
En todo caso, aunque no lo tenga muy claro, por estos derroteros van mis pensamientos respecto a este asunto. Al fin y al cabo, como no me canso de repetir, se trata de aclarar mis desconciertos y eso pasa por profundizar en el conocerme. Por supuesto que en esa tarea contribuyen las opiniones de otros, aunque muchas veces me quepan dudas sobre hasta qué punto hablamos de los mismos conceptos. Por eso he escrito este post.
CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones
POST REPUBLICADO PROVENIENTE DE YA.COM
A veces las opiniones de los demás delimitan, circunscriben aún más en otro plano diferente aquello que entendemos nosotros, pero eso también nos ayuda a aclaranos.
ResponderEliminarTe traigo una invitación.
Comentado el Martes, 12 Septiembre 2006 17:15
Se me olvidaba dejarla.
ResponderEliminarComentado el Martes, 12 Septiembre 2006 17:17