Para Illyakin
Dignidad es un término con distinto significado según se aplique a personas o a cosas; en mi anterior post, obviamente, me refería a la cualidad de las personas. Una persona es digna, según la RAE, cuando es merecedora de algo; ese algo es, en última instancia, reconocimiento, respeto. Que las cosas también se califiquen de dignas o indignas tiene que ver, pienso yo, con el grado en que se corresponden con el merecimiento de su usuario, el ser humano. Tomando tu ejemplo, una vivienda se puede entender digna cuando sus características son acordes con la dignidad de quien la habita.
Ahora bien, de esa acepción originaria, el término dignidad ha ido evolucionando hacia un contenido ético de pretendida universalidad con gran dosis de abstracción. No tengo conocimientos suficientes, pero me atrevería a decir que ese proceso fue llevado a cabo desde la teología cristiana, elevando el alcance meramente social del término pagano (dignus en latín) a un plano ontológico; el ser humano tiene dignidad por estar dotado por Dios de alma. Ciertamente, desde el humanismo renacentista, pasando por Kant, y hasta la ética moderna de los Derechos Humanos, se ha ido progresivamente “desreligiosizando” el concepto, pero manteniendo y reforzando ese significado generalista y homogeneizador: todos los seres humanos, por serlo, somos dignos e igualmente dignos.
Dignidad se ha convertido pues en una especie de palabra vacía, con apenas utilidad descriptiva, salvo como vago soporte sobre el que fundar todo tipo de reclamaciones. De hecho, apurando un poco, podríamos decir que es sinónimo de humanidad, ya que todos los humanos somos igualmente dignos. Lo que pasa es que digno suena mucho mejor que humano, al entroncarse con una larga historia de pensamiento (y también de reivindicaciones). De otra parte, el engañoso carácter “absoluto” de su significado como cualidad de todas las personas se traslada, en lógica consecuencia, para adjetivar las cosas. En efecto, como tú dices, ya sí se puede hablar de una vivienda digna, sin que sea necesario (como lo habría sido entre los romanos) aclarar para quién.
Sin embargo, por más que, como apunta Koti, tales sean los significados “políticamente correctos”, no son los reales. Y lo que ha ocurrido, a mi juicio, es que la loable construcción de una ética humanista ha desvirtuado y entremezclado confusamente conceptos distintos en un mismo término. Lo cual no sólo dificulta nuestra comunicación, sino que (mucho más grave) posibilita en la vida real dañinas manipulaciones demagógicas y justificaciones interesadas. A mi modo de ver, dignidad se ha convertido en algo que nadie sabe bien qué significa en concreto pero que vale para todo; en especial, vale para llenarse la boca con ella a fin de exigir nuestros derechos. Hay muchas otras palabras de las que se hace uso similar; todas ellas tienen en común que disparan inmediatamente nuestras emociones al tiempo que acallan nuestro raciocinio.
Sería estupendo acordar el significado que damos a las palabras, aunque me parece más que demostrado que es un empeño estéril. En este caso concreto, me basta con que convengamos que hay dos acepciones del término dignidad; uno de naturaleza abstracta que se mueve en el difuso mundo de los valores éticos y otro que se refiere al comportamiento social de las personas y cuyo contenido léxico sigue siendo sensiblemente el mismo que la dignitas romana. Mi tesis (admito que provocadora y políticamente incorrecta) es que, a efectos de las motivaciones vitales de los seres humanos (o de muchos de ellos), el verdaderamente importante es el segundo. En otras palabras, que el reconocimiento de la dignidad propia es uno de los más frecuentes motores de las acciones de muchos individuos. De lo que deriva, naturalmente, que esa dignidad no es algo abstracto ni, por supuesto, algo que todos tienen por igual en tanto seres humanos. Soy más digno cuanto más se me reconozca. Demos un pasito más (que siempre lo dan quienes caen en esta insidiosa trampa): cuanto más se me reconozca, más soy.
Jugando con Spinoza, podríamos hasta calificar de ontológicas las motivaciones de quienes basan su vivir en el reconocimiento de su dignidad. Parten, aunque no lo sepan, de que son en la medida en que son reconocidos como tales y, por tanto, la permanencia de su ser, que es la exigencia común de toda esencia spinoziana, requiere la continua actualización de su dignidad. Filosofía barata, ya lo sé; pero, aunque me explique mal, no creo que, desde el ámbito de la psicología, la dignidad así entendida sea cosa despreciable.
Es muy probable que la mayoría de nosotros coincidamos en que el reconocimiento público, el respeto de los demás hacia nuestras cualidades singulares (ojo, no basta con que sea como seres humanos en general), no es algo con la suficiente sustancia como para convertirse en una motivación básica de nuestra vida. Incluso hay quien me ha dicho –paradojas del uso del idioma– que un comportamiento motivado por la búsqueda del reconocimiento es poco “digno”. Sin embargo, si nos indagáramos honestamente, me temo que a casi todos nos mueve el reconocimiento ajeno, que nuestra dignidad sea acrecentada. Supongo que, salvo personas de una sabiduría y bondad excepcionales, para ser necesitamos saber que somos reconocidos. Por insinuar una línea de reflexión, pensemos en cuantas de estas cosas hay presentes en nuestras ansias de ser amados y, consiguientemente, en el tipo de relaciones amorosas que construimos.
