Un niño que rondará los dos años. La imagen es de 1900 y fue tomada en Valencia, supongo que en un estudio fotográfico, en cuyo caso el difuso fondo con apariencia de paisaje agrario sería un decorado. A lo mejor también es artificioso ese vestidito, más de niña que de varoncito; quizá (mis conocimientos del folklore levantino son nulos) se trate de un traje huertano o a lo mejor era la prenda más de gala que tenían sus padres. Tengo el vago recuerdo de que este niño era el primogénito pero puede que me equivoque; puede que tuviera una hermana mayor y hubiese heredado el vestido, al menos para la foto oficial. Supongo que ésta debe ser la primera que le tomaron (al menos no nos han llegado más antiguas). Ya es un chiquilín sanote, que ha superado los riesgos de muerte de los primeros meses. Sería entonces, digo yo, cuando la costumbre mandara hacer la primera fotografía, ésa que en marco ovalado ocuparía la mesilla de noche de su madre. Costaría unos dineros la foto, imagino, un gasto extraordinario, como corresponde a un acto señero. Prácticamente nada sé de los padres del niño, aunque sí que no andaban sobrados de recursos; ah, y también sus nombres: Vicente y Justa Manuela. ¿A qué se dedicarían? ¿Serían agricultores y por eso escogieron ese fondo para la foto? No lo puedo descartar pero no lo creo. Me los represento viviendo en la parte vieja de la ciudad y caminando por las callejas de trazado árabe al oriente de la Catedral, el matrimonio con el niño en brazos (¿y la hermanita?), a lo mejor también algunos parientes porque después de la sesión irían todos a celebrarlo en una merienda, y a beber horchata. Puede que ese mismo día, antes de llegar al estudio del artista, le hubieran comprado a Eduardito, que así se llamaba el crío, el aro que sostiene. Hay más seguridad en las manos asiendo el aro que en la expresión de la carita en la que se dibuja un enternecedor estupor infantil. Bonito chiquillo.
Nueva foto de estudio, veinte años después, de la misma persona. Ahora es un chico joven con rasgos y expresión muy distintos del niño de antes. Sin embargo, se identifica fácilmente que es la misma cabeza, que siguen inalterables las formas básicas del modelado facial (las cuencas oculares, el mentón, la frente). Mas el gesto, la mirada … Leo en esos ojos tristeza y también ira, amor propio y desprecio, pero intuyo que son afecciones impostadas. Llevo un rato largo mirando ese rostro que no me devuelve la mirada aun cuando se le nota tan consciente de ser mirado, incluso ahora, casi un siglo después, cuando hace mucho que ya no existe, que de esa imagen quedarán sólo huesos. Llevo un rato largo mirándolo y siento el dolor de alguien que no se quiere; ¿qué adolescente se quiere? Me clavo en los ojos y por momentos los veo a punto de llorar, acuosos. Se me dirá que es la mirada típica del miope y sí, puede que sea eso. En todo caso, la boca, pese a su sensual carnosidad, niega las tentaciones de los ojos y expresa la determinación de que sabe lo que ha de hacer. Seguramente ya por entonces este chaval sabría también lo que había de creer, pero no puedo asegurarlo, como tampoco dónde se tomo esta foto: ¿seguiría siendo Valencia? Supongo que estaría celebrando su acceso al cuerpo de Telégrafos (he de comprobar si ése es el uniforme que usaban tales funcionarios por aquellos años) y también el acontecimiento merecía nueva visita a un gabinete fotográfico. Es probable que estuviera en capilla de recibir destino, de dejar (y sería para siempre) a sus padres y demás familiares valencianos. Que yo sepa, no habría de volver más al Turia, al menos no a vivir. El chico era serio y aplicado, pero no era feliz, no había sido feliz allí, junto al Mediterráneo. Puede que el exceso de sol no le agradara; si fue así, tuvo suerte de que lo enviaran a Orense.
