A Antonio de Castro, pidiéndole permiso.
Nota previa: Este relato surge directamente de la lectura del estupendo "De regreso", que es la fuente no sólo de inspiración sino incluso de descarado plagio. Confío en que Antonio no se moleste y sea indulgente con este inofensivo divertimento. Por supuesto, para la mejor digestión de mi historia (de confesos tintes borgianos), recomiendo vivamente que antes se lea la de Antonio.
Era ya tarde, casi de noche. Como todos los días hacía mi caminata por la carretera que sale de detrás de la estación, con Ras, mi perro, acompañándome a su aire, perdiéndose y volviendo a aparecer entre los matorrales, convocado por ininterrumpidas urgencias olfativas. A esa hora la carretera estaba desierta y cada vez más oscura, pero el choque tenía que haber ocurrido pocos minutos antes. Un coche ya viejo (ese modelo tendría unos quince años, pensé), matrícula de Madrid (alguien de fuera), el morro estrellado contra el tronco de un árbol, el capó hundido en su lado izquierdo, el parabrisas manchado de sangre … La puerta del conductor estaba abierta y éste, un cuarentón (el caso es que la cara me sonaba), tenía medio cuerpo fuera, en una posición retorcida, extraña, como si hubiera querido salir del vehículo pero la fuerzas le hubiesen fallado. Estaba muerto, eso se veía enseguida, pesaba en el aire la presencia ominosa de la muerte que lo atemorizaba todo, hasta a Ras, con el rabo encogido. Tenía que avisar y, como había salido sin el móvil, no me quedaba otra que seguir caminando hasta el cuartelillo de la Guardia Civil, poco más de un kilómetro en esa misma carretera. Pero no sé por qué (curiosidad de averiguar quién era ese tipo que me resultaba vagamente familiar), en vez de seguir como un tiro, abrí la portezuela derecha y, sin meterme en el coche, la guantera. Ahí estaba, sí, la típica funda de plástico verde con el permiso de circulación, los recibos del seguro, los demás papeles. Marante, ese apellido era de los propios del pueblo, a lo mejor el hombre era uno que vivía fuera y había pasado unos días con la familia y ahora, cuando se volvía a Madrid … Pero todo eso lo averiguaría la Guardia Civil y ya me enteraría por el periódico y en el bar, sobre todo en el bar, que seguro que este asunto daría para los chismes de una semana completa. Me dije que mejor llevaba conmigo los papeles al cuartelillo (así justificaría mis huellas en la guantera, es curioso cómo uno, ante estas situaciones, se pone a pensar "a la defensiva", a buscar coartadas "por si acaso") y entonces, al cogerlos, vi que debajo había un décimo de lotería y también lo cogí, así sin pensarlo, un gesto instintivo.
En la oficina de denuncias, un cuartucho minúsculo con una mesa de madera mala y una máquina de escribir (¿todavía sin ordenadores?), estaba solo Carmelo, el cabo. Le conté el accidente, que había un muerto, y le solté la funda verde (pero no el décimo). Vaya, dijo, juraría que éste es el nombre del tipo que ha llamado apenas hace veinte minutos para denunciar que le habían robado el coche. Qué rápido vamos a haberlo encontrado, y sonrió irónicamente, o quizá fuera el suyo un gesto de sarcasmo, parecido al del perro aquél de los dibujos animados que veía de niño, pulgoso creo que se llamaba. Y poco más me quedaba a mí, dejar mis datos en calidad de único testigo (de momento) y ver cómo se desencadenaban los acontecimientos. Carmelo avisó una ambulancia (así que está muerto, ¿verdad?), llamó al juzgado, salimos de la oficina y se ofreció a llevarme en el jeep hasta el choque, pero le dije que no, que prefería terminar mis diez kilómetros diarios y que para cualquier cosa ya tenía mis señas. Y volví para mi casa, pero no por la misma carretera, que de pronto me dio aprensión aparecer de nuevo en el accidente y asistir a la escenografía tétrica de los trámites administrativos de la muerte, sino por la senda que baja hasta el río y lo cruza por el pequeño puente de troncos. Ruta más larga y poco adecuada para esas horas, ya noche cerrada, pero la conocía bien. Pues cuando estaba como a mitad de camino, yo diría que a la altura, si saliera hasta la carretera, del punto del accidente, sentí el crujir de la hojarasca, el ruido de un cuerpo que se abre paso entre las ramas, y hasta me pareció entrever la sombra evanescente de una silueta que se alejaba a toda prisa por una trocha transversal. Me asusté, no tiene ninguna lógica, pero me asusté. Sentí como si esa presencia fantasmal, desaparecida sin dejar rastro, me reclamara algo; me llevé la mano al bolsillo del chándal para ver si ahí seguía el décimo y sí, ahí seguía. Enseguida la sensación extraña pasó y el aire pareció recuperar su levedad habitual (qué fantasioso me estoy volviendo, me dije). Avancé entre los árboles hasta sentir la arena bajo los pies. La marea estaba subiendo, las olas rompían contra los acantilados en el límite de la playa. Soplaba viento nordeste. Contemplé por unos instantes la costa y las luces de los barcos que faenaban en la boca de la ría y luego entré en mi casa.
