Más de dieciocho años ya desde la aventura del tren a Munster; olvidarla no, pero sí arrinconarla, amordazarla, desactivar las pesadillas. Pero el pasado se empeña en cobrar deudas atrasadas, parece. A la vuelta del viaje veraniego me esperaba en el buzón de mi domicilio un sobre grande y abultado; sin remitente, franqueado desde Berlín. Dentro un periódico doblado, el General-Anzeiger de Magdeburgo; nada más. No entiendo el alemán, pero me fue obvio que ese envío significaba algo muy concreto. Desdoblé el grueso ejemplar (era del 28 de julio) sobre la mesa de la cocina y, muy despacio, fui pasando una a una sus páginas. Si el pequeño recuadro de una de las últimas hojas no hubiese estado remarcado con rotulador rojo lo habría pasado por alto. Pero ahí estaba, me bastaban poco más de dos o tres palabras para saber lo que significaba y también para confirmar la intuición primera de quién me hacía este envío. Un nombre propio, Erwin Hirsch, y un participio, gestorben ... ¿para qué quería más detalles? Así que adios Hirsch, dieciocho años después de haber irrumpido en mi vida; aunque, en realidad, sin que yo lo supiese, había estado desde antes. ¿Que ya había salido definitivamente de ella? ¿Era eso lo que me decía Rosa enviándome el periódico alemán? Pero, ¿qué significaba la noticia ahora, tanto tiempo después?
Para contar la historia hay que remontarme muchos años antes de la jornada del tren, muchos años antes incluso de mi nacimiento. Si los comienzos existen, uno bueno sería a finales de los veinte: un chico joven deja a su familia de Aquisgrán y se desplaza a Berlín, la capital de la república de Weimar. Se llama Walther y es el hijo único de una familia judía de Aachen, aunque ser judío no era para él una nota definitoria. Los padres del muchacho, profesionales de clase media acomodada, eran agnósticos, se consideraban alemanes y defendían calurosamente las tesis asimilacionistas de Rathenau, amigo personal de la familia y en honor al cual había recibido Walther su nombre.
El día que asesinaron a Rathenau marcó, para Walther, el fin de su inocencia. 24 de junio temprano por la mañana, el ministro atraviesa el parque Grunewald en su descapotable, en una curva de la Koenigsalle está apostado un coche con tres hombres, dos de ellos, oficiales de marina integrados en la tenebrosa Organización Consul y tiradores experimentados. El coche de Rathenau pasa, el otro le sigue y pocos metros inicia el adelantamiento; entonces disparos de pistolas automáticas y dos granadas de mano arrojadas al interior del vehículo. El ministro, pese a todo, logra abrir la portezuela e intenta escapar a pie; es rematado sobre el asfalto. En pocas horas toda Alemania conoce la noticia y Walther, con doce años, por primera y única vez en su vida, ve llorar a su padre.
Tres días después, el funeral: solemne, de estado, las más altas personalidades de la Alemania republicana en el Reichstag (allí estuvo Einstein), oración emocionada del presidente Ebert, traslado del cuerpo en coches a toda velocidad (miedo a más atentados) hasta el pequeño cementerio suburbano de la AEG, huelga de veinticuatro horas ... Walther y su padre fueron a Berlín; ambos caminaron juntos en la gran marcha (dijeron que hasta un millón de personas), codo a codo con obreros compungidos. Inmerso en la multitud, el chaval, que no sabía nada de fábricas ni de revoluciones, sintió la lucha de los proletarios como propia. A partir de ahí, el progresivo distanciamiento de los padres: no podía admitirles que sus reacciones a los tempestuosos meses que siguieron fueran de recogimiento, de retorno a los ambientes judíos que al muchacho se le antojaban ajenos. Walther está en el instituto, soportando una rutina gris y ansiando, cada año más impacientemente, escapar de la aburrida Aachen, ir a Berlín, ingresar en el KPD y trabajar a las ordenes de Thälmann por la revolución y contra el fascismo.
A mediados del 28, Walther encuentra la excusa necesaria para justificar su emancipación. Un medio primo con aspiraciones literarias que lleva ya unos meses en la capital prusiana le habla de un puesto vacante en la redacción de uno de los más importantes periódicos berlineses; si lo quiere es suyo. Se trataba del Berliner Lokal-Anzeiger, un viejo periódico conservador recientemente adquirido por el magnate Alfred Hugenberg, monárquico y nacionalista, que tan destacado papel jugaría, pocos años después, en la toma del poder por los nazis. Pero todo eso no lo sabían en la periférica Aachen y, además, el chico habría firmado con el diablo a cambio de poder vivir por su cuenta. Llegado a Berlín e instalado provisionalmente en el minúsculo apartamento de su medio primo Mathias, Walther tardó pocos días en descubrir dónde se había metido.
