Releo las páginas que llevo escritas y me desalienta advertir las carencias del relato. Aprecio mi pobreza estilística, pero no soy literato sino hombre de ciencia y, aunque no renuncie (disculpable vanidad) a atrapar el interés de algún improbable lector futuro, más me importa que mi narración sea veraz y detallada pues sólo así podrá quizá rendir los frutos que pretendo al fijarla en estos papeles. De ahí que haya dejado constancia de los resultados de mis medidas, aunque sepa que habrá quienes las tilden de irrelevantes y de aburridos los métodos de cálculo de los que me serví para obtenerlas. No obstante, yerran los que así juzgaran pues, como amante de los números que soy, sé que la materia (y todo es materia) revela sus más recónditos secretos a quienes indagan sus dimensiones y, en todo caso, incluso los lectores que sólo busquen en esta historia su ocioso entretenimiento han ser capaces de representarse la imagen de esta torre de majestuoso misterio y no se me ocurre mejor manera que aportarles los datos mínimos sobre sus magnitudes físicas. Pero, como digo, no he de justificarme a este respecto sino reparar otro defecto, éste sí grave en un científico, que es el desorden expositivo y la omisión de hechos que a estas alturas del relato tendrían que haber sido presentados para poder entender cabalmente los sucesos que siguieron. Debería tal vez, antes de continuar con la historia, hacer un amplio paréntesis en el que cupieran todos los antecedentes: quiénes éramos, cuál el propósito de nuestro viaje, el rumbo y las peripecias que habíamos vivido desde que abandonamos los muelles al sureste de Londres … Sin embargo, me resisto a desviarme demasiado de la anotación directa de lo acaecido en la isla y, en especial, de lo referente a la torre, y no tanto porque tema que mi narrativa se vuelva tediosa (o aún más tediosa, como opinarán los más críticos de mis lectores) sino porque yo mismo ansío ver escritos los prodigios sobre los que ahora testifico, como si ello me sirviera de particular exorcismo de mis asombros y también de mis miedos. Por consiguiente, acuerdo conmigo mismo un pacto equilibrado en cuya virtud prometo abrir nada más que los paréntesis estrictamente imprescindibles para la buena comprensión del relato de los hechos y hacerlo sólo cuando ésta así lo exija. Será por tanto el propio fluir de la crónica lo que decidirá el cuándo y el qué de las necesarias digresiones. Sentado el criterio, paso a ponerlo por primera vez en práctica en la confianza de que no haya de recurrir mucho a excursos como el que sigue.
Acabo de decir que soy hombre de ciencias y casi ninguna otra precisión sobre mi persona es necesaria por el momento, salvo que me embarqué en este viaje requerido en razón de mi oficio (y de mi prestigio, oso añadir aún a costa de violar las elementales reglas de la modestia) y que ostentaba uno de los más altos rangos en la tripulación del buque. Cualquier lector avisado habrá advertido que me correspondía la jefatura del pequeño grupo expedicionario que, tras cruzar transversalmente la isla y ascender hasta la cima de la meseta herbosa, se había topado con la imponente presencia de la torre giratoria. Si bien he evitado hasta ahora describir llos comportamientos personales u otras consideraciones que caen en la esfera de lo que se da en llamar psicología (pretendida pseudociencia que cobija multitud de charlatanes aprovechados), podía leerse entre líneas que fui yo quien decidió las acciones para investigar la misteriosa torre y organizó las tareas y a los hombres para llevarlas a cabo. Mi mandato había sido aceptado hasta entonces con naturalidad por los seis marinos a mi cargo y lo había podido ejercer sin necesidad de ningún acto disciplinario. Verdad es que nuestra aventura en la isla apenas duraba dos días y tampoco se habían presentado motivos externos para la desobediencia pero no descarto que, vanidosa y erróneamente, me atribuyera capacidad de liderazgo, si es que medité sobre ello en algún momento antes del amanecer del día después de los hechos narrados. Digo lo anterior porque, tras mi primera experiencia táctil con la torre y comprobar cuan tentadora y peligrosa era, me esmeré en impedir que Gordon y Morris la tocaran más de lo imprescindible y además dejé claro que nadie debía cruzar el puente sin mi consentimiento. Luego, mientras preparamos el campamento, mientras nos recogíamos para descansar, mientras discutía en voz baja con Morris las posibles hipótesis explicativas, no se me ocurrió valorar un nimio gesto de descontento hacia mis órdenes, el primero que ocurría. Recuérdese que a Gordon, en su calidad de poseedor del único cronómetro que portábamos, le había encargado medir con la máxima atención el tiempo que duraba el desplazamiento del vano ciego, con la prohibición expresa y tajante de tocar la superficie giratoria. Pero ya antes Gordon había palpado el extraño metal y sentido la embriagadora vibración de sus partículas constitutivas. Con la rudeza propia de su condición (marinero de mediana edad hijo de un minero galés que escapó de su villorrio para enrolarse en un mercante no siendo más que un crío), cuando le despegué sus manazas no acertó sino a exclamar que lo que había sentido le recordaba, pero más hondo, el estado en que quedaba después de un coito (no usó esta palabra, claro) con Sally Velvet, la cual (me aclaró) era la mejor prostituta de los muelles de Londres y sus servicios se comparaban con visitas al paraíso. Luego, cuando finalizó su tarea, me pidió tocar un rato la torre y mi negativa la recibió con gesto hosco y protestas entre dientes sobre la injusticia que se le infligía, mayor todavía porque Morris y yo bien a gusto que nos habíamos refocilado en el sobeteo. Pero no fue a más la cosa y tampoco yo le di importancia, absorto en mis frenéticos pensamientos.
