Conocí a Lula hace algo más de tres años. Una mujer bella, inteligente, divertida y muy tierna. Además era excepcional haciendo el amor, rebosaba energía sexual que me prodigaba con generosidad extraordinaria. A mis cuarenta y muchos estaba descubriendo las increíbles potencialidades del sexo, abriéndome puertas mágicas a extremos de placer que no había imaginado que podían experimentarse en este mundo. Fue así desde la primera vez; tanto que, emocionado, no pude evitar derramarme en un llanto de alegría infinita. Y desde entonces, repeticiones siempre diversas, éxtasis gozosos y la seguridad progresivamente afianzada en mi ánimo de que nunca podría encontrar a alguien tan maravilloso, de que jamás nadie podría darme tantas y tan inmensas dosis de felicidad.
Lula vivía en su casa y yo en la mía; cada una en una ciudad distinta, aunque lo suficientemente cercanas para que pudiésemos visitarnos con facilidad. Poco a poco, sus estancias en mi domicilio fueron haciéndose más frecuentes y empezamos a asumir una cierta cotidianeidad de fines de semana y festivos. En forma de regalos cariñosos aparecían nuevos objetos decorativos y, sin casi darme cuenta, la desaliñada casa de un hombre solo iba adquiriendo otro aire, sin duda más acogedor, más hogareño. Pasaban los meses y Lula seguía siendo una mujer bella, inteligente, divertida y muy tierna, pero yo notaba que, muy sutilmente, sin que pudiera aducir pruebas concretas, su actitud hacia mí iba cambiando. No sé, quizá comenzó a aburrirse con mis conversaciones, dejaron de interesarle mis asuntos, ya no le gustaba tanto. Seguía regalándome sus deliciosas caricias y fantásticas sesiones de sexo, pero cada vez más espaciadamente. De algún modo me dio por intuir que su motivación era más hacerme un favor que dar rienda a su propia libido. Pero, claro, ni se me ocurría quejarme.
Hará unos tres meses, sin que yo fuera entonces consciente de ello, empezó el proceso que ya ha culminado. Mi casa tiene una terraza, una terraza en la que no hay nada, salvo el motor del sistema de aire acondicionado. Alguna vez, como de pasada, Lula me había dicho que sería bonito convertir ese espacio en un jardín, y yo, sin prestarle mucha atención, le daba respuestas evasivas: nunca me han interesado demasiado las plantas. Una tarde, ya ni me acuerdo el motivo, tuvimos una discusión. Ella se retiró dolida y me sentí culpable. Con mi torpeza habitual, traté de hacer las paces. Perdóname, le dije, asustado ante una mirada de odio que no había visto antes en sus ojos. Y entonces, no sé por qué, se me ocurrió sugerirle que debíamos poner en práctica su idea, que sería tan bonito convertir la desolada terraza en un jardín. Fueron palabras mágicas; nada más pronunciarlas, la resplandeciente sonrisa de Lula devolvió toda la belleza a su rostro y también disipó mis miedos. Incluso me abrazó y me dio un largo y libidinoso beso.
Los días siguientes los recuerdo como una vorágine de actividad jardinera. Lula venía casi todas las tardes con distintas plantas, macetas, tierras, abonos, líquidos, herramientas, celosías. En poco más de un par de semanas, la vieja y aburrida terraza era un vergel invadido por multitud de plantas (creo que había unas cuarenta en apenas dieciocho metros cuadrados). Instaló luego un sistema de riego por goteo y, en el escaso espacio que quedó libre, situó una tumbona y una mesita de plástico. A partir de entonces, prácticamente todos los días, aunque yo no estuviera en casa (hacía tiempo que tenía una llave), venía a ocuparse de sus labores de jardinería y, cuando descansaba de podas, exterminio de gusanos, controles del nivel de riego y de evoluciones botánicas, se echaba en la tumbona a fumar un cigarrillo y mirar extasiada el paisaje floral que estaba creando. En honor a la verdad he de reconocer que ciertamente era muy bello.
