Según el Diccionario, vanidad es arrogancia, presunción, envanecimiento. De los tres términos, descarto arrogancia, que asimilo más a una pose o, en todo caso, a la manifestación externa del soberbio. Envanecimiento tampoco me aclara mucho, pues al final me devuelve al origen, en el frustrante juego de las definiciones circulares. Así que quedémonos con presunción y digamos que la vanidad es la acción y el efecto de vanagloriarse. De hecho, yo califico de vanidosos a quienes conseguir la aprobación y/o el aplauso de los demás es una de las principales motivaciones (si no la principal) de sus actos. Para un vanidoso así entendido lo importante no es lo que es, sino lo que aparenta ser, y esa imagen le viene reflejada en el espejo de la consideración ajena.
Todos, supongo, necesitamos o, al menos, gustamos de la admiración de los demás; así que podríamos abusar del término y decir que, al fin y al cabo, todos somos vanidosos. Sin embargo, como en todo, las personas vanidosas son aquéllas en que esta nota caracterológica presenta una predominancia clara respecto a las demás de su personalidad y se manifiesta en su comportamiento con una intensidad bastante superior a la de las personas no vanidosas (o no “tan” vanidosas, si se prefiere). ¿Cómo reconocerlas? Pues yo diría que “midiendo” cuántos de sus comportamientos y en qué grado vienen motivados por el aplauso ajeno, por el reconocimiento de su “dignidad”, etc.
A mí la vanidad me parece una de las cualidades de nuestra especie más asociadas a la estupidez. Conste que la distingo netamente del orgullo o de la soberbia, por más que hay quienes las meten en el mismo saco. El vanidoso perfecto es como el que regala un paquete hueco con el más aparatoso y espectacular de los envoltorios. El paquete, naturalmente, es él mismo que, de tanto empeñarse en adornarlo no tiene ni tiempo (ni ganas) para descubrir que carece de sustancia. Así la vanidad opera a modo de venda sobre la inteligencia, anulando la mínima capacidad autocrítica y distorsionando hasta la caricatura grotesca la visión objetiva de la realidad. Tengo para mí que cualquier tentación de vanidad es una concesión a la estupidez. Aun así, no es grave que nos permitamos “recreos vanidosos”; lo tremendo, a mi juicio, es que haya tantas personas que han hecho de la vanidad el eje de sus vidas.
Escribo este post pensando en una mujer de mi entorno laboral que es el ejemplo más perfecto de vanidad que jamás me he echado en cara. La conocí hará unos diez años, cuando entró a trabajar en el mismo departamento que yo; entonces era una joven licenciada en derecho que, así me pareció, tenía ganas de aprender y dedicarse al urbanismo. Pasó un tiempo con nosotros antes de trasladarse a otra área de la Administración y le perdí la pista. Hará unos seis años me la encontré junto con un amigo común; estuvimos charlando y me comentó que le habían propuesto ponerla en las listas electorales para el gobierno de la institución en la que trabajo. Esa tarde, aunque algo intuí, no me di plena cuenta de que su entrada en la política (que ingenuamente le desaconsejé) obedecía a sus tremendas ganas de que la halagasen, de sentirse importante y “respetada”. Efectivamente, entró y llevo cinco años sufriéndola como responsable política de nuestros trabajos (sobre todo, desde las elecciones del pasado año).
Podría contar “cienes” de anécdotas sobre el comportamiento de esta mujer que darían para escribir una biografía personalizada de la vanidad, al estilo de las que hacía Marañón (la más famosa la dedicada al Conde-Duque de Olivares o la pasión de mandar). Claro que, mientras la pasión soberbia de Olivares da billete de entrada en la Historia, la vanidad estúpida apenas pasa de la cutrez de los "mass media" (por cierto, el más eficaz alimentador de estas fútiles motivaciones anímicas). Digamos, por ejemplo, que tiene una secretaria cuya misión principal es mantener al día lo que ella mismo llama su “álbum de prensa”, recortando y pegando todos los sueltos en que aparezca su nombre y, sobre todo, su fotografía; que se ofende sobremanera si cualquier cargo político habla directamente con uno de “sus” funcionarios sin previamente rendirle pleitesía (pedirle permiso) a ella; que establece las prioridades públicas en función de las expectativas que le ofrecen de brillar (aunque su olfato todavía tiene que mejorar mucho); que no escucha (y, por tanto, no llega a enterarse de los problemas) sino que en cuanto tiene ocasión suelta un discurso genérico y poco pertinente, creyendo que así consolida su papel de gran líder de la patria ...