Al día siguiente se sabía todo, claro. Bastó un rato en el bar, mientras desayunaba, para enterarme. El muerto era el mismo Marante y sí, era del pueblo, hijo de un pescador muerto, ya hacía algunos años, que llevaba mucho tiempo en Madrid pero acababa de volver, recién divorciado y en el paro, porque Novoa, amigo suyo desde la escuela, le había ofrecido curre en el hotel que iba a abrir. Pero entonces, pensé, ¿para qué llamó a denunciar el robo del coche? Idéntica duda tenía mosqueado a Carmelo, el cabo, que apareció por el bar cuando estaba a punto de irme; ¿podemos hablar? No era una pregunta, claro, ni siquiera me pedía permiso, así que nos sentamos en una de las mesitas de mármol del rincón, el reservado como le llamábamos, y me contó que algo no cuadraba, que si yo recordaba haber visto algo sospechoso en el accidente. Mira Juan, me dijo, cuando tú llegaste hacía nada que se había dado la hostia, iba demasiado rápido, como si tuviera que hacer algo, acudir a una cita, qué sé yo. Y esa llamada … Porque fue él, te lo aseguro, no sólo porque me dijera su nombre sino que le reconocí la voz, anteayer habíamos estado hablando. La cabeza no para de darme vueltas, de inventar teorías a cual más extravagante. De momento, me quedo con que Marante se iba a deshacer del coche, pongamos que entregándoselo a alguien, y quería que constara que se lo habían robado, quizá porque iba a ser usado en algún delito. E intuyo que la cita que imagino debía ser muy cerca de donde el accidente. Tiene su lógica, atiende: yo, por teléfono le había dicho que tenía que personarse para la denuncia, así que entregaba el coche un trecho antes del cuartelillo y seguía a pie. Mientras el cabo me explicaba sus hipótesis, me venía el recuerdo del fantasma del bosque y a punto estuve de soltárselo (pues fíjate, luego volviendo a casa, me pareció oír y hasta ver a alguien entre los árboles, puede que se tratara de tu hombre), pero me calle, creo que porque las tripas me decían que la presencia que sentí no era ningún cómplice de ningún futuro delito, así que para qué hablar, sólo valdría para que Carmelo recelara de mí, o recelara más si es que ya lo hacía. No, le contesté, no vi nada raro, ni a nadie, desde luego. Pues qué putada, eras mi única esperanza, ¿sabes? Te voy a pedir un favor, Juanito, olvídate de lo que te he dicho de la llamada de Marante; de pronto se me ocurre que puedo haberlo soñado y si es así mejor ni mencionarla; menos líos en todo caso. No te preocupes, Carmelo, a mí no me has dicho nada, y le palmeé la espalda, ese estúpido gesto de camaradería entre hombres, mientras me levantaba para irme. Ah, por cierto, añadió cuando nos separábamos, el Marante este estaba gafado, ¿sabes que Villar, el de la gasolinera, le acababa de regalar un décimo que en el sorteo de ayer ganó el tercer premio? Puede que ni llegara a enterarse de que le había tocado un buen pellizco. Ah, y del décimo ni rastro, curioso, ¿verdad?
