Ahí estábamos los tres, de pie , ocupando todo el ancho de la pasarela, mirando en silencio casi religioso cómo, muy lentamente, el vano horadado en la superficie curva de la torre venía girando hacia nosotros. Yo era el que estaba situado más hacia la derecha y por tanto el primero que alcancé a ver, algo antes de que la presunta puerta llegara hasta nosotros, que no se trataba de un hueco, que otro muro posterior cerraba el paso al interno de la planta circular. La decepción, claro está, fue grande: pareciera que la torre se empeñaba en vedarnos el acceso a los misterios que pudiera encerrar. Pese al desánimo inicial que me embargó, mantuve los reflejos suficientes para recordar que uno de mis objetivos era medir la velocidad de rotación y, abierta o no, la puerta nos ofrecía una excelente referencia, la única hasta el momento en la pulida e indiferenciada superficie curva, para contar el tiempo que transcurría en su desplazamiento. Por eso, requerí a Gordon que preparase su preciado cronómetro, una réplica del H5 construido por Harrison hacía medio siglo y que mi amigo afirmaba haberlo adquirido en Londres de uno de los marineros leales del Bounty (nunca me creí del todo esa historia, pero si quien la ponía en duda en su presencia solía recibir en pleno rostro uno de los violentos cabezazos de Gordon; mi amigo era testarudo en los dos sentidos de la palabra). Así que, en cuanto la arista izquierda del vano coincidió con el borde derecho del puente, ordené a Gordon que comenzara la medición y que bajo ninguna excusa perdiera la cuenta de las vueltas de la finísima aguja segundera. Mientras, Morris y yo acercamos nuestras caras al hueco ciego y nos esforzamos en descubrir alguna pista que informara de sus claves, pero poca cosa fuimos capaces de entender. Lo primero era, obviamente, conocer el grosor de la pared circular, que resultó tener apenas una pulgada. La cara del canto aparecía igual de pulida que la superficie exterior y las aristas estaban cortadas con una finura y exactitud tan extremas que no podíamos concebir las herramientas con las que habría sido efectuada la talla. Lo mismo ocurría con la pared interior, una superficie curva (presumí que sería un cilindro inscrito y perfectamente concéntrico, con una mínima holgura entre ambos) aparentemente del mismo extraño material metálico, con idénticas propiedades de color, textura y vibración térmica. Pasados un poco más de diecinueve minutos desde el inicio del cronometraje, el vano se colocó ocupando justamente toda la pasarela; que su borde horizontal inferior, muy ligeramente por encima del pavimento del puente, tuviera la exacta medida del ancho de éste, sentaba sin ninguna duda que se había diseñado como una puerta. En ese momento, subí al ligero Morris sobre mis hombros, a fin de que midiera la longitud de la arista horizontal superior y también, dejando caer la cinta desde el centro del dintel, la altura total del vano. La puerta tenía siete pies y medio de altura y, aunque nos parecía perfectamente rectangular, la arista superior medía seis pulgadas menos (cuatro pies y medio) que el ancho de la pasarela, así que era un trapecio, cuyos bordes verticales convergían hacia el cielo en un ángulo muy pequeño, de dos grados aproximadamente. Lo más probable, pensé entonces, es que la torre no fuera cilíndrica sino troncocónica, de modo tal que a medida que ganaba en altura iba disminuyendo el diámetro de su circunferencia; pero aparqué esa cuestión para posteriores comprobaciones. En cuanto descabalgué a Morris nos pusimos a palpar cuidadosamente la amplia superficie que se nos ofrecía de la pared interior con la esperanza de encontrar algún mecanismo que acertadamente manipulado abriera de algún modo ese cerramiento. Pero todos nuestros tanteos fueron inútiles y no sólo no descubrimos nada sino que hubimos de exigirnos los máximos esfuerzos para evitar dejarnos embriagar por las hipnóticas sensaciones que ese mágico material producía en quienes lo tocaban. Y aunque muy despacio, la cara exterior seguía girando y reduciendo cada vez más la superficie interior y con ello agotando nuestras posibilidades de encontrar el secreto de su apertura. Finalmente, para nuestra desesperación, la arista derecha de la puerta tapó completamente ese otro cilindro inscrito. Habían transcurrido 38 minutos y 24 segundos.
