El último post de Lukre me ha llevado a pensar en una de las que eran las notas más llamativas de mi carácter: la ira. Estoy hablando -para que quede claro- de esa emoción de indignación, rabia, furia, rechazo ... (añádanse más) que nos invade completamente, desplazando a las restantes y haciendo de nuestro interior un campo de batalla, una vorágine cruenta. En mi caso, la ira me sobrevenía de golpe, bastaban detonantes nimios; y, llegada la emoción, casi inmediatamente y casi siempre la expresaba hacia afuera con un desagradable y estentóreo comportamiento.
No creo que mi ira se debiera a que tenga un carácter violento, sino más bien al que considero, probablemente, mi peor defecto: la impaciencia. De hecho, nunca mis explosiones airadas conllevaron actos de violencia física, salvo una única vez, a los doce o trece años. Fue una pelea escolar en la que me dejé llevar por la rabia absoluta y me encontré encima de otro chaval golpeándole la cabeza contra el suelo. Pero de pronto, enseguida, me vino como un pasmo de pánico ante lo que estaba haciendo y escapé. El shock que sentí al descubrir lo que podía ser capaz de hacer a otra persona fue tan fuerte, tan íntimo, que imagino que definió desde entonces una barrera a la que nunca volví a acercarme.
No había en mis explosiones de ira violencia física, pero sí verbal y gestual. Sobrepasaba con creces cualesquiera límites de los comportamientos aceptables, del respeto mínimo que se debe al otro (a la "víctima" de mi enfado). Había una exagerada desproporción entre los motivos del cabreo y mi reacción; además, esa desproporción tendía a incrementarse con el tiempo, como síntoma de que mi ira iba ganando terreno entre mis emociones, bastándole cualquier chorrada para adueñarse de ellas y expresarse victoriosa en mi (vergonzoso) comportamiento. Como es usual, ese demonio interior se sentía tanto más cómodo cuanto más en confianza estaba, con la dolorosa consecuencia de que son las personas amadas quienes más han de sufrir sus efectos. La ira suele ser cobarde y esa cobardía es suicida, al ofender a lo que a uno más le importa.
Mis ataques eran explosivos (ya lo he dicho) pero breves. El cabreo se expresaba hacia afuera prácticamente desde que me embargaba por dentro y, una vez manifestado, desaparecía. Nunca he "rumiado" silenciosamente mis sentimientos negativos, dejando que me fueran envenenando por dentro, que fueran creciendo y retorciéndose en variantes complejas. Digamos que la olla en la que se cocinan mis emociones no tenía tapa, de modo que en cuanto aparecía el hervor la ira se desbordaba, cruda y simple. No era como muchas otras personas que he conocido cuyas emociones se van cocinando lenta y largamente, sin síntomas externos visibles, hasta que la tapa revienta con efectos devastadores y de mucha mayor complejidad que los míos. Al ser yo así, y al haberme "habituado", me costaba valorar adecuadamente el verdadero alcance negativo de mi comportamiento sobre los demás. Por más que me lo hicieran notar, tendía a restarle importancia y, como un idiota, me sorprendía cuando comprobaba que un incidente que había pasado sin dejar en mis emociones ninguna huella había sedimentado dosis de dolor y rencor en quienes lo habían sufrido.
Por supuesto, la persona que más sufría mis cabreos era mi mujer. Gracias a ella, al darme cuenta de lo mucho que la hería, empecé a tomarme en serio la necesidad de atajar esos comportamientos míos. Seguramente, el punto crítico de inflexión se produjo en el verano de 1993 (llevábamos unos cuatro años de relación), tras una escena muy desagradable que le monté en la playa, delante de una pareja amiga (y de los bañistas que por allí andaban); me pasé muchos pueblos y le hice mucho daño. En los días posteriores hubimos de hablar mucho y le prometí, con la sinceridad de un verdadero convencimiento, de que iba a esforzarme para cambiar. Y me tomé muy en serio ese esfuerzo.
No podría hacer la crónica de ese proceso. Baste decir que, en una primera etapa, consistió sobre todo en avivar la atención hacia mis reacciones conductuales, reprimiéndolas lo antes posible. Naturalmente, mis mecanismos habituales seguían funcionando: la ira me embargaba por dentro y se me disparaba el grito, el gesto agresivo, etc. Se trataba de impedirlo y tragarme el cabreo. A veces se me escapaban algunas manifestaciones; a medida que iba mejorando mi eficacia represora, la expresión de mi ira cambiaba de forma, pasando de actos agresivos a meramente malhumorados. Poco a poco, se suavizaba mi comportamiento, aparentemente me iba volviendo menos irascible.
