Mi abuela paterna, a quien no conocí, se apellidaba Sevillano; murió joven, siendo mi padre niño. Mi abuelo se encontró así, hacia mediados de los años treinta, viudo y con tres niños pequeños. Entonces apareció en escena la señora a la que siempre llamé abuelita; se casó con mi abuelo aportando a esa familia el dinero que necesitaban mediante la venta de su patrimonio (que nunca supe en qué consistía) y ocupándose de la casa y la crianza de los que pasaron a ser sus hijos, porque propios nunca llegó a tener. Pienso ahora que ni siquiera sé el apellido de mi abuelita; apenas sé nada de ella. De pequeños siempre tuvimos mucha más relación con la familia materna, probablemente a causa de la ojeriza que mi madre tenía hacia sus suegros y cuñados, tan distintos en carácter y ambiente al suyo de origen. Esa antipatía, velada obviamente por las "buenas formas", provenía de lo mal que fue recibida mi madre cuando los conoció. De esa historia sé los escasos pero suficientes detalles para hacerme una idea. Con la excusa de esa anécdota, aprovecho para contar cómo mis padres se casaron.
Mi padre, en la segunda mitad de los cincuenta, era un médico joven que había decidido dedicarse a la antropología filosófica y se dedicaba a recorrer España y América dando conferencias. En una de esas llegó a San Sebastián y allí, una vieja amiga con un cargo de cierto nivel en la Sección Femenina, animó a mi madre, una chica de veinticinco años que oficiaba de locutora en la emisora local del Movimiento, a asistir a su charla y, al acabar ésta, los presentó. En premio a sus oficios celestinescos, esa señora (que ha muerto hace pocos años), se convirtió, algo más de un año después, en mi madrina. Mis progenitores debieron de enamorarse enseguida y también enseguida debieron decidir casarse, porque lo cierto es que entre esa conferencia y la boda no transcurrió más de medio año (si no fuera porque yo nací diez meses después de la boda, sospecharía ante esas prisas). En esos meses previos, mi madre viajó a Madrid a conocer a sus futuros suegros. Estando en la casa de ellos, cerca de la glorieta de Quevedo y en la que sigue viviendo mi tía, mi madre encendió un cigarrillo, lo que, por entonces, no era muy habitual entre las mujeres. Mi abuela se escandalizó y parece que, en un aparte, le dijo a mi padre que no se casara con esa chica que era una puta. El aparte no lo fue suficientemente (aposta o no) y mi madre lo oyó. A la boda, en Donosti, no asistieron familiares de mi padre; luego las relaciones se fueron normalizando, pero nunca fueron fluidas.
De mi otra abuela, la biológica que no conocí, sé paradójicamente más cosas, la mayoría descubiertas en los últimos años de la vida de mi padre cuando, por asuntos de herencias, contactó con él un primo gallego. A mí, estas historias de familia la verdad es que no me dicen mucho, al menos no en el plano afectivo. Quiero decir que no siento la llamada de la sangre ni me palpita de otra forma el corazón ante personas que comparten conmigo más genes que cualquiera que conozca al azar. Sin embargo, tengo un hermano muy aficionado a estas inquisiciones y que es capaz de organizar viajes de varios días, llevando a rastras a sus tres hijos, a la búsqueda y captura de remotos parientes ante quienes se presenta calurosamente ya que, al cabo, "somos de la familia".
Así, gracias a él, me enteré de que esa abuela fue la mayor de cinco hermanos, que sus padres se llamaban Pura y Gorgonio y que provenía del pueblo orensano de Cea, donde doña Concha, la abuela de mi abuela, poseía tierras y una casona solariega con pretensiones de pazo. Lo de haber tenido un bisabuelo llamado Gorgonio no deja de tener su gracia. Afortunadamente mis mayores no debieron ser de esos que consideran que han de transmitirse los nombres familiares, con más ahínco cuanto más estrambóticos sean; me estremezco de pensar que yo, que soy el descendiente primogénito de Gorgonio (mi abuela, mi padre y yo fuimos los primeros de los respectivos hermanos), hubiese heredado su vocativo. Indago un momento y me entero de que San Gorgonio fue un mártir de la antigua Roma, chambelán de Diocleciano (siglo IV) que se atrevió a afear la conducta de su jefe. Éste, irritado, lo hizo azotar con tal violencia que su carne volaba en jirones, después ordenó que se le echase sal y vinagre en las llagas, luego mandó asarlo a fuego lento en una parrilla y, como postre, lo condenó a la horca. (Fin del anecdotario cultural).
