Más de tres horas de subida —serpenteando la ladera, abriéndonos paso entre la maleza a golpes de machete— hasta alcanzar la planicie cimera, amplia extensión de pastos bajos donde unas cabras salvajes (o a ellas se asemejaban), nada más vernos, escaparon a rápidos y breves saltos, sin llegar a esconderse, manteniéndose distantes, precavidas, como vigilando nuestros movimientos. Un sol ya no tan vertical y además la altura, así que la temperatura era notablemente más agradable que el agobiante calor con el que habíamos iniciado el ascenso. A nuestro grupo (siete personas) le había tocado marchar hacia el oeste, atravesar la isla transversalmente desde la bahía de la costa oriental en la que había fondeado el bergantín. Que esta extraña tierra con la que habíamos topado era una isla casi lo podíamos jurar, a pesar de haber fracasado en los dos intentos de rodearla. Este mar ignoto por el que discurríamos desde hacía ya un par de meses era una fiel metáfora de la muerte o de la eternidad o de la nada: agua infinita inmóvil, siempre igual, ni la más mínima variación en su coloratura, ni un rizo espumoso en su superficie, ni una brizna de brisa que la agitase y mucho menos cualquier forma de vida animal. Exagero, claro, que algo de viento corría, en especial hacia el atardecer, cuyo aprovechamiento para mover la nave requería de toda nuestra pericia marinera, y gracias a ella algo avanzábamos pero a lentitud exasperante, tanta que la desesperanza nos iba calando a todos (más de uno enloqueció, pero omito ahora los trágicos sucesos de esos días previos) y diezmando la tripulación en inexorable cuentagotas. Tampoco era completamente inexistente la fauna y flora marinas, pues muy espaciadamente atrapábamos en los curricanes de popa algunos peces de escamas casi pétreas e infestados de espinas de los cuales el cocinero, con infinita paciencia, extraía terrones carnosos que guisados hasta sabrosos se nos antojaban; y las redes también recolectaban unos singulares moluscos de caparazones espirales que parecían chillar cuando se vertían en cacerolas con agua hirviendo y unas algas herbáceas que bien sazonadas recordaban vagamente el sabor de la escarola. Pero estas capturas eran mínimas y, pese al férreo racionamiento impuesto por el capitán, cuyos efectos se revelaban en nuestra progresiva demacrada delgadez, la disminución de los víveres en conserva era ya alarmante. Con tal panorama, no costará imaginar la alegría que nos desbordó cuando en medio de ese desierto de agua avistamos la silueta verde y montañosa de la isla en la que ahora me encuentro escribiendo estas notas.
Había de describir la inaudita calma de este mar odioso para que se entendiera cabalmente lo que sigue. A la cansina velocidad habitual la nave llegó a la cara oriental de esta ansiada isla, atracando en una rada con grácil forma de concha, ribeteada por una cinta de arena dorada y tras la playa el fondo verde de un bosque frondoso. Muchos quisimos precipitarnos hacia el que creíamos un paraíso pero el capitán, prudente por su cargo, nos detuvo y obligó a que el piloto rolara hacia babor para circunvalar la isla y reconocerla en previsión de sorpresas desagradables. Costeamos hacia el sur, hasta un saliente rocoso que remataba esa fachada de la isla. Pero en cuanto la proa surcó la prolongación imaginaria de la bisectriz del cabo, la balsa de aceite convirtió instantáneamente en un fragor de aguas embravecidas, un remolino de estrépito infernal, que nos zarandeaba con salvaje violencia, no sólo impidiéndonos el paso sino amenazando incluso con echarnos a pique si no nos apurábamos, como hicimos, en voltear el rumbo. Enfilamos entonces, siempre aterrados, en dirección norte hasta alcanzar en el otro extremo un promontorio parecido y encontrarnos con idéntico fenómeno al de la punta simétrica. Nadie aventuró ninguna explicación sobre qué extrañas fuerzas regían tan radicales cambios del mar y todos sentimos en las tripas un pánico denso, agobiante, ante algo que intuíamos ajeno a las leyes naturales. Pero fuera lo que fuera y por mucho miedo que tuviéramos, el hambre y el anhelo por pisar tierra primaban y además había una sensación generalizada de inevitabilidad, de que ocurriría lo que hubiera de ocurrir, hiciésemos lo que hiciésemos. Así que, de vuelta al centro de la bahía, el capitán organizó tres grupos expedicionarios: dos para que trataran de hacer a pie por la costa, cada uno en un sentido, la circunvalación que había sido imposible por mar, y un tercero, el nuestro, para que cruzáramos por el interior. Un cuarto contingente fue encargado de montar un campamento en la playa e intentar recolectar víveres o cualquier bien que pudiera resultarnos útil. El resto de la tripulación se mantuvo en la nave, ocupada en tareas de vigilancia.
