Como este post acaba en tierras americanas, pongo una de mis canciones favoritas del gran Don Ata, sin duda el mejor floklorista que ha dado el continente.
Guitarra, dímelo tú- Atahualpa Yupanqui (1969)
Calculo que mi padre acabaría el bachillerato en el 45 y que ese mismo año se trasladaría de Barcelona a Madrid para, tras los exámenes de estado y de ingreso a la universidad, empezar la carrera de medicina. Un chaval de diecisiete años, acostumbrado a vivir desde su niñez separado de la familia, a quien le atraían la filosofía y las humanidades. Pero mi abuelo quería que fuese médico y ni los tiempos ni el carácter de aquél dejaban margen a la discusión. Así que entró en la antigua Facultad de San Carlos, de la calle Atocha, él, una persona que casi se mareaba a la vista de la sangre. Por cierto, descubro que hasta 1965 siguió funcionando como facultad de medicina ese magnífico edificio de la época de Fernando VII, pese a que las obras de reconstrucción de la nueva facultad de la ciudad universitaria, que acabada en 1936 había sido derruida durante la guerra, finalizaron en el 45. Barrunto que durante esos veinte años los estudios médicos se irían impartiendo en ambos inmuebles; en todo caso, mi padre nunca llegó a pisar como alumno las aulas de la universitaria (tampoco estudió, según sus palabras, en la Complutense, sino en la Universidad Central de Madrid).
Sus propias inclinaciones le llevaron a aproximarse a los profesores más "humanistas" de la facultad. Sería así discípulo de Marañón, por aquellos años recién reincorporado a su cátedra de endocrinología, y de López Ibor (neuropsiquiatría). Como no podía ser de otra manera, enseguida se encaminó hacia la psiquiatría, la menos "médica" de las ramas de la carrera, y en esa especialidad realizó sus prácticas en el vecino Hospital Provincial. Pero probablemente fue el conocimiento de Laín Entralgo, por aquellos años uno de los más eminentes intelectuales falangistas que llegaría a ser rector de la Complutense, lo que hacia el final de la carrera de mi padre más influyó en el rumbo que tomaría su vida. Laín era catedrático de Historia de la Medicina, entonces una asignatura de último año o del doctorado (no estoy seguro). Por lo que mi padre decía, sus clases no convocaban demasiados alumnos y sin embargo los pocos que asistían en un aula enorme y desvencijada quedaban prendados del entusiasmo y saber que transmitía el profesor. Laín dirigía entonces el Instituto de Historia de la Medicina Arnau de Vilanova, una sección del CSIC y mi padre se integró enseguida entre los colaboradores.
Hacia el 52 o 53 ya debería llevar varios años en una residencia universitaria, sobreviviendo con becas y guardias en el hospital, pues, como dije en el post anterior, mi abuela lo había echado de la casa familiar. Desde su formación médica, cada vez se sentía más atraído hacia la antropología cultural y fue por esos años, muy influido por la filosofía de Zubiri (y de Ortega, claro), que empezó a construir su pensamiento sobre el hombre, la historia y la política que sería constante a lo largo de toda su vida. Becado por el Instituto, empezó a trabajar en su tesis doctoral sobre el médico francés Alexis Carrel (1873-1944), cuyo libro "La incógnita del hombre", que durante un par de décadas tuvo bastante difusión en Europa y América (y en el cual se defendían algunas ideas cercanas a postulados eugenésicos y racistas), le había impresionado notablemente. Seguramente de ese libro proviene la cantinela de mi padre de complementar las dos funciones de la medicina, curativa y preventiva, con una tercera que él denominaba "mejorativa" (llegó a crear un Instituto de Medicina Mejorativa, supongo que inspirado por la Fondation française pour l'étude des problèmes humains de Carrel, clausurada inmediatamente después de la liberación de París).