Yo estaba, por un lado, contento de verla tan feliz pero, por otro, me entristecía comprobar que cada vez era menos el tiempo que me dedicaba y que, incluso en los momentos de intimidad, mantenía su pensamiento puesto en las plantas (es sabido que las mujeres pueden hacer más de una cosa simultáneamente). En uno de nuestros últimos encuentros amorosos, por ejemplo, cuando ya estaba yo a punto de disolverme en un celestial torbellino de placer, se puso en marcha el riego a goteo y Lula sonrió y dijo, más para sí misma que para mí: justo a la hora programada. Naturalmente, me sentía mal, celoso, aunque suene ridículo el término, de las plantas. Pero ni por asomo se me hubiera ocurrido quejarme, para mí había mucho en juego.
El fin de semana pasado tuve que viajar. El avión salía muy temprano y Lula, que vive cerca del aeropuerto, me sugirió quedarme a dormir en su casa. Por la mañana, antes de irme, insistió en que me llevara sus llaves; así, cuando vuelvas, vienes directamente aquí y, si yo no estoy, entras y me esperas. El martes, cuando regresé, hice lo que me había propuesto. Lula no estaba en casa; supuse que no tardaría y me acomodé para esperarla. Pero pasaba el tiempo y no aparecía; la llamé al móvil y no contestaba. Empecé a preocuparme; nervioso, sin saber qué hacer, decidí ir a mi casa. Cuando metí la llave no pude abrir la puerta; Lula había cambiado la cerradura. Comprendí. Ni siquiera toqué el timbre. Di la vuelta y volví a mi nueva casa. Ahora sólo espero que venga pronto a visitarme.
Lula vivía en su casa y yo en la mía; cada una en una ciudad distinta, aunque lo suficientemente cercanas para que pudiésemos visitarnos con facilidad. Poco a poco, sus estancias en mi domicilio fueron haciéndose más frecuentes y empezamos a asumir una cierta cotidianeidad de fines de semana y festivos. En forma de regalos cariñosos aparecían nuevos objetos decorativos y, sin casi darme cuenta, la desaliñada casa de un hombre solo iba adquiriendo otro aire, sin duda más acogedor, más hogareño. Pasaban los meses y Lula seguía siendo una mujer bella, inteligente, divertida y muy tierna, pero yo notaba que, muy sutilmente, sin que pudiera aducir pruebas concretas, su actitud hacia mí iba cambiando. No sé, quizá comenzó a aburrirse con mis conversaciones, dejaron de interesarle mis asuntos, ya no le gustaba tanto. Seguía regalándome sus deliciosas caricias y fantásticas sesiones de sexo, pero cada vez más espaciadamente. De algún modo me dio por intuir que su motivación era más hacerme un favor que dar rienda a su propia libido. Pero, claro, ni se me ocurría quejarme.
Hará unos tres meses, sin que yo fuera entonces consciente de ello, empezó el proceso que ya ha culminado. Mi casa tiene una terraza, una terraza en la que no hay nada, salvo el motor del sistema de aire acondicionado. Alguna vez, como de pasada, Lula me había dicho que sería bonito convertir ese espacio en un jardín, y yo, sin prestarle mucha atención, le daba respuestas evasivas: nunca me han interesado demasiado las plantas. Una tarde, ya ni me acuerdo el motivo, tuvimos una discusión. Ella se retiró dolida y me sentí culpable. Con mi torpeza habitual, traté de hacer las paces. Perdóname, le dije, asustado ante una mirada de odio que no había visto antes en sus ojos. Y entonces, no sé por qué, se me ocurrió sugerirle que debíamos poner en práctica su idea, que sería tan bonito convertir la desolada terraza en un jardín. Fueron palabras mágicas; nada más pronunciarlas, la resplandeciente sonrisa de Lula devolvió toda la belleza a su rostro y también disipó mis miedos. Incluso me abrazó y me dio un largo y libidinoso beso.
Los días siguientes los recuerdo como una vorágine de actividad jardinera. Lula venía casi todas las tardes con distintas plantas, macetas, tierras, abonos, líquidos, herramientas, celosías. En poco más de un par de semanas, la vieja y aburrida terraza era un vergel invadido por multitud de plantas (creo que había unas cuarenta en apenas dieciocho metros cuadrados). Instaló luego un sistema de riego por goteo y, en el escaso espacio que quedó libre, situó una tumbona y una mesita de plástico. A partir de entonces, prácticamente todos los días, aunque yo no estuviera en casa (hacía tiempo que tenía una llave), venía a ocuparse de sus labores de jardinería y, cuando descansaba de podas, exterminio de gusanos, controles del nivel de riego y de evoluciones botánicas, se echaba en la tumbona a fumar un cigarrillo y mirar extasiada el paisaje floral que estaba creando. En honor a la verdad he de reconocer que ciertamente era muy bello.