Recordé este incidente al despertarnos al amanecer y comprobar que Gordon no estaba entre nosotros. Con la angustiosa aprensión de que había desobedecido mi mandato me acerqué hasta el borde del acantilado y desde allí, en efecto, divisé el bulto de su cuerpo derrengado en el extremo final de la pasarela. Sobra decir que estaba muerto, certeza que se había instalado en mi cabeza incluso antes de verlo. El hombre, demostrando una prudencia que pocos le hubiéramos atribuido, había ceñido firmemente una soga en varias vueltas al puente y amarrado a esa especie de cinturón un arnés hecho con otra soga que le rodeaba el tronco. De esta forma pretendió evitar que, si caía en el sopor que la torre producía, la rotación lo arrastrara hasta el borde y lo hiciera precipitarse al vacío. Estaba claro que había tomado buena nota de los riesgos y creído saber cómo eludirlos. La añagaza había funcionado pues ahí estaba su cadáver. Lo imaginé viviendo ese prolongado y edénico post-orgasmo, sus enormes manos adheridas al metal que las arrastraba pero sin llegar a superar el límite de la longitud de los brazos gracias a la sujeción de las cuerdas. No podía saber cuanto tiempo habría durado su experiencia pero barruntaba que habría sido un largo rato, el suficiente para que perdiera completamente la consciencia, sumido en la profundidad de ese mar de sensaciones letárgicas. Porque me imaginé que no habría percibido el proceso de su muerte, no se habría dado cuenta de cómo esa energía extraña le iba empapando el cuerpo, recorriéndole las venas, los nervios, transformando todo su organismo. Nosotros ahora, con aterrado estupor, descubríamos sus efectos en ese cadáver que no era el de un hombre en la cuarentena. Los rasgos del fornido y saludable marinero apenas se distinguían en la piel arrugada de un anciano de provectísima edad. Sólo se me ocurrió pensar, a modo de descabellada explicación de tan insólito fenómeno, que lo que se recibía al tocar la pared giratoria, esa rara energía que tan placenteras sensaciones generaba cargaba partículas concentradas de tiempo; tiempo que a vertiginosa velocidad sumaba edad a las células hasta que el ser vivo, como le había ocurrido al desdichado de Gordon, moría de viejo, de muy viejo.
Acabo de decir que soy hombre de ciencias y casi ninguna otra precisión sobre mi persona es necesaria por el momento, salvo que me embarqué en este viaje requerido en razón de mi oficio (y de mi prestigio, oso añadir aún a costa de violar las elementales reglas de la modestia) y que ostentaba uno de los más altos rangos en la tripulación del buque. Cualquier lector avisado habrá advertido que me correspondía la jefatura del pequeño grupo expedicionario que, tras cruzar transversalmente la isla y ascender hasta la cima de la meseta herbosa, se había topado con la imponente presencia de la torre giratoria. Si bien he evitado hasta ahora describir llos comportamientos personales u otras consideraciones que caen en la esfera de lo que se da en llamar psicología (pretendida pseudociencia que cobija multitud de charlatanes aprovechados), podía leerse entre líneas que fui yo quien decidió las acciones para investigar la misteriosa torre y organizó las tareas y a los hombres para llevarlas a cabo. Mi mandato había sido aceptado hasta entonces con naturalidad por los seis marinos a mi cargo y lo había podido ejercer sin necesidad de ningún acto disciplinario. Verdad es que nuestra aventura en la isla apenas duraba dos días y tampoco se habían presentado motivos externos para la desobediencia pero no descarto que, vanidosa y erróneamente, me atribuyera capacidad de liderazgo, si es que medité sobre ello en algún momento antes del amanecer del día después de los hechos narrados. Digo lo anterior porque, tras mi primera experiencia táctil con la torre y comprobar cuan tentadora y peligrosa era, me esmeré en impedir que Gordon y Morris la tocaran más de lo imprescindible y además dejé claro que nadie debía cruzar el puente sin mi consentimiento. Luego, mientras preparamos el campamento, mientras nos recogíamos para descansar, mientras discutía en voz baja con Morris las posibles hipótesis explicativas, no se me ocurrió valorar un nimio gesto de descontento hacia mis órdenes, el