Cuesta entender que podamos aburrirnos cuando la vida, el mundo, el espacio y el tiempo están tan colmados de sorpresas. Pensemos sólo por un instante en la actividad cerebral del ser humano a lo largo de su existencia; parémonos a elucubrar sobre la cantidad de productos de esa actividad: pensamientos, sentimientos, emociones, ideas ... Prescindamos de esos cientos de miles de años durante los cuales se fue formando la especie humana y fijémonos sólo en los últimos ocho mil, a partir de la agricultura y el sedentarismo; desde entonces hasta ahora han vivido en este planeta más de cien mil millones de personas. Es verdad que hasta hace relativamente muy poco la esperanza de vida de los humanos era mínima y, de otra parte, la mayoría de quienes sobrevivían hasta edades adultas llevaban vidas miserables, poco aptas para crear productos mentales dignos de interés. Pero da igual; aunque contemos sólo a partir de mediados del diecinueve, resulta que han pasado por este planeta unos cuarenta y cinco mil millones de personas (más de seis mil siguen vivos). Imaginemos todos esos cerebros como una mente única, la mente fragmentaria (pero aún así, en cierta manera, única) de nuestra especie en los últimos ciento cincuenta años; una “mente colectiva” con multitud de neuronas (unas 4.500 trillones: nadie es capaz de concebir esta cantidad) y todavía muchísimas más sinapsis activándose electroquímicamente sin parar: ¡produciendo!
Esos productos son volátiles, efímeros, ya lo sé. Y sin embargo, en su incorporeidad esencial son tan materiales, tan reales, tan preñados de consecuencias ... y, sobre todo, tan provocadores de interés. Porque ciertamente, especie vanidosa y autocompaciente donde las haya, a los humanos lo que más nos gusta es mirarnos el ombligo, lo que más nos entretiene es lo que nosotros mismos hacemos, lo que más nos preocupa son esos productos mentales. Pensamos (entiéndase como referencia genérica a la actividad cerebral) sobre nuestros propios pensamientos, los de nuestra mente colectiva. Y en la medida en que persistimos en esa labor que llamamos intelectual (y a la cual, no sé si muy merecidamente, conferimos título de nobleza) más contribuimos a hacer grande esa mente única colectiva, más descubrimos (autoconciencia lo llaman) que somos parte de ella, que más allá de la biología del individuo hay sinapsis extracorpóraeas y, desde luego, transtemporales.
Pero dejémonos de pretenciosas pseudofilosofías baratas y eludamos las resbaladizas pendientes de los misticismos. Porque todo lo anterior no tenía otro objeto que introducir el objeto de este post, pese a mis tendencias a irme por las ramas y desenrollar los rollos. Claro que esa es otra forma de divertirse y tiene mucho que ver con lo que estoy diciendo. Empiezas por cualquier cosa y te vas liando en un viaje de etapas inusitadas, cada una cargada de divertidas sorpresas. Y, en estos días, esos viajes son tremendamente fáciles gracias a internet. Ya sé que todos lo sabemos, pero me atrevo a dudar que seamos realmente conscientes de la maravilla de este inmenso archivo virtual en el que, aunque sólo sea una infinitésima parte del inconmensurable total, podemos encontrar tantísimas muestras de esos productos de la mente humana. Como, por ejemplo, la que procedo a contar (por fin, pesado).
Parece ser que en 1914 un tal Socrates Scholfield, registro en el U.S. Patent Office con el número 1.087.186 un aparato de su invención consistente en dos hélices de lata dispuestas de manera tal que, girando lentamente cada una en torno a la otra (?), demuestran la existencia de Dios. Leo la noticia, más o menos como la transcribo en el blog recién descubierto de Wakefield (que me temo que ha sido abandonado) y, como es natural, me deja epatado. En realidad se trata de una referencia al libro La sinagoga de los iconoclastas, escrito en 1972 por Juan Rodolfo Wilcock y publicado en Anagrama (aquí puede leerse una reseña de la obra). Este Wilcock (de quien hasta hace unos momentos nada sabía: cuánto más aprendo, más inmensa es mi ignorancia) fue un escritor nacido en Buenos Aires en 1919 que, instalado en Roma con 39 años, publicó sus más importantes obras en italiano; murió en Velletri en 1978.