Salí del bar consciente de que tenía la cara rojísima, confiando en que Carmelo no se hubiera dado cuenta. Llevaba el billete en el bolsillo de la chaqueta y lo sentía caliente, tanto que notaba como si me estuviera quemando el pecho. Me acerqué hasta el kiosco del muelle y compré el periódico y busqué a hurtadillas los resultados de la Lotería y sí a Marante le habían tocado veinticinco mil euracos, que no le habrían venido nada mal, y que tampoco me vendrían nada mal a mí, que volvía a estar con más agujeros de los que daba abasto a tapar. Pero con la Guardia Civil al loro, cualquiera se acercaba a cobrar la pasta y menos podía ir a la caja de ahorros y depositar el décimo. Pero en el fondo, no eran esas las cuestiones que me preocupaban porque, de una u otra forma, ya sabría como conseguir el dinero. No, lo que me jodía era que no paraba de pensar que estaba mal que cobrase ese décimo y el pensamiento era de lo más angustiante, qué carajo sé yo por qué. No se explicaba que a estas alturas tuviera yo remordimientos por robar, que no era la primera vez y además al muerto ningún daño le hacía. Sin embargo tenía que ver con el muerto, como si me estuviese advirtiendo que algo malo iba a pasarme si cobraba el décimo. Debo de estar haciéndome viejo, pensé, porque si no no se explican estas fantasmagorías en mí, que siempre he sido un tío racional, con los pies en el suelo, ajeno a cualquier historieta de espíritus y zarandajas similares. La cosa es que estaba nervioso y decidí que me convenía dar una vuelta, conducir un rato, que cuando conduzco tienden a aclarárseme las ideas. Así que me fui paseando hasta las afueras, al complejo de apartamentos donde Luís tenía el negocio de alquiler de coches con la intención de pedirle que me dejara alguno durante un rato. Pero Luís no estaba, aunque ahí, en el aparcamiento interior del complejo, había varios coches. Me metí en uno blanco, matrícula de Madrid, un modelo ya viejo, pero es que era el único que estaba abierto y con las llaves en la guantera. Al cogerlas, aproveché para colocar ahí mismo, bajo la funda de la documentación del coche, el décimo premiado, que me daba mal fario llevarlo pegado al cuerpo. Arranqué y enfilé hacia la estación; iría por la carretera de ayer, a lo mejor hasta paraba a hablar con Carmelo en el cuartelillo.
Voglio Vivere - Ultima Spiaggia (Disco dell'angoscia, 1975)
Acojonante, me ha encantado. Un honor que el mío haya servido de inspiración para un cuento tan bueno como este. Además es muy inquietante, porque presenta una especie de realidad paralela muy oscura y a la que son ajenos los personajes del otro relato. El final es redondo.
ResponderEliminarUn saludo.
Está muy bien, aunque yo tengo una enmienda a la totalidad con permiso tanto del continuador y anfitrión de este blog, Miroslav, como del iniciador, Antonio (aquí arriba, justo encima): creo que el cuento de este último no necesitaba ningún final, a mí al menos, me gustaba tal cual lo dejó. En cualquier caso, enhorabuena a ambos
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo contigo, Lansky, en que el cuento de Antonio no necesitaba ningún final. Al margen de que los mejores actos son los no necesarios, mi intención no era darle ningún final ni tampoco continuarlo sino, basándome en el relato originario, hacer la versión cruzada o paralela, con otro protagonista y otra historia distinta, aunque relacionada. En todo caso, te agradezco que te haya gustado y que te siga gustando (no uses el pasado) el de Antonio, que sigue con el mismo final con el que él lo dejó (faltaría más).
ResponderEliminarYupiiiii, pero esto es lo que hacia yo de pequeña cuando me aburría : continuar una historia que había leído recientemente y que me hubiera gustado mucho. La reescribía en algún cuaderno del cole, lo prefería a hacer los deberes. Por eso me gusta leer o ver diferentes versiones de una misma historia. Y creo que a Miroslav también le pierde ese vicio.
ResponderEliminarEstoy sonriendo.
ResponderEliminar"No uses el pasado"
ResponderEliminarNo uses tú el imperativo
(O usémelos, si nos 'peta', ¿no crees?)
Sí creo, y también creo que vuecencia está algo picajosillo, más susceptible de la cuenta, vamos. Supongo que no irás a pensar que pretendo darte órdenes, así que ese imperativo, aún siéndolo en su modo verbal, no era sino la más breve forma de decir lo que quería o, al menos, la primera que se me vino a la cabeza.
ResponderEliminarPorque, susceptibilidades al margen, lo que quería resaltar (con poco éxito, como veo) es que cuando decías que el cuento de Antonio te gustaba tal cual lo dejó, pareciera que, tras el mío, el cuento de Antonio hubiera cambiado, y eso es lo que creo que no. Ahí sigue, incólume. El cuento de Antonio, como es lógico, no necesita ni se ve alterado por el mío. El mío, en cambio, sí necesita (para completarse) el de Antonio y lo que podría reconocerte, es que hay un nuevo relato que incluye, junto al mío, al de Antonio. Ese cuento conjunto puede gustarte más o menos (menos, deduzco) que el de Antonio solo. Pero, insisto, el de Antonio sigue ahí, sin cambios y, por tanto, sin que haya motivos para que tu gusto sobre él varíe.
fe de erratas: "usémoslos"
ResponderEliminarno estoy picajoso, ya sabes los malentendidos que se crean con este sistema de comunicación tan celebrado (Internet) y en el fondo tan rudimentario.
ResponderEliminary no te piques tú: la explicación de que no alteras el cuento de Antonio es...demasiado obvia para mí gusto y sólo me queda decirte: "por supuesto"
'rudimentario' en comparación con la conversación cara a cara, aclaro
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