Vuelvo a Cea, pueblo en el que estuve por el 93, cuando desconocía que era cuna de cierta proporción de mis genes. Es fin de etapa de una de las ramas del Camino, la conocida como el camino sanabrés, y su historia está muy vinculada al monasterio cisterciense de Oseira, una maravilla gótica. Parece que el famoso pan moreno de Cea tuvo su origen en las necesidades de abastecimiento de los monjes. La cosa es que por ese pueblo gallego debió aparecer hacia finales del siglo XIX mi bisabuelo Gorgonio Sevillano quien seduciría a la hija mayor de los terratenientes, mi bisabuela Pura (que quizá no lo fue tanto). Porque, gracias a mi hermano me entero de que Gorgonio provenía de Argujillo, una pequeña aldea de la comarca zamorana de La Guareña. Como no tengo más datos, me pregunto por qué Gorgonio se desplazaría de su lugar natal para acabar cayendo unos 300 kilómetros al noroeste y se me ocurren historias disparatadas que darían para una novela pero que, por supuesto, carecen del más mínimo fundamento.
Lo que gracias a las andanzas de mi hermano parece estar claro es que Gorgonio se fue por su cuenta de Argujillo, y en ese pueblo y cercanías se quedaron otros Sevillano que han seguido procreando hasta estos tiempos, de forma que algunos parientes míos habitan todavía en esa comarca. De otra parte, cabe presumir que mis bisabuelos, una vez casados, se asentaron en Cea, porque ahí siguen todavía otros descendientes suyos, entre ellos ese primo de mi padre. Y allí tuvo que vivir su infancia y primera juventud mi abuela María Luisa, quien se casaría con mi abuelo, un valenciano funcionario de correos y telégrafos destinado en Galicia. Estamos hablando de mediados de los veinte. ¿Cómo se conocerían mi abuelo y mi abuela? Fantaseo que ella estuviera estudiando el bachillerato en Orense y el telegrafista, viéndola pasar por la calle, quedase prendado y la cortejase con éxito. A lo mejor se casaron contra los deseos de los padres de la novia o sobre todo con la oposición de Doña Concha, la abuela y verdadera matriarca del clan. Intuyo que mi abuelo nunca debió llevarse demasiado bien con los de Cea; la prueba es que nunca supe nada de ellos hasta la aparición del primo de mi padre hacia finales de los noventa. María Luisa tuvo cuatro hijos (uno murió niño) muy seguidos; entre mi padre y su hermano menor no habría más de cinco años de diferencia. Poco tiempo después de su último parto murió; no sé las causas, ni las circunstancias. Debían ser los últimos años de la República o justo al inicio de la Guerra. Lo que sé es que en julio del 36, mi abuelo, en su calidad de jefe de telégrafos, se declaró favorable al golpe militar y que los primeros años de la guerra la familia los pasó en Galicia; por esas fechas debió acontecer el segundo matrimonio de mi abuelo con la que yo de niño siempre pensé que era mi abuela (y de hecho lo fue).
Ya en los cuarenta, la adolescencia de mi padre, vivieron en Cataluña (Gerona y Barcelona) y hacia finales de esa década se mudaron a Madrid, donde residieron hasta el final de sus vidas. En los últimos años de mi padre, gracias a la aparición del primo de Cea ya citado, vine a enterarme (a lo mejor lo sabía pero lo tenía olvidado) que un octavo de mis genes proviene de ese rincón orensano. Hace unos cinco años, gracias a las aficiones genealógicas y viajeras de mi hermano, descubrí que otro octavo tiene su referencia geográfica en una comarca zamorana en la que jamás he estado. Estos Sevillano no parecen para nada emparentados con la ilustre estirpe del mismo apellido, iniciada por Don Juan de Sevillano y Prado, primer marqués de Fuentes del Duero y primer Duque de Sevillano, de modo que se desmonta el cuento de mi padre sobre que algo nos tocaba de esos títulos nobiliarios. La historia la argumentaba con el hecho cierto de que una tía suya profesaba en las Adoratrices de Guadalajara, orden fundada por Santa Micaela del Santísimo Sacramento, tía de la última duquesa de Sevillano, María Diega Desmaissiéres y Sevillano, mujer riquísima (la más de España, se decía) cuya vida y milagros dan para otro post. De esta tía María, una viejecita menuda y encantadora a quien visitamos en algunas ocasiones, nos decía que era tratada con gran consideración por su parentesco con la gran benefactora de la Orden. Pues va a ser que era un ingenuo e inofensivo delirio de grandeza.
