A Zafferano, que ha ido a visitar los parajes de este cuento
Apenas vio el bulto acurrucado, antes siquiera de que sus ojos delinearan el menudo cuerpo, el sobresalto de su corazón le bastó para reconocerlo. Se inclinó hacia el niño: Omar ––primero dubitativamente musitado pero enseguida firme–– Omar, soy yo, Aziz. La cabeza se giró hacia él, los enormes ojos negros, encendidos de pronto con el brillo que tanto amó. Aziz, eres tú, qué alegría; tenía miedo, tanto miedo. Se arrodilló junto a él y lo abrazó. Quiso envolverlo con su cuerpo, darle su vida, su fuerza. Era su hermano pequeño otra vez, cinco años después. Se apretó fuerte y sintió que se le volvía a romper el pecho. Fueron sollozos sordos, pero las lágrimas resbalaron por la cara de su hermano humedeciendo sus besos.
No sabía por qué estaba en esa calle extraña, ni de qué ciudad se trataba, ni cuándo o cómo había llegado a ella. La gente caminaba hacia arriba y hacia abajo con prisa; muchos, al cruzarse, se miraban inquisitivos, pero sólo algunos parecían reconocerse y se detenían un rato a saludarse. La calle estaba llena de recodos, ángulos a los que se abrían umbrales rotos. Era como si se hubiera extirpado la rúa principal de la Medina, desgajándola del resto de la trama en que se inserta. Un viejo de barba poblada le detuvo con una mano en el hombro. ¿No me recuerdas Aziz? Vio los ojos verdes y tristes de su madre y de pronto reconoció a su abuelo Ahmed. Pero, ¿qué está pasando? Si hace ya más de cinco años.
Aziz nunca había querido de verdad a su abuelo. No lloró la noche de su muerte; nunca se lo dijo en voz alta, pero que por fin desapareciera esa voz autoritaria siempre presente lo sintió como una liberación. En cambio Omar lo adoraba y él amaba a ese pequeñajo de doce años, su ángel, lo llamaba, el que representaba todo lo bueno que sentía, el que con su mirada serena y alegre impedía que se le desbordase tanta rabia que iba acumulando. Esa noche quiso ser él quien diese la noticia a Omar, quien estuviese a su lado para aliviarle, para protegerle del dolor. Y ahora, en este lugar extraño, era a él a quien volvía a dolerle el recuerdo del niño aullando, echando a correr hacia el río ...
– Aziz, he visto al abuelo Ahmed; me he cruzado con él, más abajo, en esta misma calle. Corrí a abrazarlo llorando todavía de la tristeza de lo que me acababas de decir. Abu, Abu, estás vivo, ¿por qué me ha engañado Aziz? Él me apretó como tú lo estás haciendo y me acarició el pelo y me besó las mejillas. Yo cerraba los ojos y me sentía feliz aunque seguía llorando y el abuelo no hablaba, pero yo seguía acusándote de mentiroso y decía que iba a dejar de quererte porque eras malo, y así un rato largo y al final Abu habló y me dijo que tú no mentiste y que estaba muerto. Yo no lo quise creer porque se movía y hablaba, pero me miró y su mirada era verdad. Entonces me di cuenta y me asusté porque me abrazaba un muerto y corrí hacia arriba.
Aziz ya lo sabía porque Ahmed se lo había dicho, aunque a él no le hacía falta. El abuelo le había señalado el paradero de Omar. Ayúdale a que entienda, le dijo. Él ya era un hombre, no un niño de doce años asustadizo, no un viejo beato. Pero aquella noche era un joven rabioso de dieciséis que no alcanzó a detener a su hermano pequeño cuando corrió hacia el puente colgante, cables de acero y maderos desencajados suspendidos diez metros sobre el río. Sólo pudo ver a su ángel trastabillando, ver el tropezón convertirse en voltereta y luego caída. Un grito mudo que no pudo impedir que el cuerpo amado reventase contra las piedras, que las aguas níveas del Atlas se tiñeran de sangre. Esa noche, el dolor explotó la rabia y Aziz, sin ver a nadie, huyó de la pequeña aldea de casas de adobe para no volver nunca más.
