Estoy en la cafetería del hotel. Es un cuadrilátero abierto al lobby, delimitado espacialmente porque ocupa un ángulo de la planta, encajonado entre un bloque opaco que debe albergar las oficinas administrativas, el pavimento un poco elevado, cuatro o cinco escalones, y un falso techo que acorta la impresionante óctuple altura del gran vestíbulo. Estoy sentado a una mesita de superficie anodizada, espejo de los guiños caprichosos de infinitos focos halógenos que, muy seguidos, puntean las aristas del falso techo. Mi silla hacia el mostrador de recepción, una larga y gruesa plancha de cerezo de canto ondulado por un diseño demasiado explícito; enfrente, un banco corrido cubierto de cojines malvas, el respaldo tres barras horizontales, blancas, metálicas. Ahí se sentaban Gina, mi secretaria, e Ignacio, el ingeniero que colaboraba con nosotros en ese trabajo surrealista, un proyecto que ninguno terminábamos de creer que fuera de verdad.
Gina es muy joven, veinticinco a lo sumo, y muy guapa; carita de niña buena, virginal, que desmienten unos ojos con destellos pícaros. Ignacio anda por los cuarenta, una barriga demasiado notoria que no casa bien con sus rasgos tan aguileños. Me pesan los párpados, me pican los ojos, casi no puedo mantenerlos abiertos. Íbamos a hablar de la reunión del día siguiente, pero no puedo concentrarme. Me caigo de sueño, digo, no sé por qué tengo tanto. Pues yo no te cuento, contesta Ignacio, que hace una semana ha sido padre por quinta vez. No digo más, me levanto, bajo los escalones, camino por el pasillo paralelo a la recepción, hacia las habitaciones. Noto que el ojo izquierdo lo tengo cerrado, el globo ocular lo siento como una esfera de gas gelatinosa y palpitante. El derecho aún lo mantengo abierto, aunque me invaden unas ganas irrefrenables de apagarlo. Me giro hacia mis compañeros, siguen sentados hablando, parpadeo, ahora se están besando, ambos mirándome de reojo con sonrisas irónicas en sus labios. ¿Gina besando a Ignacio? Pero no puedo pensar; apenas atino a dudar de lo que estoy viendo.
Sigo andando, rápido, la espalda muy rígida, pendiente sólo de mantener una línea recta, directa hacia las puertas de los ascensores; no veo nada en mi entorno, sólo oigo murmullos en distintos idiomas, me envuelve una especie de bruma que difumina mi visión periférica, pero no pienso y sigo andando. Presiono el botón y espero; en muy pocos segundos se abren las puertas, entro. Estoy en una cabina cúbica de unos dos metros de lado, las paredes son ventanas transparentes enmarcadas en perfiles plateados. No es un ascensor sino un metro o un tranvía o un tren ligero, llámese como se quiera. Veo (pero, ¿tengo los ojos abiertos?), adosada a media altura en la ventana trasera, una pieza metálica con ranura; será el lector de la tarjeta-llave de mi habitación, me digo, así que la paso. Inmediatamente, sin hacer ruido y con una aceleración muy alta que, extrañamente, no repercute en mi cuerpo, el tren se pone en marcha. Mi compartimento es el de cola.
Vamos a toda velocidad a lo largo de un túnel de superficies cilíndricas muy bruñidas que refulgen bajo una luz blanca. Supongo que parará en algún distribuidor desde el que acceder a mi habitación, pero de pronto el túnel se acaba y estamos al aire libre, por el bulevar central de una avenida arbolada. He viajado a Valencia, pero no reconozco esta parte de la ciudad. Miro hacia la parte delantera, los ojos, ya ambos, los tengo cerrados, tiro de los párpados inferiores para forzar su apertura, pero un picor ardiente me lo impide. Sin embargo, veo. Hay otros pasajeros en el vagón adyacente; éste no es un cubículo pequeño como el mío, sino un espacio amplio con asientos. De pronto una rubia menuda se levanta y camina hacia mí, abre la puerta y entra en mi compartimento. Ya casi he llegado, me dice, estoy nerviosa, no te gusta mi blusa, ¿verdad? Me mira interrogativa, su cara me parece reconocible, me recuerda a la actriz Nathalie Seseña, pero sus rasgos parecen cambiar sutil pero incesantemente; ahora se me parece a Meg Ryan, aunque los ojos, que cambian de ingenuos a burlones, son los de Gina. Pareces alelado, pero ya sé, no te preocupes, tampoco a mí me gusta la blusa; es la del trabajo, tengo que parecer una chica modosita.
