Esto va mal; no hay latido. Las palabras del ginecólogo le llenaron la cabeza, opacándolo todo. Tuvo que ser una fulminante bajada de tensión: en un instante sintió que la sangre se le iba y que todos sus músculos se derretían. Instintivamente, antes de derrumbarse, asió el respaldo de una silla, lo suficiente para guiar su caída y lograr sentarse. Hay algo más fuerte que el dolor y es la nada, el aniquilamiento, pensó.
Llevaban tres años intentándolo. Un vía crucis interminable, el cuerpo de ella llevado químicamente a sus límites, visitas y pruebas, mimar la frágil esperanza. Habían sido seis fracasos, anunciados con dolorosas menstruaciones espesas. Y cada vez, a volver a intentarlo, sin pausas para lamentos; simplemente, poner los medios porque era lo que había que hacer. Y, al final, el embarazo.
Ella había llorado muchas veces durante esos tres años; el dolor, los nervios, también la sobrecarga hormonal. Esa mañana, cuando cumplidos los días señalados el predictor se tiñó de púrpura, también lloró y ambos se abrazaron. Luego hubo análisis de sangre confirmatorios y más lágrimas de felicidad; y luego vinieron muchos días de espera emocionada, y ella siguió con lloros frecuentes.
Él no; él pensaba que no debía llorar, que debía ser su roca, su ancla. Quiso serlo durante los tres años de dolores, ansiedades y frustraciones. También lo fue a lo largo de esos tres meses escasos. No se planteó atisbar sus emociones; tampoco -la verdad sea dicha- tenía mucha práctica, así había sido educado. Pero además creía honestamente que no podía permitírselas, que su obligación era otra. Estaba a su lado, sin siquiera darse cuenta de cuánto la estaba amando durante ese tiempo, de cuánto deseaba tener el hijo que empezaba a crecer en ella.
Quizá por eso, mientras insomne daba vueltas en la cama la noche del día aciago, entre tantos otros pensamientos se colaba su propia sorpresa por la violenta intensidad de su desmoronamiento anímico. A pesar, se decía, de que él se había prohibido dar nada por probable hasta pasado más tiempo; a pesar de que había procurado enfriar en ella los excesos de optimismos, aconsejando cautelas que pudieran acolchonar un nuevo disgusto. Y sin embargo, ahí estaba; sintiéndose madre vacía a la que han desgarrado el feto y con él muchas más cosas. De pronto se encontraba sin nada.
A ella le extrajeron el feto muerto al día siguiente; salió de un cuerpo cuyos niveles de estrógeno eran los de un embarazo a pleno rendimiento, no los de un aborto. El cerebro de ella se negaba a admitir que el proceso se hubiera interrumpido y lo mismo sus emociones. Él la abrazó e intentó consolarla, ser la roca, el ancla que pensaba que ella necesitaba. Siguió sin llorar, sin mirar hacia dentro, sin dejar salir esas emociones de dolor casi maternal que tan fuerte lo habían sacudido. Y así, quizá, dejó pasar algo importante. Pero es que -ya lo dije- no tenía práctica y, además, creía hacer lo que debía.
Llevaban tres años intentándolo. Un vía crucis interminable, el cuerpo de ella llevado químicamente a sus límites, visitas y pruebas, mimar la frágil esperanza. Habían sido seis fracasos, anunciados con dolorosas menstruaciones espesas. Y cada vez, a volver a intentarlo, sin pausas para lamentos; simplemente, poner los medios porque era lo que había que hacer. Y, al final, el embarazo.
Ella había llorado muchas veces durante esos tres años; el dolor, los nervios, también la sobrecarga hormonal. Esa mañana, cuando cumplidos los días señalados el predictor se tiñó de púrpura, también lloró y ambos se abrazaron. Luego hubo análisis de sangre confirmatorios y más lágrimas de felicidad; y luego vinieron muchos días de espera emocionada, y ella siguió con lloros frecuentes.
Él no; él pensaba que no debía llorar, que debía ser su roca, su ancla. Quiso serlo durante los tres años de dolores, ansiedades y frustraciones. También lo fue a lo largo de esos tres meses escasos. No se planteó atisbar sus emociones; tampoco -la verdad sea dicha- tenía mucha práctica, así había sido educado. Pero además creía honestamente que no podía permitírselas, que su obligación era otra. Estaba a su lado, sin siquiera darse cuenta de cuánto la estaba amando durante ese tiempo, de cuánto deseaba tener el hijo que empezaba a crecer en ella.
Quizá por eso, mientras insomne daba vueltas en la cama la noche del día aciago, entre tantos otros pensamientos se colaba su propia sorpresa por la violenta intensidad de su desmoronamiento anímico. A pesar, se decía, de que él se había prohibido dar nada por probable hasta pasado más tiempo; a pesar de que había procurado enfriar en ella los excesos de optimismos, aconsejando cautelas que pudieran acolchonar un nuevo disgusto. Y sin embargo, ahí estaba; sintiéndose madre vacía a la que han desgarrado el feto y con él muchas más cosas. De pronto se encontraba sin nada.