Pasaría los siguientes cinco años primero en Marrakech, luego en Casablanca. La rabia le impulsó a seguir, a hacerse un hombre que no cree en los falsos consuelos de la Fe, que rechaza los cuentos religiosos. Ahora, sin embargo, veía a su abuelo y veía a su hermano, muertos ambos la misma aciaga noche, ya tan lejana. Pero él no cree en muertos que penan, así que ha de estar alucinando o quizá sólo soñando. Mas, aunque sea mentira (que es mentira, se dice), qué hermoso es sentir al hermano en los brazos, qué dulce imaginar que puedes ayudarle. A que entienda, había dicho Ahmed; sólo si así le hago feliz, piensa él.
– No tienes que tener miedo, Omar, estoy contigo. Vamos, levantémonos y caminemos como hacen todos. Es un juego, Omar, como si fuera un laberinto, buscar la salida de esta calle.
– Pero me parece que no hay salida, hermano. Todos van arriba y abajo sin descanso.
– No, pequeño, sí la hay. Pero aparece cuando entiendes la clave, cuando descubres el sentido. Entonces se abre alguno de estos recodos ciegos y todo es felicidad.
Y según hablaba, Aziz se decía que también él, antes de poner fin a estos últimos cinco años con una nueva huida, habría debido preguntarse por su clave, por su sentido. Pero ahora ya era tarde y, además, lo que importaba era tranquilizar a su hermano, conseguir antes de despertarse la despedida feliz que no tuvo. Ya Omar y él caminaban abrazados y el pequeño le miraba feliz y le pedía que se quedase con él, que no se fuera. Aziz contestó que no se iría hasta que acabase el juego, aunque hiciera cinco años que se había marchado, aunque esa misma tarde se hubiese embarcado con tantos más en esa vieja patera. Iba a seguir hablando cuando notó la asfixia fría, húmeda y salada en los pulmones inundados.
No sabía por qué estaba en esa calle extraña, ni de qué ciudad se trataba, ni cuándo o cómo había llegado a ella. La gente caminaba hacia arriba y hacia abajo con prisa; muchos, al cruzarse, se miraban inquisitivos, pero sólo algunos parecían reconocerse y se detenían un rato a saludarse. La calle estaba llena de recodos, ángulos a los que se abrían umbrales rotos. Era como si se hubiera extirpado la rúa principal de la Medina, desgajándola del resto de la trama en que se inserta. Un viejo de barba poblada le detuvo con una mano en el hombro. ¿No me recuerdas Aziz? Vio los ojos verdes y tristes de su madre y de pronto reconoció a su abuelo Ahmed. Pero, ¿qué está pasando? Si hace ya más de cinco años.
Aziz nunca había querido de verdad a su abuelo. No lloró la noche de su muerte; nunca se lo dijo en voz alta, pero que por fin desapareciera esa voz autoritaria siempre presente lo sintió como una liberación. En cambio Omar lo adoraba y él amaba a ese pequeñajo de doce años, su ángel, lo llamaba, el que representaba todo lo bueno que sentía, el que con su mirada serena y alegre impedía que se le desbordase tanta rabia que iba acumulando. Esa noche quiso ser él quien diese la noticia a Omar, quien estuviese a su lado para aliviarle, para protegerle del dolor. Y ahora, en este lugar extraño, era a él a quien volvía a dolerle el recuerdo del niño aullando, echando a correr hacia el río ...
– Aziz, he visto al abuelo Ahmed; me he cruzado con él, más abajo, en esta misma calle. Corrí a abrazarlo llorando todavía de la tristeza de lo que me acababas de decir. Abu, Abu, estás vivo, ¿por qué me ha engañado Aziz? Él me apretó como tú lo estás haciendo y me acarició el pelo y me besó las mejillas. Yo cerraba los ojos y me sentía feliz aunque seguía llorando y el abuelo no hablaba, pero yo seguía acusándote de mentiroso y decía que iba a dejar de quererte porque eras malo, y así un rato largo y al final Abu habló y me dijo que tú no mentiste y que estaba muerto. Yo no lo quise creer porque se movía y hablaba, pero me miró y su mirada era verdad. Entonces me di cuenta y me asusté porque me abrazaba un muerto y corrí hacia arriba.