A mí, la verdad, me da un poco de pena, porque creo que no era tonta y que, hace diez años, apuntaba ciertas dotes intelectuales. Pero optó por otro camino y voy viendo, a modo de observador, cómo cada día se empeña en idiotizarse más, en negarse a sí misma el empleo de sus capacidades intelectuales. De otra parte, es buena chica, al menos no le detecto signos de maldad, ni siquiera “colmillo retorcido” (todavía está empezando en esto de la política). De hecho, si aceptas las reglas de juego que ella asume como obvias, no es demasiado difícil de llevar e incluso de manipular en la dirección de los intereses propios de cada uno. Pero eso requiere mucha paciencia que, como ya alguna vez he dicho, es de mis muchas carencias la que más deploro. Además, he de reconocer que cada vez me parece menos ético jugar a según qué juegos (o será, quizá, que me estoy haciendo demasiado mayor). Ella misma, hará unos tres años, en una fiesta del departamento, estando suficientemente “alegre”, quiso sincerarse conmigo y, tras confesarme que yo era el mejor profesional que había conocido en lo mío (urbanismo), añadió que, no obstante, tenía que tratarla de otra manera para que mi “carrera” progresase. Soy la política responsable, me dijo, y no podía llevarle la contraria ni decirle cosas que no le agradaran; tienes que aprender a "hacerme la pelota", concluyó. Sin ironía alguna he de señalar que me pareció incluso enternecedor.
Por supuesto, no he “progresado” en mi carrera; no, al menos, en los términos en que esta mujer mide el progreso. Tampoco es que me importe. Lo que sí me importa, en cambio, es el deterioro del trabajo o, mejor dicho, del alcance y finalidad de lo que hacemos. Una labor que, a mi juicio, tiene una fuerte componente de servicio público, de prevalencia del interés social, y que, justamente por ello, requiere estar presidida por la objetividad y la racionalidad, está siendo cada vez más frivolizada. Y uno de los factores causales en tal degradación son los comportamientos vanidosos y estúpidos de esta mujer (aunque no sea, ni mucho menos, la única). Es una pena que bastantes profesionales con buena disposición estén cada vez más desanimados, asistiendo impotentes a la inutilización de sus esfuerzos. Lo gracioso es que ella espera de todos una “gran ilusión” y no es capaz de ver cuánto aburren y desmoralizan sus discursitos vanos y sus acciones torpes, ineficientes y erráticas.
Tras casi dieciocho años, con casi total seguridad, en unos meses estaré en otro sitio. No sería toda la verdad decir que me voy por culpa de esta mujer que, al cabo, no es sino la concreción en una persona de un proceso de degradación que ha vivido la institución en la que trabajo durante los últimos años. Frente a las razones negativas (me voy porque mi trabajo aquí ha descendido por debajo de la cuota de ilusión que entiendo mínima), están las positivas: me han ofrecido una tarea que supone un reto profesional atractivo para los próximos tres años. Luego, ya se verá, a lo mejor hasta vuelvo (esas son las ventajas de las excedencias de los funcionarios). Pero a punto de irme (y pendiente todavía de una entrevista con mi política responsable para contárselo, sabiendo que se lo tomará como una ofensa personal), no puedo evitar un sentimiento de pena por un puesto de trabajo al que tengo cariño (son muchos años) y, sobre todo, por unos compañeros a los que quiero.
PS: Las ilustraciones de este post son tres cuadros titulados Vanitas. El primero (1515) de Tiziano, la cúspide de la escuela veneciana del cinquecento. El segundo (1640) de Clara Peeters, pintora flamenca que se suele adscribir al manierismo. El tercero es obra de Claude Harrison, un pintor británico nacido en 1922 (a quien desconocía).
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
Todos, supongo, necesitamos o, al menos, gustamos de la admiración de los demás; así que podríamos abusar del término y decir que, al fin y al cabo, todos somos vanidosos. Sin embargo, como en todo, las personas vanidosas son aquéllas en que esta nota caracterológica presenta una predominancia clara respecto a las demás de su personalidad y se manifiesta en su comportamiento con una intensidad bastante superior a la de las personas no vanidosas (o no “tan” vanidosas, si se prefiere). ¿Cómo reconocerlas? Pues yo diría que “midiendo” cuántos de sus comportamientos y en qué grado vienen motivados por el aplauso ajeno, por el reconocimiento de su “dignidad”, etc.
A mí la vanidad me parece una de las cualidades de nuestra especie más asociadas a la estupidez. Conste que la distingo netamente del orgullo o de la soberbia, por más que hay quienes las meten en el mismo saco. El vanidoso perfecto es como el que regala un paquete hueco con el más aparatoso y espectacular de los envoltorios. El paquete, naturalmente, es él mismo que, de tanto empeñarse en adornarlo no tiene ni tiempo (ni ganas) para descubrir que carece de sustancia. Así la vanidad opera a modo de venda sobre la inteligencia, anulando la mínima capacidad autocrítica y distorsionando hasta la caricatura grotesca la visión objetiva de la realidad. Tengo para mí que cualquier tentación de vanidad es una concesión a la estupidez. Aun así, no es grave que nos permitamos “recreos vanidosos”; lo tremendo, a mi juicio, es que haya tantas personas que han hecho de la vanidad el eje de sus vidas.