A ella le extrajeron el feto muerto al día siguiente; salió de un cuerpo cuyos niveles de estrógeno eran los de un embarazo a pleno rendimiento, no los de un aborto. El cerebro de ella se negaba a admitir que el proceso se hubiera interrumpido y lo mismo sus emociones. Él la abrazó e intentó consolarla, ser la roca, el ancla que pensaba que ella necesitaba. Siguió sin llorar, sin mirar hacia dentro, sin dejar salir esas emociones de dolor casi maternal que tan fuerte lo habían sacudido. Y así, quizá, dejó pasar algo importante. Pero es que -ya lo dije- no tenía práctica y, además, creía hacer lo que debía.
No hubo más intentos; la decisión casi ni fue explícita. Ellos no volvieron a hablar, dejaron ambos que el tiempo pasara, que la rutina fuera adormeciendo el desencanto, el dolor. Él pasó un par de años con una especie de abulia interior que no sabía explicarse; también por entonces empezaron sus insomnios, que atribuyó a las exigencias laborales. Pero, aun así, ante ella, ante el mundo, no mostró debilidad y no es que le costara esfuerzo. Tampoco pensaba en el aborto (no despierto, al menos). Hacía lo que tenía que hacer y se volcaba a fondo en el trabajo. Nunca vinculó para nada la depresión que le sorprendió rozando los cuarenta con los dolores de cinco años antes.
Salió de ese bache sin tampoco sacar conclusiones y siguió haciendo lo que creía que había de hacer sin darse cuenta de que eso no era lo que a sí mismo se debía. Pasaron otros cinco años y hubo nuevos golpes, muy duros algunos. Los encajó, o eso parecía. Pero la erosión progresaba en silencio ante su ceguera. Hasta que ella lo dejó y volvió a derrumbarse como aquella tarde en la consulta del ginecólogo, pero esta vez no había silla que amortiguara su caída. Y aun así, necesitó varios meses para darse cuenta.
Salió de ese bache sin tampoco sacar conclusiones y siguió haciendo lo que creía que había de hacer sin darse cuenta de que eso no era lo que a sí mismo se debía. Pasaron otros cinco años y hubo nuevos golpes, muy duros algunos. Los encajó, o eso parecía. Pero la erosión progresaba en silencio ante su ceguera. Hasta que ella lo dejó y volvió a derrumbarse como aquella tarde en la consulta del ginecólogo, pero esta vez no había silla que amortiguara su caída. Y aun así, necesitó varios meses para darse cuenta.
CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones
Sin duda un tema de los más espinoso.
ResponderEliminarIntensas emociones y qué difíciles de expresar. Tu lo has hecho a la perfección, y con un final que augura posible continuación ¿quizá?
ResponderEliminarÚn placer leerte, como siempre.
Un tema dificil de tratar, pero lo has hecho desde el punto de vista de las emociones, de los sentimientos, no de la definición. Nos has llevado a ese consultorio, a escuchar a ese ginecólogo, y nos has explicado las consecuencias psicológicas, sin leernos el libro de psicología.
ResponderEliminar"Tampoco pensaba en el aborto (no despierto, al menos). Hacía lo que tenía que hacer y se volcaba a fondo en el trabajo. Nunca vinculó para nada la depresión que le sorprendió rozando los cuarenta con los dolores de cinco años antes"
Gracias por transmitir siempre tanto.
Un beso
Inevitablemente ante un aborto siempre se centran las miradas y atenciones en la madre y muchas veces al padre se le relega a un puesto tremendamente injusto en el que además, se le atribuye la fortaleza para sobrellevar su pena y la de ella.
ResponderEliminarY entiendo que un hombre en esas circunstancias tiene complicado encontrar la libertad necesaria para exteriorizar toda su pena, aunque sólo sea porque la suya se "presupone" menor.
Un beso.
Thomas Lynch, el poeta y autor del lbro El enterrador, antecedente de la excelente serie A dos metros (seis pies) bajo tierra tiene unas sabrosas y nada tópicas reflexiones sobre el aborto en el citado libro, que yo no comparto, pero respeto
ResponderEliminarCreo que esa separación fue una acumulación de silencios para ambos, las pérdidas y el dolor son difíciles de interiorizar y a veces se ignoran como una medida desesperada para salir a flote y poder seguir. Pero la presión de estos sentimientos que no se liberan siempre traen consecuencias. Supongo que de alguna manera hemos de aprender cómo hacer que los sentimientos que generamos se vuelvan inofensivos y beneficiosos por muy agresivos que nazcan en nosotros.
ResponderEliminarA mí todo esto me lleva a pensar en la gran presión educacional que prácticamente prohibe (aún más a los hombres) mostrar sus sentimientos, e incluso atreverse a interiorizar que realmente los sienten hasta que en algún momento explotan.