Mathias trabajaba en la redacción local del periódico y los primeros días se lo llevó con él en calidad de aprendiz. Una de las primeras salidas fue a entrevistar a un jefecillo del Partido Popular Nacional (DNVP), furibundo anticomunista, antirepúblicano y antisemita, cuyo lenguaje soez y brutal golpeó violentamente al recién llegado. Luego, cuando Mathias le pidió ayuda en la redacción, mostrándole un texto descaradamente laudatorio hacia las odiosas opiniones de ese canalla, comprendió que tal era la línea editorial de su nueva empresa, no en vano el dueño del periódico era el más importante capitoste de ese partido. Pero no acabaron ahí los descubrimientos desagradables. Sólo dos días más tarde, su primo le hizo saber que disfrutaba de su puesto gracias a su amistad íntima con el responsable de sección, cuyos apetitos satisfacía. El caso es que ese hombre, un viejo de más de cuarenta, bajo, calvo y barrigudo, quería que Walther los acompañase en una próxima velada. Iremos a cenar y luego a un hotel de la Fiedrichstrasse, no has de hacer nada demasiado humillante, se trata sólo de ser cariñoso, nos vendrá bien a ambos.
Walther no contestó a su primo; dejó la redacción del Berliner Lokal-Anzeiger y pasó casi toda la tarde caminando por las calles del centro. Sabía que tenía que dejar a su primo, que no podía seguir viviendo con él ni, por supuesto, trabajando para ese periódico fascista; pero no sabía qué podía hacer, solo en la gran ciudad prusiana. Estaba ya anocheciendo y se encontró en un barrio que desconocía, calles sucias, edificios oscuros y mal conservados. De pronto, en uno de esos portales vio una pequeña placa: Die Rote Fahne (La Bandera Roja); el periódico oficial de la famosa organización comunista que combatía valerosamente a los extremistas de derechas. Cuantas veces había fantaseado en Aachen con luchar junto a ellos, con escribir en esas páginas. Ahí estaba el chaval, sin saber qué hacer, emocionado y asustado a la vez, quieto en la penumbra del umbral. Sin previo aviso, un hombre salió del interior del inmueble y chocó contra Walther, ambos al suelo, se levantan, se miran, qué haces aquí, ¿trabajas aquí? Sí, ahí trabajaba ese joven de veinte años, poco mayor que Walther y, sin embargo, cuánto más seguro, más hombre. Se llamaba Erich Mielke y habría de ser la persona más importante en la vida del joven judío de Aquisgrán.
Yo conocería a ese hombre por las fechas del tren a Munster. Para entonces era un anciano de más de ochenta con una larga y muy conocida historia a sus espaldas de la que yo, ignorante, nada sabía.
Para contar la historia hay que remontarme muchos años antes de la jornada del tren, muchos años antes incluso de mi nacimiento. Si los comienzos existen, uno bueno sería a finales de los veinte: un chico joven deja a su familia de Aquisgrán y se desplaza a Berlín, la capital de la república de Weimar. Se llama Walther y es el hijo único de una familia judía de Aachen, aunque ser judío no era para él una nota definitoria. Los padres del muchacho, profesionales de clase media acomodada, eran agnósticos, se consideraban alemanes y defendían calurosamente las tesis asimilacionistas de Rathenau, amigo personal de la familia y en honor al cual había recibido Walther su nombre.
El día que asesinaron a Rathenau marcó, para Walther, el fin de su inocencia. 24 de junio temprano por la mañana, el ministro atraviesa el parque Grunewald en su descapotable, en una curva de la Koenigsalle está apostado un coche con tres hombres, dos de ellos, oficiales de marina integrados en la tenebrosa Organización Consul y tiradores experimentados. El coche de Rathenau pasa, el otro le sigue y pocos metros inicia el adelantamiento; entonces disparos de pistolas automáticas y dos granadas de mano arrojadas al interior del vehículo. El ministro, pese a todo, logra abrir la portezuela e intenta escapar a pie; es rematado sobre el asfalto. En pocas horas toda Alemania conoce la noticia y Walther, con doce años, por primera y única vez en su vida, ve llorar a su padre.
Tres días después, el funeral: solemne, de estado, las más altas personalidades de la Alemania republicana en el Reichstag (allí estuvo Einstein), oración emocionada del presidente Ebert, traslado del cuerpo en coches a toda velocidad (miedo a más atentados) hasta el pequeño cementerio suburbano de la AEG, huelga de veinticuatro horas ... Walther y su padre fueron a Berlín; ambos caminaron juntos en la gran marcha (dijeron que hasta un millón de personas), codo a codo con obreros compungidos. Inmerso en la multitud, el chaval, que no sabía nada de fábricas ni de revoluciones, sintió la lucha de los proletarios como propia. A partir de ahí, el progresivo distanciamiento de los padres: no podía admitirles que sus reacciones a los tempestuosos meses que siguieron fueran de recogimiento, de retorno a los ambientes judíos que al muchacho se le antojaban ajenos. Walther está en el instituto, soportando una rutina gris y ansiando, cada año más impacientemente, escapar de la aburrida Aachen, ir a Berlín, ingresar en el KPD y trabajar a las ordenes de Thälmann por la revolución y contra el fascismo.
