Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costubre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llama magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba?
Este es el principio del famoso pasaje de la magdalena, escrito por Proust (1871-1922) en el primer tomo (Por el camino de Swann) de "En busca del tiempo perdido". Es, sin duda, el ejemplo literario más citado de lo que Pavlov llamó estímulos condicionados. La magdalena opera como el diapasón con el que Pavlov condicionaba la salivación de sus perros: evoca en el protagonista de la novela las sensaciones de la infancia.
He leído varias críticas a este pasaje y en la mayoría comentan cómo el sabor de la magdalena, al enlazar con el de aquéllas que en su infancia le daba su tía Leoncia, trae hasta el protagonista multitud de recuerdos olvidados de los días de Combray. Esos recuerdos vienen, es cierto; sin embargo, lo que para mí resulta realmente mágico es la vuelta del "yo mismo" a que Proust alude (y que he remarcado en negrilla en la cita).
Algo así me ocurrió a mí una vez, una sola vez en mis 46 años de vida. Estaba en Valencia, alojándome por unos días en la casa casi desnuda de un amigo recientemente separado. Creo que hacia el año 84, pero no estoy seguro; pongamos que andaba por la mitad de mi veintena. En una habitación había cajas de cartón con libros. En una de ellas, escrito en rotulador rojo: Tintín. La abrí y descubrí, bien apiladitos, los tomos de tapa dura de Editorial Juventud. Cogí y hojeé el primero de ellos, ya no recuerdo cuál era. Y de pronto, por un momento efímero, volví a ser el Miroslav de 8 años, volví a estar en la librería de mi abuelo, sentado en un taburete bajo tras el mostrador. Enseguida la magia se fue diluyendo y, aunque dediqué gran parte de esa noche a releer los tintines, no conseguí que volviera. Y tampoco lo ha hecho en los veinte años transcurridos desde entonces.
Tengo pocos recuerdos de mi infancia y los que tengo son como si no fueran míos. Cuando veo fotos del niño que fui, sé que era yo pero no siento en mí ninguna vibración emotiva, nada que me identifique vivencialmente. Conozco personas que me cuentan que los niños que fueron siguen en ellos, que se sienten (no sólo se saben) identificados con ellos. Yo no ... Y me gustaría. Me gustaría revivir las emociones pasadas, sentir viva en mí la persona que he sido. Poder evocarla (evocarme) ... Aunque sea por breves ratitos.
Por eso doy tanta importancia a esa magdalena aislada de una noche en Valencia. Y por eso le tengo cariño a los comics de Tintín, aunque de mayor les haya descubierto tantas cosas que no me gustan.
Escribo esta bobada porque esta mañana, mientras pedaleaba en el gimnasio, se me han mezclado en la cabeza lo que me dijo R sobre el dolor que guardo a causa del tirano de mi padre y la castradora de mi madre con cosas que me ha contado K sobre su infancia. Y he pensado (de pasada, que no tengo tiempo para darle demasiadas vueltas) en si será verdad que tengo ese dolor y si, en tal caso, por su culpa mi cerebro ha borrado mis emociones de niño. Qué sé yo ...
CATEGORÍA: RecuerdosEste es el principio del famoso pasaje de la magdalena, escrito por Proust (1871-1922) en el primer tomo (Por el camino de Swann) de "En busca del tiempo perdido". Es, sin duda, el ejemplo literario más citado de lo que Pavlov llamó estímulos condicionados. La magdalena opera como el diapasón con el que Pavlov condicionaba la salivación de sus perros: evoca en el protagonista de la novela las sensaciones de la infancia.
He leído varias críticas a este pasaje y en la mayoría comentan cómo el sabor de la magdalena, al enlazar con el de aquéllas que en su infancia le daba su tía Leoncia, trae hasta el protagonista multitud de recuerdos olvidados de los días de Combray. Esos recuerdos vienen, es cierto; sin embargo, lo que para mí resulta realmente mágico es la vuelta del "yo mismo" a que Proust alude (y que he remarcado en negrilla en la cita).
Algo así me ocurrió a mí una vez, una sola vez en mis 46 años de vida. Estaba en Valencia, alojándome por unos días en la casa casi desnuda de un amigo recientemente separado. Creo que hacia el año 84, pero no estoy seguro; pongamos que andaba por la mitad de mi veintena. En una habitación había cajas de cartón con libros. En una de ellas, escrito en rotulador rojo: Tintín. La abrí y descubrí, bien apiladitos, los tomos de tapa dura de Editorial Juventud. Cogí y hojeé el primero de ellos, ya no recuerdo cuál era. Y de pronto, por un momento efímero, volví a ser el Miroslav de 8 años, volví a estar en la librería de mi abuelo, sentado en un taburete bajo tras el mostrador. Enseguida la magia se fue diluyendo y, aunque dediqué gran parte de esa noche a releer los tintines, no conseguí que volviera. Y tampoco lo ha hecho en los veinte años transcurridos desde entonces.
Tengo pocos recuerdos de mi infancia y los que tengo son como si no fueran míos. Cuando veo fotos del niño que fui, sé que era yo pero no siento en mí ninguna vibración emotiva, nada que me identifique vivencialmente. Conozco personas que me cuentan que los niños que fueron siguen en ellos, que se sienten (no sólo se saben) identificados con ellos. Yo no ... Y me gustaría. Me gustaría revivir las emociones pasadas, sentir viva en mí la persona que he sido. Poder evocarla (evocarme) ... Aunque sea por breves ratitos.
Por eso doy tanta importancia a esa magdalena aislada de una noche en Valencia. Y por eso le tengo cariño a los comics de Tintín, aunque de mayor les haya descubierto tantas cosas que no me gustan.
Escribo esta bobada porque esta mañana, mientras pedaleaba en el gimnasio, se me han mezclado en la cabeza lo que me dijo R sobre el dolor que guardo a causa del tirano de mi padre y la castradora de mi madre con cosas que me ha contado K sobre su infancia. Y he pensado (de pasada, que no tengo tiempo para darle demasiadas vueltas) en si será verdad que tengo ese dolor y si, en tal caso, por su culpa mi cerebro ha borrado mis emociones de niño. Qué sé yo ...
POST REPUBLICADO PROVENIENTE DE YA.COM
Bueno, en psicoanálisis es algo básico lo de los recuerdos "refoulés", reprimidos, y lo que arrastran, y la memoria mentirosa, que según las estrategias del inconsciente, nos recuerda sólo una parte de las cosas para avisarnos o evitar supuestos males, que incluso puede pretender que no nos arriesguemos a mejorar o cambiar para evitar el sufrimiento de la caída, etc. Descubrir esas estrategias internas fue para mí una experiencia feliz y una liberación. Cuando aciertan o tocan un punto flaco es evidente y todo adquiere sentido o sinsentido. Cuando no aciertan, te quedas igual...
ResponderEliminarPero qué extraña traducción es esa del principio de Por el camino de Swann? Citas de memoria?