El tren comienza a reducir la velocidad; la puerta vuelve a abrirse y siento, que no veo, la presencia de un hombre corpulento. Venga tía, date prisa que estás por llegar; es una voz muy ronca. Si no te importa, espera a que me cambie. Sí, claro, porque con esa blusa ... Ya, ya, refunfuña la chica, además ya sé que a él le gustan las tetas bonitas. Se ha desabrochado la blusa y me muestra su pecho, piel de un rosado muy claro, dos leves senos, óvalos verticales que apenas sobresalen, en sus centros, las areolas casi descoloridas y unos mínimos pezones, poco más que dos puntos oscuros. Chúpamelos, me pide y atrae mi cabeza hacia esos botoncitos, primero uno, luego el otro, después me aparta y se embute una camiseta fucsia de asillas. Ahora se me antoja la cara de Gina, aunque la melena sigue siendo rubia; la camiseta, muy ajustada, resalta unas tetas espléndidas en su forma y volumen. Ahora sí, es la voz ronca del hombre que sigo sin ver, ahora sí le podrás cobrar lo que quieras. Con que me eche un buen polvo me conformo, replica, lo estoy deseando desde que vi su primera película. Levanta la barbilla hacia mí y sonríe. El tren está parado, la puerta se abre, ella sale. Adios, guapo, me dice desde la acera.
Vuelvo a estar solo en mi cubículo (ya no percibo la presencia masculina de la voz ronca) y el tranvía, de nuevo en marcha, se ha metido a una velocidad excesiva por la trama zigzagueante del casco antiguo. Son calles adoquinadas, muy estrechas, flanqueadas de casonas medievales de cuatro plantas, muros de piedra, portadas ojivales con escudos de armas y anuncios fluorescentes. Me pregunto otra vez qué ciudad es ésta mientras me esfuerzo por sujetarme para evitar las abruptas sacudidas del tren. Al cabo de un rato, de golpe, nos detenemos. Estamos en una plaza trapezoidal, al lado de un edificio nobiliario, un palacio barroco con muchas banderas en la fachada; enfrente, una enorme escalinata. Me recuerda la Plaza Mayor de Cuenca, pero no, la escalinata es mucho más alta, tanto que casi no se puede distinguir si el edificio que la corona en su cúspide es o no la catedral. Paso al vagón amplio al mismo tiempo que las diez u once personas que allí están van levantándose y cruzándose conmigo en dirección a la puerta de salida del tren. Aunque casi no les presto atención (sólo me preocupa saber dónde estoy, por qué no he llegado a mi habitación), me da la impresión de que todos visten más o menos igual, una especie de chándal grisáceo; tampoco alcanzo a distinguir notas diferenciales en sus rostros. Sin embargo, los pasajeros que van apareciendo en la plaza y divergiendo cada uno en una dirección, son ahora figuras de colores brillantes, todos distintos entre sí. En pocos momentos me he quedado solo en el vagón.
