Esta semana ha sido dura, muy dura. Los días muy largos: salir de casa a las ocho y regresar hacia las diez. Las noches, en cambio, cortas: pocas horas de sueño, apenas cuatro o cinco. El cuerpo se me va resintiendo, va acumulando cansancio y el cansancio, es inevitable, genera un cierto desánimo, se pierden las ganas de hacer lo que hay que hacer y, por tanto, se hace sin ganas, equivocándose, con poca eficacia.
Aun así, el cansancio grande, ese que supera ciertos límites habituales, trae sus compensaciones. Te abre la puerta a esos placeres supremos ligados a la morosidad, al retraso consciente del premio que, en este caso, es el sueño largo y reparador. Pensaba, a propósito de esto, que la intensificación de los placeres vinculados al cuerpo tiene mucho que ver con la gestión inteligente del previo estado sensorial no placentero. Y esa gestión inteligente pasa, a mi entender, por profundizar en la consciencia, en la sensibilidad, de la incomodidad corporal y, a partir de ahí, ir dosificando la transición hacia el abandono del goce que nos transforma. Dicho rápido y tajantemente: aprender a retardar, a controlar la ansiedad, a disfrutar del proceso sin correr hacia el resultado. Sí, por supuesto, el ejemplo obvio es el sexo.
Me vino el recuerdo de la mañana en que entregué las láminas finales de Proyectos de cuarto año. Calculo que sería por la primavera (limeña) de 1979, hace ya 30 años. Por esos tiempos la arquitectura era lo más importante, una pasión casi absorbente. Además, estaba inscrito en el Taller (cátedra, sería en España) del profesor más exigente de la Facultad y convivía con un grupo de amigos todos con la misma obsesión y animados en nuestros esfuerzos por una no del todo sana competitividad. No se trataba sólo de aprobar, sino de merecer notas altas, a ser posible la máxima, de obtener el reconocimiento de nuestras genialidades como diseñadores (qué idiotas éramos). Sólo vivíamos para la arquitectura, pasábamos todo el tiempo en una maravillosa casona de Barranco (la de la foto), en una de cuyas inmensas salas habíamos dispuesto nuestros tableros de dibujo (no existían los ordenadores) y un colchón en el que, cuando no aguantábamos más, nos tirábamos a dormir una o dos horas, el rato que tardaba en hacernos efecto la anfetamina que previamente ingeríamos (consumíamos, sí, demasiadas "pepas", tantas que al final, pese a la inconsciencia propia de la edad, llegué a asustarme). Así día tras día y, por supuesto, intensificando el esfuerzo a medida que se acercaba la fecha de la entrega. Ese último mes dudo que durmiera más de dos horas de media cada veinticuatro. Tenía veinte años, es verdad, pero aun así puede imaginarse el cansancio que llegué a acumular.
Pero volvamos a esa mañana de octubre o noviembre. Supongo que terminaría de rotular los nombres de las láminas, de rebordear los filos con cinta adhesiva, de protegerlas con cartulinas, y saldría de la Casona, arrancaría mi viejo escarabajo naranja de segunda mano y conduciría hasta los barracones de Miraflores en los que, por ese entonces, se situaba mi Facultad de Arquitectura. Y fui al Taller y ahí estaba el gordo, el exigente arquitecto del que todos ansiábamos el aprecio. No recuerdo los comentarios que hizo sobre mi proyecto (aunque sí que me puso, días después, buena nota), seguramente porque ya estaba en esa especie de borrachera alucinada a la que te lleva el excesivo cansancio. Tras la breve ceremonia de la entrega pensaba volver a mi casa y dormir catorce horas seguidas, pero me encontré con Meche, una morenita pizpireta, compañera del Taller, de la que andaba yo algo enamoriscado. Ella estaba igual que yo de agotada. Pese a ello, se me ocurrió proponerle que nos fuéramos a botarnos al Parque de El Olivar, a dejar pasar las horas.
El parque de El Olivar es uno de los más bellos, si no el más, de toda Lima. Está en el centro de San Isidro y tiene su origen en 1560 (Lima se fundó en 1935), a partir de la plantación de unos olivos traídos desde España por don Antonio de Rivera. Allí, al pie de uno de esos olivos, apoyadas las espaldas en un tronco rugoso, sintiendo el peso de las piernas sobre la hierba húmeda, Meche y yo pasamos cuatro o cinco horas en un estado de languidez atemporal. Nos sentíamos cansadísimos y, a la vez, disfrutábamos de sentir ese cansancio que ya no era una carga, que ya no era obligatorio. Sentíamos cómo cada parte del cuerpo hablaba su agotamiento y notábamos que era bueno que las dejáramos expresarlo, que les prestáramos atención, como si ahora, por fin, se hubieran merecido también ellas, cada una de ellas, una percepción mimosa, detallada. Y mientras percibíamos con singular intensidad nuestros cansancios, conversábamos erráticamente, sin demasiado sentido, porque nuestras voces, al cabo, eran sólo parte de ese clima de lasitud placentera, aceite que engrasaba el pasar de ese tiempo de gozo del cansancio, ese cansancio tan grande.