Y nada más, salvo añadir que el primer apellido de mi padre es de origen árabe y este segundo, Sevillano, creo que de judío converso; supongo que también tendré genes de cristiano viejo. En fin, qué poco sé de las vidas de quienes me han hecho posible.
Mi padre, en la segunda mitad de los cincuenta, era un médico joven que había decidido dedicarse a la antropología filosófica y se dedicaba a recorrer España y América dando conferencias. En una de esas llegó a San Sebastián y allí, una vieja amiga con un cargo de cierto nivel en la Sección Femenina, animó a mi madre, una chica de veinticinco años que oficiaba de locutora en la emisora local del Movimiento, a asistir a su charla y, al acabar ésta, los presentó. En premio a sus oficios celestinescos, esa señora (que ha muerto hace pocos años), se convirtió, algo más de un año después, en mi madrina. Mis progenitores debieron de enamorarse enseguida y también enseguida debieron decidir casarse, porque lo cierto es que entre esa conferencia y la boda no transcurrió más de medio año (si no fuera porque yo nací diez meses después de la boda, sospecharía ante esas prisas). En esos meses previos, mi madre viajó a Madrid a conocer a sus futuros suegros. Estando en la casa de ellos, cerca de la glorieta de Quevedo y en la que sigue viviendo mi tía, mi madre encendió un cigarrillo, lo que, por entonces, no era muy habitual entre las mujeres. Mi abuela se escandalizó y parece que, en un aparte, le dijo a mi padre que no se casara con esa chica que era una puta. El aparte no lo fue suficientemente (aposta o no) y mi madre lo oyó. A la boda, en Donosti, no asistieron familiares de mi padre; luego las relaciones se fueron normalizando, pero nunca fueron fluidas.
De mi otra abuela, la biológica que no conocí, sé paradójicamente más cosas, la mayoría descubiertas en los últimos años de la vida de mi padre cuando, por asuntos de herencias, contactó con él un primo gallego. A mí, estas historias de familia la verdad es que no me dicen mucho, al menos no en el plano afectivo. Quiero decir que no siento la llamada de la sangre ni me palpita de otra forma el corazón ante personas que comparten conmigo más genes que cualquiera que conozca al azar. Sin embargo, tengo un hermano muy aficionado a estas inquisiciones y que es capaz de organizar viajes de varios días, llevando a rastras a sus tres hijos, a la búsqueda y captura de remotos parientes ante quienes se presenta calurosamente ya que, al cabo, "somos de la familia".
Así, gracias a él, me enteré de que esa abuela fue la mayor de cinco hermanos, que sus padres se llamaban Pura y Gorgonio y que provenía del pueblo orensano de Cea, donde doña Concha, la abuela de mi abuela, poseía tierras y una casona solariega con pretensiones de pazo. Lo de haber tenido un bisabuelo llamado Gorgonio no deja de tener su gracia. Afortunadamente mis mayores no debieron ser de esos que consideran que han de transmitirse los nombres familiares, con más ahínco cuanto más estrambóticos sean; me estremezco de pensar que yo, que soy el descendiente primogénito de Gorgonio (mi abuela, mi padre y yo fuimos los primeros de los respectivos hermanos), hubiese heredado su vocativo. Indago un momento y me entero de que San Gorgonio fue un mártir de la antigua Roma, chambelán de Diocleciano (siglo IV) que se atrevió a afear la conducta de su jefe. Éste, irritado, lo hizo azotar con tal violencia que su carne volaba en jirones, después ordenó que se le echase sal y vinagre en las llagas, luego mandó asarlo a fuego lento en una parrilla y, como postre, lo condenó a la horca. (Fin del anecdotario cultural).
Vuelvo a Cea, pueblo en el que estuve por el 93, cuando desconocía que era cuna de cierta proporción de mis genes. Es fin de etapa de una de las ramas del Camino, la conocida como el camino sanabrés, y su historia está muy vinculada al monasterio cisterciense de Oseira, una maravilla gótica. Parece que el famoso pan moreno de Cea tuvo su origen en las necesidades de abastecimiento de los monjes. La cosa es que por ese pueblo gallego debió aparecer hacia finales del siglo XIX mi bisabuelo Gorgonio Sevillano quien seduciría a la hija mayor de los terratenientes, mi bisabuela Pura (que quizá no lo fue tanto). Porque, gracias a mi hermano me entero de que Gorgonio provenía de Argujillo, una pequeña aldea de la comarca zamorana de La Guareña. Como no tengo más datos, me pregunto por qué Gorgonio se desplazaría de su lugar natal para acabar cayendo unos 300 kilómetros al noroeste y se me ocurren historias disparatadas que darían para una novela pero que, por supuesto, carecen del más mínimo fundamento.