1927, Dictadura de Primo de Rivera, el año que se fundó la FAI, en Valencia justamente. Eduardo no era anarquista, nada podía estar más lejos de sus ideas que expresiones como Ni Dios, ni Amo, ¿ni Patria? Creo que militaba, no sé si por afinidades familiares, en la Comunión Tradicionalista, los carlistas que luego, en la República, habrían de radicalizarse a la más derecha de la CEDA. Eduardo era, desde luego, un joven de orden, respetuoso de Dios, educado. Me lo imagino como el responsable de la oficina de Telégrafos de Cea, donde vivía María Luisa, una chica de familia bien provinciana, algunas tierras en la comarca, nada del otro mundo. Me lo imagino haciéndose presentar a los padres, pidiendo permiso para acompañarlos a misa y luego para cortejar a la niña, que era la mayor de cinco hermanos. Y se casarían en ese año 27, ésta es la foto de boda, también de un profesional. Está hecho un figurín, Eduardo, flaco y alto, pies grandes y una ropa que, sin serlo, parece estarle también grande. El chico de hace siete años parece haber ganado en aplomo y también en paz de espíritu, pese a la pinta un tanto ridícula de señoritingo, sobre todo por el bigotillo (pero tal vez fueran los usos de la época). Puede que estuviera enamorado, pero qué difícil descubrirlo en la mirada miope. También pudiera ser que estuviera haciendo lo que sentía que debía hacer: obteniendo la mujer que le correspondía, la que tenía que ser madre de sus hijos y compañera abnegada. Y lo fue; María Luisa le dio cuatro hijos (uno moriría de niño) y le acompañó a Valencia y luego a Galicia, donde vivieron la guerra, y luego a Gerona, donde se murió, menos de quince años después de la boda. En la foto ese destino no lo imaginan, claro que no.
El niño, el adolescente, el joven es ya un hombre pasado el ecuador y, además, un viudo reciente. Enseguida volverá a casarse, año y medio después de la muerte de María Luisa, porque tiene tres hijos que necesitan ser atendidos. Es probable que esta foto fuera tomada con motivo de la nueva boda, quizá por deseo de la novia, una señora muy cristiana, solterona vocacional a quien su confesor convenció de que más serviría a Dios cuidando a tan triste caballero y a su prole. No fue un matrimonio por amor, eso seguro; no hay más que mirar la cara de Eduardo, esa expresión de desánimo triste, de derrota íntima, profunda. Aunque hubiera ganado la guerra y por eso se fotografía, con todo el derecho brutal de los vencedores, con el uniforme blanco de gala adornado con una medalla, el yugo y las flechas y un símbolo de sugerentes reminiscencias (vuelvo a lamentar mi ignorancia sobre la parafernalia de uniformes y condecoraciones). Pero, idiota él, se negó a cosechar las prebendas del triunfo; qué menos que un mejor destino, una jefatura en el Palacio de la Cibeles, le decían sus correligionarios. Una concepción rígida de la ética que a veces no es fácil distinguir (y menos por el propio sujeto) de la soberbia autocomplaciente, o vaya a saberse qué. Pero tras la guerra fue a Gerona, y allí, a un puesto infame donde él consideraba que más útiles serían sus servicios al frente del telégrafo (eran los años del maquis), arrastró a su familia y allí murió María Luisa. Hubo entonces de pedir un destino en Madrid, ya era demasiado tarde para las exigencias de la primera hora y, además, es probable que el orgulloso Eduardo hubiera pisado algún callo de franquistas sensibles. En la foto veo la decepción, tanto íntima como por el entorno sociopolítico, el sentimiento de que se ha equivocado y ese error ya no tiene remedio. Los rasgos afilados del rostro, la mirada apática, pero, sobre todo, es la mano izquierda, casi exánime, la más clara representación de esa especie de renuncia íntima. No obstante, había que seguir viviendo y haciendo lo que se ha de hacer, aunque ya no se crea en ello. En primer lugar, casarse de nuevo.
