En 1327, tras la rebelión triunfante de su nobleza, dirigida por su mujer Isabel, la Loba de Francia, y su amante, sir Roger Mortimer, Eduardo II, rey de Inglaterra y Señor de Irlanda, fue a obligado a abdicar a favor de su hijo. Prisionero en el castillo de Berkeley, unos meses después, en septiembre de ese año, fue asesinado. Maurice Druon, en el quinto tomo de su saga sobre Los Reyes Malditos, lo cuenta así:
— Duerme, Eduardo, no te ocupes de nosotros; vamos a trabajar —insistió Gournay.
— ¿Qué haces, Ogle? —preguntó el rey—. ¿Tallas un cuerno para beber?
— No, señor, para beber no. Tallo un cuerno, eso es todo. —Se volvió hacia Gournay, señaló con el pulgar un punto del cuerno y dijo—: Creo que es bastante largo, ¿no os parece?
Gournay miró por encima del hombro y respondió: — Sí, creo que está bien. — Y se puso a soplar el fuego.
La sierra chirriaba sobre el cuerno de buey. Cuando quedó partido, el barbero tendió la parte afilada a Gournay, quien la examinó y hundió en ella el atizador al rojo. Un olor acre apestó de pronto la estancia. El atizador surgió por la punta quemada del cuerno. Gournay lo volvió a poner en el fuego. ¿Cómo querían que durmiera el rey con todo aquel trajín? ¿Lo habían apartado del pozo de las carroñas para que oliera el cuerno quemado? De repente, Maltravers, que continuaba sentado mirando a Eduardo, le preguntó:
— ¿Tenía tu Le Despenser, a quien tanto querías, el miembro sólido?
Los otros dos se morían de risa. Al oír este nombre, Eduardo sintió como si le desgarraran las entrañas y comprendió que lo iban a ejecutar enseguida.
— ¿Vais a hacer eso? ¿Vais a matarme? — exclamó incorporándose de golpe en la cama.
— ¿Matarte nosotros, señor Eduardo? —dijo Gournay sin volverse siquiera—. ¿Quién te ha dicho eso? Nosotros tenemos órdenes.
— Vamos, acuéstate —dijo Maltravers.
Pero Eduardo no se acostó. Su mirada iba de la nuca de Tomás Gournay al largo rostro de Maltravers y a las sonrosadas mejillas del barbero. Gournay había sacado del fuego el atizador y examinaba su extremo incandescente.
— ¡Towurlee! —llamó— ¡La mesa!
El coloso, que esperaba en la pieza contigua, entró portando una pesada mesa. Maltravers cerró la puerta e hizo girar la llave. ¿Por qué esta mesa, esta gruesa plancha de encina que solían poner sobre caballetes? Pero en la habitación no había ningún caballete. De entre todas las cosas extrañas que pasaban alrededor del rey, aquella tabla sostenida por un gigante era el objeto más insólito y espantoso. ¿Cómo se podía matar con una tabla? Este fue el último pensamiento claro que tuvo el rey.
— Vamos —dijo Gournay haciendo una seña a Ogle.
Se acercaron, uno por cada lado de la cama, se lanzaron sobre Eduardo y lo pusieron boca abajo.
— ¡Ah, bribones, bribones!—gritaba—. ¡No, no vais a matarme!
Se agitaba, se revolvía, y Maltravers tuvo que echar una mano; los tres eran poco y el gigante Towurlee no se movía.
— ¡Towurlee, la mesa! —gritó Gournay.
Towurlee se acordó de lo que le habían ordenado. Levantó la enorme tabla y la puso atravesada sobre la espalda del rey. Gournay le bajó los calzones al prisionero, que se desgarraron de tan usados como estaban. Era grotesco y miserable descubrir de esta forma el trasero del rey, pero los asesinos no estaban para risas en ese momento.
El rey, medio atontado por el golpe y ahogándose bajo la madera que lo hundía en el colchón, se resistía, pataleaba. ¡Cuánta energía tenía aún!
— ¡Towurlee, sujétale los tobillos! ¡No, así no, separados! —ordenó Gournay.
El rey consiguió sacar la nuca de debajo de la plancha y volvió la cara de lado para tomar un poco de aire. Maltravers le apretó la cabeza con ambas manos. Gournay cogió el atizador y exclamó:
— ¡Métele el cuerno ahora, Ogle!