En eso se abre la cabina opaca y plateada del conductor y éste camina hacia mí; fin de trayecto, repite monocorde tres veces seguidas. Es un tipo muy alto y muy flaco, tanto que el uniforme le queda cómicamente corto en los brazos y en las piernas y también demasiado holgado. Es negro o más bien mulato; el pelo, muy abundante y rizado, está parcialmente trenzado a lo rastafari, con una gorrita de visera en equilibrio inestable. Parece joven, aunque su cara, tan fea que infunde confianza, está llenísima de arrugas. ¿Dónde estamos? En el centro, me responde, tiene que bajar. Pero yo iba a mi habitación en el hotel. Tenía que haber tocado el timbre antes de salir del túnel, me dice, antes de que se hubiera hecho el trasbordo. Es más, debería cobrarle la tarifa urbana. Tengo que volver al hotel, soy forastero. Ya no hay más tranvías hasta el amanecer, lo siento. Y sonríe exageradamente, ofreciéndome un catálogo inusitado de arrugas cambiantes. Supongo que me nota abatido, se para frente a mí y me pone las manos sobre los hombros. Vamos, tío, si nos damos prisa podemos llegar a la jam session, eso te compensará, será la mejor experiencia de tu vida. Y me empuja suavemente hacia la parte trasera, hacia la puerta de salida.
Al pie de la escalinata hay una pareja despatarrada, parecen ebrios; él melena muy larga, camiseta negra y pantalones floreados, los brazos y el cuello cubiertos de tatuajes muy coloristas; ella lo abraza, la cabeza rubia apoyada, hundida, en su pecho. El mulato se detiene, aparta las manos de mi hombros (no he dicho que su contacto me producía una sensación muy relajante) y lo sacude ligeramente con la punta de sus botines. ¿Qué haces, tío? Te están esperando arriba, mueve el culo. No jodas, negro, se queja el otro, ya voy. En eso, la mujer alza el rostro hacia mí y sonríe; me dice, entonces, ¿te gustan mis tetas? Y se levanta hasta el cuello la camiseta fucsia de asillas para mostrarme los mismos pechos sonrosados del tren. Sí, preciosas, le digo, aunque la cara que me mira no es ninguna de las de aquella mujer. Pero, ¿qué os habrá dado con las tetas? Que hay que irse, coño, casi grita el chofer. Venga sígueme, ordena. Y comienza a subir a toda carrera los innumerables escalones, va dando saltitos cortos y rapidísimos, inverosímiles en un hombre de piernas tan largas, parece una pulga con patas de jirafa. Echo yo también a correr detrás de él, pero no puedo seguir su ritmo, lo veo que se va alejando, cada vez más pequeño. Jadeo, me falta el aire, me derrumbo de golpe.
Estoy inmóvil sobre la escalinata, boca abajo, brazos y piernas estirados, como un cadáver en la escena del crimen. No siento dolor; en realidad, no siento nada, lo que me hace pensar si me habré muerto. Tampoco es que, de momento, quiera averiguarlo. No quiero moverme, no quiero mover nada en absoluto. Con el ojo izquierdo (ya no estoy seguro de si está abierto o cerrado, pero no siento el ardiente picor de antes) veo pasar junto a mi nariz una larguísima fila de hormigas. Suena un trueno y enseguida empieza a llover.
Gina es muy joven, veinticinco a lo sumo, y muy guapa; carita de niña buena, virginal, que desmienten unos ojos con destellos pícaros. Ignacio anda por los cuarenta, una barriga demasiado notoria que no casa bien con sus rasgos tan aguileños. Me pesan los párpados, me pican los ojos, casi no puedo mantenerlos abiertos. Íbamos a hablar de la reunión del día siguiente, pero no puedo concentrarme. Me caigo de sueño, digo, no sé por qué tengo tanto. Pues yo no te cuento, contesta Ignacio, que hace una semana ha sido padre por quinta vez. No digo más, me levanto, bajo los escalones, camino por el pasillo paralelo a la recepción, hacia las habitaciones. Noto que el ojo izquierdo lo tengo cerrado, el globo ocular lo siento como una esfera de gas gelatinosa y palpitante. El derecho aún lo mantengo abierto, aunque me invaden unas ganas irrefrenables de apagarlo. Me giro hacia mis compañeros, siguen sentados hablando, parpadeo, ahora se están besando, ambos mirándome de reojo con sonrisas irónicas en sus labios. ¿Gina besando a Ignacio? Pero no puedo pensar; apenas atino a dudar de lo que estoy viendo.