Recuerdo que estuve tentado de acariciarla; en ese abandono y somnolencia era lo que procedía. Pero no lo hice (timidez) y nunca llegó a haber nada entre nosotros. Y, sin embargo, estoy seguro de que habría sido maravilloso y, no digamos, si nos hubiésemos ido a mi casa y acostado juntos, dejando que entre caricias suaves el cansancio tan grande nos fuera sumergiendo en el sueño. Tendrían que pasar muchos años para que completara esos placeres. Para que, también agotado, pudiera tenderme en mi cama desnudo y las maravillosas manos de una mujer escucharan despacio, amorosamente, las voces de cada una de las partes de mi cuerpo. Para que me convenciera hasta lo más íntimo de que es mil veces preferible postergar el fin del agotamiento si de ello nace tanto placer, tanta intensidad sensitiva, tanta felicidad.
Aun así, el cansancio grande, ese que supera ciertos límites habituales, trae sus compensaciones. Te abre la puerta a esos placeres supremos ligados a la morosidad, al retraso consciente del premio que, en este caso, es el sueño largo y reparador. Pensaba, a propósito de esto, que la intensificación de los placeres vinculados al cuerpo tiene mucho que ver con la gestión inteligente del previo estado sensorial no placentero. Y esa gestión inteligente pasa, a mi entender, por profundizar en la consciencia, en la sensibilidad, de la incomodidad corporal y, a partir de ahí, ir dosificando la transición hacia el abandono del goce que nos transforma. Dicho rápido y tajantemente: aprender a retardar, a controlar la ansiedad, a disfrutar del proceso sin correr hacia el resultado. Sí, por supuesto, el ejemplo obvio es el sexo.
Me vino el recuerdo de la mañana en que entregué las láminas finales de Proyectos de cuarto año. Calculo que sería por la primavera (limeña) de 1979, hace ya 30 años. Por esos tiempos la arquitectura era lo más importante, una pasión casi absorbente. Además, estaba inscrito en el Taller (cátedra, sería en España) del profesor más exigente de la Facultad y convivía con un grupo de amigos todos con la misma obsesión y animados en nuestros esfuerzos por una no del todo sana competitividad. No se trataba sólo de aprobar, sino de merecer notas altas, a ser posible la máxima, de obtener el reconocimiento de nuestras genialidades como diseñadores (qué idiotas éramos). Sólo vivíamos para la arquitectura, pasábamos todo el tiempo en una maravillosa casona de Barranco (la de la foto), en una de cuyas inmensas salas habíamos dispuesto nuestros tableros de dibujo (no existían los ordenadores) y un colchón en el que, cuando no aguantábamos más, nos tirábamos a dormir una o dos horas, el rato que tardaba en hacernos efecto la anfetamina que previamente ingeríamos (consumíamos, sí, demasiadas "pepas", tantas que al final, pese a la inconsciencia propia de la edad, llegué a asustarme). Así día tras día y, por supuesto, intensificando el esfuerzo a medida que se acercaba la fecha de la entrega. Ese último mes dudo que durmiera más de dos horas de media cada veinticuatro. Tenía veinte años, es verdad, pero aun así puede imaginarse el cansancio que llegué a acumular.
Pero volvamos a esa mañana de octubre o noviembre. Supongo que terminaría de rotular los nombres de las láminas, de rebordear los filos con cinta adhesiva, de protegerlas con cartulinas, y saldría de la Casona, arrancaría mi viejo escarabajo naranja de segunda mano y conduciría hasta los barracones de Miraflores en los que, por ese entonces, se situaba mi Facultad de Arquitectura. Y fui al Taller y ahí estaba el gordo, el exigente arquitecto del que todos ansiábamos el aprecio. No recuerdo los comentarios que hizo sobre mi proyecto (aunque sí que me puso, días después, buena nota), seguramente porque ya estaba en esa especie de borrachera alucinada a la que te lleva el excesivo cansancio. Tras la breve ceremonia de la entrega pensaba volver a mi casa y dormir catorce horas seguidas, pero me encontré con Meche, una morenita pizpireta, compañera del Taller, de la que andaba yo algo enamoriscado. Ella estaba igual que yo de agotada. Pese a ello, se me ocurrió proponerle que nos fuéramos a botarnos al Parque de El Olivar, a dejar pasar las horas.