A mediados del 28, Walther encuentra la excusa necesaria para justificar su emancipación. Un medio primo con aspiraciones literarias que lleva ya unos meses en la capital prusiana le habla de un puesto vacante en la redacción de uno de los más importantes periódicos berlineses; si lo quiere es suyo. Se trataba del Berliner Lokal-Anzeiger, un viejo periódico conservador recientemente adquirido por el magnate Alfred Hugenberg, monárquico y nacionalista, que tan destacado papel jugaría, pocos años después, en la toma del poder por los nazis. Pero todo eso no lo sabían en la periférica Aachen y, además, el chico habría firmado con el diablo a cambio de poder vivir por su cuenta. Llegado a Berlín e instalado provisionalmente en el minúsculo apartamento de su medio primo Mathias, Walther tardó pocos días en descubrir dónde se había metido.
Mathias trabajaba en la redacción local del periódico y los primeros días se lo llevó con él en calidad de aprendiz. Una de las primeras salidas fue a entrevistar a un jefecillo del Partido Popular Nacional (DNVP), furibundo anticomunista, antirepúblicano y antisemita, cuyo lenguaje soez y brutal golpeó violentamente al recién llegado. Luego, cuando Mathias le pidió ayuda en la redacción, mostrándole un texto descaradamente laudatorio hacia las odiosas opiniones de ese canalla, comprendió que tal era la línea editorial de su nueva empresa, no en vano el dueño del periódico era el más importante capitoste de ese partido. Pero no acabaron ahí los descubrimientos desagradables. Sólo dos días más tarde, su primo le hizo saber que disfrutaba de su puesto gracias a su amistad íntima con el responsable de sección, cuyos apetitos satisfacía. El caso es que ese hombre, un viejo de más de cuarenta, bajo, calvo y barrigudo, quería que Walther los acompañase en una próxima velada. Iremos a cenar y luego a un hotel de la Fiedrichstrasse, no has de hacer nada demasiado humillante, se trata sólo de ser cariñoso, nos vendrá bien a ambos.
Walther no contestó a su primo; dejó la redacción del Berliner Lokal-Anzeiger y pasó casi toda la tarde caminando por las calles del centro. Sabía que tenía que dejar a su primo, que no podía seguir viviendo con él ni, por supuesto, trabajando para ese periódico fascista; pero no sabía qué podía hacer, solo en la gran ciudad prusiana. Estaba ya anocheciendo y se encontró en un barrio que desconocía, calles sucias, edificios oscuros y mal conservados. De pronto, en uno de esos portales vio una pequeña placa: Die Rote Fahne (La Bandera Roja); el periódico oficial de la famosa organización comunista que combatía valerosamente a los extremistas de derechas. Cuantas veces había fantaseado en Aachen con luchar junto a ellos, con escribir en esas páginas. Ahí estaba el chaval, sin saber qué hacer, emocionado y asustado a la vez, quieto en la penumbra del umbral. Sin previo aviso, un hombre salió del interior del inmueble y chocó contra Walther, ambos al suelo, se levantan, se miran, qué haces aquí, ¿trabajas aquí? Sí, ahí trabajaba ese joven de veinte años, poco mayor que Walther y, sin embargo, cuánto más seguro, más hombre. Se llamaba Erich Mielke y habría de ser la persona más importante en la vida del joven judío de Aquisgrán.
Yo conocería a ese hombre por las fechas del tren a Munster. Para entonces era un anciano de más de ochenta con una larga y muy conocida historia a sus espaldas de la que yo, ignorante, nada sabía.
En mitad de la noche, un ladrón se acerca a tientas a un kiosco. Una palanca y una linterna le bastan para su fechoría. El reparto de la madrugada se presenta sorpresivamente... Una publicidad imprevista para el B.L.A., Berliner Lokal-Anzeiger, el periódico berlinés que informa a sus lectores en tiempo real. Corto animado de 1920, que hace un guiño a un hecho no muy lejano: durante la revolución espartaquista de 1918, los militantes ocupan los locales del periódico. La edición en prensa es requisada, los militantes sólo pueden cambiar la primera plana y el título de la publicación, a la que llaman La Bandera Roja (Die Rote Fahne). Fuente: Europa Film Treasures.
CATEGORÍA: Ficciones
Fascinante...
ResponderEliminarCuidado hay viajes que no tienen destino, volver al pasado, a veces, sólo nos trae nostalgia, auque recordar a la gente que pasó por nuestras vidas, lo aprendido, siempre debe formar parte de nuestro presente pero viajando a un destno que aunque desconocido... llegará.
ResponderEliminarSi Mielke dirigió la Stasi, como afirma wikipedia, entonces sí que hemos sacado algo en claro: esta es una historia de espías. Cada vez tiene más de Hitchcock :-)
ResponderEliminarEse corto animado está genial. (La historia que relatas también). :)
ResponderEliminarUisssss, cuánto has escrito en mi ausencia..... me tengo que poner al día.
ResponderEliminarTe dejo este saludito sólo para agradecerte el interés y el apoyo. Estoy bien, YA estoy bien, y lo que me queda...
Un beso mú fuerte.
Lo prometido es deuda, la nueva dirección de mi casa:
ResponderEliminarhttp://wendeling.comogatopanzaarriba.es/
Y ahora me dispongo a empacharme de tus escritos, que los pillo con ganas.
Besos de una maia.