Me encontré el jueves pasado con el primer tomo de una de las consideradas obras magnas de la literatura alemana del siglo pasado, la trilogía Noviembre de 1918, de Alfred Döblin. Recordaba la reseña de Guelbenzu en un Babelia de esta primavera, decididamente elogiosa. De otro lado, había leído a principios de los 80 su Berlin Alexanderplatz, famosa por entonces gracias a la versión televisiva que acababa de filmar el malogrado Rainer Werner Fassbinder (en esos años me tragué unas cuantas de sus pelis en los Alphaville madrileños). La verdad que leer literatura alemana buena requiere siempre una cierta determinación voluntariosa, un previo ponerse en situación conscientes del esfuerzo a que nos vamos a someter. Por ejemplo, leer novela alemana en el tranvía (como ha sido mi caso con ésta) no es lo más recomendable; no se trata ciertamente de textos ligeros, sino densos, a veces exigentes para exprimir todo lo que se condensa en breves párrafos (casi al modo de cómo los alemanes construyen palabras de largura infinita para afinar maniáticamente el contenido conceptual del término). Pero, desde luego, el esfuerzo obtiene su premio y, si no, piénsese en la sensación de asombro maravillado que a uno le queda tras acabar La Montaña Mágica, por citar una de las muestras más excelsas. Pero volvamos a Döblin, del cual sabía apenas lo normal, que era médico y como tal había participado en la Gran Guerra, que mantuvo una intensa actividad cultural durante la República de Weimar, que en cuanto los chicos de la esvástica se hicieron con el poder salió echando leches de Alemania (era judío), y que tras de la derrota volvió a Europa. Noviembre de 1918 la empezó antes de la segunda guerra mundial pero el volumen final de la trilogía no lo publicó hasta 1950.
Noviembre de 1918 es el mes en que acabó la primera guerra mundial pero también, y sobre todo, fue un mes revolucionario en Alemania. Un pueblo que había sido casi unánimemente belicista cuatro años antes, a esas alturas estaba exhausto pese a lo cual –la conocida disciplina germana– seguían obedeciendo a sus oficiales y muriendo como conejos en el frente, mientras pasaban hambre en todas las ciudades. A principios de octubre la población alemana se enteró de que sus dirigentes militares y el propio Kaiser estaban dispuestos a solicitar el armisticio bajo las condiciones de Wilson, el presidente yanqui. La conmoción fue tremenda: de pronto, todo el triunfalismo militarista de la invencibilidad alemana, repetido hasta la saciedad durante esos años, se deshacía en migajas. Octubre fue un mes convulso: la guerra iba a acabar, sin que se alcanzasen todavía a comprender las consecuencias de la derrota (que serían crueles, demasiado), pero no terminaba de acabar. En esa situación de incertidumbre e inquietud, el almirante al mando de la flota de Kiel ordenó el 29 un ataque contra la Royal Navy. Los marinos se negaron, y la inicial desobediencia pacífica se convirtió enseguida en un motín violento, y luego en la creación de consejos de trabajadores y soldados que, inspirados en los soviets, ondeaban banderas rojas y clamaban por la revolución socialista. El movimiento se extendió como un tsunami a lo largo del Reich, obligando a abdicar a todos los príncipes de los múltiples estados aristocráticos que lo conformaban, incluyendo al propio emperador y rey de Prusia, Guillermo II. Fueron los socialistas del SPD los que, en un primer momento y sin salirse del marco institucional, se ocuparon de la dirección del gobierno y trataron de atajar o al menos encauzar la ebullición revolucionaria, a la vez que habían de tratar con los vencedores las condiciones de paz. Los revolucionarios, sin embargo, liderados por Karl Liebknecht, no estaban dispuestos a que el cambio se limitara al derrocamiento de la monarquía y la instauración de un parlamentarismo al estilo francés o americano; querían desmantelar el capitalismo, que los obreros fueran realmente quienes mandaran, que se "socializaran" casi todas las grandes empresas alemanas. Como todos sabemos, no cuajó la revolución alemana (ni el propio Lenin tenía interés en ello) y, como toda revolución, fue caldo nutricio de abundantes actos sanguinarios. Nació en cambio la República de Weimar, la que catorce años después se zamparían los nazis sin la menor dificultad. Pero en Noviembre del 18 todo lo que había de ocurrir nadie podía preverlo, es más, nadie se atrevía ni siquiera a imaginar en qué podría derivar ese confuso potaje de emociones contradictorias –ilusiones, decepciones, miedos y angustias, esperanzas– que vivían tantísimos alemanes, la mayoría supongo yo. Pues bien, ese mes de noviembre, en concreto desde el domingo 10 hasta el viernes 22, es el marco temporal de la novela que he leído.