Yo estaba, por un lado, contento de verla tan feliz pero, por otro, me entristecía comprobar que cada vez era menos el tiempo que me dedicaba y que, incluso en los momentos de intimidad, mantenía su pensamiento puesto en las plantas (es sabido que las mujeres pueden hacer más de una cosa simultáneamente). En uno de nuestros últimos encuentros amorosos, por ejemplo, cuando ya estaba yo a punto de disolverme en un celestial torbellino de placer, se puso en marcha el riego a goteo y Lula sonrió y dijo, más para sí misma que para mí: justo a la hora programada. Naturalmente, me sentía mal, celoso, aunque suene ridículo el término, de las plantas. Pero ni por asomo se me hubiera ocurrido quejarme, para mí había mucho en juego.
El fin de semana pasado tuve que viajar. El avión salía muy temprano y Lula, que vive cerca del aeropuerto, me sugirió quedarme a dormir en su casa. Por la mañana, antes de irme, insistió en que me llevara sus llaves; así, cuando vuelvas, vienes directamente aquí y, si yo no estoy, entras y me esperas. El martes, cuando regresé, hice lo que me había propuesto. Lula no estaba en casa; supuse que no tardaría y me acomodé para esperarla. Pero pasaba el tiempo y no aparecía; la llamé al móvil y no contestaba. Empecé a preocuparme; nervioso, sin saber qué hacer, decidí ir a mi casa. Cuando metí la llave no pude abrir la puerta; Lula había cambiado la cerradura. Comprendí. Ni siquiera toqué el timbre. Di la vuelta y volví a mi nueva casa. Ahora sólo espero que venga pronto a visitarme.
The Secret Life of Plants. Stevie Wonder
CATEGORÍA: Ficciones
Miroslav, dicen que la realidad supera la ficción. No sé... Pero si sé que en este caso tu ficción y tu manera de contarla son difíciles de superar...
ResponderEliminarA tus plantas (de los pies). ;)
Un beso.
Jajajaj !qué bueno! lo que más me gusta es la resignación, esa resignación tan explícita. Oye no te quejarás por lo menos te quedó una foto de la terraza.
ResponderEliminarJajajaja! Así que echó raíces en tu casa! Qué buena idea! Fíjate... Y yo que ando buscando un hombre con jardín...
ResponderEliminarUn besote
Esas cosas pasan, quizas no al punto de cambiarte la cerradura y de casa, pero al principio es un cepillo de dientes, mas adelante una remera por si hace frio...una crema de afeitar....la propuesta de ayuda a pintar un mueble... y cuando uno se descuida, la casa está tomada.
ResponderEliminarMuy bueno el relato!
saludos
Lo espeluznante de este relato es imaginar desde cuando tenía pensado el desenlace la tal Lula. Sería desde que vió por primera vez la terraza baldía y atisbo sus potencialidades?.
ResponderEliminarTitoBeno
(Miroslav, perdona este paréntesis para pedirte que cuando leas mi respuesta a tu último comentario en mi blog te percates de que en realidad hay dos respuestas y no una. Me sigo riendo sola.)
ResponderEliminar:)
Muy buena la historia y el relato!
ResponderEliminarVaya, habrá que tener cuidado con eso de llevar a alguien a casa :D
ResponderEliminarBesos
Qué jodío, me lo estaba creyendo tó a pies juntillas.
ResponderEliminarUn beso.
Ja, ja, yo también me lo estaba creyendo todo. ¡Suena tan real!
ResponderEliminarUn beso
y no es real?? :)
ResponderEliminarEs genial.
ResponderEliminarTambién yo estaba creyéndome la historia.
Un beso, te lo mereces
Me ha encantado este relato, sobre todo ese final...a mi tampoco me gustan demasiado las plantas, como mucho una macetita...Un abrazo.
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