primero que ocurría. Recuérdese que a Gordon, en su calidad de poseedor del único cronómetro que portábamos, le había encargado medir con la máxima atención el tiempo que duraba el desplazamiento del vano ciego, con la prohibición expresa y tajante de tocar la superficie giratoria. Pero ya antes Gordon había palpado el extraño metal y sentido la embriagadora vibración de sus partículas constitutivas. Con la rudeza propia de su condición (marinero de mediana edad hijo de un minero galés que escapó de su villorrio para enrolarse en un mercante no siendo más que un crío), cuando le despegué sus manazas no acertó sino a exclamar que lo que había sentido le recordaba, pero más hondo, el estado en que quedaba después de un coito (no usó esta palabra, claro) con Sally Velvet, la cual (me aclaró) era la mejor prostituta de los muelles de Londres y sus servicios se comparaban con visitas al paraíso. Luego, cuando finalizó su tarea, me pidió tocar un rato la torre y mi negativa la recibió con gesto hosco y protestas entre dientes sobre la injusticia que se le infligía, mayor todavía porque Morris y yo bien a gusto que nos habíamos refocilado en el sobeteo. Pero no fue a más la cosa y tampoco yo le di importancia, absorto en mis frenéticos pensamientos.
Recordé este incidente al despertarnos al amanecer y comprobar que Gordon no estaba entre nosotros. Con la angustiosa aprensión de que había desobedecido mi mandato me acerqué hasta el borde del acantilado y desde allí, en efecto, divisé el bulto de su cuerpo derrengado en el extremo final de la pasarela. Sobra decir que estaba muerto, certeza que se había instalado en mi cabeza incluso antes de verlo. El hombre, demostrando una prudencia que pocos le hubiéramos atribuido, había ceñido firmemente una soga en varias vueltas al puente y amarrado a esa especie de cinturón un arnés hecho con otra soga que le rodeaba el tronco. De esta forma pretendió evitar que, si caía en el sopor que la torre producía, la rotación lo arrastrara hasta el borde y lo hiciera precipitarse al vacío. Estaba claro que había tomado buena nota de los riesgos y creído saber cómo eludirlos. La añagaza había funcionado pues ahí estaba su cadáver. Lo imaginé viviendo ese prolongado y edénico post-orgasmo, sus enormes manos adheridas al metal que las arrastraba pero sin llegar a superar el límite de la longitud de los brazos gracias a la sujeción de las cuerdas. No podía saber cuanto tiempo habría durado su experiencia pero barruntaba que habría sido un largo rato, el suficiente para que perdiera completamente la consciencia, sumido en la profundidad de ese mar de sensaciones letárgicas. Porque me imaginé que no habría percibido el proceso de su muerte, no se habría dado cuenta de cómo esa energía extraña le iba empapando el cuerpo, recorriéndole las venas, los nervios, transformando todo su organismo. Nosotros ahora, con aterrado estupor, descubríamos sus efectos en ese cadáver que no era el de un hombre en la cuarentena. Los rasgos del fornido y saludable marinero apenas se distinguían en la piel arrugada de un anciano de provectísima edad. Sólo se me ocurrió pensar, a modo de descabellada explicación de tan insólito fenómeno, que lo que se recibía al tocar la pared giratoria, esa rara energía que tan placenteras sensaciones generaba cargaba partículas concentradas de tiempo; tiempo que a vertiginosa velocidad sumaba edad a las células hasta que el ser vivo, como le había ocurrido al desdichado de Gordon, moría de viejo, de muy viejo.
Come le onde del mare - Gianmaria Testa (Montgolfières, 1995)
¡ Eso es !, excelente cuarta parte en la que, encima, consigues contestar a tus lectores de manera interactiva, sin olvidar de adaptarte al estilo de la época.
ResponderEliminarMe ha encantado que emplearas la palabra "post-orgasmo".
Un beso casto.
La torre giratoria 5 !!!
ResponderEliminarLa torre giratoria 5 !!!
La torre giratoria 5 !!!
La torre giratoria 5 !!!
La torre giratoria 5 !!!
Señor hombre, Miros:
ResponderEliminarNo me extraña que te pidan la 5ª entrega y más.
Personalmente no he sido capaz de entenderte en esta ocasión al principio, pero tengo muy claro y desde hace tiempo, que aunque seas un hombre de ciencias manejas las letras estupendamente.
Grillo