Sigo andando, rápido, la espalda muy rígida, pendiente sólo de mantener una línea recta, directa hacia las puertas de los ascensores; no veo nada en mi entorno, sólo oigo murmullos en distintos idiomas, me envuelve una especie de bruma que difumina mi visión periférica, pero no pienso y sigo andando. Presiono el botón y espero; en muy pocos segundos se abren las puertas, entro. Estoy en una cabina cúbica de unos dos metros de lado, las paredes son ventanas transparentes enmarcadas en perfiles plateados. No es un ascensor sino un metro o un tranvía o un tren ligero, llámese como se quiera. Veo (pero, ¿tengo los ojos abiertos?), adosada a media altura en la ventana trasera, una pieza metálica con ranura; será el lector de la tarjeta-llave de mi habitación, me digo, así que la paso. Inmediatamente, sin hacer ruido y con una aceleración muy alta que, extrañamente, no repercute en mi cuerpo, el tren se pone en marcha. Mi compartimento es el de cola.
Vamos a toda velocidad a lo largo de un túnel de superficies cilíndricas muy bruñidas que refulgen bajo una luz blanca. Supongo que parará en algún distribuidor desde el que acceder a mi habitación, pero de pronto el túnel se acaba y estamos al aire libre, por el bulevar central de una avenida arbolada. He viajado a Valencia, pero no reconozco esta parte de la ciudad. Miro hacia la parte delantera, los ojos, ya ambos, los tengo cerrados, tiro de los párpados inferiores para forzar su apertura, pero un picor ardiente me lo impide. Sin embargo, veo. Hay otros pasajeros en el vagón adyacente; éste no es un cubículo pequeño como el mío, sino un espacio amplio con asientos. De pronto una rubia menuda se levanta y camina hacia mí, abre la puerta y entra en mi compartimento. Ya casi he llegado, me dice, estoy nerviosa, no te gusta mi blusa, ¿verdad? Me mira interrogativa, su cara me parece reconocible, me recuerda a la actriz Nathalie Seseña, pero sus rasgos parecen cambiar sutil pero incesantemente; ahora se me parece a Meg Ryan, aunque los ojos, que cambian de ingenuos a burlones, son los de Gina. Pareces alelado, pero ya sé, no te preocupes, tampoco a mí me gusta la blusa; es la del trabajo, tengo que parecer una chica modosita.
El tren comienza a reducir la velocidad; la puerta vuelve a abrirse y siento, que no veo, la presencia de un hombre corpulento. Venga tía, date prisa que estás por llegar; es una voz muy ronca. Si no te importa, espera a que me cambie. Sí, claro, porque con esa blusa ... Ya, ya, refunfuña la chica, además ya sé que a él le gustan las tetas bonitas. Se ha desabrochado la blusa y me muestra su pecho, piel de un rosado muy claro, dos leves senos, óvalos verticales que apenas sobresalen, en sus centros, las areolas casi descoloridas y unos mínimos pezones, poco más que dos puntos oscuros. Chúpamelos, me pide y atrae mi cabeza hacia esos botoncitos, primero uno, luego el otro, después me aparta y se embute una camiseta fucsia de asillas. Ahora se me antoja la cara de Gina, aunque la melena sigue siendo rubia; la camiseta, muy ajustada, resalta unas tetas espléndidas en su forma y volumen. Ahora sí, es la voz ronca del hombre que sigo sin ver, ahora sí le podrás cobrar lo que quieras. Con que me eche un buen polvo me conformo, replica, lo estoy deseando desde que vi su primera película. Levanta la barbilla hacia mí y sonríe. El tren está parado, la puerta se abre, ella sale. Adios, guapo, me dice desde la acera.
