El domingo pasado, Lina me dijo que ya venía, que corriera a la aldea a avisar a Frau Blucher, la comadrona. Pomssen, doctor, apenas es un caserío y aunque nuestra casa queda a las afueras, en la carretera de Leizpig, no tardaría ni diez minutos en llegar al centro, a la casa de los Blucher en la Hauptstrasse. Otros diez minutos tardaría Anna en acarrear sus hierbas e instrumentos y lo mismo, algún minuto más quizá, en estar de vuelta. Lina no contestó a mi grito al abrir la puerta y sentí que una garra me aferraba las tripas, supe que algo iba mal. Subí corriendo las escaleras y me la encontré caída sobre el suelo del dormitorio, inconsciente y con una mancha oscura entre las piernas.
Anna Blucher entró tras de mí. Sacó unas hierbas de su bolso y se agachó junto a Lina, poniéndoselas bajo la nariz a la vez que le apretaba dos dedos en la base del cuello. Mi mujer gimió débilmente mientras abría los ojos asustada. Entre los dos la levantamos y la depositamos en la cama. La matrona me pidió que trajera un barreño con agua caliente. Cuando salía de la habitación, un aullido de Lina me heló la sangre. Fuera, me gritó Frau Blucher, y en su voz creí notar miedo.
El niño tardó casi toda la noche en salir, doctor. Esperábamos a Gerhard y fue este ser el que apareció. Lina, al verlo, gritó un sollozo animal, una especie de aullido de loba agónica. No lo quiso recibir y la comadrona lo puso en la pequeña cuna que yo mismo había fabricado. Allí empezaron las convulsiones, ese cuerpito informe sin piernas y con un solo brazo botando sobre el colchoncito, de la boca torcida babas y un angustiante balbuceo, los ojos sin mirada, con ese velo azul grisáceo; enseguida me di cuenta de que era ciego.
Ya era de día; pedí a Anna que avisara al médico del pueblo. Mientras esperaba, permanecí junto a Lina, que parecía haber enloquecido. Tan pronto se desvanecía en un sueño agitado como despertaba gritando. A veces se ponía a llorar y me pedía que la abrazase; otras gemía o me insultaba, golpeándome el pecho con sus pequeños puños. Por fin, tras un rato que se me hizo eterno, apareció Hans, el médico, un joven de Renania que lleva sólo unos meses entre nosotros. Lo primero que hizo fue inyectar un calmante a Lina; creo que también él se asustó al ver sus ojos de loca. Luego miró a Gerhard, al que debería haber sido Gerhard, y no pudo evitar que se les escapara, entre dientes, un Dios mío. El bebé seguía con sus convulsiones. Algo le pinchó también a él y enseguida ese cuerpecito quedó calmo y los inquietantes ojos ciegos se cerraron.
Hans me dijo que este niño probablemente no vivirá mucho. Me habló de anomalías genéticas, azares de la naturaleza que no son culpa de nadie. También me dijo que casi con toda seguridad el cerebro de este ser está dañado. Le pedí a Hans que aumentara la dosis de lo que le hubiera inyectado, que hiciera que el que tenía que haber sido mi hijo volviera a la nada de la que ha venido, que encontrara la paz y también nos la diese a nosotros. Pero Hans no quiso; es ilegal, me contestó. Y me dijo que lo trajese aquí, a esta clínica pediátrica, que hablase con usted, doctor Catel.
Ya ha visto al niño, doctor. Lleva dos días aquí, en Leizpig, y ya conocen a fondo su verdadera naturaleza. Sé que es un ser vivo, pero tiene que admitirme que esa no es una vida digna de ser vivida. Tiene que estar de acuerdo conmigo en que lo más humano, lo más compasivo es poner fin a los sufrimientos de ese cuerpo, tenga o no alma. Mi mujer sigue en cama, recuperando lentamente la cordura; pero no me atrevo a volver con Gerhard, temo que si lo vuelve a ver se abandone al desespero. Necesito que nos ayuden, doctor. Tenga piedad.