Volvimos a la isla. Quería cuanto antes resolver los cálculos necesarios y que, a la vista de sus resultados, decidiéramos los pasos a dar. Lo primero, medir con aproximación suficiente las dimensiones de la torre y para ello, ya que no habíamos traído ningún sextante, recurrimos a fabricarnos un rudimentario teodolito. Cortamos tres gruesos palos, todos de cinco pies y medio de largo (la altura aproximada de mis ojos), y sobre ellos afianzamos una tabla de madera que usábamos para apoyar los papeles y escribir. Este trípode lo colocamos al inicio de la pasarela, donde se anclaba a la roca del acantilado, y mediante ligeros ajustes de la inclinación de sus patas nos aseguramos de su correcta horizontalidad (cuando logramos que pequeñas balas de plomo permanecieran inmóviles). Dispusimos entonces sobre la tabla dos estrechos tubos de bambú que valían como catalejos y, con un ojo pegado primero a uno y luego al otro, los fui cuidadosamente orientando hasta convencerme de que cada una de sus prolongaciones imaginarias era línea tangente de la circunferencia de la torre a la altura en que estábamos midiendo. Como parecía bastante claro que el eje del puente era perpendicular al círculo y, por tanto, prolongación asimismo del diámetro cuya dimensión quería averiguar, los dos tubos de bambú habían de formar un ángulo cuya bisectriz fuera dicho eje, y efectivamente así era, lo que me probaba que las posiciones de los tubos de bambú eran las correctas. Dibujamos sobre la tabla del trípode el triángulo rectángulo que formaba cada bambú con el eje y recurriendo a las tablas trigonométricas determinamos el valor del ángulo (48º). Al cruzar la pasarela de regreso habíamos medido con exactitud la longitud de la pasarela (76 pies), así que bastaron unas elementales ecuaciones para establecer el diámetro de la circunferencia de la torre, que era de casi 120 pies. Con dificultades algo mayores (y menor seguridad en cuanto a la precisión) enfocamos nuestro tosco instrumento para hallar los ángulos verticales de nuestras visuales hacia la cúspide y la base de la torre. Desde su encuentro con el mar hasta la pasarela había unos 2.885 pies y desde la pasarela hasta el límite superior unos 515; o sea, que la dimensión vertical de la torre, sólo en la parte que emergía de las aguas, alcanzaba unos 3.400 pies. Era, desde luego, asombrosamente enorme, imposible de construir con nuestros medios técnicos. La gran Pirámide de Egipto, el edificio más alto del mundo con sus 460 pies, era más de siete veces inferior a esta misteriosa torre. Nunca el ser humano había podido erigir construcciones tan elevadas y mucho menos en el mar y dotadas de movimiento. De otra parte, si como estaba convencido, la torre era de alguna manera accesible y contaba con plantas habitables (al menos la que a la altura de la pasarela había de tener su entrada a través de esa puerta ciega, una vez se descubriese el secreto de su apertura), teníamos ante nosotros una edificación con enorme superficie útil que, sin duda, muchas cosas tendría que albergar. La planta del círculo al nivel del puente sería, más o menos, de once mil pies cuadrados. Siendo muy conservador, asumí que como mínimo, a una altura media entre plantas de 20 pies, no era nada difícil que la torre contase con un mínimo de ciento setenta pisos, lo que arrojaba aproximadamente la abrumadora cifra de 1.870.000 pies cuadrados de superficie total: ¡Casi dos veces y media el tamaño del Palacio de Buckingham! Para que se entienda mejor la inmensidad de esa superficie, piénsese que la misma podría albergar casi veinte mil personas a la media actual de las viviendas de las clases populares londinenses (que, ciertamente, es bastante miserable). Por supuesto, no pensábamos ninguno que dentro de esa estructura habitaran personas o cualquier otro ser vivo; pero algo tenía que haber y descubrirlo me obsesionaba.