Esa mejoría, ¿era sólo aparente? Ciertamente, mi vigilancia consciente tenía por objeto las manifestaciones "hacia afuera" de mi ira. En ningún momento me planteé (quizás por no saber cómo) modificar la propia emoción, sino sólo sus efectos visibles. Así que la ira me seguía embargando por dentro, aunque cada vez fuera menos notoria al exterior. Ahora bien, y aquí viene algo que a mí me ha sorprendido, a medida que aumentaba mi éxito represor iba notando que la intensidad interior de la ira disminuía. Como si, al no poder expresarse, la emoción fuera disminuyendo, adecuando su cuantía a la de los actos que originaba. En mi caso, por tanto, la represión de la ira no derivó a su concentración y/o acumulación interna, sino a su progresiva desactivación.
Como resultado, lógicamente, de esto que me iba sucediendo, cada vez me era menos difícil reprimir mis manifestaciones airadas. Por un lado porque había ido "automatizando" mis mecanismos represores, cada vez más eficaces. Por otro, porque los estímulos de la ira interior eran cada vez más débiles. Desde el incidente descrito de la playa no hubo ninguno de similar magnitud, y diría que en los dos años siguientes las escenas de esa naturaleza se fueron haciendo cada vez menos frecuentes y también menos graves. Honestamente, en los siguientes y últimos diez años de mi vida de pareja no recuerdo que se repitieran. Aún así (hago un paréntesis) el daño estaba hecho, como si mis cabreos pasados hubieran quedado depositados en el ánimo de mi mujer a modo de bombas de efectos retardados. Cuando nos separamos, se quejó de mi carácter airado, rememorando varias escenas, todas ellas de más de una década de antigüedad.
No es que meditara demasiado sobre los presuntos cambios "interiores" de mi carácter. Durante los últimos años, sin prestar apenas reflexión al asunto, imagino que pensaría que había logrado controlar bastante satisfactoriamente mi carácter airado, aunque éste siguiera ahí. Sin embargo, hará unos seis meses, viví una situación que, de alguna manera, me reveló que los cambios habían sido más profundos. Una compañera de trabajo se indignó bastante injustamente conmigo, tratándome muy ofensivamente. Cuando salió de mi despacho (mandándome a la mierda y dando un portazo), me descubrí absolutamente sereno, sin el menor atisbo de ira, cuando puedo asegurar que si eso hubiera ocurrido hace diez años, la indignación me habría dominado (y probablemente le habría obsequiado con una de mis terribles reacciones). Ahora, por el contrario, me daba cuenta de que comprendía los mecanismos que a mi amiga se le habían disparado y se me despertaban sentimientos tranquilos (tampoco voy a decir que de amor benéfico, pero para nada negativos). Me sorprendió tanto no sentir por dentro ira (no ya no manifestarla) que a partir de entonces, estoy un poco en actitud de observarme, a ver si es que aparece. Y no, esa ira antigua no la he vuelto a sentir, aunque haya vivido diversas situaciones que antaño me la habrían despertado. Mentiría si dijera que la echo en falta.
Hay quienes dicen que los que son elementos constitutivos de la personalidad no cambian nunca, por más que se controlen sus efectos más negativos. Si eso es verdad, va a resultar que, por muy llamativa que fuera en mi carácter, la ira no era algo intrínseco a mi personalidad. O a lo mejor no es verdad y sí se puede cambiar; o a lo peor no he cambiado de verdad de verdad, y ahí sigue la ira dormida pero no muerta. Al fin y al cabo, no dejan de ser disquisiciones teóricas que, a este respecto y de momento, no me importan demasiado. No estoy especialmente orgulloso de demasiadas cosas; una de ellas es, sin embargo, el haber mejorado radicalmente este aspecto de mi carácter.
No creo que mi ira se debiera a que tenga un carácter violento, sino más bien al que considero, probablemente, mi peor defecto: la impaciencia. De hecho, nunca mis explosiones airadas conllevaron actos de violencia física, salvo una única vez, a los doce o trece años. Fue una pelea escolar en la que me dejé llevar por la rabia absoluta y me encontré encima de otro chaval golpeándole la cabeza contra el suelo. Pero de pronto, enseguida, me vino como un pasmo de pánico ante lo que estaba haciendo y escapé. El shock que sentí al descubrir lo que podía ser capaz de hacer a otra persona fue tan fuerte, tan íntimo, que imagino que definió desde entonces una barrera a la que nunca volví a acercarme.