Eso había ocurrido el día anterior y ahora, unas treinta horas después, estábamos aquí, en un paisaje que me recordaba al de Teno Alto, en la isla atlántica de Tenerife, uno de mis primeros destinos cuando, simple marinero de una compañía mercante, transportaba vinos canarios y de la isla de la Madera a Southampton. Estaríamos, según nuestros cálculos, algo por encima de los tres mil pies sobre el mar que se abría a nuestra vista como telón de fondo confundido con el cielo. Caminamos despacio hacia ese horizonte azul, subiendo la muy ligera pendiente de esa meseta. De pronto, el blando prado que pisábamos, se interrumpía en un acantilado brusco, cortado tan verticalmente como si un hacha gigantesca hubiese sajado ese trozo de la isla, el que debía ser la ladera opuesta de esa montaña. Probablemente algún episodio geológico explicaría el desmoronamiento de esa parte de la isla pero en ese momento ante nuestros ojos apareció algo tan sorprendente que nos restó toda importancia a esa cuestión. Justo enfrente de nosotros, sobresaliendo de la superficie marina, se erguía una extraña torre cilíndrica, de dimensiones enormes y hecha de algún material reflectante, de apariencia metálica. Desde el borde del acantilado hasta las paredes curvas de tan extraño edificio habría unas veinticinco yardas, y esta distancia la salvaba una pasarela que, anclada en la roca vertical, apenas dos pies debajo de nosotros, se proyectaba en voladizo hasta la torre. Largo rato estuvimos pasmados, mirando y admirando el misterioso artefacto, preguntándonos quiénes lo habrían erigido y cuáles habrían sido los materiales y técnicas empleados, que no se asemejaban a nada que hubiésemos ninguno visto (y todos éramos viajados de sobra). Las aguas en su base se arremolinaban en oleajes vivos, aunque no tan violentos como los de los cabos de la otra cara de la isla, pero sí lo suficiente para impedir que la vista buscara el fondo en el vano esfuerzo de descubrir cómo y dónde se cimentaba la torre y si era mucha o poca su longitud submarina. En algún momento de este observar atemorizado, alguno de nosotros hizo notar al resto que la pared circular del cilindro se movía en lenta rotación. Al cabo de un rato no nos quedó duda de que no se trataba de un espejismo, de que, en efecto, esa superficie curva giraba en el sentido de las agujas de un reloj, muy despacio, sí, pero giraba sin detenerse, animada por no sabíamos qué misterioso motor. Crucemos la pasarela y lleguémonos hasta allí, sugirió el más audaz entre nosotros, y no nos pareció una propuesta insensata porque todos pensamos que en descifrar el significado de esa torre insólita radicaba nuestro destino.