Este primer tomo sucede, salvo contados episodios berlineses, en Estrasburgo, la capital de Alsacia. La Alsacia, en la margen izquierda del Rin, formó parte del Sacro Imperio Germánico, el de los Habsburgo hasta que al final de la Guerra de los Treinta Años pasó a la corona francesa, junto con Lorena. Fueron dos siglos casi exactos, suficientes para que la región, a pesar de su idioma germánico, se afrancesara intensamente e incluso participara muy activamente en los cruciales acontecimientos de la Revolución y del subsiguiente periodo napoleónico (por ejemplo, fue en Estrasburgo donde un capitán de ingenieros de su guarnición compuso el himno que se bautizaría como la Marsellesa). Pero tengo la sensación de que durante los siglos XVIII y XIX los alsacianos se sentirían muy unidos a Francia pero de alguna manera unos franceses especiales, distintos. En 1871, tras la guerra franco-prusiana, que fue la base para la unificación alemana y la proclamación de Guillermo I, nada menos que en el palacio de Versalles, como Kaiser del II Reich, Francia hubo de ceder Alsacia y Lorena al nuevo imperio germano. Durante el medio siglo de administración alemana, la Alsacia-Lorena gozó de un cierto grado de autonomía y el proceso de re-germanización no fue para nada agobiante; se toleró el uso del francés (lengua materna de sólo una décima parte de la población) y se permitió a los habitantes elegir entre la ciudadanía francesa (en cuyo caso habían de irse, claro) o la pertenencia al Reich. La gran mayoría (en torno al 95%) se quedó, como era de esperar. Supongo que como las cosas nunca son sencillas y hay para todos los gustos, en las vísperas de la Gran Guerra en Estrasburgo y en el resto de Alsacia, habría quienes se sintieran alemanes, quienes franceses y quienes alsacianos (ni franceses ni alemanes, sino todo lo contrario), pero dudo mucho que la mayoría se sintiera oprimida por el bárbaro teutón y ansiosa de regresar al seno de la dulce Francia. Otra cosa es que lo que reconcomía a los franceses, humillados por la derrota, lo proyectaran en el sentimiento de los alsacianos. Alphonse Daudet puso en boca de un imaginario niño alsaciano la triste narración de su último día de clase en francés porque había llegado una orden de Berlín obligando a que las clases fueran sólo en alemán (no es cierto, pero así se lo contaban en París). En Nancy, la ciudad de la Lorena que se mantuvo en el estado francés, Paul Dubois erigió una estatua de bronce de dos mujeres que representan a la Lorena llorando en brazos de la Alsacia. El pintor alsaciano Jean-Jacques Henner logró una de sus mejores obras con Elle attend (ella espera), el retrato de una mujer con traje regional alsaciano, pero todo negro salvo una escarapela en el tocado con los colores de Francia. Y así hay innumerables ejemplos que forman parte de lo que se ha dado en llamar el revanchismo y que determinaría la obstinación de los políticos franceses de imponer a Alemania, al final de la primera guerra, las más draconianas condiciones (había que acabar para siempre con el demonio alemán, decían). Por cierto, cuando Alsacia volvió a Francia, disminuyó mucho su autonomía política y el idioma alsaciano pasó a prohibirse al considerarse antipatriótico.
