Para Alicia
No soy nada aficionado a la prensa rosa y de ahí que me violente publicar este post pero algunos amigos me han pedido conocer mis impresiones de la famosa boda y la amistad es la amistad, desde luego. Lo cierto es que no había recibido la invitación de Buckingham y aunque me extrañaba y (no he de negarlo) un poquillo me escocía, más intensa era la sensación de alivio. Parecía que iba a poder escaquearme del previsible coñazo protocolario, con la ventaja añadida de que, si en un futuro la ocasión se prestaba, podría, con las más sutiles y británicas ironías, reprocharles el olvido a los Windsor. Pero mi gozo en un pozo cuando el lunes me suena el móvil y oigo la voz del mayordomo de Carlos (sí, ése que le aprieta el tubo del dentífrico) para preguntarme de parte de los señores que cómo es que no había confirmado mi asistencia. A punto estuve de decirle que no estaba dispuesto a soportar los chistes malos de Elton John, pero me contuve y con mi más meliflua voz e imitando el acento de Cambridge (elegante alusión al título que habrían de calzarse los novios tras la ceremonia) le informé de que no me habían invitado, lo que, me apresuré a añadir, no me sorprendía ni molestaba, consciente de que la crisis económica obligaba a sus majestades a afrontar ahorros inevitables. Erwann, que así se llama el fámulo, me interrumpió con un discurso atropellado plagado de "oh sir" en el que me aseguraba que tenía que haber habido algún error, que mi tarjetón había sido uno de los que primero se habían impreso y que la Queen se llevaría un disgusto de muerte si yo no asistía al enlace de su nieto mayor. El tono era tan compungido y tanta la abundancia de hipérboles (algo inusitado en todo inglés que se precie) que me temí que, en efecto, graves consecuencias podían derivarse de que el viernes fuera yo a la oficina. A lo mejor, me dije, mi ausencia era el golpe de gracia para la monarquía, y fantaseé con la visión de una Elisabeth compungida anunciando su dimisión y toda la familia real con las maletas a rastras camino del aeropuerto. Pero, aunque votaría por la abolición de cualquier monarquía, mis principios morales me impiden provocar conscientemente crisis políticas o sociales y, además, pese a lo patoso que es, el orejón me cae simpático; de modo que informé a Erwann de que vale, que sí, que ahí estaría, siempre, claro, que me enviaran a tiempo la invitación y me organizaran transporte y alojamiento.
Hay que reconocer que el director de la BBC (no hablo de la televisión pública británica, sino de la secretaría de protocolo de Buckingham, popularmente conocida como departamento de Bodas, Banquetes y Celebraciones) es eficaz, pues el miércoles a las ocho de la mañana, justo cuando salía de la ducha, suena el interfono y un mensajero subió a entregarme un sobre acolchado en el cual, amén del tarjetón que antes no había llegado (distraído sin duda por algunos envidiosillos que yo me sé de la corte londinense), venían dos pasajes de Ryanair desde Tenerife Sur al aeropuerto de Luton. Con tan poca anticipación, K no podía acompañarme a la Gran Bretaña (los permisos en su trabajo hay que pedirlos al menos una semana antes), aparte de que, como a mí, tampoco le apetecía nada. Lo de ir solo a una boda resulta siempre un poco deprimente, así que telefoneé a Erwann para que me consiguiera alguna partenaire de buena figura que me permitiera quedar bien en las fotos de las revistas. De paso, le afeé que el viaje fuera en una compañía low-cost para colmo irlandesa y no en la clase preferente de la British Airways y él, abochornado, me explicó que eso sí se debía a la crisis pertinaz y también a una moción parlamentaria de los laboristas (esos republicanos hipócritas) que censuraban los gastos protocolarios palaciegos. No obstante, me aseguró, previa sisa del presupuesto de Carlos, se ocuparía de conseguirme una escultural acompañante que me iría a recoger en la preceptiva limusina a ese cutre aeropuerto. Me conformé (¿qué iba a hacer?) aunque el plan se me antojaba una paliza: llegaba a Luton casi a las once de la noche del jueves y me volvía para Tenerife a las 11 de la mañana del sábado. Todo fuera por la vieja Isabel y la Commonwealth.