Vuelvo a estar solo en mi cubículo (ya no percibo la presencia masculina de la voz ronca) y el tranvía, de nuevo en marcha, se ha metido a una velocidad excesiva por la trama zigzagueante del casco antiguo. Son calles adoquinadas, muy estrechas, flanqueadas de casonas medievales de cuatro plantas, muros de piedra, portadas ojivales con escudos de armas y anuncios fluorescentes. Me pregunto otra vez qué ciudad es ésta mientras me esfuerzo por sujetarme para evitar las abruptas sacudidas del tren. Al cabo de un rato, de golpe, nos detenemos. Estamos en una plaza trapezoidal, al lado de un edificio nobiliario, un palacio barroco con muchas banderas en la fachada; enfrente, una enorme escalinata. Me recuerda la Plaza Mayor de Cuenca, pero no, la escalinata es mucho más alta, tanto que casi no se puede distinguir si el edificio que la corona en su cúspide es o no la catedral. Paso al vagón amplio al mismo tiempo que las diez u once personas que allí están van levantándose y cruzándose conmigo en dirección a la puerta de salida del tren. Aunque casi no les presto atención (sólo me preocupa saber dónde estoy, por qué no he llegado a mi habitación), me da la impresión de que todos visten más o menos igual, una especie de chándal grisáceo; tampoco alcanzo a distinguir notas diferenciales en sus rostros. Sin embargo, los pasajeros que van apareciendo en la plaza y divergiendo cada uno en una dirección, son ahora figuras de colores brillantes, todos distintos entre sí. En pocos momentos me he quedado solo en el vagón.
En eso se abre la cabina opaca y plateada del conductor y éste camina hacia mí; fin de trayecto, repite monocorde tres veces seguidas. Es un tipo muy alto y muy flaco, tanto que el uniforme le queda cómicamente corto en los brazos y en las piernas y también demasiado holgado. Es negro o más bien mulato; el pelo, muy abundante y rizado, está parcialmente trenzado a lo rastafari, con una gorrita de visera en equilibrio inestable. Parece joven, aunque su cara, tan fea que infunde confianza, está llenísima de arrugas. ¿Dónde estamos? En el centro, me responde, tiene que bajar. Pero yo iba a mi habitación en el hotel. Tenía que haber tocado el timbre antes de salir del túnel, me dice, antes de que se hubiera hecho el trasbordo. Es más, debería cobrarle la tarifa urbana. Tengo que volver al hotel, soy forastero. Ya no hay más tranvías hasta el amanecer, lo siento. Y sonríe exageradamente, ofreciéndome un catálogo inusitado de arrugas cambiantes. Supongo que me nota abatido, se para frente a mí y me pone las manos sobre los hombros. Vamos, tío, si nos damos prisa podemos llegar a la jam session, eso te compensará, será la mejor experiencia de tu vida. Y me empuja suavemente hacia la parte trasera, hacia la puerta de salida.
Al pie de la escalinata hay una pareja despatarrada, parecen ebrios; él melena muy larga, camiseta negra y pantalones floreados, los brazos y el cuello cubiertos de tatuajes muy coloristas; ella lo abraza, la cabeza rubia apoyada, hundida, en su pecho. El mulato se detiene, aparta las manos de mi hombros (no he dicho que su contacto me producía una sensación muy relajante) y lo sacude ligeramente con la punta de sus botines. ¿Qué haces, tío? Te están esperando arriba, mueve el culo. No jodas, negro, se queja el otro, ya voy. En eso, la mujer alza el rostro hacia mí y sonríe; me dice, entonces, ¿te gustan mis tetas? Y se levanta hasta el cuello la camiseta fucsia de asillas para mostrarme los mismos pechos sonrosados del tren. Sí, preciosas, le digo, aunque la cara que me mira no es ninguna de las de aquella mujer. Pero, ¿qué os habrá dado con las tetas? Que hay que irse, coño, casi grita el chofer. Venga sígueme, ordena. Y comienza a subir a toda carrera los innumerables escalones, va dando saltitos cortos y rapidísimos, inverosímiles en un hombre de piernas tan largas, parece una pulga con patas de jirafa. Echo yo también a correr detrás de él, pero no puedo seguir su ritmo, lo veo que se va alejando, cada vez más pequeño. Jadeo, me falta el aire, me derrumbo de golpe.
