Para Marguerite, que la tengo a pan y agua (pobre)
Era la primera vez. Se decidió tras un torbellino de dudas y emociones: quería y no quería, excitación, miedo, vergüenza, lujuria ... Su amiga Mai: hace ya seis meses, deberías probar, (¿tú has probado?), yo estoy casada, pero sonrisa irónica. No hay intercambio emocional, sólo sexo, como darte un masaje, sales nueva, relajada, satisfaction guaranteed, en serio. No sólo la satisfacción, también y sobre todo, garantizan el anonimato, hasta donde uno quisiera, rezaba la web; todo por internet, lógico. Nuria se atrevió, al final, a reservar fecha y a detallar menú (así lo llamaban). Demoró su elección mareándose entre "platos" de nombres sugerentes y prolijas descripciones; lo que el texto no alcanzaba a aclarar lo completaban fotografías sobradamente explícitas. Ensayó cambios y variaciones aprovechando las opciones desplegables: duración, número de personas, accesorios, música, fragancias ...
Hugo la llamó cuando acababa de salir de la ducha. Oír su voz y el miedo a su fragilidad, a venirse abajo, al abandono. Cortó por lo sano: no puedo hablar, ya te llamaré. Borrar su imagen, pedirle un indulto a la memoria, prohibirse las lágrimas. ¿Lograrán follarme hasta vaciarme el alma? La pregunta le hace gracia. Va a ir, no se va a permitir rendirse, hoy no, si no sale bien, no será porque no lo intentó. Pensamientos de Nuria vistiéndose, pintándose, mirándose en el espejo (estoy guapa, es curioso), recogiendo las cosas, vaciando y volviendo a llenar el bolso, saliendo de casa.
Unos cuantos kilómetros de autopista, la A6, desviación en la urbanización de Mai, a cien metros gire a la derecha, ya ha llegado, hay que reconocer que son útiles estos cacharros pese a la bronca que le eché a Hugo cuando supe el precio que había pagado. El morro del coche enfrentado a una entrada de garaje, a su izquierda un panel cromado; Nuria recuerda: ha de teclear el código que recibió por e-mail al confirmar la reserva. 37225601, la puerta se abre sin ruidos, estacione en la plataforma iluminada, lee en el panel. Conduce en primera al interior de un cilindro hueco y sombrío; en el centro un rectángulo de luces brillantes resaltan una chapa metálica sobre la que aparca. Apaga el motor, nota la vibración de la maquinaria, la plataforma se eleva despacio y también un recorrido circular, de pronto se para, ligera sacudida y otro desplazamiento, ahora longitudinal, de nuevo se para, un sonido señala el fin del trayecto. Nuria sale del coche; está en un cubículo trapezoidal con laterales blancos, enfrente una puerta, a su espalda el vacío cilíndrico y oscuro del que apenas le protege una barandilla metálica que acaba de cerrarse; ¿cuántos coches hay aparcados en este almacén robotizado? Cada coche un usuario, cada cubículo, la entrada a una habitación como la que estará detrás de esa puerta. Nuria quieta ante la puerta, en silencio, toma aire, la mano en el pomo esférico y negro, lo gira.
La puerta se abre a una habitación amplia, unos treinta metros cuadrados, calcula. Una mesa baja y dos sillones en el ángulo a la izquierda, un par de láminas abstractas enmarcadas, paredes en tono canela, la cama, enorme, al fondo, en el techo, justo encima, con sus mismas dimensiones, un espejo, suelo enmoquetado en un color vino algo diluido. Nuria se descalza, uno-dos, tira los zapatos hacia un rincón, siente el cosquilleo de la moqueta en los pies, los mueve hacia la cama, se hunden al contacto, avanzan despacio, uno-dos. Hay un mueble bajo a los pies, diseño austero de líneas limpias, una cajonera a la izquierda, un armarito a la derecha, una tapa central. Puedo tomarme mi tiempo para reconocer el terreno, soy yo quien decide cuando empezar, recuerda. Descorre la tapa, en el interior un televisor agazapado y un mando a distancia; toca un botón al azar, con un zumbido el aparato emerge hacia arriba, la pantalla se enciende, bienvenida, Mesalina, Nuria sonríe al leer su nick, ojea las opciones del menú, no activa ninguna.