Mi padre quería doctorarse con cierta urgencia porque parece que, a instancias de Laín, se pretendían crear varias cátedras de Historia de la Medicina que sólo existía en Madrid. Según contaba él, los del Arnau de Vilanova tenían claro que ellos habrían de ganar las correspondientes oposiciones y, como eran pocos y amigos entre sí, se habían repartido ya los futuros destinos. A mi padre, por lo visto, le había tocado Sevilla, de donde era una novieta que tenía por aquellas fechas y con la que fantaseaba establecerse junto al Guadalquivir como un respetable catedrático. Sin embargo, tras salir las primeras oposiciones, se interrumpió el proceso (eso decía él, que no he podido confirmarlo) y mi padre se encontró con que se le esfumaban sus halagüeñas perspectivas. La tesis la llevaba bastante adelantada (nunca la acabó) pero como ya no corría tanta prisa decidió que para su culminación debía entrevistarse con la viuda de Carrel que vivía en la Argentina. Ni corto ni perezoso escribió a Perón solicitándole una beca y, para sorpresa de sus burlones compañeros, recibió una invitación del gobierno argentino con la correspondiente, y muy escasa, dotación económica.
Intuyo que marcharse para Argentina no obedecería exclusivamente a sus intereses académicos. No me extrañaría que pesaran razones más "materiales": frustradas sus expectativas laborales (a lo mejor también sentimentales), España no era por esos años un país muy atrayente, a diferencia de los americanos, y poco debía animarle a seguir en Madrid (desde luego, no su familia). También puede que ya por entonces empezara a desarrollar su idea de la Hispanidad, que tanto peso adquirió en su pensamiento antropológico y político y que tanto marcaría su vida posterior (y, lógicamente, la mía y, en menor medida, la de mis hermanos). Además, mi padre tenía espíritu viajero, y no paró nunca de moverse dando conferencias de un lado a otro. A lo mejor ese ser "culo inquieto" (que, curiosamente, nunca percibí hasta que he pensado sobre él después de muerto) provenía de su infancia trashumante, con una casa familiar a la que iba poco más que de visita. Como fuera, la cosa es que, en cuanto podía (y poco se podía en esos tiempos), se iba por ahí. Así, había recorrido casi toda Francia con una beca del gobierno de ese país para recoger datos sobre la vida y obra de Carrel y ahora, en el año 54, se atrevía a cruzar el charco.
Mi madre me dice que viajó con algunos colegas pero éstos, a los pocos días y acabado el motivo que los llevó a Buenos Aires, se regresaron. Mi padre, en cambio, permanecería en América hasta junio del 57, unos tres años durante los cuales recorrió, además de la Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela, Cuba, República Dominicana y Puerto Rico. En esos años hizo innumerables amigos, recurriendo, supongo, a su labia y simpatía. Gracias a sus dotes oratorias y su notable capacidad didáctica, pudo ir sobreviviendo de ciudad en ciudad dando conferencias (me imagino que, a través de los amigos que sucesivamente iba haciendo, se organizaba su itinerario), porque no tenía nada de dinero. Contaba, por ejemplo, que era una broma suya más que conocida la de "amenazar" con ser él quien pagaba una ronda de copas diciendo a los amigos: "a que saco el dólar" (dólar que, desde luego, logró estirar milagrosamente). Claro que no faltaron ocasiones en que, entre conferencia y conferencia, hubo de recurrir a otras actividades para pagarse alojamiento y comida, como en Caracas, donde estuvo varios días lavando platos en un restaurante hasta que el dueño del mismo vio su foto en un periódico que anunciaba la conferencia de un joven médico español y le impidió seguir con esas tareas.
Luego, ya casado y con hijos, volvería muchas veces a América, uno de los amores más firmes de su vida. Pero con lo dicho hasta aquí creo que están los antecedentes necesarios para referirme a la anécdota habanera que me recordó el libro de Cabrera Infante que estoy a punto de acabar.
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