Estoy inmóvil sobre la escalinata, boca abajo, brazos y piernas estirados, como un cadáver en la escena del crimen. No siento dolor; en realidad, no siento nada, lo que me hace pensar si me habré muerto. Tampoco es que, de momento, quiera averiguarlo. No quiero moverme, no quiero mover nada en absoluto. Con el ojo izquierdo (ya no estoy seguro de si está abierto o cerrado, pero no siento el ardiente picor de antes) veo pasar junto a mi nariz una larguísima fila de hormigas. Suena un trueno y enseguida empieza a llover.
Silver Train. The Rolling Stones (Goats Head Soup, 1973)
CATEGORÍA: Ficciones
Magnífico, aunque yo, más explícito, en vez del sobrio y probablemente mejor "tren plateado" lo hubiera titulado "Esas tetas en el tren"
ResponderEliminarCarecía de título. Busqué una canción para acompañar el texto y los Rolling, además, me lo dieron.
ResponderEliminarCómo nos gustan las tetas. Presiento que es una atracción relacionada con el hecho de que sean dos, una fascinación por la simetría. Oscuramente emparentada con el placer que nos producen el ritmo y la rima. Poesía visual, música táctil. Qué cosas digo, es tremendo esto de volver de vacaciones.
ResponderEliminarPero tú, Miroslav, deberías cogerte unas. O trabajar menos. O no mezclar bebidas.
Vanbrugh ¡Estás aquí! ¿Qué tal las vacances?
ResponderEliminarTienes razón en lo de la simetria, pero también en algo relacionado que afirman etólogos y evolucionistas: la duplicación frontal de las nalgasm que hacen las tetas (Todas las hembras mamíferas tienen mamas o ubres, pero sólo las humanas tienen tetas esféricas), que es la posición posterior "ad tergo" de cópula de la mayoría de mamíferos nosotros perdemos. En una serie de TV (buena) Una le espeta a uno: "Creía que tú eras más de culos que de tetas", y él responde: "Yo como de todo"
Bienvenido de vuelta, Vanbrugh. Seguro que en tus vacaciones (por cierto, ¿qué tal han sido?) se te han ocurrido múltiples asuntos para posts que enseguida vas a publicar. Por aquí las cosas, últimamente han estado algo movidillas; tu amigo, Lansky, ya sabes, que es un deslenguado.
ResponderEliminarY sí, debería cogerme unas vacaciones pero, créeme, no puedo (ni tampoco trabajar menos). En cuanto a lo de mezclar bebidas, casi no bebo y menos mezcladas. Pero no andas muy desencaminado en cuanto a los orígenes alucinatorios de este post. Un abrazo.
Las vacaciones, Miroslav, Lansky, han sido estupendas. Cantábricas, frondosas, aldeanas, apacibles, gastronómicas. Con su adecuada proporción de playa, lectura, excursiones, fútbol en el jardín, y otras amenidades también del caso pero sobre las que no soy muy proclive a explayarme, más allá de las consideraciones generales de mi anterior comentario. Espléndidas, en resumen, gracias.
ResponderEliminar(Anduve por tu refugio estival, Lansky, pero no te ví. (Por cierto, a una corresponsal tuya que te pedía su ubicación exacta le has dado, no sé si intencionadamente o no, las coordenadas de un punto situado en pleno Océano Atlántico, unas cuantas millas al norte no sé si de Madeira o de las Azores. La latitud andaba ahí, ahí, pero la longitud marraba por más de quince grados.)