Y ya la última, también ésta una foto de estudio (puede leerse el nombre en la parte inferior izquierda), ahora de mediados de los sesenta, algo más de veinte años después de la anterior; demasiado tiempo ha pasado, el hombre es casi un anciano, de hecho le quedan unos diez años de vida. Sin embargo, no lo veo tan viejo para como aparece en mis recuerdos infantiles: ¿tendrá la fotografía algún retoque? En todo caso, también ésta debe tener un motivo celebratorio, la jubilación, tal vez; eso explicaría el uniforme, esta vez más discreto, más "de diario", pero qué sé yo … Sonríe Eduardo y casi parece hacerlo desde el corazón, puede que hubiera encontrado un benigno equilibrio interior; hasta los ojos, pese al engañoso efecto de la diferencia de tamaños debido al tremendo culo de botella que era su lente derecha, hasta los ojos parecen contentos, sobre todo si los comparamos con las tres fotos anteriores. La frente casi igual de despejada que cuando era un chaval veinteañero (apenas perdió pelo, de él no me viene mi calvicie) y el mismo peinado que llevaba al acabar la guerra; hasta un ligero aire de coquetería me parece adivinarle, a él, tan enemigo de las veleidades frívolas. Si acierto y esta imagen corresponde a su jubilación sería a partir de entonces cuando empezaría a construir el tren eléctrico que me regaló hacia mis diez u once años; era espectacular: un circuito ferroviario a través de un paisaje cambiante, con sus estaciones y la máquina y los vagones, todo embutido en una caja de uno y medio por uno y medio que se tapaba con un tablero para convertirse en mesa. Pese al regalo, tan espectacular en aquellos tiempos, no recuerdo que lo quisiera demasiado. Tampoco él supo demasiado bien cómo acercarse y dar afecto a sus nietos en sus demasiado formales visitas a casa. Casi ni nos conocimos entonces y ahora, cuando lleva treinta y cinco años muerto dedico unos ratos largos a mirar los rostros que tuvo y a evocarlo.
Nueva foto de estudio, veinte años después, de la misma persona. Ahora es un chico joven con rasgos y expresión muy distintos del niño de antes. Sin embargo, se identifica fácilmente que es la misma cabeza, que siguen inalterables las formas básicas del modelado facial (las cuencas oculares, el mentón, la frente). Mas el gesto, la mirada … Leo en esos ojos tristeza y también ira, amor propio y desprecio, pero intuyo que son afecciones impostadas. Llevo un rato largo mirando ese rostro que no me devuelve la mirada aun cuando se le nota tan consciente de ser mirado, incluso ahora, casi un siglo después, cuando hace mucho que ya no existe, que de esa imagen quedarán sólo huesos. Llevo un rato largo mirándolo y siento el dolor de alguien que no se quiere; ¿qué adolescente se quiere? Me clavo en los ojos y por momentos los veo a punto de llorar, acuosos. Se me dirá que es la mirada típica del miope y sí, puede que sea eso. En todo caso, la boca, pese a su sensual carnosidad, niega las tentaciones de los ojos y expresa la determinación de que sabe lo que ha de hacer. Seguramente ya por entonces este chaval sabría también lo que había de creer, pero no puedo asegurarlo, como tampoco dónde se tomo esta foto: ¿seguiría siendo Valencia? Supongo que estaría celebrando su acceso al cuerpo de Telégrafos (he de comprobar si ése es el uniforme que usaban tales funcionarios por aquellos años) y también el acontecimiento merecía nueva visita a un gabinete fotográfico. Es probable que estuviera en capilla de recibir destino, de dejar (y sería para siempre) a sus padres y demás familiares valencianos. Que yo sepa, no habría de volver más al Turia, al menos no a vivir. El chico era serio y aplicado, pero no era feliz, no había sido feliz allí, junto al Mediterráneo. Puede que el exceso de sol no le agradara; si fue así, tuvo suerte de que lo enviaran a Orense.