La novela de Döblin, hilvanada mediante la una sucesión de capítulos breves presentados a modo de escenas cinematográficas, nos va mostrando los actos y emociones de un catálogo muy diverso de personajes, cuya nota común, si alguna hay, es la sensación de desconcierto ante todo lo que está ocurriendo. Algo que me ha gustado es lo bien que logra el escritor hacernos ver que los dramáticos cambios que se estaban viviendo –de hecho, la Gran Guerra y su resolución, supuso el inicio del mundo contemporáneo–, al mismo tiempo que desgarran internamente a quienes los sufrían (o sea, prácticamente a todos) se integran en la vida cotidiana. Al fin y al cabo, hay que seguir viviendo, levantarse e ir a buscarse los garbanzos, adaptarse a los "grandes sucesos históricos", a los grandilocuentes discursos, pero éstos no dan de comer y, por mucho que nos exalten, es necesario mantener los pies en el suelo. Los militares alemanes preparan y llevan a cabo su retirada de Alsacia, en un estado de abatimiento pasmado que tratan de sobrellevar recurriendo a los tan arraigados hábitos marciales, mientras maldicen a los despreciables canallas proletarios que traicionan el futuro de la patria con su revolución. Un grupo de marinos alsacianos que ha participado en el motín de Kiel, llega hasta Estrasburgo para proclamar la República libre de Alsacia en el marco de la confederación germánica, pero sus ardores revolucionarios son diluidos ante el escepticismo amable de los burgueses, hechos ya a la idea de que en pocos días llegarán los franceses a ocupar la ciudad; al final, el marinero Thomas se plantea ir a Berlín para participar en el alumbramiento del nuevo mundo socialista, que ya se darán cuenta sus paisanos del error que cometen dejándose caer en los brazos de los capitalistas gabachos. Una joven enamorada de un oficial alemán que ha tenido que escapar (había matado a dos soldados amotinados) desespera ante el silencio de su amado y duda si permanecer en Estrasburgo o ir a buscarlo. Alsacianos que se sienten alemanes miran con rabia y preocupación el cambio inminente, mientras que otros, la mayoría, pone al día su francés y expresa su entusiasmo (¿cuánto de real y cuánto de fingido?) por la que ya llaman la liberación. Un herido prusiano, antiguo profesor de humanidades clásicas, es la voz de la desesperanza en su tono más nihilista. Hay de todo, en esta galería de personajes, hasta unos cuantos reales que aparecen en algunas escenas (la más lograda es la que tiene como protagonista a Maurice Barrès, el escritor nacionalista francés que llega a Estrasburgo para azuzar el odio hacia los alemanes). Realmente no se dibuja una trama argumental según la estructura de la novela decimonónica; no hay ni principio ni fin, ninguna intención teleológica y mucho menos moralista: la vida, viene a mostrarnos la cámara neutral de Döblin, no es sino la sucesión acontecimientos sin finalidad que nos arrastra, impotentes, por mucho que nos empeñemos en buscarles sentido.
Probablemente es esa técnica narrativa, tan emparentada con el documental cinematográfico, la que otorga gran efectividad a la novela. No es entretenida, al menos no en el sentido habitual basado en el clásico esquema de presentación, nudo y desenlace. Lo que va pasando ni es demasiado emocionante ni parece encadenarse hacia ningún fin que colme nuestras expectativas lectoras, las mismas, en el fondo, que tiene un niño cuando escucha un cuento. La novela ni empieza ni acaba, te deja con una cierta sensación incómoda pero, justamente por eso, creo yo, te impregna el cerebro, sus escenas van impregnando las neuronas para volver recurrentes, y te das cuenta de que el autor te ha hecho que casi vivas acontecimientos de hace más de noventa años, que casi sientas a esos personajes tan reales como los que están todos los días a tu lado. Además, esas escenas en las que Döblin te sumerge, aún siendo tan minuciosamente localistas, tan ajustadas a personas y lugares precisos, los trascienden y se convierten en ejemplos de patrones universales del comportamiento social, del alma humana. Desconozco si Döblin vivió esos días en Estrasburgo (estuvo destinado en el frente occidental, así que es posible); en todo caso, no olvidemos que ejerció como psiquiatra en un barrio proletario berlinés y que, como demuestra también en su Alexanderplatz, tenía un profundo conocimiento (y supongo que poco optimista) de nuestra especie. Acabo diciendo que, la verdad, no he disfrutado demasiado leyendo esta Burgueses y Soldados (ya he dicho que no es precisamente entretenida); no obstante, en cuanto Edhasa publique el siguiente volumen casi con toda seguridad lo leeré.