No había en mis explosiones de ira violencia física, pero sí verbal y gestual. Sobrepasaba con creces cualesquiera límites de los comportamientos aceptables, del respeto mínimo que se debe al otro (a la "víctima" de mi enfado). Había una exagerada desproporción entre los motivos del cabreo y mi reacción; además, esa desproporción tendía a incrementarse con el tiempo, como síntoma de que mi ira iba ganando terreno entre mis emociones, bastándole cualquier chorrada para adueñarse de ellas y expresarse victoriosa en mi (vergonzoso) comportamiento. Como es usual, ese demonio interior se sentía tanto más cómodo cuanto más en confianza estaba, con la dolorosa consecuencia de que son las personas amadas quienes más han de sufrir sus efectos. La ira suele ser cobarde y esa cobardía es suicida, al ofender a lo que a uno más le importa.
Mis ataques eran explosivos (ya lo he dicho) pero breves. El cabreo se expresaba hacia afuera prácticamente desde que me embargaba por dentro y, una vez manifestado, desaparecía. Nunca he "rumiado" silenciosamente mis sentimientos negativos, dejando que me fueran envenenando por dentro, que fueran creciendo y retorciéndose en variantes complejas. Digamos que la olla en la que se cocinan mis emociones no tenía tapa, de modo que en cuanto aparecía el hervor la ira se desbordaba, cruda y simple. No era como muchas otras personas que he conocido cuyas emociones se van cocinando lenta y largamente, sin síntomas externos visibles, hasta que la tapa revienta con efectos devastadores y de mucha mayor complejidad que los míos. Al ser yo así, y al haberme "habituado", me costaba valorar adecuadamente el verdadero alcance negativo de mi comportamiento sobre los demás. Por más que me lo hicieran notar, tendía a restarle importancia y, como un idiota, me sorprendía cuando comprobaba que un incidente que había pasado sin dejar en mis emociones ninguna huella había sedimentado dosis de dolor y rencor en quienes lo habían sufrido.
Por supuesto, la persona que más sufría mis cabreos era mi mujer. Gracias a ella, al darme cuenta de lo mucho que la hería, empecé a tomarme en serio la necesidad de atajar esos comportamientos míos. Seguramente, el punto crítico de inflexión se produjo en el verano de 1993 (llevábamos unos cuatro años de relación), tras una escena muy desagradable que le monté en la playa, delante de una pareja amiga (y de los bañistas que por allí andaban); me pasé muchos pueblos y le hice mucho daño. En los días posteriores hubimos de hablar mucho y le prometí, con la sinceridad de un verdadero convencimiento, de que iba a esforzarme para cambiar. Y me tomé muy en serio ese esfuerzo.
No podría hacer la crónica de ese proceso. Baste decir que, en una primera etapa, consistió sobre todo en avivar la atención hacia mis reacciones conductuales, reprimiéndolas lo antes posible. Naturalmente, mis mecanismos habituales seguían funcionando: la ira me embargaba por dentro y se me disparaba el grito, el gesto agresivo, etc. Se trataba de impedirlo y tragarme el cabreo. A veces se me escapaban algunas manifestaciones; a medida que iba mejorando mi eficacia represora, la expresión de mi ira cambiaba de forma, pasando de actos agresivos a meramente malhumorados. Poco a poco, se suavizaba mi comportamiento, aparentemente me iba volviendo menos irascible.
Esa mejoría, ¿era sólo aparente? Ciertamente, mi vigilancia consciente tenía por objeto las manifestaciones "hacia afuera" de mi ira. En ningún momento me planteé (quizás por no saber cómo) modificar la propia emoción, sino sólo sus efectos visibles. Así que la ira me seguía embargando por dentro, aunque cada vez fuera menos notoria al exterior. Ahora bien, y aquí viene algo que a mí me ha sorprendido, a medida que aumentaba mi éxito represor iba notando que la intensidad interior de la ira disminuía. Como si, al no poder expresarse, la emoción fuera disminuyendo, adecuando su cuantía a la de los actos que originaba. En mi caso, por tanto, la represión de la ira no derivó a su concentración y/o acumulación interna, sino a su progresiva desactivación.
Como resultado, lógicamente, de esto que me iba sucediendo, cada vez me era menos difícil reprimir mis manifestaciones airadas. Por un lado porque había ido "automatizando" mis mecanismos represores, cada vez más eficaces. Por otro, porque los estímulos de la ira interior eran cada vez más débiles. Desde el incidente descrito de la playa no hubo ninguno de similar magnitud, y diría que en los dos años siguientes las escenas de esa naturaleza se fueron haciendo cada vez menos frecuentes y también menos graves. Honestamente, en los siguientes y últimos diez años de mi vida de pareja no recuerdo que se repitieran. Aún así (hago un paréntesis) el daño estaba hecho, como si mis cabreos pasados hubieran quedado depositados en el ánimo de mi mujer a modo de bombas de efectos retardados. Cuando nos separamos, se quejó de mi carácter airado, rememorando varias escenas, todas ellas de más de una década de antigüedad.