El rey Eduardo tuvo una contorsión violenta, desesperada, cuando el hierro al rojo le penetró en las entrañas. El alarido que lanzó atravesó los muros de la torre, pasó por encima de las losas del cementerio y despertó a la gente del burgo. Y los que oyeron aquel largo, lúgubre y espantoso grito tuvieron en el mismo instante la seguridad de que acababan de asesinar al rey.
A la mañana siguiente los habitantes de Berkeley subieron al castillo para informarse. Les dijeron que, en efecto, el antiguo rey había fallecido repentinamente durante la noche lanzando un estentóreo grito.
Y la gente del burgo comprobó que no había ninguna señal de golpe, llaga o herida en aquel cuerpo que iban a lavar y al que nadie intentaba esconder. Tomás Gournay y Juan Maltravers se miraban; había sido una brillante idea la de meter el atizador a través del cuerno de buey. No habían dejado la menor huella. En una época tan fecunda en materia de asesinatos, podían enorgullecerse de haber descubierto un método perfecto.
El pobre Eduardo (aunque bastante cabrón había sido, pero ¿qué rey no?) murió enseguida. El dolor tuvo que ser atroz, sin duda, pero al menos no duró mucho. Llegados al siglo XIV, las muertes por empalamiento tenían ya una larga tradición. Dice la wiki que los inventores de tan cruel suplicio fueron los asirios y que luego lo adoptó el gran Darío para castigar a los cabecillas de la rebelión de Babilonia contra el dominio persa. Hasta tres mil de aquéllos sufrieron tan horrible fin, si hemos de hacer caso a Herodoto. Por esas épocas, el empalamiento no era sólo pena de muerte sino, sobre todo de castigo ejemplarizante. Por eso, era normal ensartar al condenado por el ano introduciendo la estaca despacio, poco a poco, cuidando de no atravesar órganos vitales. La víctima, echada en horizontal, aullaría de dolor durante ese proceso, pero lo peor venía luego, cuando con el palo introducido suficientemente adentro, se le enderezaba y clavaba en el suelo. El propio peso del desgraciado terminaba de hacer avanzar la estaca, hasta que desgarraba las carnes y la piel y afloraba por las cercanías del hombro. Ensartado de esa guisa, pincho moruno doliente, el infeliz podía sobrevivir largas horas en un espantoso sufrimiento y para regocijo de sus matadores y, lamentablemente, también de los espectadores, ese populacho que siempre ha considerado las ejecuciones como uno de los más satisfactorios espectáculos.
No parece que el empalamiento volviera a usarse como método de ejecución masivo, ni siquiera como pena de muerte legitimada por el poder, desde los griegos. La única excepción que he encontrado es la famosísima historia de Vlad Tepes, príncipe rumano del XV, en quien se inspiró Bram Stoker para crear a su conde Drácula. Este individuo ejercía la justicia del poder mediante, preferentemente, este inhumano método de tortura; dicen que al menos cien mil personas fueron empaladas a manos de sus verdugos en apenas siete años que duraron sus distintos reinados; ¡a una media de 40 infelices diarios! El día de San Bartolomé de 1459, por ejemplo, tras rendir a la ciudad de Brasov, para celebrar la victoria formó un bosque con varios miles de empalados (por cierto, San Bartolomé, uno de los doce apóstoles, no ha tenido mucha suerte con su fecha de advocación; en la madrugada de otro veinticuatro de agosto de 113 años después, aconteció la terrible matanza parisina de los hugonotes franceses que con tanto realismo narra Dumas).
En fin, que excepción hecha del psicópata valaco, el empalamiento me parecía algo muy remoto, confinado a las sanguinarias ejecuciones de los estados orientales pre-cristianos. Siguió usándose, sin embargo, a lo largo de las edades Media y Moderna, pero ya en ámbitos más privados, "justicias" que el Poder ejercía sin oficialidad, sabedores, supongo, de que ni su arrogante desprecio por la vida humana era capaz de legitimar tamañas crueldades. Aun así se recurría a esta práctica e incluso no se evitaba dejar muestras de su ejecución, cadáveres solitarios que aparecían empalados en descampados y remitían a castigos inexorables y secretos de los poderosos o apuntaban a la Santa Inquisición. Muchas veces, quizá la mayoría, eran mujeres, fueran brujas (de esas que gustaban de copular con el diablo) o matadoras de sus propios hijos. Se trataba, claro está, de superar en horror los que eran considerados crímenes horrendos. Luego, mucho más recientemente, esta práctica sólo ha aparecido vinculada a regímenes asesinos (recientemente, por ejemplo, leí sobre el juicio por tortura y empalamiento de un menor durante la dictadura argentina).