Lo que gracias a las andanzas de mi hermano parece estar claro es que Gorgonio se fue por su cuenta de Argujillo, y en ese pueblo y cercanías se quedaron otros Sevillano que han seguido procreando hasta estos tiempos, de forma que algunos parientes míos habitan todavía en esa comarca. De otra parte, cabe presumir que mis bisabuelos, una vez casados, se asentaron en Cea, porque ahí siguen todavía otros descendientes suyos, entre ellos ese primo de mi padre. Y allí tuvo que vivir su infancia y primera juventud mi abuela María Luisa, quien se casaría con mi abuelo, un valenciano funcionario de correos y telégrafos destinado en Galicia. Estamos hablando de mediados de los veinte. ¿Cómo se conocerían mi abuelo y mi abuela? Fantaseo que ella estuviera estudiando el bachillerato en Orense y el telegrafista, viéndola pasar por la calle, quedase prendado y la cortejase con éxito. A lo mejor se casaron contra los deseos de los padres de la novia o sobre todo con la oposición de Doña Concha, la abuela y verdadera matriarca del clan. Intuyo que mi abuelo nunca debió llevarse demasiado bien con los de Cea; la prueba es que nunca supe nada de ellos hasta la aparición del primo de mi padre hacia finales de los noventa. María Luisa tuvo cuatro hijos (uno murió niño) muy seguidos; entre mi padre y su hermano menor no habría más de cinco años de diferencia. Poco tiempo después de su último parto murió; no sé las causas, ni las circunstancias. Debían ser los últimos años de la República o justo al inicio de la Guerra. Lo que sé es que en julio del 36, mi abuelo, en su calidad de jefe de telégrafos, se declaró favorable al golpe militar y que los primeros años de la guerra la familia los pasó en Galicia; por esas fechas debió acontecer el segundo matrimonio de mi abuelo con la que yo de niño siempre pensé que era mi abuela (y de hecho lo fue).
Ya en los cuarenta, la adolescencia de mi padre, vivieron en Cataluña (Gerona y Barcelona) y hacia finales de esa década se mudaron a Madrid, donde residieron hasta el final de sus vidas. En los últimos años de mi padre, gracias a la aparición del primo de Cea ya citado, vine a enterarme (a lo mejor lo sabía pero lo tenía olvidado) que un octavo de mis genes proviene de ese rincón orensano. Hace unos cinco años, gracias a las aficiones genealógicas y viajeras de mi hermano, descubrí que otro octavo tiene su referencia geográfica en una comarca zamorana en la que jamás he estado. Estos Sevillano no parecen para nada emparentados con la ilustre estirpe del mismo apellido, iniciada por Don Juan de Sevillano y Prado, primer marqués de Fuentes del Duero y primer Duque de Sevillano, de modo que se desmonta el cuento de mi padre sobre que algo nos tocaba de esos títulos nobiliarios. La historia la argumentaba con el hecho cierto de que una tía suya profesaba en las Adoratrices de Guadalajara, orden fundada por Santa Micaela del Santísimo Sacramento, tía de la última duquesa de Sevillano, María Diega Desmaissiéres y Sevillano, mujer riquísima (la más de España, se decía) cuya vida y milagros dan para otro post. De esta tía María, una viejecita menuda y encantadora a quien visitamos en algunas ocasiones, nos decía que era tratada con gran consideración por su parentesco con la gran benefactora de la Orden. Pues va a ser que era un ingenuo e inofensivo delirio de grandeza.
Y nada más, salvo añadir que el primer apellido de mi padre es de origen árabe y este segundo, Sevillano, creo que de judío converso; supongo que también tendré genes de cristiano viejo. En fin, qué poco sé de las vidas de quienes me han hecho posible.
CATEGORÍA: Recuerdos
Como siempre, es un placer leerte.
ResponderEliminarDas una buena mirada hacia atrás, o hacía las profundidades de tus raíces...interesante ver los distintos lugares geográficos donde se despliega la propia sangre. Meterse en esas investigaciones genealógicas a veces es sorprendente, ...sea como sea, es bueno recordar nuestros ancestros... Pero no olvides seguir mirando hacia delante...sin dejar de sonreír ...
Un beso
Pues me lo he pasado fenomenal con todo el árbol genealógico.
ResponderEliminarGracias
Ya que no sabemos adónde vamos, saber al menos de donde venimos
ResponderEliminarOye tío. Hay un tal Gorgonio en Tacoronte y tiene una cantidad de terrenos que te cambas. Igual es pariente y puedes hacer unos negocietes.