No es que meditara demasiado sobre los presuntos cambios "interiores" de mi carácter. Durante los últimos años, sin prestar apenas reflexión al asunto, imagino que pensaría que había logrado controlar bastante satisfactoriamente mi carácter airado, aunque éste siguiera ahí. Sin embargo, hará unos seis meses, viví una situación que, de alguna manera, me reveló que los cambios habían sido más profundos. Una compañera de trabajo se indignó bastante injustamente conmigo, tratándome muy ofensivamente. Cuando salió de mi despacho (mandándome a la mierda y dando un portazo), me descubrí absolutamente sereno, sin el menor atisbo de ira, cuando puedo asegurar que si eso hubiera ocurrido hace diez años, la indignación me habría dominado (y probablemente le habría obsequiado con una de mis terribles reacciones). Ahora, por el contrario, me daba cuenta de que comprendía los mecanismos que a mi amiga se le habían disparado y se me despertaban sentimientos tranquilos (tampoco voy a decir que de amor benéfico, pero para nada negativos). Me sorprendió tanto no sentir por dentro ira (no ya no manifestarla) que a partir de entonces, estoy un poco en actitud de observarme, a ver si es que aparece. Y no, esa ira antigua no la he vuelto a sentir, aunque haya vivido diversas situaciones que antaño me la habrían despertado. Mentiría si dijera que la echo en falta.
Hay quienes dicen que los que son elementos constitutivos de la personalidad no cambian nunca, por más que se controlen sus efectos más negativos. Si eso es verdad, va a resultar que, por muy llamativa que fuera en mi carácter, la ira no era algo intrínseco a mi personalidad. O a lo mejor no es verdad y sí se puede cambiar; o a lo peor no he cambiado de verdad de verdad, y ahí sigue la ira dormida pero no muerta. Al fin y al cabo, no dejan de ser disquisiciones teóricas que, a este respecto y de momento, no me importan demasiado. No estoy especialmente orgulloso de demasiadas cosas; una de ellas es, sin embargo, el haber mejorado radicalmente este aspecto de mi carácter.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
No creo que los sentimientos sean componentes intrísincos de nuestro carácter. No sé si nosotros podemos cambiar pero sí podemos dominar los sentimientos, hacer que desaparezcan, intensificarlos, ignorarlos o hacerlos crecer. Puede y lo mismo me equivoco que lo que no podamos cambiar es nuestra reacción al sentir esos sentimientos y creo que tú más que dominar tu comportamiento ante la ira, lo que hacías es darte cuenta por tu comportamiento que sentías ira y poder así calmarte y dominarla hasta hacerla desaparecer para siempre. Creo que si volvieras a sentirla volverías a reaccionar con la misma intensidad que ella te producía.
ResponderEliminarDurante mi matrimonio me volví muy violenta, la violencia que recibía de él estaba generando en mi unos mecanismos de autodefensa muy eficaces y certeros. La violencia recibida era transformada en palabras que dominaban perfectamente el idioma de la maldad. Mi capacidad de llegar a la gente y hacerla deshacerse de lo que les pesa en este caso me estaba sirviendo para hacerle un daño consciente a alguien. Un daño bastante grande, creo que yo hice más mella en él que él en mi. Quizás porque él a mi sólo me hizo fuerte y él en su debilidad utilizaba la violencia física para desahogarse. El caso es que un sentimiento nuevo empecé a sentir, a verlo crecer dentro de mi y que conseguí ocupar toda mi atención. Vi la cara del mal dentro de mi y sentí miedo, un miedo que provenía del poder que era consciente que tenía, mucho más grande que el de un guantazo que te tumba en el suelo o el de un cuchillo que se fija en tu garganta, en esos caso aunque lloraba surgía en mi un sentimiento de chulería y odio que buscaban la venganza a cada paso que daba. Por eso me separé, no por el miedo a morir, no por el dolor de verte vejada por alguien a quien amas, me separé para poder apagar el odio que no podía controlar, me separé porque mi odio era generado por él y su manera de comportarse conmigo y al separarme de él aunque nunca volví a ser la misma, sí me sentí aliviada porque el sentimiento desapareció y pude dejar de desearle la muerte.
La personalidad de cada uno está formada por la combinación de temperamento y carácter. El temperamento es la parte innata, formado por las emociones no aprendidas. El carácter es la parte adquirida, se va formando con la educación recibida dentro y fuera de casa.
ResponderEliminarLa ira pertenecería al temperamento, es innata. Al carácter pertenecería el miedo al ridículo, la vanidad o la autocompasión, que son emociones aprendidas, adquiridas.
Como ves, la personalidad puede cambiar, ya que el carácter se forma, puede variar en el tiempo según lo que vivamos, y al cambiar el carácter cambia también el resultado de esa interacción temperamento-carácter que es la personalidad.