La carta, el primero en leerla, fue Viktor Brack, otro más de los muchos bávaros que llenaban la Reichskanzlei. Este Brack, por entonces, estaría en la mitad de la treintena y llevaba ya tres años en Berlín, adonde había llegado directamente desde Munich. Se decía que era un hombre de Himmler, que había sido su chofer y que el propio jefe de las SS lo había colocado en la oficina de Bouhler, para estar siempre enterado de lo que tramaba el responsable de la cancillería del Führer. Yo, claro, no puedo asegurar la veracidad de esos chismes; pero sí notaba ciertos recelos entre Brack y Bouhler, y también entre éste y el Reichsführer-SS cuando se dejaba ver por la Cancillería. Y eso que los tres eran paisanos, pero los meridionales, pienso yo, gustan demasiado de las intrigas; o será que, como auténtica alemana de Prusia, no soy capaz de entenderlos.
En la oficina nos ocupábamos de leer, analizar y contestar toda la correspondencia que dirigían al Führer desde cualquier parte del Reich. Montones de cartas y, por supuesto, quienes las abríamos y hacíamos la primera selección éramos administrativos sin rango ninguno. Teníamos instrucciones precisas sobre el método a seguir, todo estaba bien organizado. La mayoría de los escritos, peticiones casi siempre, se respondían con fórmulas predefinidas y se pasaban para que los firmadores estampasen rúbricas idénticas a las de Hitler. Sólo un porcentaje minoritario se hacían llegar a los jefes. Así que no he sido del todo precisa; alguien la leyó antes de Brack y luego se la remitió. Pero me refería a que fue el Obersturmbannfuehrer (teniente coronel) el primero con rango que leyó la petición de Kretschmar.
Creo que era hacia mediados de marzo del 39, pero no podría asegurar la fecha exacta. Desde luego, ya estábamos en la nueva cancillería, el grandioso complejo de edificios que Speer había edificado en menos de un año. Cuentan que Hitler había quedado encantado con la obra de su arquitecto. Por fin quienes nos visiten sentirán la grandeza del Reich, les embargará el temor y reverencia que Alemania merece; algo así me contaron que exclamó. Sin duda, al Führer no le bastaba la que había sido residencia del gran Bismarck; en fin, un austriaco, si no entiendo a los bávaros ... Aunque he de reconocer que el espacio disponible se nos multiplicó y nuestras condiciones de trabajo mejoraron, sin duda.
Pero me desvío; de lo que me acuerdo es de que Brack me llamó a su despacho. No me gustaba Brack, ni físicamente ni por sus maneras algo viscosas; por eso me sentía incómoda cuando me ordenaba, como aquel día, tomar sus dictados. Estaba nervioso, de eso me di cuenta enseguida. En cuanto entré vino hacia mí y sujetándome por los hombros me llevó hasta su mesa; luego asomó la cara hacia el exterior y cerró la puerta. Elli, me dijo (odiaba que me llamase así, que se tomase esa familiaridad conmigo), lo que voy a dictarte es absolutamente secreto; nadie debe saberlo, ni siquiera el SS-Obergruppenführer Bouhler. Sé que puedo confiar en ti, añadió al tiempo que me acariciaba tímidamente la mejilla. Claro, Herr Brack, contesté; sabía que le molestaba que no le otorgase su rango en las SS y por eso lo hacía; al fin y al cabo, yo era personal civil, no tenía por qué saberme toda esa parafernalia de galones absurdos. Pero es verdad que le sonreí y hasta puede que le animara a creer que me gustaba; había que ser muy tonta para no darse cuenta de que se avecinaban malos tiempos y convenía tener asideros.
Bueno, empezó a dictarme una nota para el mismísimo Himmler. Me pidió que la mecanografiara directamente, pero aunque hubiese habido borrador taquigráfico, no lo conservaría; de esa oficina teníamos prohibido sacar cualquier papel. Pero me acuerdo del tenor general del texto. Le contaba al Reichsführer-SS que en un pueblecito sajón cercano a Leipzig había nacido un niño monstruosamente deforme y retrasado mental, y que su padre escribía a Hitler para que autorizase su muerte. Añadía que ésta podía ser la oportunidad para convencer al Führer de dar un impulso decidido a la Gnadentod en los términos en que habían discutido ese verano pasado en Munich. Acababa remarcando la importancia de que Bouhler no se enterase para que no les dejase a ellos sin el mérito que les correspondía. Yo claro que entendí lo que significaba Gnadentod: muerte compasiva. Sospeché también, cómo no, que Brack y Himmler querían aprovechar el ruego del desgraciado granjero sajón para legalizar la eutanasia en casos similares. Esas ideas eran bastante comunes entre los jerarcas del Partido y, por otra parte, tal como se expresaban en esos tiempos yo misma las compartía; había que carecer de humanidad para negar un final compasivo a criaturas como ese bebé. Quiero decir que no me podía imaginar entonces que ese Gerhard iba a ser el primero de tantos más, ni en lo que iría degenerando todo aquello.