ResponderEliminarHace poco me contaba un amigo que sufrió una grave enfermedad que precisamente él se mantuvo fuerte para que sus seres queridos pudieran flaquear y sólo se permitió llorar a solas, de alivio, cuando salió bien de todo aquello.
Es triste una sociedad en la que mostrar lo que se siente se nos autoimpone como difícil o imposible. Cuántas caretas, cuantas fachadas caerían de sentirnos todos más libres para dejarnos sentir. Y cuánto más felices seríamos todos.
Besos Miro.
Vaya que tema, me toca muy de cerca ... casi que has contado una epoca de mi vida ...
ResponderEliminarvaya que lo has contado muy real ...
un beso,
Las emociones no exteriorizadas siempre pasan factura. Hay que llorar, aunque sea a solas, si no se quiere entristecer a los otros. Pero hay que llorar y gritar y maldecir si lo pide el cuerpo. O el alma, o lo que sea.
ResponderEliminarEs cierto lo que dice Raquel. Ante un aborto no deseado siempre pensamos en la pobre madre. Como si el padre no sufriese también, aunque sea de otro modo.
Mi experiencia personal me ha hecho fijarme en las desgracias (por ejemplo en una muerte) en aquel que no externaliza su dolor con grandes gritos o llanto. Y siempre, (supongo que por identificación) me imagino lo mal que lo estará pasando.
ResponderEliminarTal vez de manera injusta a menudo me sucede lo contrario. Cuando veo las grandes alaracas de gritos y llanto siempre pienso que hay algo de pose en todo ello. Insisto, seguramente es injusto, pero es así.
Confudimos la fortaleza con impedirnos sentir, despues de lo que llevo recorrido creo que algun@s actuamos guardando el dolor y los problemas para cuando seamos capaces de afrontarlos, siempre los sacamos los desmenuzamos no conviene cerrar as heridas en falso, sólo están guardados comomecanismo de autodefensa y cuando antes limpiemos los baules mejor porque no conviene acumular o más grande será la caida,
ResponderEliminarHay gente que guarda y guarda y guarda y antes o despues terminan estallando porque el baul se quiebra del peso.
Los silencios separan, cuando los problemas no se comparten, separan, cuando nos empeñamos en ser autosuficientes, separa.
No somos más fuertes por esperar a lamernos las heridas a solas pero si que sabemos medir nuestras fuerzas y las empleamos.
Si, yo tambien pienso que quién exterioriza todo nada se queda dentro y no llega a sentirlo hasta las entrañas.
Guardar, rumiar, digerir y aprender a compartirlo, aunque no deja de ser complicado cuando cada cual vive sus duelos a su manera.
tipo raro:
ResponderEliminar"externalizar" es un tecnicismo que viene a significar en economía hacer pagar los costos de algo a la sociedad y no al que los causa. Tú quieres decir "exteriorizar"
Lansky,
ResponderEliminarEfectivamente yo quería decir exteriorizar.
Externalizar no se que significará en tu ámbito profesional pero en el mío es extraer una serie de servicios de la propia empresa para que las realice un tercero. Vaya, lo que en lenguaje consultor se llama outsourcing. En cualquier caso, tampoco es una palabra que exista.
Tipo raro:
ResponderEliminarGracias por descubrirme una nueva chorrada tecnnocrática, lo digo sin ningún sarcasmo. La chorrada que yo no puedo evitar conocer y que creo es más antigua y difundida es la de que el verbo es una derivación del substantivo "externalidad", también conocido como "deseconomías" que es, como dije, hacer repercutir un costo generado por una actividad en el conjunto de la sociedad y no en el que lo genera. O sea, lo típico de las contaminaciones y demás monadas medio ambientales. Ahora sé que también es encargar a terceros, aunque la palabra subrogar, subarrendar y subencargar me parecen todas ellas y según los diversos casos mejores, pero es que soy un antiguo.
Y qué hay de cuando un hombre, que se ha mantenido en "su sitio" durante años y años, cuando un día le comunicas una terrible decisión, te responde con lágrimas en los ojos "perdona que me ponga así, parezco de telenovela".
ResponderEliminarLo siento, pero de ahora en adelante no confiaré en ningún hombre que no sepa conocer y transmitir sus sentimientos. Sé que limito mucho las posibilidades, pero una ya no está para aguantar robocopes.
Besazos.
Me has hecho recordar cuando, hace unos años, tuve un aborto (espontáneo): el primero en llorar fue mi marido. En cuanto nos dieron la noticia, él se puso a llorar y fui yo quien le consoló... yo no lloré hasta que llegó la noche y ya había pasado todo.
ResponderEliminarCada uno lleva el dolor a su manera. Y ni el que llora más sufre más ni el que llora menos es el más fuerte. Todo depende.
Besos