Abro paréntesis en párrafo aparte. Velletri es una ciudad media (unos 50.000 habitantes) en el Lazio, al sur de Roma, antigua capital de los oscos, en plena área etrusca. De aquí provino la gens Octavia, cuyo más famoso hijo fue Augusto, el primer emperador romano. En julio de hace un año pasé en esta ciudad las últimas horas de un día que, siguiendo la Vía Apia, nos había llevado a Castelgandolfo y al lago Albano. Era la primera jornada de diez que pasamos recorriendo el Lazio, huyendo de una Roma sucia, abrasadora y llena de turistas. Esa tarde, en Velletri, callejeamos por un centro storico no demasiado atractivo (para el promedio italiano) y cenamos un extraño plato de pasta en una especie de patio de comunidad abierto hacia la calle. Luego tardamos en encontrar el coche y si lo logramos fue gracias a una foto que habíamos sacado de la Torre del Trivio (nos situamos en la misma posición y recordamos el trecho que habíamos andado). Esa noche dormimos en una preciosa casa de campo. Fin del recuerdo personal convertido en paréntesis).
Este Wilcock (su apellido casi casi significa polla salvaje) debió ser un tipo singular. Compruebo que, como imaginaba, fue amiguete de Borges y frecuentó su círculo bonaerense (con Adolfo Bioy y Silvina Ocampo) en la década de los cincuenta (con Silvina escribió, en 1956, una pieza teatral en verso: Los traidores). Esa década debió ser de las más fecundas y abiertas en la literatura argentina; muchos intelectuales viajaban a Europa, a París, sobre todo. Me entero de jaranas y carcajadas parisienses de Wilcock con muchos compatriotas, entre ellos –cómo no- Julio Cortázar. Pese a su pertenencia a ese ambiente, Wilcock rompe brutalmente con la Argentina, hasta incluso con el idioma, instalándose en Italia. Antes de irse parece que decidió retirar sus libros de las librerías en una voluntad explícita de ser olvidado; el Wilcock italiano que fue a partir de entonces quiso ser otro. Aun así, su escritura parece que siguió pagando las deudas de los orígenes, especialmente Borges y Kafka. Leo en otro estupendo blog que esta Sinagoga de los iconoclastas es heredera de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, que tanto apreciara Borges para continuarlas en su Historia Universal de la infamia. Tampoco he leído a Schwob, pero sí mucho de Borges. Con estas referencias no podía sino desconfiar de la veracidad de los relatos de Wilcock y, especialmente, de la historia de Socrates Scholfield.
Sin embargo, Socrates Scholfield existió. Compruebo en Internet que en 1872, un tal Socrates Scholfield patentó en Canadá una máquina para liar cigarros. En 1875 consta, con el número 160.721 de la U.S. Patent Office, un aparato neumático “alimentador de hojas”, también a nombre de Socrates Scholfield. Descubro otra patente norteamericana (número 97.817, probablemente de 1869), esta vez una especie de taladro rotatorio, a nombre del mismo SS, en la que consta que el tal señor es de Providence (Rhode Island). Justamente en Providence, unos años después (en 1907), Socrates Scholfield publicó a su costa un libro de 76 páginas titulado The doctrine of mechaniscalism (¿la doctrina del mecanicismo?). Este libro, que comienza con un tributo a Zoroastro y Confucio, está escaneado y colgado en internet; me lo he bajado y algún día de estos trataré de leerlo. Ya sobre la máquina demostradora de la existencia divina sólo he encontrado (sin contar al propio Wilcock) una referencia indirecta en una nota a pie de página en un libro de Martin Gardner que trata de los errores y falacias “en el nombre de la ciencia”; hablando sobre la Dianética alude a la “famosa” patente de 1914 (número 1.087.186) de las dos hélices interconectadas.
No son muchos datos, pero sí parecen los suficientes para pensar que efectivamente en los últimos años del siglo XIX y primeros del pasado debió vivir en la costa este norteamericana un tipo excéntrico de aficiones científicas que derivaría en su edad madura hacia pretensiones teológicas. Desde luego, tengo que conseguirme el libro de Wilcock (parece que últimamente se me aparecen escritores argentinos) y enterarme algo más de esta historia. Porque me duele admitir que no logro imaginar cómo se puede relacionar la existencia de Dios con el movimiento giratorio de dos hélices interconectadas. No sé; imagino que se impulsarían las dos hélices para que iniciaran sus movimientos entrelazados y mientras los usuarios del aparatito lo estarían observando. Finalizados los movimientos rotatorios (o quizás antes) ocurriría algo que llevaría al entendimiento de los observadores el convencimiento racional de que Dios existe. ¿Qué? ¿Cómo?