1927, Dictadura de Primo de Rivera, el año que se fundó la FAI, en Valencia justamente. Eduardo no era anarquista, nada podía estar más lejos de sus ideas que expresiones como Ni Dios, ni Amo, ¿ni Patria? Creo que militaba, no sé si por afinidades familiares, en la Comunión Tradicionalista, los carlistas que luego, en la República, habrían de radicalizarse a la más derecha de la CEDA. Eduardo era, desde luego, un joven de orden, respetuoso de Dios, educado. Me lo imagino como el responsable de la oficina de Telégrafos de Cea, donde vivía María Luisa, una chica de familia bien provinciana, algunas tierras en la comarca, nada del otro mundo. Me lo imagino haciéndose presentar a los padres, pidiendo permiso para acompañarlos a misa y luego para cortejar a la niña, que era la mayor de cinco hermanos. Y se casarían en ese año 27, ésta es la foto de boda, también de un profesional. Está hecho un figurín, Eduardo, flaco y alto, pies grandes y una ropa que, sin serlo, parece estarle también grande. El chico de hace siete años parece haber ganado en aplomo y también en paz de espíritu, pese a la pinta un tanto ridícula de señoritingo, sobre todo por el bigotillo (pero tal vez fueran los usos de la época). Puede que estuviera enamorado, pero qué difícil descubrirlo en la mirada miope. También pudiera ser que estuviera haciendo lo que sentía que debía hacer: obteniendo la mujer que le correspondía, la que tenía que ser madre de sus hijos y compañera abnegada. Y lo fue; María Luisa le dio cuatro hijos (uno moriría de niño) y le acompañó a Valencia y luego a Galicia, donde vivieron la guerra, y luego a Gerona, donde se murió, menos de quince años después de la boda. En la foto ese destino no lo imaginan, claro que no.
El niño, el adolescente, el joven es ya un hombre pasado el ecuador y, además, un viudo reciente. Enseguida volverá a casarse, año y medio después de la muerte de María Luisa, porque tiene tres hijos que necesitan ser atendidos. Es probable que esta foto fuera tomada con motivo de la nueva boda, quizá por deseo de la novia, una señora muy cristiana, solterona vocacional a quien su confesor convenció de que más serviría a Dios cuidando a tan triste caballero y a su prole. No fue un matrimonio por amor, eso seguro; no hay más que mirar la cara de Eduardo, esa expresión de desánimo triste, de derrota íntima, profunda. Aunque hubiera ganado la guerra y por eso se fotografía, con todo el derecho brutal de los vencedores, con el uniforme blanco de gala adornado con una medalla, el yugo y las flechas y un símbolo de sugerentes reminiscencias (vuelvo a lamentar mi ignorancia sobre la parafernalia de uniformes y condecoraciones). Pero, idiota él, se negó a cosechar las prebendas del triunfo; qué menos que un mejor destino, una jefatura en el Palacio de la Cibeles, le decían sus correligionarios. Una concepción rígida de la ética que a veces no es fácil distinguir (y menos por el propio sujeto) de la soberbia autocomplaciente, o vaya a saberse qué. Pero tras la guerra fue a Gerona, y allí, a un puesto infame donde él consideraba que más útiles serían sus servicios al frente del telégrafo (eran los años del maquis), arrastró a su familia y allí murió María Luisa. Hubo entonces de pedir un destino en Madrid, ya era demasiado tarde para las exigencias de la primera hora y, además, es probable que el orgulloso Eduardo hubiera pisado algún callo de franquistas sensibles. En la foto veo la decepción, tanto íntima como por el entorno sociopolítico, el sentimiento de que se ha equivocado y ese error ya no tiene remedio. Los rasgos afilados del rostro, la mirada apática, pero, sobre todo, es la mano izquierda, casi exánime, la más clara representación de esa especie de renuncia íntima. No obstante, había que seguir viviendo y haciendo lo que se ha de hacer, aunque ya no se crea en ello. En primer lugar, casarse de nuevo.