Agacharse y abrir el armario: una neverita, el mini-bar abundante, las bebidas están incluidas, champán, por qué no, la previsible botellita de Moët, brindo por mí misma y mis orgasmos terapéuticos. Ahora los cajones, en el primero está lo que espera: el antifaz, hay dos para elegir, rojo y negro, del mismo modelo, imitación carnaval veneciano con flecos, Nuria coge el rojo, dejaré el negro a mano, ¿le pediré que se lo ponga? ¿cerraré los ojos? Al lado las esposas, muñequeras acolchadas, las toca y siente un escalofrío, una descarga de excitación y miedo a la vez. Se ajusta una, la sopesa, pendulea, las gira en volteretas, se libera, cuando tenga las dos muñecas atrapadas no podré desligarme, nueva sacudida de emoción. Y queda lo último, ahí en una esquinita, el frasquito, Nuria lo sujeta con dos dedos, lo levanta hacia la luz, estudia su transparencia, qué más da, piensa, lo vacía en la copa de champán, a mi salud y bastan dos sorbos, rico el sabor, agradable cosquilleo.
Deja la copa sobre el mueble y, con las esposas en una mano y el antifaz en la otra, los pies descalzos, esboza tímida unos pasos de bailes, la falda larga remolineando, los brazos estirándose hacia el cielo, añorando alas. Activa la música y empieza a sonar Natacha Atlas, una de las que puso en la lista; Nuria se deja llevar por la sensualidad de la melodía magrebí, deja que sus poros la absorban y su piel vibre, adquiera esa resonancia mágica, corriente rítmica que la envuelve en movimientos, los brazos aleteando, la cintura, el vientre, las caderas ... La mente acallada, sólo el baile, puerta a la percepción que busca, sintonizar el cuerpo, los ojos se cierran, vueltas que marean dulcemente. Nuria cae en la cama de espaldas, suelta las esposas y se coloca el antifaz rojo, los flecos le acarician el rostro; en el espejo del techo ve un cuerpo de mujer que vibra y brilla, aura de luz. Es ella esa diosa (pero no es ella); siente un calor que le quema desde dentro, lujuria que va incendiando la piel.
Serpenteando, va desprendiéndose del vestido, bulto arrugado arrinconado extrañado expulsado de un puntapié para que no haya sombra en el resplandor del cuerpo desnudo, vals horizontal reflejado entre cama y cielo. Cambia la música, se atenúa la luz; Nuria ensaya las primeras caricias, tantea cada trozo de piel, evaluando las urgencias de sus reclamos. Apenas leves toques, quiere exacerbar sus sentidos, quiere exasperar sus ansias, no aplacarlas. Mientras sus deseos se multiplican, espiral infinita, anticipa los placeres que le aguardan, se recita en silencio la ceremonia diseñada, la sinfonía tactil que ha de reverberar en ella. Presiente los futuros movimientos, las palmas que rozarán su cara y siluetearán su cuerpo casi sin tocarlo, las puntas de los dedos que sabrán sorprender teclas dormidas con saltos juguetones, las manos que acariciarán pero también apretarán, la lengua, la lengua, sólo de imaginar sus mojados recorridos descubre que brotan humedades propias. La excitación sigue creciendo como si quisiera albergar al más grande de los orgasmos. O a muchos, fantasea Nuria, y decide que ya es el momento.