Anna Blucher entró tras de mí. Sacó unas hierbas de su bolso y se agachó junto a Lina, poniéndoselas bajo la nariz a la vez que le apretaba dos dedos en la base del cuello. Mi mujer gimió débilmente mientras abría los ojos asustada. Entre los dos la levantamos y la depositamos en la cama. La matrona me pidió que trajera un barreño con agua caliente. Cuando salía de la habitación, un aullido de Lina me heló la sangre. Fuera, me gritó Frau Blucher, y en su voz creí notar miedo.
El niño tardó casi toda la noche en salir, doctor. Esperábamos a Gerhard y fue este ser el que apareció. Lina, al verlo, gritó un sollozo animal, una especie de aullido de loba agónica. No lo quiso recibir y la comadrona lo puso en la pequeña cuna que yo mismo había fabricado. Allí empezaron las convulsiones, ese cuerpito informe sin piernas y con un solo brazo botando sobre el colchoncito, de la boca torcida babas y un angustiante balbuceo, los ojos sin mirada, con ese velo azul grisáceo; enseguida me di cuenta de que era ciego.
Ya era de día; pedí a Anna que avisara al médico del pueblo. Mientras esperaba, permanecí junto a Lina, que parecía haber enloquecido. Tan pronto se desvanecía en un sueño agitado como despertaba gritando. A veces se ponía a llorar y me pedía que la abrazase; otras gemía o me insultaba, golpeándome el pecho con sus pequeños puños. Por fin, tras un rato que se me hizo eterno, apareció Hans, el médico, un joven de Renania que lleva sólo unos meses entre nosotros. Lo primero que hizo fue inyectar un calmante a Lina; creo que también él se asustó al ver sus ojos de loca. Luego miró a Gerhard, al que debería haber sido Gerhard, y no pudo evitar que se les escapara, entre dientes, un Dios mío. El bebé seguía con sus convulsiones. Algo le pinchó también a él y enseguida ese cuerpecito quedó calmo y los inquietantes ojos ciegos se cerraron.
Hans me dijo que este niño probablemente no vivirá mucho. Me habló de anomalías genéticas, azares de la naturaleza que no son culpa de nadie. También me dijo que casi con toda seguridad el cerebro de este ser está dañado. Le pedí a Hans que aumentara la dosis de lo que le hubiera inyectado, que hiciera que el que tenía que haber sido mi hijo volviera a la nada de la que ha venido, que encontrara la paz y también nos la diese a nosotros. Pero Hans no quiso; es ilegal, me contestó. Y me dijo que lo trajese aquí, a esta clínica pediátrica, que hablase con usted, doctor Catel.
Ya ha visto al niño, doctor. Lleva dos días aquí, en Leizpig, y ya conocen a fondo su verdadera naturaleza. Sé que es un ser vivo, pero tiene que admitirme que esa no es una vida digna de ser vivida. Tiene que estar de acuerdo conmigo en que lo más humano, lo más compasivo es poner fin a los sufrimientos de ese cuerpo, tenga o no alma. Mi mujer sigue en cama, recuperando lentamente la cordura; pero no me atrevo a volver con Gerhard, temo que si lo vuelve a ver se abandone al desespero. Necesito que nos ayuden, doctor. Tenga piedad.
CATEGORÍA: Personas y personajes
Buen relato.
ResponderEliminarCuando los médicos tienen compasión, los que no la tienen son los políticos, como el caso Lamela de la Comunidad de Madrid y los gerontólogos de Leganés. O esa pobre muchacha italiana, rehen de los Berlusconi y los ratzinger de turno.
Una historia para echarse a temblar.
ResponderEliminarNo sé si soy injusta, pero no se si la compasión tiene mucho que ver con la medicina, en todos los casos... Desde luego, no tiene que ver con la Iglesia.
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