Aziz ya lo sabía porque Ahmed se lo había dicho, aunque a él no le hacía falta. El abuelo le había señalado el paradero de Omar. Ayúdale a que entienda, le dijo. Él ya era un hombre, no un niño de doce años asustadizo, no un viejo beato. Pero aquella noche era un joven rabioso de dieciséis que no alcanzó a detener a su hermano pequeño cuando corrió hacia el puente colgante, cables de acero y maderos desencajados suspendidos diez metros sobre el río. Sólo pudo ver a su ángel trastabillando, ver el tropezón convertirse en voltereta y luego caída. Un grito mudo que no pudo impedir que el cuerpo amado reventase contra las piedras, que las aguas níveas del Atlas se tiñeran de sangre. Esa noche, el dolor explotó la rabia y Aziz, sin ver a nadie, huyó de la pequeña aldea de casas de adobe para no volver nunca más.
Pasaría los siguientes cinco años primero en Marrakech, luego en Casablanca. La rabia le impulsó a seguir, a hacerse un hombre que no cree en los falsos consuelos de la Fe, que rechaza los cuentos religiosos. Ahora, sin embargo, veía a su abuelo y veía a su hermano, muertos ambos la misma aciaga noche, ya tan lejana. Pero él no cree en muertos que penan, así que ha de estar alucinando o quizá sólo soñando. Mas, aunque sea mentira (que es mentira, se dice), qué hermoso es sentir al hermano en los brazos, qué dulce imaginar que puedes ayudarle. A que entienda, había dicho Ahmed; sólo si así le hago feliz, piensa él.
– No tienes que tener miedo, Omar, estoy contigo. Vamos, levantémonos y caminemos como hacen todos. Es un juego, Omar, como si fuera un laberinto, buscar la salida de esta calle.
– Pero me parece que no hay salida, hermano. Todos van arriba y abajo sin descanso.
– No, pequeño, sí la hay. Pero aparece cuando entiendes la clave, cuando descubres el sentido. Entonces se abre alguno de estos recodos ciegos y todo es felicidad.
Y según hablaba, Aziz se decía que también él, antes de poner fin a estos últimos cinco años con una nueva huida, habría debido preguntarse por su clave, por su sentido. Pero ahora ya era tarde y, además, lo que importaba era tranquilizar a su hermano, conseguir antes de despertarse la despedida feliz que no tuvo. Ya Omar y él caminaban abrazados y el pequeño le miraba feliz y le pedía que se quedase con él, que no se fuera. Aziz contestó que no se iría hasta que acabase el juego, aunque hiciera cinco años que se había marchado, aunque esa misma tarde se hubiese embarcado con tantos más en esa vieja patera. Iba a seguir hablando cuando notó la asfixia fría, húmeda y salada en los pulmones inundados.
CATEGORÍA: Ficciones
Entonces Zaferano se ha encontrado con dos hermanos en el desierto y te los ha enviado a ti?? cachis.
ResponderEliminarYa decía yo que era raro-raro que estuvieras tantos días desaparecido. Mi niño ya está curado y aún tenemos reservas farmacéuticas. ¿Te apetecen de algún color en especial?
ResponderEliminarLástima que el arco iris que persiguen las pateras siempre parezca que está igual de lejos.
Besazos, y que estés bueno prontico.
A mí es que se me ha hecho como un nudo en la garganta y no puedo comentar... cachis, debe ser cosa del virus este.
ResponderEliminarPor si no queda claro: me ha parecido una historia hermosa.
Besos
Gracias Miroslav por dedicarme este relato tan bonito.
ResponderEliminarAziz se hace!
Un beso enorme!
Preciosa la historia, y aunque Aziz no pudo cumplir su sueño, por llamarlo de algun manera, pudo reencontrarse con su hermano, y ahora podrà protegerlo y guiarlo a esa salida.
ResponderEliminarTanto sacrificio valdrá la pena? Aziz y muchos otros piensan que sí....
Un beso
Como cuento es precioso. La pena es que esté tan próximo a la realidad. Nunca queremos pensar en que los que llegan (o no consiguen llegar) en las pateras tienen detrás una vida y una familia como la nuestra.
ResponderEliminarPor dios Miro que una está sensiblona y este cuento da mucha penida, snifs.
ResponderEliminarTío, deberías conocer Fez.
ResponderEliminarEs mucho más increible que Marrakech. Su medina es todavía como si estuvieramos en la Edad Media o como en aquel relato de León el Africano.
A ver si lo conoces y te inspira un segundo relato de corte musulman