Había de describir la inaudita calma de este mar odioso para que se entendiera cabalmente lo que sigue. A la cansina velocidad habitual la nave llegó a la cara oriental de esta ansiada isla, atracando en una rada con grácil forma de concha, ribeteada por una cinta de arena dorada y tras la playa el fondo verde de un bosque frondoso. Muchos quisimos precipitarnos hacia el que creíamos un paraíso pero el capitán, prudente por su cargo, nos detuvo y obligó a que el piloto rolara hacia babor para circunvalar la isla y reconocerla en previsión de sorpresas desagradables. Costeamos hacia el sur, hasta un saliente rocoso que remataba esa fachada de la isla. Pero en cuanto la proa surcó la prolongación imaginaria de la bisectriz del cabo, la balsa de aceite convirtió instantáneamente en un fragor de aguas embravecidas, un remolino de estrépito infernal, que nos zarandeaba con salvaje violencia, no sólo impidiéndonos el paso sino amenazando incluso con echarnos a pique si no nos apurábamos, como hicimos, en voltear el rumbo. Enfilamos entonces, siempre aterrados, en dirección norte hasta alcanzar en el otro extremo un promontorio parecido y encontrarnos con idéntico fenómeno al de la punta simétrica. Nadie aventuró ninguna explicación sobre qué extrañas fuerzas regían tan radicales cambios del mar y todos sentimos en las tripas un pánico denso, agobiante, ante algo que intuíamos ajeno a las leyes naturales. Pero fuera lo que fuera y por mucho miedo que tuviéramos, el hambre y el anhelo por pisar tierra primaban y además había una sensación generalizada de inevitabilidad, de que ocurriría lo que hubiera de ocurrir, hiciésemos lo que hiciésemos. Así que, de vuelta al centro de la bahía, el capitán organizó tres grupos expedicionarios: dos para que trataran de hacer a pie por la costa, cada uno en un sentido, la circunvalación que había sido imposible por mar, y un tercero, el nuestro, para que cruzáramos por el interior. Un cuarto contingente fue encargado de montar un campamento en la playa e intentar recolectar víveres o cualquier bien que pudiera resultarnos útil. El resto de la tripulación se mantuvo en la nave, ocupada en tareas de vigilancia.
Eso había ocurrido el día anterior y ahora, unas treinta horas después, estábamos aquí, en un paisaje que me recordaba al de Teno Alto, en la isla atlántica de Tenerife, uno de mis primeros destinos cuando, simple marinero de una compañía mercante, transportaba vinos canarios y de la isla de la Madera a Southampton. Estaríamos, según nuestros cálculos, algo por encima de los tres mil pies sobre el mar que se abría a nuestra vista como telón de fondo confundido con el cielo. Caminamos despacio hacia ese horizonte azul, subiendo la muy ligera pendiente de esa meseta. De pronto, el blando prado que pisábamos, se interrumpía en un acantilado brusco, cortado tan verticalmente como si un hacha gigantesca hubiese sajado ese trozo de la isla, el que debía ser la ladera opuesta de esa montaña. Probablemente algún episodio geológico explicaría el desmoronamiento de esa parte de la isla pero en ese momento ante nuestros ojos apareció algo tan sorprendente que nos restó toda importancia a esa cuestión. Justo enfrente de nosotros, sobresaliendo de la superficie marina, se erguía una extraña torre cilíndrica, de dimensiones enormes y hecha de algún material reflectante, de apariencia metálica. Desde el borde del acantilado hasta las paredes curvas de tan extraño edificio habría unas veinticinco yardas, y esta distancia la salvaba una pasarela que, anclada en la roca vertical, apenas dos pies debajo de nosotros, se proyectaba en voladizo hasta la torre. Largo rato estuvimos pasmados, mirando y admirando el misterioso artefacto, preguntándonos quiénes lo habrían erigido y cuáles habrían sido los materiales y técnicas empleados, que no se asemejaban a nada que hubiésemos ninguno visto (y todos éramos viajados de sobra). Las aguas en su base se arremolinaban en oleajes vivos, aunque no tan violentos como los de los cabos de la otra cara de la isla, pero sí lo suficiente para impedir que la vista buscara el fondo en el vano esfuerzo de descubrir cómo y dónde se cimentaba la torre y si era mucha o poca su longitud submarina. En algún momento de este observar atemorizado, alguno de nosotros hizo notar al resto que la pared circular del cilindro se movía en lenta rotación. Al cabo de un rato no nos quedó duda de que no se trataba de un espejismo, de que, en efecto, esa superficie curva giraba en el sentido de las agujas de un reloj, muy despacio, sí, pero giraba sin detenerse, animada por no sabíamos qué misterioso motor. Crucemos la pasarela y lleguémonos hasta allí, sugirió el más audaz entre nosotros, y no nos pareció una propuesta insensata porque todos pensamos que en descifrar el significado de esa torre insólita radicaba nuestro destino.