Noviembre de 1918 es el mes en que acabó la primera guerra mundial pero también, y sobre todo, fue un mes revolucionario en Alemania. Un pueblo que había sido casi unánimemente belicista cuatro años antes, a esas alturas estaba exhausto pese a lo cual –la conocida disciplina germana– seguían obedeciendo a sus oficiales y muriendo como conejos en el frente, mientras pasaban hambre en todas las ciudades. A principios de octubre la población alemana se enteró de que sus dirigentes militares y el propio Kaiser estaban dispuestos a solicitar el armisticio bajo las condiciones de Wilson, el presidente yanqui. La conmoción fue tremenda: de pronto, todo el triunfalismo militarista de la invencibilidad alemana, repetido hasta la saciedad durante esos años, se deshacía en migajas. Octubre fue un mes convulso: la guerra iba a acabar, sin que se alcanzasen todavía a comprender las consecuencias de la derrota (que serían crueles, demasiado), pero no terminaba de acabar. En esa situación de incertidumbre e inquietud, el almirante al mando de la flota de Kiel ordenó el 29 un ataque contra la Royal Navy. Los marinos se negaron, y la inicial desobediencia pacífica se convirtió enseguida en un motín violento, y luego en la creación de consejos de trabajadores y soldados que, inspirados en los soviets, ondeaban banderas rojas y clamaban por la revolución socialista. El movimiento se extendió como un tsunami a lo largo del Reich, obligando a abdicar a todos los príncipes de los múltiples estados aristocráticos que lo conformaban, incluyendo al propio emperador y rey de Prusia, Guillermo II. Fueron los socialistas del SPD los que, en un primer momento y sin salirse del marco institucional, se ocuparon de la dirección del gobierno y trataron de atajar o al menos encauzar la ebullición revolucionaria, a la vez que habían de tratar con los vencedores las condiciones de paz. Los revolucionarios, sin embargo, liderados por Karl Liebknecht, no estaban dispuestos a que el cambio se limitara al derrocamiento de la monarquía y la instauración de un parlamentarismo al estilo francés o americano; querían desmantelar el capitalismo, que los obreros fueran realmente quienes mandaran, que se "socializaran" casi todas las grandes empresas alemanas. Como todos sabemos, no cuajó la revolución alemana (ni el propio Lenin tenía interés en ello) y, como toda revolución, fue caldo nutricio de abundantes actos sanguinarios. Nació en cambio la República de Weimar, la que catorce años después se zamparían los nazis sin la menor dificultad. Pero en Noviembre del 18 todo lo que había de ocurrir nadie podía preverlo, es más, nadie se atrevía ni siquiera a imaginar en qué podría derivar ese confuso potaje de emociones contradictorias –ilusiones, decepciones, miedos y angustias, esperanzas– que vivían tantísimos alemanes, la mayoría supongo yo. Pues bien, ese mes de noviembre, en concreto desde el domingo 10 hasta el viernes 22, es el marco temporal de la novela que he leído.