Si hoy escribo este post es porque ayer se me apareció en la red el video del empalamiento en la India de un violador de una niña. La imagen era de muy mala calidad, pero lo suficientemente nítida para apreciar cómo sujetaban al tipo boca abajo contra el suelo mientras el empalador iba introduciendo, girándolo despacio, la estaca por el ano. Luego se ve como lo alzan y el cuerpo va cayendo a lo largo del palo, mientras el desgraciado aúlla. Es algo tremendamente revulsivo, muy difícil de soportar. Pero lo que más me impresionó, más que la propia salvajada, fue ver la multitud entusiasmada (entre ella muchísimos niños) que rodeaba a los verdugos y a la víctima. Aplausos, gritos de júbilo, exhibición de felicidad ... Ya hoy, cuando he buscado de nuevo el video para escribir este post (parece que ha sido suprimido de Youtube por "infracción de las condiciones de uso"), he caído en varios foros que lo comentaban y, junto a las exclamaciones de horror, había abundantes opiniones laudatorias, del tipo "eso es lo que tendríamos que hacer aquí a los de ETA" o "merecido se lo tiene, así habría que tratar a los violadores". Y, claro, me quedo con la angustiosa desazón de saber, una vez más, que hay personas capaces de tales criminales aberraciones pero también, lo que es mucho peor, que quizá, vistas las reacciones de los espectadores y de los comentaristas, no sea ninguna psicopatología, no sea una rareza de nuestra especie sino algo intrínseco a ella. Y entonces pienso en darme de baja.
— Duerme, Eduardo, no te ocupes de nosotros; vamos a trabajar —insistió Gournay.
— ¿Qué haces, Ogle? —preguntó el rey—. ¿Tallas un cuerno para beber?
— No, señor, para beber no. Tallo un cuerno, eso es todo. —Se volvió hacia Gournay, señaló con el pulgar un punto del cuerno y dijo—: Creo que es bastante largo, ¿no os parece?
Gournay miró por encima del hombro y respondió: — Sí, creo que está bien. — Y se puso a soplar el fuego.
La sierra chirriaba sobre el cuerno de buey. Cuando quedó partido, el barbero tendió la parte afilada a Gournay, quien la examinó y hundió en ella el atizador al rojo. Un olor acre apestó de pronto la estancia. El atizador surgió por la punta quemada del cuerno. Gournay lo volvió a poner en el fuego. ¿Cómo querían que durmiera el rey con todo aquel trajín? ¿Lo habían apartado del pozo de las carroñas para que oliera el cuerno quemado? De repente, Maltravers, que continuaba sentado mirando a Eduardo, le preguntó:
— ¿Tenía tu Le Despenser, a quien tanto querías, el miembro sólido?
Los otros dos se morían de risa. Al oír este nombre, Eduardo sintió como si le desgarraran las entrañas y comprendió que lo iban a ejecutar enseguida.
— ¿Vais a hacer eso? ¿Vais a matarme? — exclamó incorporándose de golpe en la cama.
— ¿Matarte nosotros, señor Eduardo? —dijo Gournay sin volverse siquiera—. ¿Quién te ha dicho eso? Nosotros tenemos órdenes.
— Vamos, acuéstate —dijo Maltravers.
Pero Eduardo no se acostó. Su mirada iba de la nuca de Tomás Gournay al largo rostro de Maltravers y a las sonrosadas mejillas del barbero. Gournay había sacado del fuego el atizador y examinaba su extremo incandescente.
— ¡Towurlee! —llamó— ¡La mesa!
El coloso, que esperaba en la pieza contigua, entró portando una pesada mesa. Maltravers cerró la puerta e hizo girar la llave. ¿Por qué esta mesa, esta gruesa plancha de encina que solían poner sobre caballetes? Pero en la habitación no había ningún caballete. De entre todas las cosas extrañas que pasaban alrededor del rey, aquella tabla sostenida por un gigante era el objeto más insólito y espantoso. ¿Cómo se podía matar con una tabla? Este fue el último pensamiento claro que tuvo el rey.
— Vamos —dijo Gournay haciendo una seña a Ogle.
Se acercaron, uno por cada lado de la cama, se lanzaron sobre Eduardo y lo pusieron boca abajo.