Flute Thing - Blues Project (Projections, 1966)
Post Scriptum (que nada tiene que ver con el relato anterior): Hoy descubro que Google ha incorporado una búsqueda de imágenes. Pruebo con una de las portadas de disco del concurso de hace unos días y en un instante me dice, acertadamente, de qué imagen se trata (era la carátula de la banda sonora de Tommy, de los Who). O sea, que si se me hubiera ocurrido tan sólo unos días después, mi jueguecito habría carecido de todo interés. La verdad es que es impresionante; no debe ser nada sencillo inventar un algoritmo para identificar imágenes (supongo que irán pixel a pixel ... qué sé yo). El tema que pongo, por cierto, proviene de uno de los discos de ese concurso.
Preciosa entrada y, como siempre, muy bien escrita. (Revisa un par de despistes... Y cuando digo un par, son dos.)
ResponderEliminarNo te habrás inspirado en los círculos del infierno de Dante?
Un besote, guapísimo!
Gracias por las correcciones, Zaffe.
ResponderEliminarde nada mon amí!
ResponderEliminarHola!
ResponderEliminarEspero que "La torre giratoria 1" tenga una "torre giratoria 2" porque como siempre promete.
Que curioso lo del buscador de imágenes,ni que te hubiesen leído el blog.....
Menos mal que hiciste el concurso antes, que lo gané,y por cierto que ya estoy disfrutando de mi premio ( gracias por hacérmelo llegar)
Besos.
Con que una fragata, eh, ¿cuanto desplazamiento, 3.000, 4.000 toneladas?
ResponderEliminarAhora lo que no me creo es lo de la red de arrastre para pescar, más bien sería meros curricanes a popa o todo lo más redes de cerco, porque tan suicida no considero el comprtamiento de todo un capitán de ídem.
Lo demás, bien como siempre en tus escritos, con aroma más de Defoe que de Melville, me parece.
Ay, Lansky, ya me temía yo que pondrías en evidencia mi ignorancia náutica. La fragata era un buque de guerra, pero en el siglo XVII, que es cuando sucede mi relato (doy una pista al respecto) no eran tan grandes como señalas. No obstante, atendiendo a tu comentario, cambio fragata por bergantín, que espero que apruebes.
ResponderEliminarIden en cuanto a la red dearrastre (nueva muestra de mi ignorancia) que pasará a ser curricanes a popa (que ni idea de lo que son, pero me gusta como suenan).
Por último, supongo que el aire a lo Defoe lo dices por que arriban a una isla (más bien a mí me recuerda a la serie Lost, pero bueno). En todo caso, te diré que ya lo tenía escrito antes de leer tu reseña de Mobt Dick; que haya tocado el tema marinero ha sido pura casualidad; introducción necesaria a la idea central de la que surge el relato (y que todavía nop he desarrollado).
Lupita: Sí, pretendo que haya una segunda parte (y a lo mejor más). Espero que te guste la música. Besos.
ResponderEliminarA mi también me ha recordado a la serie Lost, por lo de la isla y por lo extraño de la torre giratoria.
ResponderEliminarMe encantan y hasta creo en las coincidencias, 'sincronicidad' las llaman los pedantes, cientifistas y demás ralea.
ResponderEliminarBergantin o fragata, arrastrar, como su propio nombre indica, una red de arrastre en un buque de guerra o en uno mercants, es decir, en cualquiera que no sea específicamente un pesquero y más concretamente un arrastrero, impide toda maniobra y pone en riesgo el buque (de hecho en los pesqueros suele haber dos patrones o 'capitanes', el piloto y el patrón de pesca y cada uno manda en su momento). Los curricanes, en cambio, se pueden lanzar hasta desde un barquichuelo de recreo sin mayores riesgos: son 'lineas', anzuelos arrastrados por detrás con unos sedales apropiados, así he pillado yo unos atuines listados que ya ya...