Pulsa el botón, tal como había pactado. Se coloca bien el antifaz y mira fijamente, desde esa especie de borrachera erótica que la llena, a la mujer que no reconoce, de eso se trata. Encaja las esposas a los barrotes del cabecero y las ajusta a sus muñecas; soy ya lo que quería: un cuerpo ansioso de sexo, abandonado al otro. Quedan sólo unos segundos, en apenas nada se abrirá la otra puerta, la interior. Nuria sabe que sólo así, mujer desconocida hasta por sí misma, podrá obtener (y quizá dar) lo que siempre le ha sido negado. Ya se está abriendo la puerta, ya ha entrado, rodea la cama mirándola, ¿hay deseo en esos ojos? Entonces, las palabras del guión: Te voy a follar hasta vaciarte el alma, perra, dice Hugo.
Hugo la llamó cuando acababa de salir de la ducha. Oír su voz y el miedo a su fragilidad, a venirse abajo, al abandono. Cortó por lo sano: no puedo hablar, ya te llamaré. Borrar su imagen, pedirle un indulto a la memoria, prohibirse las lágrimas. ¿Lograrán follarme hasta vaciarme el alma? La pregunta le hace gracia. Va a ir, no se va a permitir rendirse, hoy no, si no sale bien, no será porque no lo intentó. Pensamientos de Nuria vistiéndose, pintándose, mirándose en el espejo (estoy guapa, es curioso), recogiendo las cosas, vaciando y volviendo a llenar el bolso, saliendo de casa.
Unos cuantos kilómetros de autopista, la A6, desviación en la urbanización de Mai, a cien metros gire a la derecha, ya ha llegado, hay que reconocer que son útiles estos cacharros pese a la bronca que le eché a Hugo cuando supe el precio que había pagado. El morro del coche enfrentado a una entrada de garaje, a su izquierda un panel cromado; Nuria recuerda: ha de teclear el código que recibió por e-mail al confirmar la reserva. 37225601, la puerta se abre sin ruidos, estacione en la plataforma iluminada, lee en el panel. Conduce en primera al interior de un cilindro hueco y sombrío; en el centro un rectángulo de luces brillantes resaltan una chapa metálica sobre la que aparca. Apaga el motor, nota la vibración de la maquinaria, la plataforma se eleva despacio y también un recorrido circular, de pronto se para, ligera sacudida y otro desplazamiento, ahora longitudinal, de nuevo se para, un sonido señala el fin del trayecto. Nuria sale del coche; está en un cubículo trapezoidal con laterales blancos, enfrente una puerta, a su espalda el vacío cilíndrico y oscuro del que apenas le protege una barandilla metálica que acaba de cerrarse; ¿cuántos coches hay aparcados en este almacén robotizado? Cada coche un usuario, cada cubículo, la entrada a una habitación como la que estará detrás de esa puerta. Nuria quieta ante la puerta, en silencio, toma aire, la mano en el pomo esférico y negro, lo gira.
La puerta se abre a una habitación amplia, unos treinta metros cuadrados, calcula. Una mesa baja y dos sillones en el ángulo a la izquierda, un par de láminas abstractas enmarcadas, paredes en tono canela, la cama, enorme, al fondo, en el techo, justo encima, con sus mismas dimensiones, un espejo, suelo enmoquetado en un color vino algo diluido. Nuria se descalza, uno-dos, tira los zapatos hacia un rincón, siente el cosquilleo de la moqueta en los pies, los mueve hacia la cama, se hunden al contacto, avanzan despacio, uno-dos. Hay un mueble bajo a los pies, diseño austero de líneas limpias, una cajonera a la izquierda, un armarito a la derecha, una tapa central. Puedo tomarme mi tiempo para reconocer el terreno, soy yo quien decide cuando empezar, recuerda. Descorre la tapa, en el interior un televisor agazapado y un mando a distancia; toca un botón al azar, con un zumbido el aparato emerge hacia arriba, la pantalla se enciende, bienvenida, Mesalina, Nuria sonríe al leer su nick, ojea las opciones del menú, no activa ninguna.