El parque de El Olivar es uno de los más bellos, si no el más, de toda Lima. Está en el centro de San Isidro y tiene su origen en 1560 (Lima se fundó en 1935), a partir de la plantación de unos olivos traídos desde España por don Antonio de Rivera. Allí, al pie de uno de esos olivos, apoyadas las espaldas en un tronco rugoso, sintiendo el peso de las piernas sobre la hierba húmeda, Meche y yo pasamos cuatro o cinco horas en un estado de languidez atemporal. Nos sentíamos cansadísimos y, a la vez, disfrutábamos de sentir ese cansancio que ya no era una carga, que ya no era obligatorio. Sentíamos cómo cada parte del cuerpo hablaba su agotamiento y notábamos que era bueno que las dejáramos expresarlo, que les prestáramos atención, como si ahora, por fin, se hubieran merecido también ellas, cada una de ellas, una percepción mimosa, detallada. Y mientras percibíamos con singular intensidad nuestros cansancios, conversábamos erráticamente, sin demasiado sentido, porque nuestras voces, al cabo, eran sólo parte de ese clima de lasitud placentera, aceite que engrasaba el pasar de ese tiempo de gozo del cansancio, ese cansancio tan grande.
Recuerdo que estuve tentado de acariciarla; en ese abandono y somnolencia era lo que procedía. Pero no lo hice (timidez) y nunca llegó a haber nada entre nosotros. Y, sin embargo, estoy seguro de que habría sido maravilloso y, no digamos, si nos hubiésemos ido a mi casa y acostado juntos, dejando que entre caricias suaves el cansancio tan grande nos fuera sumergiendo en el sueño. Tendrían que pasar muchos años para que completara esos placeres. Para que, también agotado, pudiera tenderme en mi cama desnudo y las maravillosas manos de una mujer escucharan despacio, amorosamente, las voces de cada una de las partes de mi cuerpo. Para que me convenciera hasta lo más íntimo de que es mil veces preferible postergar el fin del agotamiento si de ello nace tanto placer, tanta intensidad sensitiva, tanta felicidad.
CATEGORÍA: Recuerdos
Pues va bien recordarlo, ahora que parece que sólo se valora el placer inmediato, la euforia.
ResponderEliminarLos que no saben cansarse, no saben descansar, y se pierden sensaciones que ni siquiera imaginan.
"El cuerpo se me va resintiendo, va acumulando cansancio y el cansancio, es inevitable, genera un cierto desánimo, se pierden las ganas de hacer lo que hay que hacer y, por tanto, se hace sin ganas, equivocándose, con poca eficacia"
ResponderEliminarVa a ser eso, que lo que tengo son muchos descansos vencidos.
Un beso
Demorar un placer, cualquier placer, es casi un arte que no todos están dispuestos a practicar. Es más sencillo sucumbir a lo inmediato que no es que no sea placentero sino que pierde ese punto de sazón que te lleva a un disfrute mayor.
ResponderEliminarBesos
P.S.: Como no voy a poder responderte en mi blog,lo haré aquí muy escuetamente :) Evidentemente, esos pequeños relatos míos sobre nuestros más lejanos ancestros son totalmente imaginarios. Poco tuvo que ver la voluntad en nuestros primeros avances como especie. Pero me gusta la idea del ser que avanza a pesar de los que prefieren quedarse como estaban y siempre pienso que, si en esos tiempos remotos, un pequeño simio no hubiera tenido semejante idea, aún andaríamos por los árboles :) Jo, y eso que iba a ser escueta :D Lo siento.
y Meche?
ResponderEliminarqué pensará Meche?
un abrazo
teu blog me 'salvou' de uma tarde fatal..gracias!
ResponderEliminarEos
Espero que hayas descansado bien porque la semana que viene estoy de vuelta
ResponderEliminarQué buen texto, Miroslav.
ResponderEliminarConozco bien ese estado de "dejadez"(de hecho lo he experimentado hace un par de meses), y lo has descrito a la perfección.
Me ha gustado mucho esta frase, en el último párrafo:
...y las maravillosas manos de una mujer escucharan despacio, amorosamente, las voces de cada una de las partes de mi cuerpo..
:)
Un besote, buen domingo y mejor descanso.
(He leído también hace unos minutos la entrada antigua con tu relato acerca de las infidelidades. Te he comentado allí).