Lola es una chica de 15 años. Está en el último curso de la ESO y el año próximo inicia el instituto. Lola es muy popular entre sus amigas, algo así como una de las líderes de un amplio grupo de chiquillas adolescentes. Algo debe influir en ello que Lola sea hija única y sin padre y que además Sandra, su madre, sea una mujer cariñosa, tolerante, quizás más de lo que debiera. Así que la casa de Sandra suele ser el cuartel general del grupito de adolescentes, supongo que porque los demás padres no son tan enrollados.
La mayoría de amigas de Lola provienen de familias con economías más solventes. En esas edades tan tribales, para quien no anda sobrado de perras, es un problema que tu niña reclame ropa de marcas concretas además de otras prebendas que sus amigas reciben con naturalidad. Ajustando presupuestos, Sandra va concediendo a su hija la mayoría de sus deseos, pese a ser consciente que ni de lejos puede darle el nivel de las otras. Aun así, hay viajes en verano al extranjero, dinero para salir, el móvil (al que enseguida se vuelve adicta), un ordenador en su cuarto ...
No vaya a pensarse, no obstante, que en esta primera etapa adolescente Lola es especialmente caprichosa o tiránica con su madre. Al contrario, la relación entre ambas es fluida y cómplice. Visto en retrospectiva se diría que Lola estaba empezando, inconscientemente, a tantear la muda de niña buena y cariñosa, preocupada por su madre y excesivamente responsable para su edad, a adolescente egoísta que quiere vivir una vida independiente. Ese tanteo (inconsciente, repito) se va dando mediante pequeños pasos, los más inadvertidos por su madre ya que la chica sigue manteniendo ante ella durante mucho tiempo su cara cariñosa. Sandra, por su parte, confía en ella y además le da una libertad de acción mayor de la normal a esas edades.
Ese último año de la ESO es el primero de las salidas nocturnas, de los ligues y novios iniciales, de descubrir el alcohol y algún que otro porrito. Lola es tímida y, por más que ejerza de líder de sus amigas, esa es una seguridad falsa, que muestra en terreno conocido pero que le traiciona cuando juega “fuera de casa”. Sus amigas ligan y ella no tanto; a su timidez se unen complejos varios que aumentan su inseguridad. Sus hormonas, ese verano de 2005, con sus dieciséis años recién estrenados, están en ebullición. Esos cambios internos y externos los vive Lola con una sensibilidad excesiva; euforias desmesuradas y abatimientos trágicos, ya se sabe. Ese dramón interior, sin embargo, se lo guarda para sí; su psicología la lleva a ocultarlo a su madre e incluso a sus amigas. Va, poco a poco, creándose una imagen de chica fuerte y segura, la que puede amparar las tristezas de las amigas, la que pasa de tíos, la que sabe divertirse mejor, ser más audaz que las otras. Ante Sandra desarrolla una técnica que irá mejorando en los siguientes años: consiste en mantenerla informada del exterior de su vida sin abrirle la vista a los remolinos de su emotividad. Le cuenta casi todo lo que hace, como “buenas amigas” que son, evitando, claro está, mencionar los detalles escabrosos y omitiendo lo que considera conveniente. Imagen con la que se queda su madre: una chica que hace la vida normal de las adolescentes, sin meterse en líos, y que está viviendo esta etapa sin apenas vaivenes emocionales.
Como es natural, no es que Sandra no detectara en ocasiones cambios de humor de su hija, síntomas de que tampoco todo era felicidad y calma en su mundo interior. Pero Lola sabía calmar las posibles preocupaciones de su madre, con medias verdades sobre sus sentimientos, que rebajaban su intensidad a un nivel muy inferior a como realmente ella los vivía. Ya para entonces, lo supiera o no, Lola había cerrado la puerta a su madre, había decidido que lo que estaba viviendo y sintiendo no le concernía.
Parece que es ley de vida que el adolescente niegue a sus padres el más mínimo acceso a su intimidad. Cuando más los necesitan es cuando menos los quieren. Hay quien opina que así ha de ser, que el adolescente ha de hacerse adulto, ha de descubrirse a sí mismo, “matando” a sus padres. La paradoja es que, en la mayoría de los casos, no parece que durante esa etapa de feroz egoísmo se esfuercen demasiado en descubrir su individualidad sino, por el contrario, tienden a aborregarse en el más cutre simplismo de la tribu que les toque. La individualidad propia la reclaman sólo frente a los padres (“tengo derecho a vivir mi vida y tú no puedes inmiscuirte en ella”); claro que desde la comodidad de saberse protegidos por ellos.