Escribo este post pensando en una mujer de mi entorno laboral que es el ejemplo más perfecto de vanidad que jamás me he echado en cara. La conocí hará unos diez años, cuando entró a trabajar en el mismo departamento que yo; entonces era una joven licenciada en derecho que, así me pareció, tenía ganas de aprender y dedicarse al urbanismo. Pasó un tiempo con nosotros antes de trasladarse a otra área de la Administración y le perdí la pista. Hará unos seis años me la encontré junto con un amigo común; estuvimos charlando y me comentó que le habían propuesto ponerla en las listas electorales para el gobierno de la institución en la que trabajo. Esa tarde, aunque algo intuí, no me di plena cuenta de que su entrada en la política (que ingenuamente le desaconsejé) obedecía a sus tremendas ganas de que la halagasen, de sentirse importante y “respetada”. Efectivamente, entró y llevo cinco años sufriéndola como responsable política de nuestros trabajos (sobre todo, desde las elecciones del pasado año).
A mí, la verdad, me da un poco de pena, porque creo que no era tonta y que, hace diez años, apuntaba ciertas dotes intelectuales. Pero optó por otro camino y voy viendo, a modo de observador, cómo cada día se empeña en idiotizarse más, en negarse a sí misma el empleo de sus capacidades intelectuales. De otra parte, es buena chica, al menos no le detecto signos de maldad, ni siquiera “colmillo retorcido” (todavía está empezando en esto de la política). De hecho, si aceptas las reglas de juego que ella asume como obvias, no es demasiado difícil de llevar e incluso de manipular en la dirección de los intereses propios de cada uno. Pero eso requiere mucha paciencia que, como ya alguna vez he dicho, es de mis muchas carencias la que más deploro. Además, he de reconocer que cada vez me parece menos ético jugar a según qué juegos (o será, quizá, que me estoy haciendo demasiado mayor). Ella misma, hará unos tres años, en una fiesta del departamento, estando suficientemente “alegre”, quiso sincerarse conmigo y, tras confesarme que yo era el mejor profesional que había conocido en lo mío (urbanismo), añadió que, no obstante, tenía que tratarla de otra manera para que mi “carrera” progresase. Soy la política responsable, me dijo, y no podía llevarle la contraria ni decirle cosas que no le agradaran; tienes que aprender a "hacerme la pelota", concluyó. Sin ironía alguna he de señalar que me pareció incluso enternecedor.
Por supuesto, no he “progresado” en mi carrera; no, al menos, en los términos en que esta mujer mide el progreso. Tampoco es que me importe. Lo que sí me importa, en cambio, es el deterioro del trabajo o, mejor dicho, del alcance y finalidad de lo que hacemos. Una labor que, a mi juicio, tiene una fuerte componente de servicio público, de prevalencia del interés social, y que, justamente por ello, requiere estar presidida por la objetividad y la racionalidad, está siendo cada vez más frivolizada. Y uno de los factores causales en tal degradación son los comportamientos vanidosos y estúpidos de esta mujer (aunque no sea, ni mucho menos, la única). Es una pena que bastantes profesionales con buena disposición estén cada vez más desanimados, asistiendo impotentes a la inutilización de sus esfuerzos. Lo gracioso es que ella espera de todos una “gran ilusión” y no es capaz de ver cuánto aburren y desmoralizan sus discursitos vanos y sus acciones torpes, ineficientes y erráticas.
Tras casi dieciocho años, con casi total seguridad, en unos meses estaré en otro sitio. No sería toda la verdad decir que me voy por culpa de esta mujer que, al cabo, no es sino la concreción en una persona de un proceso de degradación que ha vivido la institución en la que trabajo durante los últimos años. Frente a las razones negativas (me voy porque mi trabajo aquí ha descendido por debajo de la cuota de ilusión que entiendo mínima), están las positivas: me han ofrecido una tarea que supone un reto profesional atractivo para los próximos tres años. Luego, ya se verá, a lo mejor hasta vuelvo (esas son las ventajas de las excedencias de los funcionarios). Pero a punto de irme (y pendiente todavía de una entrevista con mi política responsable para contárselo, sabiendo que se lo tomará como una ofensa personal), no puedo evitar un sentimiento de pena por un puesto de trabajo al que tengo cariño (son muchos años) y, sobre todo, por unos compañeros a los que quiero.
PS: Las ilustraciones de este post son tres cuadros titulados Vanitas. El primero (1515) de Tiziano, la cúspide de la escuela veneciana del cinquecento. El segundo (1640) de Clara Peeters, pintora flamenca que se suele adscribir al manierismo. El tercero es obra de Claude Harrison, un pintor británico nacido en 1922 (a quien desconocía).