A las tantas de la noche (el vuelo se retrasó) aterricé en las tierras del antiguo condado de Bedfordshire, a más de cincuenta kilómetros de Londres. Tal como Erwann me había prometido, me esperaba un mujerón espectacular, tanto que barrunté que quizá tuviera algún atributo más que los que las féminas traen de serie, sospecha que casi me quedó confirmada con el tono grave con que me saludó a la par que, confianzuda, agachaba la cabeza para darme sendos besos. No me preocupé demasiado porque las suites del Savoy, que es donde siempre me he alojado en mis visitas a los Windsor, son lo suficientemente amplias como para evitar cualquier situación embarazosa. Sin embargo, a poco de acomodarnos en la limusina, me suena el móvil y de nuevo Erwann que me informa, primero, que no dormiría en el Savoy sino en un coqueto cottage propiedad de la familia de Camilla Parker-Bowles y, segundo, que si no tendría inconveniente en, tras dejar allí a mi ambigua acompañante, pasarme por el hotel Goring, donde Catalina estaba sumida en una tremenda crisis nerviosa. Por exigencias de discreción profesional, no puedo en este post explicar los detalles, pero sí apuntaré que el nerviosismo de Kate tenía que ver con algunos detalles del vestido de novia que no le convencían, y no era tanto por el diseño sino por una errónea percepción (baja autoestima, diría yo, porque la chica es una monada) sobre la calidad estética de ciertas partes de su cuerpo que el vestido no alcanzaba a revalorizar como ella esperaba. De todos modos, tampoco era para tanto; un simple nerviosismo muy explicable cuando se va a pasar de plebeya a duquesa y futura reina consorte, y no me costó nada devolver a todos los allí presentes la serenidad, máxime cuando esta chica Middleton (hay que decirlo) es muy madura, mucho más de lo que en su misma situación demostró ser lady Di (qepd), pero claro, son otros tiempos, y de lo pasado se aprende. En fin, que entre unas y otras tonterías, acabé llegando al cottage ya de madrugada. En el único dormitorio y sobre la enorme cama matrimonial dormía despatarrada mi escultural (y gigantesca) modelo. Como no era cuestión de despertarla ni de desvelar misterios, me acosté en el sofá de la salita confiando en dormir la dosis mínima de sueño para aguantar lo que venía unas pocas horas después.
En fin, que madrugón porque a las ocho arrancaba la limusina con nuestras dos personas y dos motoristas de escolta en cuanto entramos en la City of Westminster, avisados electrónicamente gracias al chip de los dos tarjetones reales. A las diez menos cuarto, Aphrodisia (así dijo llamarse mi resplandeciente pareja) y yo desfilábamos por la alfombra del pasillo central de la abadía, justo detrás de la ex-spicegirl y el tontín de Beckham (para los amantes del cotilleo: nos sentamos en el mismo banco y parece que David y Aphrodisia se gustaron porque, a escondidas de Victoria, no pararon de amagar coqueteos infantiles, lo que no me vino mal para entretener la hora más que larga hasta que empezó la "acción"; quién sabe lo que habrá sucedido en las horas finales del bodorrio entre ambos). No me voy a extender con lo que pasó, que quienes tuvieron interés pudieron seguir la ceremonia por la tele, ver cómo se empezó a animar el cotarro cuando aparecieron los sangres azules (los plebeyos llevábamos ya un buen rato perdiendo el tiempo), y mucho más con el orejón y la Camilla y no digamos con la vieja señora toda de amarillo con guantes y zapatos cremas; para mí de muy mal fario, pero seguro que tiene algún significado litúrgico-monárquico que se me escapa. Y luego la piba, blanca y radiante iba la novia, oiga; es que la chica es mona y para mí que tiene bien cogido a Willie boy, más bien tímido el chaval, con ese rubor tan británico que le viene de los Spencer (aunque, por cierto, el colorado de su piel no podía alcanzar nunca la escandalosa tonalidad escarlata del uniforme de coronel de los guardias irlandeses). En fin, que la boda religiosa muy bonita y emotiva, incluyendo el God Save the Queen que todos cantaron entusiasmados mientras yo, que no me sé la letra, tarareaba y me aguantaba las ganas de ondear los dos banderines con la enseña británica que había arrancado del capó de la limusina antes de entrar en la iglesia.