Agacharse y abrir el armario: una neverita, el mini-bar abundante, las bebidas están incluidas, champán, por qué no, la previsible botellita de Moët, brindo por mí misma y mis orgasmos terapéuticos. Ahora los cajones, en el primero está lo que espera: el antifaz, hay dos para elegir, rojo y negro, del mismo modelo, imitación carnaval veneciano con flecos, Nuria coge el rojo, dejaré el negro a mano, ¿le pediré que se lo ponga? ¿cerraré los ojos? Al lado las esposas, muñequeras acolchadas, las toca y siente un escalofrío, una descarga de excitación y miedo a la vez. Se ajusta una, la sopesa, pendulea, las gira en volteretas, se libera, cuando tenga las dos muñecas atrapadas no podré desligarme, nueva sacudida de emoción. Y queda lo último, ahí en una esquinita, el frasquito, Nuria lo sujeta con dos dedos, lo levanta hacia la luz, estudia su transparencia, qué más da, piensa, lo vacía en la copa de champán, a mi salud y bastan dos sorbos, rico el sabor, agradable cosquilleo.
Deja la copa sobre el mueble y, con las esposas en una mano y el antifaz en la otra, los pies descalzos, esboza tímida unos pasos de bailes, la falda larga remolineando, los brazos estirándose hacia el cielo, añorando alas. Activa la música y empieza a sonar Natacha Atlas, una de las que puso en la lista; Nuria se deja llevar por la sensualidad de la melodía magrebí, deja que sus poros la absorban y su piel vibre, adquiera esa resonancia mágica, corriente rítmica que la envuelve en movimientos, los brazos aleteando, la cintura, el vientre, las caderas ... La mente acallada, sólo el baile, puerta a la percepción que busca, sintonizar el cuerpo, los ojos se cierran, vueltas que marean dulcemente. Nuria cae en la cama de espaldas, suelta las esposas y se coloca el antifaz rojo, los flecos le acarician el rostro; en el espejo del techo ve un cuerpo de mujer que vibra y brilla, aura de luz. Es ella esa diosa (pero no es ella); siente un calor que le quema desde dentro, lujuria que va incendiando la piel.
Serpenteando, va desprendiéndose del vestido, bulto arrugado arrinconado extrañado expulsado de un puntapié para que no haya sombra en el resplandor del cuerpo desnudo, vals horizontal reflejado entre cama y cielo. Cambia la música, se atenúa la luz; Nuria ensaya las primeras caricias, tantea cada trozo de piel, evaluando las urgencias de sus reclamos. Apenas leves toques, quiere exacerbar sus sentidos, quiere exasperar sus ansias, no aplacarlas. Mientras sus deseos se multiplican, espiral infinita, anticipa los placeres que le aguardan, se recita en silencio la ceremonia diseñada, la sinfonía tactil que ha de reverberar en ella. Presiente los futuros movimientos, las palmas que rozarán su cara y siluetearán su cuerpo casi sin tocarlo, las puntas de los dedos que sabrán sorprender teclas dormidas con saltos juguetones, las manos que acariciarán pero también apretarán, la lengua, la lengua, sólo de imaginar sus mojados recorridos descubre que brotan humedades propias. La excitación sigue creciendo como si quisiera albergar al más grande de los orgasmos. O a muchos, fantasea Nuria, y decide que ya es el momento.
Pulsa el botón, tal como había pactado. Se coloca bien el antifaz y mira fijamente, desde esa especie de borrachera erótica que la llena, a la mujer que no reconoce, de eso se trata. Encaja las esposas a los barrotes del cabecero y las ajusta a sus muñecas; soy ya lo que quería: un cuerpo ansioso de sexo, abandonado al otro. Quedan sólo unos segundos, en apenas nada se abrirá la otra puerta, la interior. Nuria sabe que sólo así, mujer desconocida hasta por sí misma, podrá obtener (y quizá dar) lo que siempre le ha sido negado. Ya se está abriendo la puerta, ya ha entrado, rodea la cama mirándola, ¿hay deseo en esos ojos? Entonces, las palabras del guión: Te voy a follar hasta vaciarte el alma, perra, dice Hugo.
CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras