Las cabras de Kaldi, un pastor abisinio, andaban saltarinas y nerviosas; las cabras de Kaldi, viciosas ellas, gustaban mordisquear bayas rojas de unos arbustos silvestres. Kaldi probó la fruta y al poco rato retozaba con sus cabras; qué maravilla, se dijo, con estas cerezas se le quita a uno todo malhumor y cansancio. El chico no guardó el secreto; por sus palabras o su comportamiento los paisanos descubrirían el pastel (mejor dicho, el café). Parece que por ahí había un monasterio de monjes (cristianos etíopes, claro) que también comprobaron que masticando esas cerezas las largas vigilias orantes pasaban veloces e inspiradas: todo sea por la gloria del señor.
Se trata de una leyenda, la que cuenta el origen del café; aun así, con referencias temporales y geográficas. La provincia de Kaffa, en la Etiopía meridional, allá por el siglo VI. Un territorio de montes y ceja de selva, de frondosa y variada vegetación. Sus habitantes pertenecerían, supongo, al reino de Aksum, el primer estado etíope conocido, el que consolidó el cristianismo copto en ese rincón originario de África. En el siglo X, viajeros árabes atestiguan que el café ya formaba parte de la cultura abisinia y probablemente se cultivaba. Parece que desde el principio los etíopes probaron diversas formas de consumo: simple masticación de los granos, masa molida mezclada con grasa animal, pulpa fermentada, bebida dulce a partir de las cascarillas y, finalmente, infusión de granos tostados.
Hay otra leyenda de inconfundible aroma islámico pese a que también transcurre en Etiopía. Un joven curandero llamado Ali tenía un puesto en el mercado de Gondar. Un día pasó por allí la princesa Jazmín, hija del Negus Negusti, el rey de reyes de Abisinia. Ambos jóvenes cruzaron sus miradas y un amor avasallador les embargó. Enterado el Negus, apresó al insolente enamorado y lo deportó a un lejano bosque (acto piadoso porque lo usual habría sido una rápida decapitación). Alí, al modo del amante de Teruel, trabajó tres años sin descanso buscando un regalo original y magnífico con el que pudiese ablandar el duro corazón del emperador. Durante sus investigaciones solía beber una infusión de las bayas rojas de un arbusto que, por casualidad, había descubierto que le quitaban el sueño. Tras tantos desvelos cayó en lo evidente: era esa amarga y olorosa infusión el talismán con el que conquistaría la benevolencia del Negus. Y así fue.
Si esta leyenda habla del Negus habrá que situarla en torno al siglo XIV, época ya demasiado tardía. De hecho, hay pista de que ya en el siglo X el café había sido llevado al Yemen por caravanas de árabes, si bien quizá todavía no se había extendido y popularizado por todo el mundo islámico. Si así fuera, podemos interpretar esta leyenda como la versión árabe para explicarse el descubrimiento del café. Además, seguramente provendrá de etapas muy posteriores ya que, en los tiempos de los Negus, Gondar no existía como ciudad permanente pues la corte imperial acampaba trashumante por los parajes de Amhara. Aun así, concediendo al cuento algún enraizamiento histórico (como casi todos los mitos), es verosímil que, pese al enconado enfrentamiento de los Negus con el Islam en defensa de la ortodoxia cristiana, se mantuvieran estrechas relaciones comerciales con la vecina península arábiga. No cuesta suponer que los descendientes de Salomón y la reina de Saba recibieran en sus tiendas reales a notables mahometanos y los agasajaran con infusiones de café.
Lo cierto es que serían los árabes quienes adoptarían el café como planta dilecta y falsearían en diversos grados sus orígenes etíopes. Pero todo ello ocurriría a partir del siglo XIV porque antes, según Auguste Chevalier (Les Cafeiers Du Globe, 1929), no hay constancia de que se cultivara el café en el mundo islámico (ni, añado, en ningún otro lugar que no fuera Abisinia). Así, por ejemplo, en algunas versiones de la leyenda de Kaldi y sus cabras se dice que los monjes a quienes acudió el pastor eran musulmanes y que fue el imán quien, descubiertos los poderes de la planta, lo propagó por el mundo árabe. También se cuenta que Kaldi o el imán, ante las propiedades energéticas de la sustancia, la habrían bautizado qahwa, término árabe que significa vigorizante. Frente a esta versión hay otra que dice que la palabra café así como el nombre de la región etíope donde por primera vez fue descubierto, Kaffa, provienen de la unión de dos términos jeroglíficos: Ka, que es Dios, y Afa, que es la tierra y todas las plantas que en ella crecen. De esta forma, café significaría algo así como la planta de Dios.
En su ya clásica Historia de las Drogas, Escohotado cita a Pius Font quien dice que Scheha-Beddin, un poeta árabe del XV (de quien no encuentro otras referencias que las relacionadas con esta historia), contó la misma historia de las cabras etíopes pero con un mulá (doctor de las leyes islámicas) como protagonista. Al buen hombre, durante sus noches de estudio del Corán, le costaba no rendirse al sueño, lo cual contrariaba sus devotas ansias de conocimiento. Un día se encontró con unas cabras excesivamente cabrioleras y, preguntado el pastor (quien en el cuento árabe carece de nombre), se enteró de que tan excéntrico comportamiento se debía a la ingesta de las bayas de un extraño arbusto silvestre. El mulá cogió algunos de esos granos y se comió los más maduros sin notar efectos apreciables; se le ocurrió entonces tostarlos en una sarten de cobre puesta sobre una lumbre hecha con excrementos de camello (para ser un cuentito hay que ver cuántos detalles). Pero llegó la hora de oración y el hombre se olvidó de sus bayas y, para cuando volvió a la cocina, estaban ya completamente quemadas y el aire lleno de un aroma muy agradable. El mulá vertió agua sobre los granos quemados y los dejó flotando un rato; luego, se bebió el brebaje y le gustó. Pero no sólo eso, enseguida comprobó que le desaparecía el cansancio y que podía pasar la noche en vela sin esfuerzos.
Las mismas referencias afirman que fue un muftí (jurisconsulto islámico) de Adén, que vivió en el siglo IX, el primero en plantar cafetales en la península arábiga. Esta otra leyenda no niega el origen foráneo del café aunque, probablemente con razón, reivindica la autoría árabe de la domesticación. Adén, uno de los lugares más antiguos del mundo (en sus proximidades están enterrados Caín y Abel), fue durante la Edad Media importantísimo centro de comercio y paso de mercadería, y los estrechas eran las relaciones que mantenía con los estados abisinios. Cabe pues aceptar que ese muftí fuera, efectivamente, el primero que, tras conseguir algunas semillas del extraño arbusto etíope traídas en la caravana de algunos comerciantes yemeníes, se decidiera a ensayar su cultivo en esas planicies desérticas. Claro que, si creemos lo que nos cuenta el poeta Scheha-Beddin, habremos de desautorizar al botánico Chevalier.
Se me dirá que es irrelevante cuándo se popularizó entre los árabes el consumo de café, si en el siglo IX-X o en el XIV-XV; pero es que me ha picado la curiosidad. Sabemos que los viajeros europeos por tierras islámicas dan noticias del café desde el siglo XVI y que ya en el XVII se introdujo en nuestro continente. Cuesta creer, si aceptamos las palabras de Scheha-Beddin, que el consumo de esta bebida haya pasado inadvertido a los europeos durante quinientos años; si el café se tomaba habitualmente desde el año mil, cómo no habría de llegar a occidente, ya fuera a través de cualquiera de los dos extremos del mediterráneo (habría entrado, sin duda, en la España mora). Claro que, a la inversa, cuesta entender que, dadas las estrechas relaciones comerciales entre la península arábiga y Abisinia, ningún comerciante yemení se hubiera animado a llevar a su tierra las semillas para el cultivo de esa planta que tan popular era en Etiopía. Leo en algún sitio que el sapientísimo médico, químico y filósofo persa Al-Razi, viajero inagotable, estuvo a principios del siglo X en Abisinia y conoció y se interesó en el café. Con estas credenciales, es difícil dudar de que, bastante antes del final de la toma de Constantinopla, el café se empezara a cultivar en Arabia.
En plan conciliador, se me ocurre aventurar una hipótesis intermedia. Sí, los yemeníes llevaron la planta a la península arábiga y empezaron a cultivarla, pero, durante los primeros siglos, su cultivo y consumo estuvo limitado. De hecho, a principios del XVII, cuando ya el café era ampliamente conocido, los árabes lo mantenían como un tesoro local y prohibían severamente la exportación de los granos (salvo los torrefactos, ya estériles). Creo pues razonable suponer que ese celo secretista podía venir desde varios siglos antes; porque lo que es una indubitable verdad es que el café fue siempre para los árabes motivo de orgullo, algo que consideraban propio. Según leo en la wiki, recientes descubrimientos arqueológicos de un equipo británico parecen insinuar la posibilidad de que el consumo del café empezara en Arabia a partir del siglo XII. En todo caso, lo que no admite discusión es que Etiopía es la cuna del café; los análisis genéticos han demostrado que todas las variaciones de la planta de cualquier lugar del mundo provienen, al igual que los humanos, de ese territorio del África Oriental, desde donde se diseminaron y diversificaron.
Y si explicara los extraños vericuetos a través de los cuales he acabado escribiendo este post, más de uno me tomaría por loco.
Se trata de una leyenda, la que cuenta el origen del café; aun así, con referencias temporales y geográficas. La provincia de Kaffa, en la Etiopía meridional, allá por el siglo VI. Un territorio de montes y ceja de selva, de frondosa y variada vegetación. Sus habitantes pertenecerían, supongo, al reino de Aksum, el primer estado etíope conocido, el que consolidó el cristianismo copto en ese rincón originario de África. En el siglo X, viajeros árabes atestiguan que el café ya formaba parte de la cultura abisinia y probablemente se cultivaba. Parece que desde el principio los etíopes probaron diversas formas de consumo: simple masticación de los granos, masa molida mezclada con grasa animal, pulpa fermentada, bebida dulce a partir de las cascarillas y, finalmente, infusión de granos tostados.
Hay otra leyenda de inconfundible aroma islámico pese a que también transcurre en Etiopía. Un joven curandero llamado Ali tenía un puesto en el mercado de Gondar. Un día pasó por allí la princesa Jazmín, hija del Negus Negusti, el rey de reyes de Abisinia. Ambos jóvenes cruzaron sus miradas y un amor avasallador les embargó. Enterado el Negus, apresó al insolente enamorado y lo deportó a un lejano bosque (acto piadoso porque lo usual habría sido una rápida decapitación). Alí, al modo del amante de Teruel, trabajó tres años sin descanso buscando un regalo original y magnífico con el que pudiese ablandar el duro corazón del emperador. Durante sus investigaciones solía beber una infusión de las bayas rojas de un arbusto que, por casualidad, había descubierto que le quitaban el sueño. Tras tantos desvelos cayó en lo evidente: era esa amarga y olorosa infusión el talismán con el que conquistaría la benevolencia del Negus. Y así fue.
Si esta leyenda habla del Negus habrá que situarla en torno al siglo XIV, época ya demasiado tardía. De hecho, hay pista de que ya en el siglo X el café había sido llevado al Yemen por caravanas de árabes, si bien quizá todavía no se había extendido y popularizado por todo el mundo islámico. Si así fuera, podemos interpretar esta leyenda como la versión árabe para explicarse el descubrimiento del café. Además, seguramente provendrá de etapas muy posteriores ya que, en los tiempos de los Negus, Gondar no existía como ciudad permanente pues la corte imperial acampaba trashumante por los parajes de Amhara. Aun así, concediendo al cuento algún enraizamiento histórico (como casi todos los mitos), es verosímil que, pese al enconado enfrentamiento de los Negus con el Islam en defensa de la ortodoxia cristiana, se mantuvieran estrechas relaciones comerciales con la vecina península arábiga. No cuesta suponer que los descendientes de Salomón y la reina de Saba recibieran en sus tiendas reales a notables mahometanos y los agasajaran con infusiones de café.
Lo cierto es que serían los árabes quienes adoptarían el café como planta dilecta y falsearían en diversos grados sus orígenes etíopes. Pero todo ello ocurriría a partir del siglo XIV porque antes, según Auguste Chevalier (Les Cafeiers Du Globe, 1929), no hay constancia de que se cultivara el café en el mundo islámico (ni, añado, en ningún otro lugar que no fuera Abisinia). Así, por ejemplo, en algunas versiones de la leyenda de Kaldi y sus cabras se dice que los monjes a quienes acudió el pastor eran musulmanes y que fue el imán quien, descubiertos los poderes de la planta, lo propagó por el mundo árabe. También se cuenta que Kaldi o el imán, ante las propiedades energéticas de la sustancia, la habrían bautizado qahwa, término árabe que significa vigorizante. Frente a esta versión hay otra que dice que la palabra café así como el nombre de la región etíope donde por primera vez fue descubierto, Kaffa, provienen de la unión de dos términos jeroglíficos: Ka, que es Dios, y Afa, que es la tierra y todas las plantas que en ella crecen. De esta forma, café significaría algo así como la planta de Dios.
En su ya clásica Historia de las Drogas, Escohotado cita a Pius Font quien dice que Scheha-Beddin, un poeta árabe del XV (de quien no encuentro otras referencias que las relacionadas con esta historia), contó la misma historia de las cabras etíopes pero con un mulá (doctor de las leyes islámicas) como protagonista. Al buen hombre, durante sus noches de estudio del Corán, le costaba no rendirse al sueño, lo cual contrariaba sus devotas ansias de conocimiento. Un día se encontró con unas cabras excesivamente cabrioleras y, preguntado el pastor (quien en el cuento árabe carece de nombre), se enteró de que tan excéntrico comportamiento se debía a la ingesta de las bayas de un extraño arbusto silvestre. El mulá cogió algunos de esos granos y se comió los más maduros sin notar efectos apreciables; se le ocurrió entonces tostarlos en una sarten de cobre puesta sobre una lumbre hecha con excrementos de camello (para ser un cuentito hay que ver cuántos detalles). Pero llegó la hora de oración y el hombre se olvidó de sus bayas y, para cuando volvió a la cocina, estaban ya completamente quemadas y el aire lleno de un aroma muy agradable. El mulá vertió agua sobre los granos quemados y los dejó flotando un rato; luego, se bebió el brebaje y le gustó. Pero no sólo eso, enseguida comprobó que le desaparecía el cansancio y que podía pasar la noche en vela sin esfuerzos.
Las mismas referencias afirman que fue un muftí (jurisconsulto islámico) de Adén, que vivió en el siglo IX, el primero en plantar cafetales en la península arábiga. Esta otra leyenda no niega el origen foráneo del café aunque, probablemente con razón, reivindica la autoría árabe de la domesticación. Adén, uno de los lugares más antiguos del mundo (en sus proximidades están enterrados Caín y Abel), fue durante la Edad Media importantísimo centro de comercio y paso de mercadería, y los estrechas eran las relaciones que mantenía con los estados abisinios. Cabe pues aceptar que ese muftí fuera, efectivamente, el primero que, tras conseguir algunas semillas del extraño arbusto etíope traídas en la caravana de algunos comerciantes yemeníes, se decidiera a ensayar su cultivo en esas planicies desérticas. Claro que, si creemos lo que nos cuenta el poeta Scheha-Beddin, habremos de desautorizar al botánico Chevalier.
Se me dirá que es irrelevante cuándo se popularizó entre los árabes el consumo de café, si en el siglo IX-X o en el XIV-XV; pero es que me ha picado la curiosidad. Sabemos que los viajeros europeos por tierras islámicas dan noticias del café desde el siglo XVI y que ya en el XVII se introdujo en nuestro continente. Cuesta creer, si aceptamos las palabras de Scheha-Beddin, que el consumo de esta bebida haya pasado inadvertido a los europeos durante quinientos años; si el café se tomaba habitualmente desde el año mil, cómo no habría de llegar a occidente, ya fuera a través de cualquiera de los dos extremos del mediterráneo (habría entrado, sin duda, en la España mora). Claro que, a la inversa, cuesta entender que, dadas las estrechas relaciones comerciales entre la península arábiga y Abisinia, ningún comerciante yemení se hubiera animado a llevar a su tierra las semillas para el cultivo de esa planta que tan popular era en Etiopía. Leo en algún sitio que el sapientísimo médico, químico y filósofo persa Al-Razi, viajero inagotable, estuvo a principios del siglo X en Abisinia y conoció y se interesó en el café. Con estas credenciales, es difícil dudar de que, bastante antes del final de la toma de Constantinopla, el café se empezara a cultivar en Arabia.
En plan conciliador, se me ocurre aventurar una hipótesis intermedia. Sí, los yemeníes llevaron la planta a la península arábiga y empezaron a cultivarla, pero, durante los primeros siglos, su cultivo y consumo estuvo limitado. De hecho, a principios del XVII, cuando ya el café era ampliamente conocido, los árabes lo mantenían como un tesoro local y prohibían severamente la exportación de los granos (salvo los torrefactos, ya estériles). Creo pues razonable suponer que ese celo secretista podía venir desde varios siglos antes; porque lo que es una indubitable verdad es que el café fue siempre para los árabes motivo de orgullo, algo que consideraban propio. Según leo en la wiki, recientes descubrimientos arqueológicos de un equipo británico parecen insinuar la posibilidad de que el consumo del café empezara en Arabia a partir del siglo XII. En todo caso, lo que no admite discusión es que Etiopía es la cuna del café; los análisis genéticos han demostrado que todas las variaciones de la planta de cualquier lugar del mundo provienen, al igual que los humanos, de ese territorio del África Oriental, desde donde se diseminaron y diversificaron.
Y si explicara los extraños vericuetos a través de los cuales he acabado escribiendo este post, más de uno me tomaría por loco.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
Cuentalos.... que no, queno, que no te tomo por loco
ResponderEliminarYo igual sí te tomo por loco ... pero cuéntalo igual , un poco de locura siempre me pareció atractivo.
ResponderEliminarmuás
Si afirmas que más de uno te tomaría por loco al conocer los vericuetos que te han llevado a curiosear sobre el café, supongo que es porque estás convencido de que todavía no te han tomado por tal ;).
ResponderEliminarya nos tienes a todos intrigados con lo que no has contado, que fácil es provocar jajaja.
ResponderEliminarvenga cuentalo ya. otro post pa contarlo que nos mordemos las uñas.
Marta, Marguerite, Amy y anónimo: No, no lo voy a contar, que es una chorrada. Si lo sé, me callo. Ay que ver cómo entráis al trapo y, en cambio, nadie comenta sobre el café, que es el tema del post. Besos.
ResponderEliminarJo, cómo te pones! Yo me sentiría halagado de que mis locuras fueran más interesantes que el café ¿o no?
ResponderEliminarplanta reina de nuestros desayunos, magica por omnipresente, adorada por sabrosa, adictiva por espitosa,
ResponderEliminarbuen homenaje, buena informacion
saludos cafeteros
Pero... no era faqué?
ResponderEliminarBesos!
Hace años, cuando estuve en Yemen, visité Mokha, la ciudad que le dio el nombre a la moka. Era el puerto desde donde se distribuía el café a todo el mundo, y en mi imaginación ya lo veía como un compendio de todas aquellas maravillas orientales de las Mil y una noches.
ResponderEliminarPero lo que me encontré fue un poblacho medio abandonado, con las calles de arena, desiertas, azotado por el viento, como un pueblo fantasma del Oeste americano. Fue una de las decepciones más grandes que he tenido en todos mis viajes.
Tambien tiene su miga la historia de cómo el cafe se introdujo en Europa y llegó a ser un lujo codiciado y un vicio ineludible. Puedes leer aquí http://www.redcafe.org/musicadelcafe.htm
ResponderEliminarque Bach escribió una Cantata del Café burlandose de la afición de las damas de su época por el café, que estaba tan mal visto como cuando empezaron a fumar.
Si algunas veces lamento no haber conocido el mundo hace unos siglos, cuando estaba menos contaminado y estropeado, rapidamente me consuelo pensando en que hace siglos no hubiera conocido el tomate, la tortilla de patata o el cafe. Así que vaya lo uno por lo otro.
Escohotado está bien, Miroslav, pero -sin comparaciones odiosas que valgan- nada como El dioscorides renovado del represaliado botanico don Pio Font i Quer
ResponderEliminarde acuerdo con lansky, dioscorides sigue siendo lo mejor por completo
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