En la oficina nos ocupábamos de leer, analizar y contestar toda la correspondencia que dirigían al Führer desde cualquier parte del Reich. Montones de cartas y, por supuesto, quienes las abríamos y hacíamos la primera selección éramos administrativos sin rango ninguno. Teníamos instrucciones precisas sobre el método a seguir, todo estaba bien organizado. La mayoría de los escritos, peticiones casi siempre, se respondían con fórmulas predefinidas y se pasaban para que los firmadores estampasen rúbricas idénticas a las de Hitler. Sólo un porcentaje minoritario se hacían llegar a los jefes. Así que no he sido del todo precisa; alguien la leyó antes de Brack y luego se la remitió. Pero me refería a que fue el Obersturmbannfuehrer (teniente coronel) el primero con rango que leyó la petición de Kretschmar.
Creo que era hacia mediados de marzo del 39, pero no podría asegurar la fecha exacta. Desde luego, ya estábamos en la nueva cancillería, el grandioso complejo de edificios que Speer había edificado en menos de un año. Cuentan que Hitler había quedado encantado con la obra de su arquitecto. Por fin quienes nos visiten sentirán la grandeza del Reich, les embargará el temor y reverencia que Alemania merece; algo así me contaron que exclamó. Sin duda, al Führer no le bastaba la que había sido residencia del gran Bismarck; en fin, un austriaco, si no entiendo a los bávaros ... Aunque he de reconocer que el espacio disponible se nos multiplicó y nuestras condiciones de trabajo mejoraron, sin duda.
Pero me desvío; de lo que me acuerdo es de que Brack me llamó a su despacho. No me gustaba Brack, ni físicamente ni por sus maneras algo viscosas; por eso me sentía incómoda cuando me ordenaba, como aquel día, tomar sus dictados. Estaba nervioso, de eso me di cuenta enseguida. En cuanto entré vino hacia mí y sujetándome por los hombros me llevó hasta su mesa; luego asomó la cara hacia el exterior y cerró la puerta. Elli, me dijo (odiaba que me llamase así, que se tomase esa familiaridad conmigo), lo que voy a dictarte es absolutamente secreto; nadie debe saberlo, ni siquiera el SS-Obergruppenführer Bouhler. Sé que puedo confiar en ti, añadió al tiempo que me acariciaba tímidamente la mejilla. Claro, Herr Brack, contesté; sabía que le molestaba que no le otorgase su rango en las SS y por eso lo hacía; al fin y al cabo, yo era personal civil, no tenía por qué saberme toda esa parafernalia de galones absurdos. Pero es verdad que le sonreí y hasta puede que le animara a creer que me gustaba; había que ser muy tonta para no darse cuenta de que se avecinaban malos tiempos y convenía tener asideros.
Bueno, empezó a dictarme una nota para el mismísimo Himmler. Me pidió que la mecanografiara directamente, pero aunque hubiese habido borrador taquigráfico, no lo conservaría; de esa oficina teníamos prohibido sacar cualquier papel. Pero me acuerdo del tenor general del texto. Le contaba al Reichsführer-SS que en un pueblecito sajón cercano a Leipzig había nacido un niño monstruosamente deforme y retrasado mental, y que su padre escribía a Hitler para que autorizase su muerte. Añadía que ésta podía ser la oportunidad para convencer al Führer de dar un impulso decidido a la Gnadentod en los términos en que habían discutido ese verano pasado en Munich. Acababa remarcando la importancia de que Bouhler no se enterase para que no les dejase a ellos sin el mérito que les correspondía. Yo claro que entendí lo que significaba Gnadentod: muerte compasiva. Sospeché también, cómo no, que Brack y Himmler querían aprovechar el ruego del desgraciado granjero sajón para legalizar la eutanasia en casos similares. Esas ideas eran bastante comunes entre los jerarcas del Partido y, por otra parte, tal como se expresaban en esos tiempos yo misma las compartía; había que carecer de humanidad para negar un final compasivo a criaturas como ese bebé. Quiero decir que no me podía imaginar entonces que ese Gerhard iba a ser el primero de tantos más, ni en lo que iría degenerando todo aquello.
CATEGORÍA: Personas y personajes
Un tema de absoluta actualidad y en el marco de la Alemania nazi. Tela marinera, Miroslav, siempre nos tienes en un ay.
ResponderEliminarUn beso
¡Ay!
ResponderEliminarBesos
La entrada es conmovedora, pero la música es desgarradora. Cuando oigo estos lieder de Mahler se me saltan las lágrimas. Dicen que su mujer, Alma, sintió que atentaba contra la vida de sus propias hijas. Me permito transcribir la letra de uno de los poemas de Rückert: "Wenn dein Mütterlein":
ResponderEliminarCuando tu madre
entra por la puerta
y me doy la vuelta
para verla,
mi mirada no se posa
primero en su rostro
sino en el lugar junto
al umbral;
ahí, donde estaría
tu adorado rostro,
donde tú entrarías
con gran alegría,
como solías, mi pequeña hijita.
¿Puede haber algo más triste que un niño muerto? Mi más sincera enhorabuena por la entrada, y disculpa la extensión del mensaje.
Me dejaste deseando más... Un beso.
ResponderEliminar