Faltaba todavía determinar la velocidad de rotación, cálculo ya muy fácil. La arista izquierda del vano había tardado mil ciento cincuenta segundos en recorrer el arco circular coincidente con el borde final de la pasarela. En ese momento el ancho del puente (5 pies) coincidió con la longitud de la cuerda del arco, así que el ángulo del mismo era aquél cuyo seno resultaba del cociente del semiancho entre el radio de la planta de la torre. Las tablas trigonométricas nos lo facilitaron (4,8º) e inmediatamente establecimos que el movimiento de rotación era muy poco superior a un cuarto de grado por minuto. A esa velocidad, la torre daría una vuelta completa sobre su eje en veintitrés horas y media, un valor demasiado cercano a la duración de un día como para considerarlo una coincidencia. Supuse que nuestros datos tenían pequeños errores propios de la acumulación sucesiva de redondeos y establecí la velocidad en el valor exacto de 0,25º al minuto, convencido de que cada veinticuatro horas exactas ese extraño vano ciego volvía a coincidir con la pasarela de acceso (también corregimos en escasos ajustes el diámetro de la circunferencia, pero esa mayor precisión es irrelevante a los fines de estas notas). Para entonces ya se había hecho la noche, por lo que nos ocupamos de encender una hoguera y prepararnos para acampar. En cuanto amaneciera continuaríamos con la observación de la torre pues pensamos que era posible que podría aparecer algún otro recorte en la cara exterior del cilindro, éste sí abierto hacia el interior. Si no ocurría así, siempre nos quedaba esperar a la misma hora de la tarde, momento en el que, estábamos seguros, llegaría el vano ciego y quizá para entonces se nos hubiera ocurrido cómo forzar su apertura o un golpe de suerte nos lo descubriera. Morris y yo, acostados juntos, pasamos mucho tiempo barajando en voz baja las más peregrinas hipótesis respecto a las muchas incógnitas que la torre suscitaba. Ya el sueño nos vencía cuando mi amigo comentó algo que explicaría el aparente absurdo de un ingreso inaccesible. Dijo Morris que, tocando la superficie metálica del cilindro interior (sigo llamándolo así aún pecando de ligera imprecisión), creyó percibir que, además de las vibraciones de las partículas de la pared, ésta también se desplazaba en movimiento rotatorio, en sentido inverso al de la superficie exterior. Pero se trataba de una sensación tan tenue que, de ser cierta, la velocidad del círculo inscrito había de ser mucho menor que la ya muy lenta del exterior. Si esa impresión era acertada, parecía sensato suponer que el cilindro interior contaría también con un vano recortado en su superficie y que ambos vanos habrían de coincidir en sus contrarias rotaciones. Obviamente, en cada vuelta del cilindro exterior (o sea una vez al día) el hueco de fuera coincidiría una vez con el de dentro, pero, como la velocidad del interior había de ser bajísima, ese encuentro sucedería en la pasarela cada muchas vueltas. Sin conocer la velocidad interior no cabía calcular cada cuántos días se abriría la entrada a la torre desde la pasarela, pero tras hacer algunos supuestos me quedó claro que era probable que ese tiempo fuera de varios meses (posteriormente fui capaz de calcularlo con exactitud, pero avanzar ahora cómo lo hice sería adelantar acontecimientos). Claro que no sabíamos cuantas vueltas habían pasado desde la última coincidencia en el puente y pudiera ser que restaran pocos días para que se iniciara un nuevo ciclo. Mas sin descartar que la fortuna nos brindase ese regalo, asumiendo la hipótesis de dos rotaciones opuestas, me dormí elucubrando el modo de anticipar la revelación del acceso al interior de la torre.