ResponderEliminarQUé curiosidades se encuentra uno en sus ascendentes en cuanto escarbas un poquito. Imagino que tu hermano se sentirá muy orgullosos de haberte servido para este post. ¿O no se lo has dicho? Jajaja.
ResponderEliminarUn abrazo
Casualmente, hace unos días comentaba en otro blog que aunque para presentar a una persona suele recurrirse a los tópicos habituales del lugar de nacimiento, trabajo, matrimoni, etc, realmente, para la gente que la conoce, lo que la define no es todo eso sino cualquier nimiedad de la vida cotidiana. Uno puede no saber el apellido de su abuela pero, sin embargo, acordarse de ella por cualquier tontería: la forma en que pelaba las patatas, una palabra que sólo ella utilizaba o los caramelos que siempre llevaba en el bolsillo.
ResponderEliminarAunque yo no soy de los que van a la búsqueda de lejanos parientes (además, espero que esos mismos lejanos parientes nunca vengan en mi búsqueda...), sin embargo sí me parece interesante poder llegar a saber cómo fue la vida de los antepasados, aunque sea superficialmente.
Habiendo en mi familia Bienvenidas, Clotildes, Ramonas y Maximinos, me alegro de llamarme simplemente Carlos... aunque Gorgonio tiene su encanto ;P
Gorgonio no, pero ¡anda que tus padres ponerte Miroslav...!
ResponderEliminarPrecioso post, sí señor.
Un besote
¡No me digas que no te apasiona descubrir todas esas cosas de tus antepasados! Si no son nada mío y me están fascinando. ¡Cielo santo, un tatarabuelo que se llama Gorgonio Sevillano, da para una novela completa! ¿qué no hubiera hecho García Márquez con un personaje de ese nombre?
ResponderEliminarHe pescado un gazapo ¿Como tu bisabuela Maria Luisa se pudo casar con tu abuelo el valenciano?
Haga usted el favor, que hay niños delante.
Algo imponente el Panteón de la Duquesa de Sevillano, en Guadalajara. Yo lo he visto y no sabía nada de esa señora, mas que el nombre. La iglesia es un neomudejar muy decimonónico, muy recargado. Bonita para el que le guste. Muy buena acústica para bodas y celebraciones.
Aquel de nosotros que esté libre de genes árabes y judíos, que tire la primera piedra. Yo por mi parte me siento muy orgullosa de ambas ascendencias (que tengo casi por ciertas) y estoy haciendo gestiones para librar en el trabajo, además de los domingos por cristiana, los sábados por mis antepasados judíos y los viernes por los árabes. Pero lo de los viernes por ahora no cuela.
Sigue con estas historias que me han encantado
¡No me digas que no te apasiona descubrir todas esas cosas de tus antepasados! Si no son nada mío y me están fascinando. ¡Cielo santo, un tatarabuelo que se llama Gorgonio Sevillano, da para una novela completa! ¿qué no hubiera hecho García Márquez con un personaje de ese nombre?
ResponderEliminarHe pescado un gazapo ¿Como tu bisabuela Maria Luisa se pudo casar con tu abuelo el valenciano?
Haga usted el favor, que hay niños delante.
Algo imponente el Panteón de la Duquesa de Sevillano, en Guadalajara. Yo lo he visto y no sabía nada de esa señora, mas que el nombre. La iglesia es un neomudejar muy decimonónico, muy recargado. Bonita para el que le guste. Muy buena acústica para bodas y celebraciones.
Aquel de nosotros que esté libre de genes árabes y judíos, que tire la primera piedra. Yo por mi parte me siento muy orgullosa de ambas ascendencias (que tengo casi por ciertas) y estoy haciendo gestiones para librar en el trabajo, además de los domingos por cristiana, los sábados por mis antepasados judíos y los viernes por los árabes. Pero lo de los viernes por ahora no cuela.
Sigue con estas historias que me han encantado
Hola, mi nombre es Carlos Sevillano, y soy bisnieto de Don Gorgonio. Curiosamente me ha dado en esta época por indagar en el árbol genealógico y he topado con este fabuloso relato que sin duda me servirá de gran ayuda. Si quieres cualquier tipo de información sobre esta rama (hijos de Angel Sevillano Garcia, que de Cea pasó a Vigo y Pontevedra) estaré encantado de resolvértelas (si puedo). Y si me surge a mi, ¿te importa que te las formule? Por ejemplo, tenía entendido que Gorgonio era natural de Peleas de arriba... Mi email es seviojos@hotmail.com. Muchas gracias y un abrazo
ResponderEliminar