Imagínense cuántas dudas y angustias existenciales resueltas. No logro entender por qué no se ha popularizado el aparatito. Ya puestos, podría seguramente perfeccionarse, desarrollar, a partir de sus principios básicos de funcionamiento, distintos prototipos, acomodados para resolver sobre la existencia o inexistencia de otras entidades. Por ejemplo: demostrar la existencia de la vida eterna, de seres extraterrestres inteligentes, etc. No sigo porque se me vienen a la cabeza demasiadas realidades de dudosa existencia.
Desde luego, a mi modesto entender, la historia tiene chicha, hay materia para entretenerse investigando. Me resulta extraño no haber encontrado algún dibujo o cualquier otra información algo más específica en internet. ¿Acaso, por muy absurda y ridícula que sea, la iniciativa de construir un aparato para demostrar la existencia de Dios no merece que alguien la estudie y difunda? Yo creo que sí. En todo caso (y cierro el post enlazando con su comienzo que es una técnica no por repetida menos bonita), esta historia es un buen ejemplo de cuánto pueden sorprendernos los “productos” de la mente humana. Así que: ¿cómo es posible que nos aburramos?
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
Esos productos son volátiles, efímeros, ya lo sé. Y sin embargo, en su incorporeidad esencial son tan materiales, tan reales, tan preñados de consecuencias ... y, sobre todo, tan provocadores de interés. Porque ciertamente, especie vanidosa y autocompaciente donde las haya, a los humanos lo que más nos gusta es mirarnos el ombligo, lo que más nos entretiene es lo que nosotros mismos hacemos, lo que más nos preocupa son esos productos mentales. Pensamos (entiéndase como referencia genérica a la actividad cerebral) sobre nuestros propios pensamientos, los de nuestra mente colectiva. Y en la medida en que persistimos en esa labor que llamamos intelectual (y a la cual, no sé si muy merecidamente, conferimos título de nobleza) más contribuimos a hacer grande esa mente única colectiva, más descubrimos (autoconciencia lo llaman) que somos parte de ella, que más allá de la biología del individuo hay sinapsis extracorpóraeas y, desde luego, transtemporales.
Pero dejémonos de pretenciosas pseudofilosofías baratas y eludamos las resbaladizas pendientes de los misticismos. Porque todo lo anterior no tenía otro objeto que introducir el objeto de este post, pese a mis tendencias a irme por las ramas y desenrollar los rollos. Claro que esa es otra forma de divertirse y tiene mucho que ver con lo que estoy diciendo. Empiezas por cualquier cosa y te vas liando en un viaje de etapas inusitadas, cada una cargada de divertidas sorpresas. Y, en estos días, esos viajes son tremendamente fáciles gracias a internet. Ya sé que todos lo sabemos, pero me atrevo a dudar que seamos realmente conscientes de la maravilla de este inmenso archivo virtual en el que, aunque sólo sea una infinitésima parte del inconmensurable total, podemos encontrar tantísimas muestras de esos productos de la mente humana. Como, por ejemplo, la que procedo a contar (por fin, pesado).
Parece ser que en 1914 un tal Socrates Scholfield, registro en el U.S. Patent Office con el número 1.087.186 un aparato de su invención consistente en dos hélices de lata dispuestas de manera tal que, girando lentamente cada una en torno a la otra (?), demuestran la existencia de Dios. Leo la noticia, más o menos como la transcribo en el blog recién descubierto de Wakefield (que me temo que ha sido abandonado) y, como es natural, me deja epatado. En realidad se trata de una referencia al libro La sinagoga de los iconoclastas, escrito en 1972 por Juan Rodolfo Wilcock y publicado en Anagrama (aquí puede leerse una reseña de la obra). Este Wilcock (de quien hasta hace unos momentos nada sabía: cuánto más aprendo, más inmensa es mi ignorancia) fue un escritor nacido en Buenos Aires en 1919 que, instalado en Roma con 39 años, publicó sus más importantes obras en italiano; murió en Velletri en 1978.
Abro paréntesis en párrafo aparte. Velletri es una ciudad media (unos 50.000 habitantes) en el Lazio, al sur de Roma, antigua capital de los oscos, en plena área etrusca. De aquí provino la gens Octavia, cuyo más famoso hijo fue Augusto, el primer emperador romano. En julio de hace un año pasé en esta ciudad las últimas horas de un día que, siguiendo la Vía Apia, nos había llevado a Castelgandolfo y al lago Albano. Era la primera jornada de diez que pasamos recorriendo el Lazio, huyendo de una Roma sucia, abrasadora y llena de turistas. Esa tarde, en Velletri, callejeamos por un centro storico no demasiado atractivo (para el promedio italiano) y cenamos un extraño plato de pasta en una especie de patio de comunidad abierto hacia la calle. Luego tardamos en encontrar el coche y si lo logramos fue gracias a una foto que habíamos sacado de la Torre del Trivio (nos situamos en la misma posición y recordamos el trecho que habíamos andado). Esa noche dormimos en una preciosa casa de campo. Fin del recuerdo personal convertido en paréntesis).
Este Wilcock (su apellido casi casi significa polla salvaje) debió ser un tipo singular. Compruebo que, como imaginaba, fue amiguete de Borges y frecuentó su círculo bonaerense (con Adolfo Bioy y Silvina Ocampo) en la década de los cincuenta (con Silvina escribió, en 1956, una pieza teatral en verso: Los traidores). Esa década debió ser de las más fecundas y abiertas en la literatura argentina; muchos intelectuales viajaban a Europa, a París, sobre todo. Me entero de jaranas y carcajadas parisienses de Wilcock con muchos compatriotas, entre ellos –cómo no- Julio Cortázar. Pese a su pertenencia a ese ambiente, Wilcock rompe brutalmente con la Argentina, hasta incluso con el idioma, instalándose en Italia. Antes de irse parece que decidió retirar sus libros de las librerías en una voluntad explícita de ser olvidado; el Wilcock italiano que fue a partir de entonces quiso ser otro. Aun así, su escritura parece que siguió pagando las deudas de los orígenes, especialmente Borges y Kafka. Leo en otro estupendo blog que esta Sinagoga de los iconoclastas es heredera de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, que tanto apreciara Borges para continuarlas en su Historia Universal de la infamia. Tampoco he leído a Schwob, pero sí mucho de Borges. Con estas referencias no podía sino desconfiar de la veracidad de los relatos de Wilcock y, especialmente, de la historia de Socrates Scholfield.
Sin embargo, Socrates Scholfield existió. Compruebo en Internet que en 1872, un tal Socrates Scholfield patentó en Canadá una máquina para liar cigarros. En 1875 consta, con el número 160.721 de la U.S. Patent Office, un aparato neumático “alimentador de hojas”, también a nombre de Socrates Scholfield. Descubro otra patente norteamericana (número 97.817, probablemente de 1869), esta vez una especie de taladro rotatorio, a nombre del mismo SS, en la que consta que el tal señor es de Providence (Rhode Island). Justamente en Providence, unos años después (en 1907), Socrates Scholfield publicó a su costa un libro de 76 páginas titulado The doctrine of mechaniscalism (¿la doctrina del mecanicismo?). Este libro, que comienza con un tributo a Zoroastro y Confucio, está escaneado y colgado en internet; me lo he bajado y algún día de estos trataré de leerlo. Ya sobre la máquina demostradora de la existencia divina sólo he encontrado (sin contar al propio Wilcock) una referencia indirecta en una nota a pie de página en un libro de Martin Gardner que trata de los errores y falacias “en el nombre de la ciencia”; hablando sobre la Dianética alude a la “famosa” patente de 1914 (número 1.087.186) de las dos hélices interconectadas.
No son muchos datos, pero sí parecen los suficientes para pensar que efectivamente en los últimos años del siglo XIX y primeros del pasado debió vivir en la costa este norteamericana un tipo excéntrico de aficiones científicas que derivaría en su edad madura hacia pretensiones teológicas. Desde luego, tengo que conseguirme el libro de Wilcock (parece que últimamente se me aparecen escritores argentinos) y enterarme algo más de esta historia. Porque me duele admitir que no logro imaginar cómo se puede relacionar la existencia de Dios con el movimiento giratorio de dos hélices interconectadas. No sé; imagino que se impulsarían las dos hélices para que iniciaran sus movimientos entrelazados y mientras los usuarios del aparatito lo estarían observando. Finalizados los movimientos rotatorios (o quizás antes) ocurriría algo que llevaría al entendimiento de los observadores el convencimiento racional de que Dios existe. ¿Qué? ¿Cómo?
Imagínense cuántas dudas y angustias existenciales resueltas. No logro entender por qué no se ha popularizado el aparatito. Ya puestos, podría seguramente perfeccionarse, desarrollar, a partir de sus principios básicos de funcionamiento, distintos prototipos, acomodados para resolver sobre la existencia o inexistencia de otras entidades. Por ejemplo: demostrar la existencia de la vida eterna, de seres extraterrestres inteligentes, etc. No sigo porque se me vienen a la cabeza demasiadas realidades de dudosa existencia.