Muy emotivo y bonito, sí, que es lo que se dice siempre, pero la verdad es que yo soy poco de ceremonias y no veía la hora que acabase, máxime cuando el estómago no dejaba de recordarme que desde las siete y media no le echaba nada dentro. Y acabó, es cierto, y nos fuimos muy ordenaditos hacia los coches camino de palacio, mientras los recién casados se daban su paseillo en la calesa de época (más que amortizada está ya) por las calles de Londres para recibir el fervor idolátrico de sus súbditos que, al fin y al cabo, es de eso de lo que se trata fundamentalmente, pues todo es marketing y más que nada las instituciones tradicionales, especialmente cuando han sido tan cuestionadas en los últimos años. A este respecto, en mi calidad de testigo presencial, puedo asegurarles que la operación publicitaria le ha salido redonda a Her Majesty, tanto que hasta brilló el sol y no cayó ninguna gota pese al anuncio contrario del servicio meteorológico. Bueno, pues durante ese rato en que todos estaban pendientes de la feliz pareja, incluyendo la posterior salida al balcón para el ya célebre beso público, Aphrodisia et moi departíamos con algunos invitados de trivialidades inocentes y picoteábamos canapés ansiosamente, no porque fuesen deliciosos (más bien eran flojillos, como me temía, que ni siquiera en Buckingham hay buena cocina). Naturalmente, no íbamos a quedarnos al almuerzo (sólo uno de cada tres accedía al comedor de doña Elisabeth) y lo de ir por la tarde a la fiestecilla privada de los novios, aunque podía, no me parecía nada procedente a mis años y en mis circunstancias. Estaba pues ahí como un pasmarote, con ganas de escaparme, quitarme el smoking e irme a dar un paseo por Londres, pero sabiendo que en cualquier momento el orejón o el estirado de su padre podrían llamarme. Así fue, poco antes de que los que no comían sentados iniciaran su retirada, y tampoco me dijeron nada que no supiera ni, mucho menos, que justificara el empeño de la reina en que me desplazase a la boda. Pero así son los caprichos de los Windsor y uno tiene que aceptarlos y hasta fingir que se les está muy agradecidos, lo que declaré en el besamanos a la soberana, oronda y sonriente ella, con un brillo en la mirada que se me antojó hasta pícaro. Antes de salir del Palacio de Buckingham hablé un momento con Calibán (por supuesto es un nombre en clave), mi enlace de Scotland Yard quien, además de garantizarme que trucarían adecuadamente todas las imágenes de la boda en las que yo apareciera, autorizó a Aphrodisia la asistencia a la fiesta de William y Kate, de modo que la dejé tan contenta que mucho tuve que esforzarme en disuadirla de que en agradecimiento me demostrara sus excelentes dotes eróticas. Se quedó arreglándose en nuestro cottage con la limusina a su disposición y yo pedí un taxi hasta Piccadilly. Las cuatro o cinco horas que paseé por el centro de Londres, disfrutando de la animación de una de las ciudades más entretenidas del mundo, fueron una medicina fantástica para el estrés que me agobia últimamente. Cuando volví a la villa de los Parker-Bowles no había nadie. Pude dormir ocho horas seguidas y llegar con tiempo de sobra a mi vuelo de regreso. Desde ayer a media tarde estoy de vuelta en Tenerife.
Hay que reconocer que el director de la BBC (no hablo de la televisión pública británica, sino de la secretaría de protocolo de Buckingham, popularmente conocida como departamento de Bodas, Banquetes y Celebraciones) es eficaz, pues el miércoles a las ocho de la mañana, justo cuando salía de la ducha, suena el interfono y un mensajero subió a entregarme un sobre acolchado en el cual, amén del tarjetón que antes no había llegado (distraído sin duda por algunos envidiosillos que yo me sé de la corte londinense), venían dos pasajes de Ryanair desde Tenerife Sur al aeropuerto de Luton. Con tan poca anticipación, K no podía acompañarme a la Gran Bretaña (los permisos en su trabajo hay que pedirlos al menos una semana antes), aparte de que, como a mí, tampoco le apetecía nada. Lo de ir solo a una boda resulta siempre un poco deprimente, así que telefoneé a Erwann para que me consiguiera alguna partenaire de buena figura que me permitiera quedar bien en las fotos de las revistas. De paso, le afeé que el viaje fuera en una compañía low-cost para colmo irlandesa y no en la clase preferente de la British Airways y él, abochornado, me explicó que eso sí se debía a la crisis pertinaz y también a una moción parlamentaria de los laboristas (esos republicanos hipócritas) que censuraban los gastos protocolarios palaciegos. No obstante, me aseguró, previa sisa del presupuesto de Carlos, se ocuparía de conseguirme una escultural acompañante que me iría a recoger en la preceptiva limusina a ese cutre aeropuerto. Me conformé (¿qué iba a hacer?) aunque el plan se me antojaba una paliza: llegaba a Luton casi a las once de la noche del jueves y me volvía para Tenerife a las 11 de la mañana del sábado. Todo fuera por la vieja Isabel y la Commonwealth.