Volvimos a la isla. Quería cuanto antes resolver los cálculos necesarios y que, a la vista de sus resultados, decidiéramos los pasos a dar. Lo primero, medir con aproximación suficiente las dimensiones de la torre y para ello, ya que no habíamos traído ningún sextante, recurrimos a fabricarnos un rudimentario teodolito. Cortamos tres gruesos palos, todos de cinco pies y medio de largo (la altura aproximada de mis ojos), y sobre ellos afianzamos una tabla de madera que usábamos para apoyar los papeles y escribir. Este trípode lo colocamos al inicio de la pasarela, donde se anclaba a la roca del acantilado, y mediante ligeros ajustes de la inclinación de sus patas nos aseguramos de su correcta horizontalidad (cuando logramos que pequeñas balas de plomo permanecieran inmóviles). Dispusimos entonces sobre la tabla dos estrechos tubos de bambú que valían como catalejos y, con un ojo pegado primero a uno y luego al otro, los fui cuidadosamente orientando hasta convencerme de que cada una de sus prolongaciones imaginarias era línea tangente de la circunferencia de la torre a la altura en que estábamos midiendo. Como parecía bastante claro que el eje del puente era perpendicular al círculo y, por tanto, prolongación asimismo del diámetro cuya dimensión quería averiguar, los dos tubos de bambú habían de formar un ángulo cuya bisectriz fuera dicho eje, y efectivamente así era, lo que me probaba que las posiciones de los tubos de bambú eran las correctas. Dibujamos sobre la tabla del trípode el triángulo rectángulo que formaba cada bambú con el eje y recurriendo a las tablas trigonométricas determinamos el valor del ángulo (48º). Al cruzar la pasarela de regreso habíamos medido con exactitud la longitud de la pasarela (76 pies), así que bastaron unas elementales ecuaciones para establecer el diámetro de la circunferencia de la torre, que era de casi 120 pies. Con dificultades algo mayores (y menor seguridad en cuanto a la precisión) enfocamos nuestro tosco instrumento para hallar los ángulos verticales de nuestras visuales hacia la cúspide y la base de la torre. Desde su encuentro con el mar hasta la pasarela había unos 2.885 pies y desde la pasarela hasta el límite superior unos 515; o sea, que la dimensión vertical de la torre, sólo en la parte que emergía de las aguas, alcanzaba unos 3.400 pies. Era, desde luego, asombrosamente enorme, imposible de construir con nuestros medios técnicos. La gran Pirámide de Egipto, el edificio más alto del mundo con sus 460 pies, era más de siete veces inferior a esta misteriosa torre. Nunca el ser humano había podido erigir construcciones tan elevadas y mucho menos en el mar y dotadas de movimiento. De otra parte, si como estaba convencido, la torre era de alguna manera accesible y contaba con plantas habitables (al menos la que a la altura de la pasarela había de tener su entrada a través de esa puerta ciega, una vez se descubriese el secreto de su apertura), teníamos ante nosotros una edificación con enorme superficie útil que, sin duda, muchas cosas tendría que albergar. La planta del círculo al nivel del puente sería, más o menos, de once mil pies cuadrados. Siendo muy conservador, asumí que como mínimo, a una altura media entre plantas de 20 pies, no era nada difícil que la torre contase con un mínimo de ciento setenta pisos, lo que arrojaba aproximadamente la abrumadora cifra de 1.870.000 pies cuadrados de superficie total: ¡Casi dos veces y media el tamaño del Palacio de Buckingham! Para que se entienda mejor la inmensidad de esa superficie, piénsese que la misma podría albergar casi veinte mil personas a la media actual de las viviendas de las clases populares londinenses (que, ciertamente, es bastante miserable). Por supuesto, no pensábamos ninguno que dentro de esa estructura habitaran personas o cualquier otro ser vivo; pero algo tenía que haber y descubrirlo me obsesionaba.