Y ya la última, también ésta una foto de estudio (puede leerse el nombre en la parte inferior izquierda), ahora de mediados de los sesenta, algo más de veinte años después de la anterior; demasiado tiempo ha pasado, el hombre es casi un anciano, de hecho le quedan unos diez años de vida. Sin embargo, no lo veo tan viejo para como aparece en mis recuerdos infantiles: ¿tendrá la fotografía algún retoque? En todo caso, también ésta debe tener un motivo celebratorio, la jubilación, tal vez; eso explicaría el uniforme, esta vez más discreto, más "de diario", pero qué sé yo … Sonríe Eduardo y casi parece hacerlo desde el corazón, puede que hubiera encontrado un benigno equilibrio interior; hasta los ojos, pese al engañoso efecto de la diferencia de tamaños debido al tremendo culo de botella que era su lente derecha, hasta los ojos parecen contentos, sobre todo si los comparamos con las tres fotos anteriores. La frente casi igual de despejada que cuando era un chaval veinteañero (apenas perdió pelo, de él no me viene mi calvicie) y el mismo peinado que llevaba al acabar la guerra; hasta un ligero aire de coquetería me parece adivinarle, a él, tan enemigo de las veleidades frívolas. Si acierto y esta imagen corresponde a su jubilación sería a partir de entonces cuando empezaría a construir el tren eléctrico que me regaló hacia mis diez u once años; era espectacular: un circuito ferroviario a través de un paisaje cambiante, con sus estaciones y la máquina y los vagones, todo embutido en una caja de uno y medio por uno y medio que se tapaba con un tablero para convertirse en mesa. Pese al regalo, tan espectacular en aquellos tiempos, no recuerdo que lo quisiera demasiado. Tampoco él supo demasiado bien cómo acercarse y dar afecto a sus nietos en sus demasiado formales visitas a casa. Casi ni nos conocimos entonces y ahora, cuando lleva treinta y cinco años muerto dedico unos ratos largos a mirar los rostros que tuvo y a evocarlo.
Dile a la Vida - Alfredo Zitarrosa (Mis 30 mejores canciones, 1998)
A los niños tan pequeños en esa época se les vestía con faldas independientemente de su sexo
ResponderEliminarEstás muy productivo últimamente, casi no doy a basto leyéndote
no dar abasto
ResponderEliminarEl lenguaje de las fotos. ¡ Qué bien lo entiendes !
ResponderEliminarQué alegría la foto de la boda! Lástima que no sea en color y no se aprecie el vestido blanco ni la sonrisa alba!
ResponderEliminarEn fin, que muy bien interpretadas las alegres fotos.
Un besote
Dar abasto es la manera adecuada de escribir la expresión que significa 'bastar, rendir lo suficiente'; la forma dar a basto, en tres palabras, es incorrecta.
ResponderEliminarMe ha encantado. Por eso adoro las fotografías de entonces, las que se hacían en momentos clave : infancia, adolescencia, matrimonio, senectud. Las fotografías de entonces no reconstruyen la imagen pero dan pmistas y permiten que te equivoques. Ahora la gente tiene demasiadas fotos, no las soporto, no soporto los testimonios gráficos de cada excursión ni los ruegos de " una foto, una foto". Amo la fotografía por eso odio estos tiempos digitales modernos. Y todo para decirte que ha sido una bonita reconstrucción de tu antepasado, parece que vivió como había de vivirse y sólo cuando estaba libre de responsabilidades, a los sesenta, se pudo permitir el lujo de sonreir.
ResponderEliminarLos vestidos de novia eran negros en aquella época.
ResponderEliminarAmaranta, que ya..
ResponderEliminarLansky: No sabía lo de las vestimentas con faldas. Me cuadra más eso como esplicación porque no me suena que mi abuelo era el hijo primogénito.
ResponderEliminarAnónimo y Lupita: Dar abasto es efectivamente la manera correcta de escribir lo que defines. Pero dar a basto, que es lo que quiere decir Lansky, es una expresión corriente en la Maragatería, derivada de un juego de la baraja española algo parecido al tute, que alude a un trabajo duro. Por tanto, cuando Lansky dice que leyendo mis post no da a basto (también puede decirse "a bastos") está comentando que ni tiempo le queda para hacer su extenuante trabajo.