Por supuesto, es cuestión de grados. En el post anterior me refería sólo a esas personas que fundamentan su actuar vital en el reconocimiento de su dignidad, expresada en cargos, honores, bienes susceptibles de ostentación, etc. Esa dignidad es, a mi juicio, uno de los motores fundamentales de la historia y, como decía, está muy relacionada con el poder (y con la erótica del poder). Esa dignidad, como decía Vila-Matas, deriva del entendimiento de la vida como un teatro en que las personas actúan; no está de más recordar ahora que persona proviene del latín (y antes del griego) y no es otra cosa que la máscara que usaban los actores para representar ante el público su personaje. Pues bien, en gran parte, la historia de la humanidad se explica por el deseo de los seres humanos de conseguirse las máscaras más chulas y admiradas durante las breves representaciones que nos son permitidas.
No nos podemos salir de ese teatro, dice Vila-Matas, pero no debemos olvidar que es sólo eso, apariencia, y consecuentemente es sano que no nos lo tomemos demasiado en serio. El riesgo de hacerlo es que, como les ocurre a los “dignos”, confundamos lo que somos con nuestra máscara; yendo un poco más allá: que seamos nuestra máscara. La dignidad íntima sería la del amigo de Vila-Matas, pero esa sólo tiene a uno mismo por testigo (también a Dios, para los creyentes) y su búsqueda es un camino de crecimiento personal cuyos frutos son muy distintos.
En todo caso ni la dignidad “social” ni la “íntima” son algo común igualitariamente a todos los humanos. Claro que, a estas alturas del dominio de la semántica políticamente correcta, como todos somos igualmente dignos, no se nos ocurriría decir de alguien con gran “dignidad social” que es más digno que otro (en todo caso tiene más prestigio) ni de alguien con gran “dignidad íntima” (aunque ésta no la sabríamos) sino que es mejor persona. En fin, el lenguaje evoluciona, también mediante la dictadura de la “corrección social”, aunque sea a costa de perder contenidos.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
Ahora bien, de esa acepción originaria, el término dignidad ha ido evolucionando hacia un contenido ético de pretendida universalidad con gran dosis de abstracción. No tengo conocimientos suficientes, pero me atrevería a decir que ese proceso fue llevado a cabo desde la teología cristiana, elevando el alcance meramente social del término pagano (dignus en latín) a un plano ontológico; el ser humano tiene dignidad por estar dotado por Dios de alma. Ciertamente, desde el humanismo renacentista, pasando por Kant, y hasta la ética moderna de los Derechos Humanos, se ha ido progresivamente “desreligiosizando” el concepto, pero manteniendo y reforzando ese significado generalista y homogeneizador: todos los seres humanos, por serlo, somos dignos e igualmente dignos.
Dignidad se ha convertido pues en una especie de palabra vacía, con apenas utilidad descriptiva, salvo como vago soporte sobre el que fundar todo tipo de reclamaciones. De hecho, apurando un poco, podríamos decir que es sinónimo de humanidad, ya que todos los humanos somos igualmente dignos. Lo que pasa es que digno suena mucho mejor que humano, al entroncarse con una larga historia de pensamiento (y también de reivindicaciones). De otra parte, el engañoso carácter “absoluto” de su significado como cualidad de todas las personas se traslada, en lógica consecuencia, para adjetivar las cosas. En efecto, como tú dices, ya sí se puede hablar de una vivienda digna, sin que sea necesario (como lo habría sido entre los romanos) aclarar para quién.
Sin embargo, por más que, como apunta Koti, tales sean los significados “políticamente correctos”, no son los reales. Y lo que ha ocurrido, a mi juicio, es que la loable construcción de una ética humanista ha desvirtuado y entremezclado confusamente conceptos distintos en un mismo término. Lo cual no sólo dificulta nuestra comunicación, sino que (mucho más grave) posibilita en la vida real dañinas manipulaciones demagógicas y justificaciones interesadas. A mi modo de ver, dignidad se ha convertido en algo que nadie sabe bien qué significa en concreto pero que vale para todo; en especial, vale para llenarse la boca con ella a fin de exigir nuestros derechos. Hay muchas otras palabras de las que se hace uso similar; todas ellas tienen en común que disparan inmediatamente nuestras emociones al tiempo que acallan nuestro raciocinio.
Sería estupendo acordar el significado que damos a las palabras, aunque me parece más que demostrado que es un empeño estéril. En este caso concreto, me basta con que convengamos que hay dos acepciones del término dignidad; uno de naturaleza abstracta que se mueve en el difuso mundo de los valores éticos y otro que se refiere al comportamiento social de las personas y cuyo contenido léxico sigue siendo sensiblemente el mismo que la dignitas romana. Mi tesis (admito que provocadora y políticamente incorrecta) es que, a efectos de las motivaciones vitales de los seres humanos (o de muchos de ellos), el verdaderamente importante es el segundo. En otras palabras, que el reconocimiento de la dignidad propia es uno de los más frecuentes motores de las acciones de muchos individuos. De lo que deriva, naturalmente, que esa dignidad no es algo abstracto ni, por supuesto, algo que todos tienen por igual en tanto seres humanos. Soy más digno cuanto más se me reconozca. Demos un pasito más (que siempre lo dan quienes caen en esta insidiosa trampa): cuanto más se me reconozca, más soy.