Este primer tomo sucede, salvo contados episodios berlineses, en Estrasburgo, la capital de Alsacia. La Alsacia, en la margen izquierda del Rin, formó parte del Sacro Imperio Germánico, el de los Habsburgo hasta que al final de la Guerra de los Treinta Años pasó a la corona francesa, junto con Lorena. Fueron dos siglos casi exactos, suficientes para que la región, a pesar de su idioma germánico, se afrancesara intensamente e incluso participara muy activamente en los cruciales acontecimientos de la Revolución y del subsiguiente periodo napoleónico (por ejemplo, fue en Estrasburgo donde un capitán de ingenieros de su guarnición compuso el himno que se bautizaría como la Marsellesa). Pero tengo la sensación de que durante los siglos XVIII y XIX los alsacianos se sentirían muy unidos a Francia pero de alguna manera unos franceses especiales, distintos. En 1871, tras la guerra franco-prusiana, que fue la base para la unificación alemana y la proclamación de Guillermo I, nada menos que en el palacio de Versalles, como Kaiser del II Reich, Francia hubo de ceder Alsacia y Lorena al nuevo imperio germano. Durante el medio siglo de administración alemana, la Alsacia-Lorena gozó de un cierto grado de autonomía y el proceso de re-germanización no fue para nada agobiante; se toleró el uso del francés (lengua materna de sólo una décima parte de la población) y se permitió a los habitantes elegir entre la ciudadanía francesa (en cuyo caso habían de irse, claro) o la pertenencia al Reich. La gran mayoría (en torno al 95%) se quedó, como era de esperar. Supongo que como las cosas nunca son sencillas y hay para todos los gustos, en las vísperas de la Gran Guerra en Estrasburgo y en el resto de Alsacia, habría quienes se sintieran alemanes, quienes franceses y quienes alsacianos (ni franceses ni alemanes, sino todo lo contrario), pero dudo mucho que la mayoría se sintiera oprimida por el bárbaro teutón y ansiosa de regresar al seno de la dulce Francia. Otra cosa es que lo que reconcomía a los franceses, humillados por la derrota, lo proyectaran en el sentimiento de los alsacianos. Alphonse Daudet puso en boca de un imaginario niño alsaciano la triste narración de su último día de clase en francés porque había llegado una orden de Berlín obligando a que las clases fueran sólo en alemán (no es cierto, pero así se lo contaban en París). En Nancy, la ciudad de la Lorena que se mantuvo en el estado francés, Paul Dubois erigió una estatua de bronce de dos mujeres que representan a la Lorena llorando en brazos de la Alsacia. El pintor alsaciano Jean-Jacques Henner logró una de sus mejores obras con Elle attend (ella espera), el retrato de una mujer con traje regional alsaciano, pero todo negro salvo una escarapela en el tocado con los colores de Francia. Y así hay innumerables ejemplos que forman parte de lo que se ha dado en llamar el revanchismo y que determinaría la obstinación de los políticos franceses de imponer a Alemania, al final de la primera guerra, las más draconianas condiciones (había que acabar para siempre con el demonio alemán, decían). Por cierto, cuando Alsacia volvió a Francia, disminuyó mucho su autonomía política y el idioma alsaciano pasó a prohibirse al considerarse antipatriótico.