Desde luego, a mi modesto entender, la historia tiene chicha, hay materia para entretenerse investigando. Me resulta extraño no haber encontrado algún dibujo o cualquier otra información algo más específica en internet. ¿Acaso, por muy absurda y ridícula que sea, la iniciativa de construir un aparato para demostrar la existencia de Dios no merece que alguien la estudie y difunda? Yo creo que sí. En todo caso (y cierro el post enlazando con su comienzo que es una técnica no por repetida menos bonita), esta historia es un buen ejemplo de cuánto pueden sorprendernos los “productos” de la mente humana. Así que: ¿cómo es posible que nos aburramos?
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
Madre mía!!! Coincido con Raquel y su comentario a tu anterior post, en que tienes una especial capacidad para sacarle el jugo a todo lo que se te ponga delante.
ResponderEliminarÉste concretamente me encanta por cómo relacionas entre sí hechos, personajes, libros, historias y recuerdos.
Pero sobre todo me gusta esa idea de "mente colectiva", donde todas las neuronas funcionan juntas en una mente única. Cada uno aporta lo que puede, quién más y quién menos. Igualdad de oportunidades para los desneuronados del mundo!
Besetes
Pues quizás precisamente por eso, precisamente porque a veces nos llenamos la vida de obligaciones que no nos permiten dedicarnos a aquello que nos gusta, a aquello que activa nuestros pensamientos, que alimenta nuestra curiosidad. No es un aburrimiento debido a la ociosidad (ya lo quisiera yo para mi) es un aburrimiento debido a que no te queda ni un sólo minuto para dedicarlo a lo que a ti te apetece, por ejemplo demostrar la existencia de Dios. Que si bien no es algo extremadamente frutífero no cabe duda que este señor se sintió bastante realizado intentándolo. La cuestión es esa que a veces me doy cuenta de que hay tantas cosas que me gustaría hacer y no hago por hacer otras que cada vez me satisfacen menos.
ResponderEliminarDesde luego yo también me quedo con la curiosidad de como se pueden relacionar este invento con la existencia de Dios (cuentamelo cuando lo sepas, please).
ResponderEliminarPues fíjate que a mí esa descripción de las dos hélices girando una dentro de otra me ha recordado a los derviches giróvagos de Konya. Los derviches entran en un éxtasis místico por medio de ese giro interminable y se sienten en presencia de Dios. A lo mejor la maquinita en cuestión sirve para lo mismo. Te quedas mirando el giro de las hélices y eso te hace el mismo efecto que el giro de los derviches.
ResponderEliminarLo curioso de todo esto es que en algún sitio recóndito de mi memoria recuerdo más de una máquina que pretendía demostrar la existencia de Dios. No sé porqué ni cuales, pero sé que en algún sitio lo he leído. Es lo malo de coleccionar conocimientos inútiles, que a veces los más útiles se pierden.
ResponderEliminarEn cualquier caso si ya es difícil demostrar la ciencia usando la ciencia, mucho más díficil debe de ser demostrar la religión.
PD: El cambio de fuente afortunado pero dos pequeños consejos. Un poquito más de contraste y, sobre todo, un interlineado mayor. Con eso ya perfecto.
Esa misma pregunta me la hago yo muchas veces. Sobre todo cuando oigo a gente que se queja continuamente de aburrimiento.
ResponderEliminarLo que está claro es que tú no eres de esas personas y que tienes una curiosidad que tus lectores agradecemos por todo lo que nos descubres.
Si algún día averigüas cómo es posible demostrar la existencia de Dios con el sistema de las hélices, por favor, cuéntalo que me has dejado intrigada :)
Besos
Procuraré seguir investigando para saber algo más del "invento" del tal Socrates Scholfield; de momento, ya he encargado el libro de Wilcock.
ResponderEliminarTito: te agradezco los consejos sobre la apariencia del blog. El contraste podría incrementarlo dejando el fondo blanco en vez del gris suavecito que le he dado e, incluso, poniendo la fuente negra. Pero, hechas las pruebas, me resulta excesivamente contrastado. También es verdad que tengo un pantallón macintosh de excesiva luminosidad (y calidad espectacular), pero uno juzga por como lo ve él. En cuanto al interlineado era efectivamente una de las cuestiones que no terminaba de tener clara. De hecho, le había puesto un valor "exacto" algo inferior al de defecto; te hago caso y lo amplío un poquito. Coincido en que gana en legibilidad aún a costa de que el post parezca más largo (y desanime más todavía su lectura).