Faltaba todavía determinar la velocidad de rotación, cálculo ya muy fácil. La arista izquierda del vano había tardado mil ciento cincuenta segundos en recorrer el arco circular coincidente con el borde final de la pasarela. En ese momento el ancho del puente (5 pies) coincidió con la longitud de la cuerda del arco, así que el ángulo del mismo era aquél cuyo seno resultaba del cociente del semiancho entre el radio de la planta de la torre. Las tablas trigonométricas nos lo facilitaron (4,8º) e inmediatamente establecimos que el movimiento de rotación era muy poco superior a un cuarto de grado por minuto. A esa velocidad, la torre daría una vuelta completa sobre su eje en veintitrés horas y media, un valor demasiado cercano a la duración de un día como para considerarlo una coincidencia. Supuse que nuestros datos tenían pequeños errores propios de la acumulación sucesiva de redondeos y establecí la velocidad en el valor exacto de 0,25º al minuto, convencido de que cada veinticuatro horas exactas ese extraño vano ciego volvía a coincidir con la pasarela de acceso (también corregimos en escasos ajustes el diámetro de la circunferencia, pero esa mayor precisión es irrelevante a los fines de estas notas). Para entonces ya se había hecho la noche, por lo que nos ocupamos de encender una hoguera y prepararnos para acampar. En cuanto amaneciera continuaríamos con la observación de la torre pues pensamos que era posible que podría aparecer algún otro recorte en la cara exterior del cilindro, éste sí abierto hacia el interior. Si no ocurría así, siempre nos quedaba esperar a la misma hora de la tarde, momento en el que, estábamos seguros, llegaría el vano ciego y quizá para entonces se nos hubiera ocurrido cómo forzar su apertura o un golpe de suerte nos lo descubriera. Morris y yo, acostados juntos, pasamos mucho tiempo barajando en voz baja las más peregrinas hipótesis respecto a las muchas incógnitas que la torre suscitaba. Ya el sueño nos vencía cuando mi amigo comentó algo que explicaría el aparente absurdo de un ingreso inaccesible. Dijo Morris que, tocando la superficie metálica del cilindro interior (sigo llamándolo así aún pecando de ligera imprecisión), creyó percibir que, además de las vibraciones de las partículas de la pared, ésta también se desplazaba en movimiento rotatorio, en sentido inverso al de la superficie exterior. Pero se trataba de una sensación tan tenue que, de ser cierta, la velocidad del círculo inscrito había de ser mucho menor que la ya muy lenta del exterior. Si esa impresión era acertada, parecía sensato suponer que el cilindro interior contaría también con un vano recortado en su superficie y que ambos vanos habrían de coincidir en sus contrarias rotaciones. Obviamente, en cada vuelta del cilindro exterior (o sea una vez al día) el hueco de fuera coincidiría una vez con el de dentro, pero, como la velocidad del interior había de ser bajísima, ese encuentro sucedería en la pasarela cada muchas vueltas. Sin conocer la velocidad interior no cabía calcular cada cuántos días se abriría la entrada a la torre desde la pasarela, pero tras hacer algunos supuestos me quedó claro que era probable que ese tiempo fuera de varios meses (posteriormente fui capaz de calcularlo con exactitud, pero avanzar ahora cómo lo hice sería adelantar acontecimientos). Claro que no sabíamos cuantas vueltas habían pasado desde la última coincidencia en el puente y pudiera ser que restaran pocos días para que se iniciara un nuevo ciclo. Mas sin descartar que la fortuna nos brindase ese regalo, asumiendo la hipótesis de dos rotaciones opuestas, me dormí elucubrando el modo de anticipar la revelación del acceso al interior de la torre.
Majik of Majiks - Cat Stevens (Numbers, 1975)
¡¡JO!! Menosmal que llegó la noche porque desdeluego yo no entendí nada de tanta geometría.
ResponderEliminarje tourne la page et j'attends la suite.
Ay, C.C, ya me temía que habría quejas a propósito de los cálculos. Y eso que intenté narrarlos lo más amenamente posible. Pero tienes que entender que ante el misterio, el protagonista tenía que hacerlos.
ResponderEliminarMe gusta el relato pero he de criticar también los cálculos. Hasta a mí me han parecido aburridos, soy sincera.Sin embargo te animo a que continues la historia porque de verdad que me está entusiasmando.
ResponderEliminar¡¡¡ LA GALLINA !!!
ResponderEliminarGrillo