Jugando con Spinoza, podríamos hasta calificar de ontológicas las motivaciones de quienes basan su vivir en el reconocimiento de su dignidad. Parten, aunque no lo sepan, de que son en la medida en que son reconocidos como tales y, por tanto, la permanencia de su ser, que es la exigencia común de toda esencia spinoziana, requiere la continua actualización de su dignidad. Filosofía barata, ya lo sé; pero, aunque me explique mal, no creo que, desde el ámbito de la psicología, la dignidad así entendida sea cosa despreciable.
Es muy probable que la mayoría de nosotros coincidamos en que el reconocimiento público, el respeto de los demás hacia nuestras cualidades singulares (ojo, no basta con que sea como seres humanos en general), no es algo con la suficiente sustancia como para convertirse en una motivación básica de nuestra vida. Incluso hay quien me ha dicho –paradojas del uso del idioma– que un comportamiento motivado por la búsqueda del reconocimiento es poco “digno”. Sin embargo, si nos indagáramos honestamente, me temo que a casi todos nos mueve el reconocimiento ajeno, que nuestra dignidad sea acrecentada. Supongo que, salvo personas de una sabiduría y bondad excepcionales, para ser necesitamos saber que somos reconocidos. Por insinuar una línea de reflexión, pensemos en cuantas de estas cosas hay presentes en nuestras ansias de ser amados y, consiguientemente, en el tipo de relaciones amorosas que construimos.
Por supuesto, es cuestión de grados. En el post anterior me refería sólo a esas personas que fundamentan su actuar vital en el reconocimiento de su dignidad, expresada en cargos, honores, bienes susceptibles de ostentación, etc. Esa dignidad es, a mi juicio, uno de los motores fundamentales de la historia y, como decía, está muy relacionada con el poder (y con la erótica del poder). Esa dignidad, como decía Vila-Matas, deriva del entendimiento de la vida como un teatro en que las personas actúan; no está de más recordar ahora que persona proviene del latín (y antes del griego) y no es otra cosa que la máscara que usaban los actores para representar ante el público su personaje. Pues bien, en gran parte, la historia de la humanidad se explica por el deseo de los seres humanos de conseguirse las máscaras más chulas y admiradas durante las breves representaciones que nos son permitidas.
No nos podemos salir de ese teatro, dice Vila-Matas, pero no debemos olvidar que es sólo eso, apariencia, y consecuentemente es sano que no nos lo tomemos demasiado en serio. El riesgo de hacerlo es que, como les ocurre a los “dignos”, confundamos lo que somos con nuestra máscara; yendo un poco más allá: que seamos nuestra máscara. La dignidad íntima sería la del amigo de Vila-Matas, pero esa sólo tiene a uno mismo por testigo (también a Dios, para los creyentes) y su búsqueda es un camino de crecimiento personal cuyos frutos son muy distintos.
En todo caso ni la dignidad “social” ni la “íntima” son algo común igualitariamente a todos los humanos. Claro que, a estas alturas del dominio de la semántica políticamente correcta, como todos somos igualmente dignos, no se nos ocurriría decir de alguien con gran “dignidad social” que es más digno que otro (en todo caso tiene más prestigio) ni de alguien con gran “dignidad íntima” (aunque ésta no la sabríamos) sino que es mejor persona. En fin, el lenguaje evoluciona, también mediante la dictadura de la “corrección social”, aunque sea a costa de perder contenidos.
A mí me sigue sin salir la palabra dignidad para explicar ese afán de ser bien vistos, bien reconocidos y, por qué no, bien envidiados. Cierto es que hay personas que no conciben su propia existencia sin que los demás hablen de ellas. Les halaga, a veces incluso aunque lo que se hable sea malo.
ResponderEliminarEsa dignidad interna yo la llamo simplemente estar bien con uno mismo. La dignidad externa, reconocimiento. Todos buscamos reconocimiento, ser buenos en lo que hacemos y que así lo corroboren los demás, cuantos más mejor; y cuanto más lo cuenten los que lo saben a los que aún no se han enterado, mejor. No nos gusta "quedar mal".
Me gusta buscar sinónimos que expliquen bien lo que siento si la evolución del lenguaje ha sumido en la ambigüedad lo que quería decir, porque cuando hablo o escribo no quiero dejar lugar a dudas sobre lo que, en realidad, deseaba expresar.
Que no le quepa la menor duda de que usted, querido amigo, tiene mi reconocimiento.
(((¿¿¿Y por qué no habré descubierto yo este post a una hora más decente en la cual me hubiera estado funcionando algo más que el sistema límbico???)))
Besotes.