Llevas razón en lo de Irlanda, Canarias, y Bradbury y Houston, aunque yo no decía lo contrario (tan sólo que lo decían los canarios, tan sólo que B. y H. escribieron un guión en Irlanda) menos propenso que tu a la comprobación investigadora y más dado a la cita sin comprobar y de memoria, por una vez estamos de acuerdo, hombre.
Magnífico, el relato. Yo también le encuentro parentesco con Defoe, creo que más por la narración en primera persona, detallada y desde el punto de vista de alguien curioso e inteligente, que porque lleguen a una isla.
ResponderEliminarNo he sido capaz de encontrar la pista a que aludes, que sitúa la acción en el XVII. Sí he encontrado, en cambio, unas cuantas longitudes en metros que casan bastante mal con ese siglo. Antes de leer tu comentario me inclinaba más a los mediados del XIX. Pero si es el XVII deberías cambiar las unidades.
Por favor, esta vez no nos dejes a medias, que la historia promete...
Además de lo que señala Vanbrugh de las unidades, hay otro anacronismo cuando los visitantes afirman que la torre gira en sentido contrario a las agujas del reloj, porque precisamente los relojes con agujas giratorias se inventaron a partir de los cronómetros marinos para medir la longitud (la latitud estaba más o menos bien resuelta desde mucho antes) y a partir del XVIII, nunca antes
ResponderEliminarVanbrugh: Me doy cuenta al releer el texto que, al final, omití la pista a la que aludo en mi respuesta a Lansky. Ya está corregido. El narrador dice (ahora) que transportaba vinos canarios desde Garachico a Southampton. Garachico era el puerto principal de esta Isla hasta 1706 en que fue cegado por la erupción del volcán.
ResponderEliminarY sí, seguiré, que el leit motiv del que partió la idea del relato apenas lo he esbozado todavía.
Lansky y Vanbrugh: Era ya consciente del anacronismo de usar el sistema métrico decimal y si no lo corregí fue porque estaba un poco perezoso para pasar a pies y pulgadas (supongo que los británicos del XVII usarían iguales medidas que hoy). En cuanto a lo del sentido de las agujas del reloj, en eso no había caído (a Lansky lo tengo que contratar como corrector) y habré de pensar cómo resolverlo porque me es necesario referirme a los dos sentidos del movimiento circular.
ResponderEliminarAntes de inventarse los relojes de esfera con manecillas giratorias se solía decir en el sentido del giro del agua en un desagüe, que como sabes varía de un hemisferio al otro (como las borrascas, o ciclones, y los anticiclones).
ResponderEliminarContratarme de corrector dices... a un chapucero como yo que jamás suele comprobar un dato para sus posts. (La Wikipedia llora por mis ausencias), irías tú listo; por otra parte, o bien soy carísimo o bien gratuito, no hay término medio, así que no sé si podrías pagarme.
Buen verano
Yo leeré la primera parte cuando publiques la segunda. Ya no me fío de ti.
ResponderEliminarLansky: Sí, ya había pensado en el remolino del agua al desaguar. Pero me parece muy forzado y, además, mi protagonista es un británico y el escenario de la historia es una isla que supongo en los mares del sur; así que resultaría confusa esa referencia. De otra parte, tras hacer unas rápidas búsquedas, descubro que ya desde fines de la Edad Media se colocaban relojes mecánicos con esfera circular y agujas en las torres de las iglesias que, imagino, girarían siempre en el mismo sentido. Así que, de momento, me abstendré de corregir el presunto anacronismo que tal vez no lo es.
ResponderEliminarC.C.: Me vas a deprimir, mujer, mostrándome tan poca confianza. Además, que quede inacabada una historia es lo normal en la vida, ¿no te parece?
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