Lola vivía su adolescencia en el marco de esos tan sabidos tópicos. En ella, además, había una especial dependencia de su madre. Desde pequeñita, Lola había ido desarrollando un sentimiento de protección mutua respecto a Sandra; ambas estaban solas y sólo se tenían a ellas. Puede que incluso Lola llegara a pensar que debía cuidar de su madre, que tenía que ser fuerte y responsable. Por eso, en ella más quizás que en sus amigas, el proceso de ruptura interior con su madre podía tener un componente de desgarro íntimo. Tal vez eso explique el cuidado de Lola en que su madre no perdiera la imagen de su hijita querida, así como la necesidad que sentía, por mucho que su vida interior estuviera cada vez más apartada, de que Sandra estuviera pendiente de ella.
La chica que va a empezar el instituto se ha metido pues en un camino de fingimientos que genera varias Lolas: está la hija responsable y cariñosa que es amiga de su madre y está la amiga fuerte y divertida. Pero está también, la adolescente insegura con las hormonas revueltas que no encuentra acomodo en el mundo real. Aparece aquí el ordenador e internet. Lola descubre las relaciones informáticas: los chats y el messenger. Va a iniciar un viaje de mentiras enrevesadas, sexo virtual, sentimientos exaltados; va a involucrar a otras personas (a una especialmente) y a llegar bastante lejos. Ese viaje no ha acabado, a pesar de durar más de dos años; pero sus efectos se están haciendo notar y la propia Lola, por más que pretende mantenerlo secreto, es consciente de ello. La historia seguirá otro día.
La mayoría de amigas de Lola provienen de familias con economías más solventes. En esas edades tan tribales, para quien no anda sobrado de perras, es un problema que tu niña reclame ropa de marcas concretas además de otras prebendas que sus amigas reciben con naturalidad. Ajustando presupuestos, Sandra va concediendo a su hija la mayoría de sus deseos, pese a ser consciente que ni de lejos puede darle el nivel de las otras. Aun así, hay viajes en verano al extranjero, dinero para salir, el móvil (al que enseguida se vuelve adicta), un ordenador en su cuarto ...
No vaya a pensarse, no obstante, que en esta primera etapa adolescente Lola es especialmente caprichosa o tiránica con su madre. Al contrario, la relación entre ambas es fluida y cómplice. Visto en retrospectiva se diría que Lola estaba empezando, inconscientemente, a tantear la muda de niña buena y cariñosa, preocupada por su madre y excesivamente responsable para su edad, a adolescente egoísta que quiere vivir una vida independiente. Ese tanteo (inconsciente, repito) se va dando mediante pequeños pasos, los más inadvertidos por su madre ya que la chica sigue manteniendo ante ella durante mucho tiempo su cara cariñosa. Sandra, por su parte, confía en ella y además le da una libertad de acción mayor de la normal a esas edades.
Ese último año de la ESO es el primero de las salidas nocturnas, de los ligues y novios iniciales, de descubrir el alcohol y algún que otro porrito. Lola es tímida y, por más que ejerza de líder de sus amigas, esa es una seguridad falsa, que muestra en terreno conocido pero que le traiciona cuando juega “fuera de casa”. Sus amigas ligan y ella no tanto; a su timidez se unen complejos varios que aumentan su inseguridad. Sus hormonas, ese verano de 2005, con sus dieciséis años recién estrenados, están en ebullición. Esos cambios internos y externos los vive Lola con una sensibilidad excesiva; euforias desmesuradas y abatimientos trágicos, ya se sabe. Ese dramón interior, sin embargo, se lo guarda para sí; su psicología la lleva a ocultarlo a su madre e incluso a sus amigas. Va, poco a poco, creándose una imagen de chica fuerte y segura, la que puede amparar las tristezas de las amigas, la que pasa de tíos, la que sabe divertirse mejor, ser más audaz que las otras. Ante Sandra desarrolla una técnica que irá mejorando en los siguientes años: consiste en mantenerla informada del exterior de su vida sin abrirle la vista a los remolinos de su emotividad. Le cuenta casi todo lo que hace, como “buenas amigas” que son, evitando, claro está, mencionar los detalles escabrosos y omitiendo lo que considera conveniente. Imagen con la que se queda su madre: una chica que hace la vida normal de las adolescentes, sin meterse en líos, y que está viviendo esta etapa sin apenas vaivenes emocionales.
Como es natural, no es que Sandra no detectara en ocasiones cambios de humor de su hija, síntomas de que tampoco todo era felicidad y calma en su mundo interior. Pero Lola sabía calmar las posibles preocupaciones de su madre, con medias verdades sobre sus sentimientos, que rebajaban su intensidad a un nivel muy inferior a como realmente ella los vivía. Ya para entonces, lo supiera o no, Lola había cerrado la puerta a su madre, había decidido que lo que estaba viviendo y sintiendo no le concernía.