A las tantas de la noche (el vuelo se retrasó) aterricé en las tierras del antiguo condado de Bedfordshire, a más de cincuenta kilómetros de Londres. Tal como Erwann me había prometido, me esperaba un mujerón espectacular, tanto que barrunté que quizá tuviera algún atributo más que los que las féminas traen de serie, sospecha que casi me quedó confirmada con el tono grave con que me saludó a la par que, confianzuda, agachaba la cabeza para darme sendos besos. No me preocupé demasiado porque las suites del Savoy, que es donde siempre me he alojado en mis visitas a los Windsor, son lo suficientemente amplias como para evitar cualquier situación embarazosa. Sin embargo, a poco de acomodarnos en la limusina, me suena el móvil y de nuevo Erwann que me informa, primero, que no dormiría en el Savoy sino en un coqueto cottage propiedad de la familia de Camilla Parker-Bowles y, segundo, que si no tendría inconveniente en, tras dejar allí a mi ambigua acompañante, pasarme por el hotel Goring, donde Catalina estaba sumida en una tremenda crisis nerviosa. Por exigencias de discreción profesional, no puedo en este post explicar los detalles, pero sí apuntaré que el nerviosismo de Kate tenía que ver con algunos detalles del vestido de novia que no le convencían, y no era tanto por el diseño sino por una errónea percepción (baja autoestima, diría yo, porque la chica es una monada) sobre la calidad estética de ciertas partes de su cuerpo que el vestido no alcanzaba a revalorizar como ella esperaba. De todos modos, tampoco era para tanto; un simple nerviosismo muy explicable cuando se va a pasar de plebeya a duquesa y futura reina consorte, y no me costó nada devolver a todos los allí presentes la serenidad, máxime cuando esta chica Middleton (hay que decirlo) es muy madura, mucho más de lo que en su misma situación demostró ser lady Di (qepd), pero claro, son otros tiempos, y de lo pasado se aprende. En fin, que entre unas y otras tonterías, acabé llegando al cottage ya de madrugada. En el único dormitorio y sobre la enorme cama matrimonial dormía despatarrada mi escultural (y gigantesca) modelo. Como no era cuestión de despertarla ni de desvelar misterios, me acosté en el sofá de la salita confiando en dormir la dosis mínima de sueño para aguantar lo que venía unas pocas horas después.
En fin, que madrugón porque a las ocho arrancaba la limusina con nuestras dos personas y dos motoristas de escolta en cuanto entramos en la City of Westminster, avisados electrónicamente gracias al chip de los dos tarjetones reales. A las diez menos cuarto, Aphrodisia (así dijo llamarse mi resplandeciente pareja) y yo desfilábamos por la alfombra del pasillo central de la abadía, justo detrás de la ex-spicegirl y el tontín de Beckham (para los amantes del cotilleo: nos sentamos en el mismo banco y parece que David y Aphrodisia se gustaron porque, a escondidas de Victoria, no pararon de amagar coqueteos infantiles, lo que no me vino mal para entretener la hora más que larga hasta que empezó la "acción"; quién sabe lo que habrá sucedido en las horas finales del bodorrio entre ambos). No me voy a extender con lo que pasó, que quienes tuvieron interés pudieron seguir la ceremonia por la tele, ver cómo se empezó a animar el cotarro cuando aparecieron los sangres azules (los plebeyos llevábamos ya un buen rato perdiendo el tiempo), y mucho más con el orejón y la Camilla y no digamos con la vieja señora toda de amarillo con guantes y zapatos cremas; para mí de muy mal fario, pero seguro que tiene algún significado litúrgico-monárquico que se me escapa. Y luego la piba, blanca y radiante iba la novia, oiga; es que la chica es mona y para mí que tiene bien cogido a Willie boy, más bien tímido el chaval, con ese rubor tan británico que le viene de los Spencer (aunque, por cierto, el colorado de su piel no podía alcanzar nunca la escandalosa tonalidad escarlata del uniforme de coronel de los guardias irlandeses). En fin, que la boda religiosa muy bonita y emotiva, incluyendo el God Save the Queen que todos cantaron entusiasmados mientras yo, que no me sé la letra, tarareaba y me aguantaba las ganas de ondear los dos banderines con la enseña británica que había arrancado del capó de la limusina antes de entrar en la iglesia.