La novela de Döblin, hilvanada mediante la una sucesión de capítulos breves presentados a modo de escenas cinematográficas, nos va mostrando los actos y emociones de un catálogo muy diverso de personajes, cuya nota común, si alguna hay, es la sensación de desconcierto ante todo lo que está ocurriendo. Algo que me ha gustado es lo bien que logra el escritor hacernos ver que los dramáticos cambios que se estaban viviendo –de hecho, la Gran Guerra y su resolución, supuso el inicio del mundo contemporáneo–, al mismo tiempo que desgarran internamente a quienes los sufrían (o sea, prácticamente a todos) se integran en la vida cotidiana. Al fin y al cabo, hay que seguir viviendo, levantarse e ir a buscarse los garbanzos, adaptarse a los "grandes sucesos históricos", a los grandilocuentes discursos, pero éstos no dan de comer y, por mucho que nos exalten, es necesario mantener los pies en el suelo. Los militares alemanes preparan y llevan a cabo su retirada de Alsacia, en un estado de abatimiento pasmado que tratan de sobrellevar recurriendo a los tan arraigados hábitos marciales, mientras maldicen a los despreciables canallas proletarios que traicionan el futuro de la patria con su revolución. Un grupo de marinos alsacianos que ha participado en el motín de Kiel, llega hasta Estrasburgo para proclamar la República libre de Alsacia en el marco de la confederación germánica, pero sus ardores revolucionarios son diluidos ante el escepticismo amable de los burgueses, hechos ya a la idea de que en pocos días llegarán los franceses a ocupar la ciudad; al final, el marinero Thomas se plantea ir a Berlín para participar en el alumbramiento del nuevo mundo socialista, que ya se darán cuenta sus paisanos del error que cometen dejándose caer en los brazos de los capitalistas gabachos. Una joven enamorada de un oficial alemán que ha tenido que escapar (había matado a dos soldados amotinados) desespera ante el silencio de su amado y duda si permanecer en Estrasburgo o ir a buscarlo. Alsacianos que se sienten alemanes miran con rabia y preocupación el cambio inminente, mientras que otros, la mayoría, pone al día su francés y expresa su entusiasmo (¿cuánto de real y cuánto de fingido?) por la que ya llaman la liberación. Un herido prusiano, antiguo profesor de humanidades clásicas, es la voz de la desesperanza en su tono más nihilista. Hay de todo, en esta galería de personajes, hasta unos cuantos reales que aparecen en algunas escenas (la más lograda es la que tiene como protagonista a Maurice Barrès, el escritor nacionalista francés que llega a Estrasburgo para azuzar el odio hacia los alemanes). Realmente no se dibuja una trama argumental según la estructura de la novela decimonónica; no hay ni principio ni fin, ninguna intención teleológica y mucho menos moralista: la vida, viene a mostrarnos la cámara neutral de Döblin, no es sino la sucesión acontecimientos sin finalidad que nos arrastra, impotentes, por mucho que nos empeñemos en buscarles sentido.
Probablemente es esa técnica narrativa, tan emparentada con el documental cinematográfico, la que otorga gran efectividad a la novela. No es entretenida, al menos no en el sentido habitual basado en el clásico esquema de presentación, nudo y desenlace. Lo que va pasando ni es demasiado emocionante ni parece encadenarse hacia ningún fin que colme nuestras expectativas lectoras, las mismas, en el fondo, que tiene un niño cuando escucha un cuento. La novela ni empieza ni acaba, te deja con una cierta sensación incómoda pero, justamente por eso, creo yo, te impregna el cerebro, sus escenas van impregnando las neuronas para volver recurrentes, y te das cuenta de que el autor te ha hecho que casi vivas acontecimientos de hace más de noventa años, que casi sientas a esos personajes tan reales como los que están todos los días a tu lado. Además, esas escenas en las que Döblin te sumerge, aún siendo tan minuciosamente localistas, tan ajustadas a personas y lugares precisos, los trascienden y se convierten en ejemplos de patrones universales del comportamiento social, del alma humana. Desconozco si Döblin vivió esos días en Estrasburgo (estuvo destinado en el frente occidental, así que es posible); en todo caso, no olvidemos que ejerció como psiquiatra en un barrio proletario berlinés y que, como demuestra también en su Alexanderplatz, tenía un profundo conocimiento (y supongo que poco optimista) de nuestra especie. Acabo diciendo que, la verdad, no he disfrutado demasiado leyendo esta Burgueses y Soldados (ya he dicho que no es precisamente entretenida); no obstante, en cuanto Edhasa publique el siguiente volumen casi con toda seguridad lo leeré.
Quand on est heureux - Virginie Schaeffer (Virginie Schaeffer, 2008)
PS: El tema que subo es de una cantante de Estrasburgo cuyo estilo me resulta de lo más agradable. Un descubrimiento reciente que, aunque solo sea por razones geográficas, viene muy bien para la banda sonora de este post.
Vaya par de cataplines que le echas tú a ciertas lecturas... y encima vienes a decir, poco más o menos, que ni fú ni fá.
ResponderEliminarLa verdad es que resulta un buen repaso a los sucesos de la Alemania de entonces y no hay mucho más que restar ni añadir de esa Historia.