— ¡Ah, bribones, bribones!—gritaba—. ¡No, no vais a matarme!
Se agitaba, se revolvía, y Maltravers tuvo que echar una mano; los tres eran poco y el gigante Towurlee no se movía.
— ¡Towurlee, la mesa! —gritó Gournay.
Towurlee se acordó de lo que le habían ordenado. Levantó la enorme tabla y la puso atravesada sobre la espalda del rey. Gournay le bajó los calzones al prisionero, que se desgarraron de tan usados como estaban. Era grotesco y miserable descubrir de esta forma el trasero del rey, pero los asesinos no estaban para risas en ese momento.
El rey, medio atontado por el golpe y ahogándose bajo la madera que lo hundía en el colchón, se resistía, pataleaba. ¡Cuánta energía tenía aún!
— ¡Towurlee, sujétale los tobillos! ¡No, así no, separados! —ordenó Gournay.
El rey consiguió sacar la nuca de debajo de la plancha y volvió la cara de lado para tomar un poco de aire. Maltravers le apretó la cabeza con ambas manos. Gournay cogió el atizador y exclamó:
— ¡Métele el cuerno ahora, Ogle!
El rey Eduardo tuvo una contorsión violenta, desesperada, cuando el hierro al rojo le penetró en las entrañas. El alarido que lanzó atravesó los muros de la torre, pasó por encima de las losas del cementerio y despertó a la gente del burgo. Y los que oyeron aquel largo, lúgubre y espantoso grito tuvieron en el mismo instante la seguridad de que acababan de asesinar al rey.
A la mañana siguiente los habitantes de Berkeley subieron al castillo para informarse. Les dijeron que, en efecto, el antiguo rey había fallecido repentinamente durante la noche lanzando un estentóreo grito.
Y la gente del burgo comprobó que no había ninguna señal de golpe, llaga o herida en aquel cuerpo que iban a lavar y al que nadie intentaba esconder. Tomás Gournay y Juan Maltravers se miraban; había sido una brillante idea la de meter el atizador a través del cuerno de buey. No habían dejado la menor huella. En una época tan fecunda en materia de asesinatos, podían enorgullecerse de haber descubierto un método perfecto.
El pobre Eduardo (aunque bastante cabrón había sido, pero ¿qué rey no?) murió enseguida. El dolor tuvo que ser atroz, sin duda, pero al menos no duró mucho. Llegados al siglo XIV, las muertes por empalamiento tenían ya una larga tradición. Dice la wiki que los inventores de tan cruel suplicio fueron los asirios y que luego lo adoptó el gran Darío para castigar a los cabecillas de la rebelión de Babilonia contra el dominio persa. Hasta tres mil de aquéllos sufrieron tan horrible fin, si hemos de hacer caso a Herodoto. Por esas épocas, el empalamiento no era sólo pena de muerte sino, sobre todo de castigo ejemplarizante. Por eso, era normal ensartar al condenado por el ano introduciendo la estaca despacio, poco a poco, cuidando de no atravesar órganos vitales. La víctima, echada en horizontal, aullaría de dolor durante ese proceso, pero lo peor venía luego, cuando con el palo introducido suficientemente adentro, se le enderezaba y clavaba en el suelo. El propio peso del desgraciado terminaba de hacer avanzar la estaca, hasta que desgarraba las carnes y la piel y afloraba por las cercanías del hombro. Ensartado de esa guisa, pincho moruno doliente, el infeliz podía sobrevivir largas horas en un espantoso sufrimiento y para regocijo de sus matadores y, lamentablemente, también de los espectadores, ese populacho que siempre ha considerado las ejecuciones como uno de los más satisfactorios espectáculos.
No parece que el empalamiento volviera a usarse como método de ejecución masivo, ni siquiera como pena de muerte legitimada por el poder, desde los griegos. La única excepción que he encontrado es la famosísima historia de Vlad Tepes, príncipe rumano del XV, en quien se inspiró Bram Stoker para crear a su conde Drácula. Este individuo ejercía la justicia del poder mediante, preferentemente, este inhumano método de tortura; dicen que al menos cien mil personas fueron empaladas a manos de sus verdugos en apenas siete años que duraron sus distintos reinados; ¡a una media de 40 infelices diarios! El día de San Bartolomé de 1459, por ejemplo, tras rendir a la ciudad de Brasov, para celebrar la victoria formó un bosque con varios miles de empalados (por cierto, San Bartolomé, uno de los doce apóstoles, no ha tenido mucha suerte con su fecha de advocación; en la madrugada de otro veinticuatro de agosto de 113 años después, aconteció la terrible matanza parisina de los hugonotes franceses que con tanto realismo narra Dumas).