Muy emotivo y bonito, sí, que es lo que se dice siempre, pero la verdad es que yo soy poco de ceremonias y no veía la hora que acabase, máxime cuando el estómago no dejaba de recordarme que desde las siete y media no le echaba nada dentro. Y acabó, es cierto, y nos fuimos muy ordenaditos hacia los coches camino de palacio, mientras los recién casados se daban su paseillo en la calesa de época (más que amortizada está ya) por las calles de Londres para recibir el fervor idolátrico de sus súbditos que, al fin y al cabo, es de eso de lo que se trata fundamentalmente, pues todo es marketing y más que nada las instituciones tradicionales, especialmente cuando han sido tan cuestionadas en los últimos años. A este respecto, en mi calidad de testigo presencial, puedo asegurarles que la operación publicitaria le ha salido redonda a Her Majesty, tanto que hasta brilló el sol y no cayó ninguna gota pese al anuncio contrario del servicio meteorológico. Bueno, pues durante ese rato en que todos estaban pendientes de la feliz pareja, incluyendo la posterior salida al balcón para el ya célebre beso público, Aphrodisia et moi departíamos con algunos invitados de trivialidades inocentes y picoteábamos canapés ansiosamente, no porque fuesen deliciosos (más bien eran flojillos, como me temía, que ni siquiera en Buckingham hay buena cocina). Naturalmente, no íbamos a quedarnos al almuerzo (sólo uno de cada tres accedía al comedor de doña Elisabeth) y lo de ir por la tarde a la fiestecilla privada de los novios, aunque podía, no me parecía nada procedente a mis años y en mis circunstancias. Estaba pues ahí como un pasmarote, con ganas de escaparme, quitarme el smoking e irme a dar un paseo por Londres, pero sabiendo que en cualquier momento el orejón o el estirado de su padre podrían llamarme. Así fue, poco antes de que los que no comían sentados iniciaran su retirada, y tampoco me dijeron nada que no supiera ni, mucho menos, que justificara el empeño de la reina en que me desplazase a la boda. Pero así son los caprichos de los Windsor y uno tiene que aceptarlos y hasta fingir que se les está muy agradecidos, lo que declaré en el besamanos a la soberana, oronda y sonriente ella, con un brillo en la mirada que se me antojó hasta pícaro. Antes de salir del Palacio de Buckingham hablé un momento con Calibán (por supuesto es un nombre en clave), mi enlace de Scotland Yard quien, además de garantizarme que trucarían adecuadamente todas las imágenes de la boda en las que yo apareciera, autorizó a Aphrodisia la asistencia a la fiesta de William y Kate, de modo que la dejé tan contenta que mucho tuve que esforzarme en disuadirla de que en agradecimiento me demostrara sus excelentes dotes eróticas. Se quedó arreglándose en nuestro cottage con la limusina a su disposición y yo pedí un taxi hasta Piccadilly. Las cuatro o cinco horas que paseé por el centro de Londres, disfrutando de la animación de una de las ciudades más entretenidas del mundo, fueron una medicina fantástica para el estrés que me agobia últimamente. Cuando volví a la villa de los Parker-Bowles no había nadie. Pude dormir ocho horas seguidas y llegar con tiempo de sobra a mi vuelo de regreso. Desde ayer a media tarde estoy de vuelta en Tenerife.
God Save the Queen - Sex Pistols (Never mind the bollocks, 1977)
PS: Naturalmente ésta no es la canción que entonamos en la Abadía de Westminster, sino el célebre himno fundacional del punk de innegables influencias anarquistas. Han pasado 34 años y uno diría que hay ahora más motivos que entonces para rabiosas pataletas como ésta (que no te digan lo que quieres / que no te digan lo que necesitas / no hay futuro, no hay futuro / no hay futuro para ti).
Pues yo creo que hiciste muy bien en ir. A mí también me parecen pesados y aburridos, pero tampoco hubiera sido correcto de tu parte negarte a apoyarlos. Como bien señalás, tu ausencia podría haber marcado el fin de la monarquía británica...
ResponderEliminarEstoy segura de que me invitación se debe haber perdido en el camino (seguramente ahorraron con un envío simple)y los recortes presupuestarios no les permiten hacer llamadas fuera de Europa.
A vos te lo puedo decir. Fue un alivio y aunque me hubieran llamado, no hubiera ido. ¿Acaso esa Kate se cree que me puede invitar a último momento?
Un beso
Alicia
Cómo siento no haber podido estar allí.
ResponderEliminar("I was made in England", cantaba el otro...)
Yo,sí que te vi en Westminster Abbey. Estuve sentada justo detras de ti.
ResponderEliminarMe gusta la Kate esa, atractiva y con cara de lista y divertida, inyectará sangre nueva a esos Windsor de mierda
ResponderEliminarMe has decepcionado, Miroslav. Para una vez que podías hacer algo efectivo contra una monarquía, al final vas y te rajas. (Quiero decir: te rajas y vas).
ResponderEliminarLa verdad es que esperaba una actitu mas antimonarquica de tu parte, pero bueno quien no se tienta de pasar momentos con mendoza, la monarquia y otras celebridades varias
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