Solo te regalo un ejemplo tan chusco como cierto respecto a lo que dices de la complejidad alemana por construir palabras larguísimas en base a 'encolar' genitivos mal llamados sajones.
Aquí va el nombre del hospital donde trabajé en Duisburgo:
BERUFGENOSSENSCHAFTLICHESKRANKENHAUS.
La primera vez que escribí a mi padre usando el papel timbrado del hospital con ese nombre, me respodió: 'Sal de ahí; eso no puede ser bueno',
(Intentaré usar mi nick Grillo)
¡Ja! Hospital de la asociación profesional.
ResponderEliminarNunca soporté a Fassbinder, incluso cuando era 'obligatorio' 'de facto' en el manual del perfecto progre culto. En cambio adoro a Mann y de los actuales me encanta el ya fallecido Boll, y Grass y Erzemberger, entre varios más. En fin, que creo que la 'pesadez' narrativa alemana no es tal -otra cosa es la extensión habitual de las obras de don Thomas, por ejemplo- o que es confundida con su ensayismo filosófico, plumbeo salvo honrosísimas excepciones.
ResponderEliminarResumiendo, que disiento, Miroslav, pero que me encanta, en mi disensión tanto este post como tu cada día más obvia 'tudescofilia' que diría un ítalo.
Y a Grillo, en mi opinión el genitivo en cuestión se llama 'sajón, porque lo es, a qué lo de 'mal llamado'
Grillo: Sabio tu padre. Te pregunto: tus colegas nativos de ese hospital, ¿eran capaces de pronunciar el nombre del mismo de una sola tacada? Siempre me ha acuerdo de una amiga alemana, Ingrid, que hablaba un español con acento mezcla de alemán y andaluz e infestado de tacos (lo había aprendido en Granada) y que se ganaba la vida en Madrid dando clases de su lengua. Una vez le pregunté si era demasiado difícil y con su gracejo característico me respondió: ufff, dificilísimo, si no lo hubiese aprendido de pequeñita ni se me ocurriría estudiarlo. Aún así, pese a lo incomprensible que me resulta, el verano pasado, cuando entramos en Austria viniendo de Hungría, los letreros en alemán nos parecieron balsámicos, casi inteligibles y es que el húngaro ... Ese sí que no hay por donde cogerlo.
ResponderEliminarC.C.: Quedas nombrada traductora oficial del blog.
Lansky: ¿Tedescofilia? Bueno, pues sí. Pero también francofilia, anglofilia, italofilia ... La verdad es que me interesan las historias de muchos países europeos, de cualquiera casi diría yo. Conste que no considero a los alemanes plúmbeos, al menos no en el sentido peyorativo del término. Pero, eso sí, no suelen ser "ligeros", no andan sobrados de esa ironía desdramatizadora tan característica de los ingleses, que logran obras maestras sin dar la impresión de que se las toman en serio. También yo adoro a Mann y al primer Grass, porque a partir de un cierto momento me empezó a aburrir (lo que no me ocurrió con el Tambor de hojalata, que te atrapa desde la primera hoja), y a Böll, pero a Erzemberg apenas lo he leído. Por cierto, últimamente he leído algunos alemanes jóvenes que parecen haberse apuntado a un estilo casi frívolo (aunque, ahora que caigo, varios son austriacos y Viena estaba, en estos aspectos, en las antípodas de los prusianos). En resumen, que a lo mejor no disentimos tanto
Me olvidaba de Fassbinder. La verdad es que casi ni me acuerdo de las películas que vi de él, salvo que salías con una sensación de incómodo desagrado, pero no me parecían malas. Claro que puede influir en este juicio retrospectivo que yo anduviera en la veintena e influído por la obligada moda progre-cultural. Este fin de semana me bajé el primer capítulo de la serie de 14 que hizo el muchacho sobre la novela citada de Döblin (en alemán con subtítulos). No es agradable de ver pero sí me gustó la recreación del Berlín (espacio urbano y tipos humanos) de finales de los veinte, una época que, como sabes, me interesa especialmente.