Parece que es ley de vida que el adolescente niegue a sus padres el más mínimo acceso a su intimidad. Cuando más los necesitan es cuando menos los quieren. Hay quien opina que así ha de ser, que el adolescente ha de hacerse adulto, ha de descubrirse a sí mismo, “matando” a sus padres. La paradoja es que, en la mayoría de los casos, no parece que durante esa etapa de feroz egoísmo se esfuercen demasiado en descubrir su individualidad sino, por el contrario, tienden a aborregarse en el más cutre simplismo de la tribu que les toque. La individualidad propia la reclaman sólo frente a los padres (“tengo derecho a vivir mi vida y tú no puedes inmiscuirte en ella”); claro que desde la comodidad de saberse protegidos por ellos.
Lola vivía su adolescencia en el marco de esos tan sabidos tópicos. En ella, además, había una especial dependencia de su madre. Desde pequeñita, Lola había ido desarrollando un sentimiento de protección mutua respecto a Sandra; ambas estaban solas y sólo se tenían a ellas. Puede que incluso Lola llegara a pensar que debía cuidar de su madre, que tenía que ser fuerte y responsable. Por eso, en ella más quizás que en sus amigas, el proceso de ruptura interior con su madre podía tener un componente de desgarro íntimo. Tal vez eso explique el cuidado de Lola en que su madre no perdiera la imagen de su hijita querida, así como la necesidad que sentía, por mucho que su vida interior estuviera cada vez más apartada, de que Sandra estuviera pendiente de ella.
La chica que va a empezar el instituto se ha metido pues en un camino de fingimientos que genera varias Lolas: está la hija responsable y cariñosa que es amiga de su madre y está la amiga fuerte y divertida. Pero está también, la adolescente insegura con las hormonas revueltas que no encuentra acomodo en el mundo real. Aparece aquí el ordenador e internet. Lola descubre las relaciones informáticas: los chats y el messenger. Va a iniciar un viaje de mentiras enrevesadas, sexo virtual, sentimientos exaltados; va a involucrar a otras personas (a una especialmente) y a llegar bastante lejos. Ese viaje no ha acabado, a pesar de durar más de dos años; pero sus efectos se están haciendo notar y la propia Lola, por más que pretende mantenerlo secreto, es consciente de ello. La historia seguirá otro día.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
Miros me estás metiendo un miedo que ni te cuento, ahora me toca lo peor aysss, me queda este verano de tregua supongo.
ResponderEliminarMe has dejado intrigada en como sigue la historia.
ResponderEliminarUn adolescente cuando se cierra en banda no hay nada que hacer. Lo único es hacerle saber que tu estas con él a las verdes y a las maduras. No desaprovechar la ocasión cuando se te acercan.
El resto es cruzar los dedos para que tus hijos sean en lo posible responsables con sentido común.
Espero impaciente la segunda parte! ^^
ResponderEliminarA ver, la enana me cumple cinco años y tú ya me estás acongojando con la adolescencia... Bueno, miento, lo de la adolescencia ya me acongojaba de antes: miedo me da esa etapa (la etapa más tonta e insoportable del ser humano se mire como se mire).
ResponderEliminarEspero la continuación y felicidades a tu madre :)
Besos
Ya estás poniendo la segunda parte de esta historia...
ResponderEliminarCómo se te ocurre cortarla ahí???
No tardes, eh!
Bueno, bueno ... No imaginaba yo que iba a interesar tanto esta historia. La continuaré, sí, pero no garantizo cuándo. Además me temo que requerirá varios capítulos. Y el final todavía no se sabe. Besos
ResponderEliminarDecía Dalí que la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo (o algo parecido...).
ResponderEliminarLa adolescencia suele ser una etapa tortuosa,llena de debates internos y profundas angustias. Y el entorno debe ser el propicio para canalizar esos sentimientos hacia la madurez...Ese paseo hasta llegar a la encrucijada de caminos, sin ayuda, puede dar lugar a decisiones peligrosas...
Mil besos!!
Yo también tengo el miedo en el cuerpo, sobre todo cuando tengo dos preadolescentes en casa, una de ellas con una timidez exagerada y la otra con mucho mucho caracter... ufff... eso de hacer de papi-mami a la vez es complicado y más en esa etapa.
ResponderEliminarBesos de una maia.
Supongo que la época que te toca vivir tiene mucho que ver. Si yo hubiera pertenecido a esta generación, supongo que las cosas hubieran sido muy diferentes.
ResponderEliminarpues yo estoy con koti, si hubiera pertenecido a esta generacion no se que hubiera hecho yo.
ResponderEliminartu estas involucrado en la historia de Lola???
Es verdad que da miedo si piensas en el día de mañana, e Internet tiene muchas cosas buenas pero también muchas malas. Ha habido muchos casos de niñ@s que a través de este medio, les han engañado y vete a saber que mil cosas más....
ResponderEliminarYo también quiero saber como acaba....acaba bien, verdad??