Me sentiría muy estúpida pidiéndole a alguien que me hiciera la pelota, por muy contenta que estuviera.
ResponderEliminarEs lamentable, aunque la vanidad de los tontos no se da sólo en los políticos.
ResponderEliminarTambién en la empresa privada existen los mastuerzos que cortan cabezas o cercenan "carreras" a quiénes sólo se dedican a realizar su trabajo con competencia y eficiencia y no a meter deditos ..... allí dónde dijimos.
¡Muy bueno!, un beso
Te deseo lo mejor en tu nueva aventura. Creo que los cambios son necesarios cuando se lleva un tiempo significativamente largo, por mucho que nos pese.
ResponderEliminarDe esta persona ya habías hablado en algun otro post, verdad?
La vanidad, la envidia... nos pierden. En algún momento de nuestras vidas nos podemos ver tentados a caer en sus redes si la ocasión la pintan calva.
Los políticos necesitan técnicos buenos para que hagan realidad el objetivo quepretenden, tener la seguridad y la madurez para aceptar los cambios que proponen, sin desconfianzas.
ResponderEliminarLos tecnicos deben aceptar que el politico no esta por su valia tecnica, ni mucho menos, sino que es el intermediario entre los vecinos y los tecnicos para priorizar lo que se quiere hacer y juntos decidir como se hace.
No hay competencias entre unos y otros sin embargo muchos de unos y de otros no lo entienden así, quizás porque hay técnicos que huegan a ser políticos y políticos que juegan a ser técnicos.
Un político mediocre se rodea de mediocres, sólo si se está seguro uno se rodea d elos mejores porque el éxito de los técnicos es el éxito del político.
Y sobre todo saber ilusionar... implicar, soñar con mejorar y trabjar para hacerlo realidad, escuchar, confiar y sobre todo mirarse al espejo cada mañana con la cabeza alta.
Yo distinguiría, Miroslav, entre ser vanidoso y ser presumido, incluso presuntuoso. Y entre ser un vanidoso profundo, al que sólo pueden halagar unos pocos (quizá los mismos que pueden ofenderle) cuyo criterio valora; y el vanidoso superficial, que no le importa comprar los aplausos.
ResponderEliminarY estoy con Marta, el mediocre odía y teme el talento y por eso se rdoea de mediocres. El mediocre ambicioso, como el codicioso ignorante son los que joden este mundo, lo venden por parcelas, engañan a todos, manipulan vidas y terrenos de la costa, son la hez.
Lansky
Lansky: Para mí, en cambio, la distinción significativa en el caso de los vanidosos no es tanto de quienes busquen los halagos, sino cuánto lo buscan, el grado en que la vanidad es el motor de sus vidas, de sus comportamientos. Ciertamente, los vanidosos más inteligentes (si es que lícito emparejar ambas cualidades) buscan el halago de los mejores, pero serían tan vanidosos como los tontos si esa es su principal motivación.
ResponderEliminarSi ser vanidoso es disfrutar con las alabanzas, yo lo soy y creo que todos lo somos. Pero acepto en primer lugar la distinción de Lansky: a mí no me sirve cualquier alabanza, ni las disfruto todas igual, y hay incluso algunas, las que sé interesadas o las que vienen de alguien a quien no respeto, que me molestan. Y acepto luego la distinción de Miroslav: considero vanidoso solo al que hace por conseguir alabanzas algo que no haría si no las esperara.
ResponderEliminarY ya, pedirlas, directamente, como esta individua de tu post; o, peor aún, usar tu autoridad para exigirlas, no me parece un problema de mera vanidad, sino de una lamentable mezcla de gilipollez e indecencia. Mezcla bastante típica de los políticos, sí, por cierto.
miroslav.. todo cambio esta bien si lo que hay ahora produce astio..
ResponderEliminarme alegro por ti.. asi te renuevas....
un saludo..
Pongamos por caso que la vanidad arrastra, por ende, una buena dosis de soberbia, y si el individuo no posee muy buena cabeza, ambas "perlitas" llevan al mas absoluto deterioro personal.
ResponderEliminarSeguro que vas a encontrarte "en tu sitio" en el nuevo trabajo, Miroslav. Ya nos contarás
Un abrazo
Seguramente todo esto venga de una baja autoestima o poco aprecio de si mismos y por eso necesiten que alguien les esté adulando constatemente.
ResponderEliminarSi fuera así, sólo pueden dar pena, porque tienen que "forzar" a los demás a halagarles para ellos sentirse bien (en el caso de tu protagonista del blog, parece que es así, no?)
Te deseo lo mejor en tu nuevo proyecto; a veces cuando el cansancio de una situación nos supera hay que dar un cambio/giro radical. Espero que te salga bien.