ResponderEliminarFassbinder, plasta. H.Böll, y Eszenberger (éste más peridista), bien. Mann excesivo, repetitivo y de dudoso colaboracionismo... Pero gay que leerlo, y con interés.
ResponderEliminarCreo, Lans, que el genitivo sajón lo fue originalmente germánico; (quizás mire en Wiki o por ahí.)
Miros, ya te digo que solo para abreviar llamaban al hospital por sus iniciales, pero a los alemanes no les cuesta nada leer o pronunciar esos nombres tan larguísimos. Lo que sí hay en cada empresa que se precie es un corrector para escribir documentos sin faltas ese complejo idioma. Y el magiar = imposible, de otro mundo.
Para Lansky. Busca en Internet "orígenes germánicos del anglosajón".
ResponderEliminarPor eso me permití antes decir lo de el 'mal llamado genitivo sajón'.
No obstante, no sé si pudiera haber cierta confusión y, obviamente, hoy día todos sabemos lo que es ese genitivo y se da por bueno sin más.
Inisito porque 1) siempre es bueno saber y documentarse; 2) aqui solemos ser bastante puntillosos sin mala hostia; y 3) me ha cuestionado.
Grillo
Grillo:
ResponderEliminar'Sajón', no 'anglosajón', es decir, el gentilicio de Sajonia, una región, land o uno de los Estados de la Alemania actual. Así que si quieres llamarle germánico, muy bien, es correcto, que diría el gran Wyoming, pero el 'mal llamado sajón' no es correcto, porque ambas formas lo son (correctas) y la del sajón es encima más habitual.
Yo también sé agarrármela con papel de fumar, aunque necesite metros y metros...ejem.
O.K.
ResponderEliminar¿he sido breve ?
Grillo
Mi querido Grillo,
ResponderEliminarNo hay nada genetivo en la palabra "Berufgenossenschaftlicheskankenhaus". Aquí tenemos a dos substantivos "Beruf" (profesión) y "Genossenschaft" (asosiación) pegados, a los que añadimos el sufijo "lich" para transformarlos en un adjetivo al que declinamos al genero neutro con "es" sin olvidar de pegarle lo sustancial,es decir "Kranken"(enfermos)y Haus (casa) palabra neutra ésta última.
Ves qué fácil. Genial el alemán.
Einen dicken Kuss für dich (antiguamente Dich) ganz allein.
Una pregunta a todos : Google me pide mi número de teléfono. ¿ Es una trampa ?
Grillo, soy yo otra vez. Qué alegría le hubieras hecho a Freud con tu comentario del 22.8 11:20 a cerca de Thomas Mann : "...gay que leerlo". Vaya lapsus.
ResponderEliminarC.C.: No creo que la petición de Google sea una trampa. Dicen que es una medida de seguridad por si algo le pasa a tu web y necesitas que te den de nuevo acceso (lo que harían mediante un sms a tu móvil). A mí me pareció verosímil y les di mi número, porque, además, no se me ocurre que uso fraudulento pueden ahcer de él (salvo lograr piratearmelo y establecer comunicaciones telefónicas a mi cargo, lo que veo poco probable). En todo caso, lo que nunca has de dar son tus contraseñas (y mucho menos el núemro de la cuenta corriente).
ResponderEliminarC.C. querida; fue estupendo que Miroslav te nombrara traductora oficial de su blog. Qué bien lo explicas. Por supuesto, sabía el significado del palabro y su traducción exacta, aunque no tan bien la explicación gamatical.
ResponderEliminarY QUÉ RÁPIDA Y LISTA has estado con lo de que a Mann 'gay que leerlo'... Creí que nadie lo notaría, porque algo de eso se decía de él mismo y su prole.
Ich küsse dich auch. ¿Desde cuando ya no va con mayúscula el Dich o Dir?
Grillo
Desde la reformación de la ortografía hace unos pocos años, que es un lío para todos.
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