En fin, que excepción hecha del psicópata valaco, el empalamiento me parecía algo muy remoto, confinado a las sanguinarias ejecuciones de los estados orientales pre-cristianos. Siguió usándose, sin embargo, a lo largo de las edades Media y Moderna, pero ya en ámbitos más privados, "justicias" que el Poder ejercía sin oficialidad, sabedores, supongo, de que ni su arrogante desprecio por la vida humana era capaz de legitimar tamañas crueldades. Aun así se recurría a esta práctica e incluso no se evitaba dejar muestras de su ejecución, cadáveres solitarios que aparecían empalados en descampados y remitían a castigos inexorables y secretos de los poderosos o apuntaban a la Santa Inquisición. Muchas veces, quizá la mayoría, eran mujeres, fueran brujas (de esas que gustaban de copular con el diablo) o matadoras de sus propios hijos. Se trataba, claro está, de superar en horror los que eran considerados crímenes horrendos. Luego, mucho más recientemente, esta práctica sólo ha aparecido vinculada a regímenes asesinos (recientemente, por ejemplo, leí sobre el juicio por tortura y empalamiento de un menor durante la dictadura argentina).
Si hoy escribo este post es porque ayer se me apareció en la red el video del empalamiento en la India de un violador de una niña. La imagen era de muy mala calidad, pero lo suficientemente nítida para apreciar cómo sujetaban al tipo boca abajo contra el suelo mientras el empalador iba introduciendo, girándolo despacio, la estaca por el ano. Luego se ve como lo alzan y el cuerpo va cayendo a lo largo del palo, mientras el desgraciado aúlla. Es algo tremendamente revulsivo, muy difícil de soportar. Pero lo que más me impresionó, más que la propia salvajada, fue ver la multitud entusiasmada (entre ella muchísimos niños) que rodeaba a los verdugos y a la víctima. Aplausos, gritos de júbilo, exhibición de felicidad ... Ya hoy, cuando he buscado de nuevo el video para escribir este post (parece que ha sido suprimido de Youtube por "infracción de las condiciones de uso"), he caído en varios foros que lo comentaban y, junto a las exclamaciones de horror, había abundantes opiniones laudatorias, del tipo "eso es lo que tendríamos que hacer aquí a los de ETA" o "merecido se lo tiene, así habría que tratar a los violadores". Y, claro, me quedo con la angustiosa desazón de saber, una vez más, que hay personas capaces de tales criminales aberraciones pero también, lo que es mucho peor, que quizá, vistas las reacciones de los espectadores y de los comentaristas, no sea ninguna psicopatología, no sea una rareza de nuestra especie sino algo intrínseco a ella. Y entonces pienso en darme de baja.
CATEGORÍA: Personas y personajes
já tinho lido essa parte da história sobre Eduardo II. Repugnante sim. Repugnante toda bárbarie humana.
ResponderEliminarNo sabía nada de lo de la India. Acabo de enterrme de tu post. Si averiguas dónde, dime cómo hay que darse de baja.
ResponderEliminarCreo que no existen palabras justas para calificar esto.
Un beso
Dios, dios, dios...con la imaginación que yo tengo!!!!!!
ResponderEliminarEste post lo tenías que haber puesto clasificado :"no apto para imaginativos y sensibles"
Me duele tó sólo de pensarlo
Bueno, no sé. Desde luego que yo prefiero el chocolate amargo, pero de vez en cuando no viene mal algún que otro dulce de crema. A pesar del empalagamiento posterior...
ResponderEliminarMuy buen post, me encanta tu preocupación por la salud y la alimentación. Pero hazme caso, no te des de baja del todo, el azúcar es parte de una dieta equilibrada!
Besos!
Joder, tío! A ver si te vas de vacaciones!
ResponderEliminare asaltan las pesadillas por todos lados
uyyyy que fuerte este post ... y yo que soy bastante impresionable...
ResponderEliminarafortunadamente me refresque con el comentario de Zafferano ... (siempre ocurrente y hoy mas propicio que nunca... despues de leer esto hay que endulzarse un poco, si...)
un beso,
Bueno, vale, ya se me han revuelto las tripas para el resto de la tarde... Ufffff...
ResponderEliminarBesos
¡ Espeluznante !
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