C.C.: Gracias. No sé que tanto entenderé ese lenguaje; lo único que he hecho ha sido intentar poner por escrito parte de lo que me transmitían los cambiantes rostros de mi abuelo.
Zafferano: Ay, cómo te gustan las bodas. Siempre tan romántica.
Emma: La verdad es que sí, que tienes razón en lo de la actual banalización de la fotografía (y no digamos de la filmación en video de casi todo). El exceso abarata el producto, es una ley del mercado. Ah, y me alegro de que te haya gustado mi paseo por la vida, casi desconocida para mí, de mi abuelo.
Amaranta: Lo de que los vestidos de novia eran negros en esa época, ¿estás segura? ¿En qué momento y por qué empezaron a usarse blancos? Esa foto de mi abuela (a la que no conocí) de negro me dejó pensativo y lo achaqué a que pudiera estar de luto, pero si es como tu dices pues misterio resuelto.
Mi abuela materna se casó de negro allá por los años veinte, y no estaba de luto, mi abuela paterna también se casó de negro y tampoco estaba de luto. También tengo fotos de varias hermanas de mi abuelo también con vestidos negros. No sé decirte fechas, pero sé que la generación de las personas que nacieron más o menos con el siglo XX, se casaban con un vestido negro.
ResponderEliminarEn cuanto al luto te diré que en los protocolos que establecen dichas normas tanto el negro como el blanco pueden considerarse colores a tal efecto.
Se dice en la red:
ResponderEliminarhttp://www.imujer.com/2011/01/17/vestidos-de-novia-negros/
El negro era el color más elegido por las novias a comienzos del siglo XIX. Siglos atrás las mujeres preferían casarse de colores o de negro, nunca de blanco. La tradición del blanco llegó en 1840 cuando la reina Victoria contrajo matrimonio con el príncipe Alberto vestida de ese color.
Yo no lo sabía. Un día más se confirma el dicho de que no te acostarás sin saber algo nuevo.
Tiene mucha razón Emma en lo de la banalización de la fotografía, sobre todo a raiz de la digital, por sobreabundancia.
ResponderEliminarPor cierto, además de las fechas señaladas, comuniones, bautizos, bodorrios, en algunos sitios además había la costumbre (¿tétrica? Es fácil descontextualizar las cosas desde el hoy hacia el ayer)de hacer fotos a los muertos, sobre todo a los niños.
De hecho Atman en siglos anteriores como bien indicas llevar un vestido de color indicaba que tenías un estatus elevado o que pertenecías a la nobleza durante la edad media. Las prostitutas también llevaban vestidos de colores, pero éstas a diferencia de la nobleza no podían llevar capa sobre el vestido. O eso he leído.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarel usar negro era absolutamente utilitario, mi abuela se caso asi, y el vestido se reusa, adapataciones mediante, cosa que no se podia hacer con uno blanco
ResponderEliminarayj
Mi abuela se casó de blanco. Después de la Guerra Civil, claro. No se si por esa época ya se usaba el blanco o todavía se simultaneaban el negro y el blanco para las novias.
ResponderEliminarNo me gustan las fotos que le hacen a los muertos.
Lanski: El hacer fotos de los niños muertos, como si es tuvieran vivos, se debe a que en aquellas épocas las fotos eran muy, pero que muy, caras. No tenía sentido, por lo tanto, hacer fotos a vivos, a los que veías a diario. Tan solo se las hacías a los muertos, especialmente a los niños, para poder quedarte con algún recuerdo de ellos.
ResponderEliminarMiros: Un post que, yo creo, se nos hace a todos muy cercano. (Es lo que tiene estos post familiares) Porque, ¿quién al ver una foto del abuelo, o de la boda de tus padres o tuya y de tus hermanos cuando eráis pequeños, de esas que están guardadas en el desván, no se ha puesto a pensar acerca de lo rápido que pasa el tiempo, y de:
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte...