Estos días en los que se está disputando el Eurobasket me he acordado del curso en que fantaseé con dedicarme profesionalmente al baloncesto. Me remonto al otoño del 73, catorce añitos tenía e iniciaba quinto después del verano de mi estirón, durante el cual pasé de golpe de la talla infantil a casi la altura máxima que llegaría a tener, convirtiéndome en un adolescente espigado y uno de los más altos de la clase. Tampoco es que lo fuera mucho, calculo que 177 o 178 centímetros, pero en aquella época y edad bastaba para sobresalir y que te desplazaran bastantes puestos hacia atrás en la fila que se formaba en el patio para pasar lista y cantar algún que otro himno patriotero o mariano (estos últimos en el florido y virginal mayo). A don Fermín, el odiado, por sádico, profesor de gimnasia no le pasó inadvertido mi alargamiento corporal y me propuso, con inusitados halagos, que me apuntara al equipo de baloncesto del colegio. El año anterior, mi especialización deportiva –todos estábamos obligados– había sido el medio fondo, donde había logrado bajar de los tres minutos en la carrera del kilómetro (ya sé que no existe, pero tal era la distancia que corríamos en las pruebas de resistencia). Pero claro, el atletismo tenía mucho menos atractivo para un adolescente con las hormonas borboteantes, sobre todo porque sólo permitía exhibirse en los cutres juegos escolares, sin apenas gancho de público y en los que todos los participantes eran colegios masculinos. Distinto era competir en una liguilla que me suena que organizaba la federación madrileña (o a lo mejor me lo estoy inventando ahora), que nos llevaba a varios pabellones escolares (pomposo nombre, pues la mayoría de las pistas eran de cemento y al aire libre) con graderíos que se abarrotaban (quizá no tanto) de entusiastas supporters entre los que, y aquí viene una de las claves que inclinó mi decisión, abundaban las muchachitas, ya fueran familiares de los jugadores o alumnas de colegios vecinos. De hecho, nuestras animadoras femeninas eran las de un centro escolar muy cercano al nuestro, un colegio de monjas cuyo rebaño provenía, por término medio, de familias con menos recursos que las del mío. No seré yo quien diga ahora que haya ninguna relación, pero visto después de tantos años, estoy convencido de que el rechazo sutil pero inequívoco de nuestros padres a "esas chicas" (obviamente atribuible a prejuicios clasistas) contribuía a dotarlas en nuestro imaginario adolescente de un atractivo al que difícilmente nos podíamos resistir (ni tampoco queríamos). Por ejemplo, uno de los motivos de que en quinto de bachillerato me aficionara en demasía a la práctica del noble e ingenioso ejercicio de las pellas fue hacerme el encontradizo con mis coetáneas de las monjitas, que solían escaparse con mucha más frecuencia y descaro y pululaban fumando y chascarrilleando por el descampado que constituía la tierra de nadie entre los dos colegios. En esos encuentros la verdad es que no llegué a casi nada en el único asunto que nos obsesionaba, pero sí hice algunos avances poco recomendables (por ejemplo, fumar mis primeros y asquerosos celtas) y trabé lo que, remedando Casablanca, podía considerar como el principio de una gran amistad (que, si había suerte y me despojaba de mi exagerada timidez, aspiraba a derivar hacia otra cosa).
La verdad es que, hasta ese año, el equipo de baloncesto (no se decía basket) de mi colegio era bastante malillo, en gran medida a causa del poco empeño que había puesto don Fermín. A éste lo que le gustaba era el balonmano y ahí sí éramos una potencia, con algunos chavales, bastante cuadradotes, que se lo tomaban tan en serio que en los recreos ni se permitían jugar unas canastas porque el tiro era contraproducente con las exigencias técnicas del handball. Sin embargo, ese curso de quinto el profe de gimnasia y todopoderoso dios de nuestro deporte colegial, decidió que había que alcanzar un mínimo nivel competitivo, no está muy claro si por iniciativa propia o, más probablemente, a instancias de la dirección del centro, enojada con el exceso de favoritismo hacia una modalidad en perjuicio de las restantes y/o picada con el pobre papel que hacíamos en la liga de baloncesto, la cual, le gustara o no a don Fermín, gozaba de mayor prestigio que la de balonmano. Así que, reclutado por el zanahoria (era pelirrojo el profesor: los chicos no suelen ser muy originales en los motes) y animado por el secreto anhelo de destacar ante los ojos de Marimar, que así se llamaba la tentadora vecina que me ofreció el primer pitillo de mi vida, empecé a quedarme todos los días una hora más en el colegio para entrenar en unas canchas cutres como miembro del renovado equipo de basket. Por supuesto, ya había jugado durante los recreos y el baloncesto me gustaba, tanto o más que el frontón a mano desnuda, pero esas tanganas de prácticamente todos contra todos poco tenían con ver con la disciplina de unos ejercicios ordenados que, sorprendentemente (para mí), se iban traduciendo casi de forma matemática en progresos técnicos perfectamente comprobables. Mis mejores cualidades innatas eran el dribling con el balón, los saltos y el tiro a media e incluso larga distancia. En la jerga actual (que no se usaba entonces) diríamos que mi puesto teórico era de escolta, pero a veces hacía de base y otras de alero tirador, e incluso me convertía en un falso pívot, yendo a capturar (y capturando) numerosos rebotes en ataque. Recuerdo, por ejemplo, que llegué a perfeccionar una especie de regate mientras subía la pelota consistente en pasármela por detrás mientras me daba una media vuelta vertiginosa (a veces dando un saltito con la consiguiente sanción de dobles) con el que obtuve una moderada fama, así como también me reportaron unos cuantos aplausos (y el mote de el muelles) mis tremendos saltos hacia arriba gracias a los cuales arrebataba el rebote a chavales que me superaban en diez o quince centímetros. En cambio, como defensor era bastante más deficiente, agravado con mi carácter fosforito que me llevaba a exaltarme y cometer demasiadas faltas, muchas de las cuales deberían haberse castigado como intencionadas, pero no recuerdo que existieran. Como tampoco existía en aquella época el tiro de tres por lo que algunas de mis larguísimas canastas sólo obtuvieron la triste recompensa de dos miserables puntos, compensadas, eso sí, con ovaciones que me inflaban desmesuradamente el ego.
En fin, que empezó la liguilla inter-escolar y ahí estaba yo, primero de reserva y a partir del segundo trimestre como titular, si no indiscutible, casi. Lo malo es que en el equipo había otro chico de estilo y características muy similares a las mías y, justo es reconocerlo, con mejores dotes físicas y técnicas (tampoco mucho más, eh, y además él llevaba jugando más tiempo que yo). Pero lo peor no era que me superase en el baloncesto, sino que lo hacía en aspectos mucho más importantes, aunque quizá entonces yo no era demasiado consciente de ello. Para empezar, era bastante más simpático y sociable que yo, mejor persona (más bueno, en el sentido machadiano) y, por si faltaba algo, más guapo y varonil (ya se afeitaba habitualmente mientras lo mío no era más que una pelusilla rala). La cosa se agravaba porque Vicente era un excelente amigo, uno de los tres grandes que tenía en el colegio. Nada habría pasado, ni siquiera se me habría ocurrido hacer las comparaciones que acabo de señalar y mucho menos habría sentido el menor signo de envidia, si no hubiera percibido a mi amigo como una amenaza seria en mis acercamientos hacia Marimar. Porque resulta que a él también le gustaba la que en esos meses colmaba mis deseos eróticos y lo peor es que era bastante obvio que la chiquilla lo prefería (con razón). Y por esa causa, los partidos de baloncesto se convirtieron (sólo para mí, que Vicente era absolutamente ignorante de mis miserables resquemores) en una lucha no tanto contra el equipo rival sino contra las jugadas de mi amigo. Si encestaba, me empeñaba yo en emularlo con éxito en la siguiente jugada, incluso dejando de dar una asistencia cantada (y mucho menos a él); si cogía un rebote, lo mismo hacía yo (en esa faceta le ganaba) y así en todo. Mientras mis piques se limitaban a estos niveles, nada malo pasaba, salvo que el entrenador empezó a acusarme de ser demasiado chupón y descuidar el juego de equipo; pero como esta carrera egoísta pocos progresos me traía en los favores de Marimar, sin ser del todo consciente, mi amistad fue tornándose poco a poco en rabia contenida y manifestándose con airadas recriminaciones a su juego, especialmente cuando Vicente hacía una bandeja (que para colmo acababa en canasta) en vez de pasarme la pelota, que para eso estaba yo en mejor posición. No sé cuantos se dieron cuenta de cuánto mi ánimo se estaba envenenando; no creo que muchos y el que menos, desde luego, el propio Vicente. Pero lo cierto es que se mascaba la tragedia.
Ocurrió en mayo del 74, me acuerdo claramente. Era un partido en casa, o sea, en la cancha menos cutre de nuestro colegio, pero no mucho menos que las restantes. Jugábamos contra el equipo que iba primero y que ya nos había ganado en la primera vuelta. Si les ganábamos por más de diez, podíamos ponernos de líderes, a expensas de lo que hiciera un tercero que jugaba en una cancha muy difícil. Era pues una buena oportunidad, un partido importante. Sin embargo, hacia el final de la primera parte, íbamos perdiendo y lo peor es que yo estaba jugando y Vicente, algo tocado de una muñeca, en el banquillo. Si hubiera jugado bien, habría sido mi gran ocasión de ganar muchísimos puestos en popularidad lo que, en mi malévola estupidez, hacía equivalente a conseguir el amor de Marimar. En cambio, torpe de mí, fallé dos o tres tiros fáciles y hasta mis elásticos saltos no pasaron de mediocres. Como era lógico, en la segunda parte me sentaron y salió Vicente de alero tirador, pese a su muñeca dolorida. Estuvo mejor que yo, pero tampoco a su nivel habitual, y con él en el campo lo más que conseguimos fue frenar el aumento de la diferencia, pero no recortarla. Con vergüenza he de confesar que casi desde el inicio de esa segunda parte estuve incordiando al zanahoria para que me cambiase por Vicente. Don Fermín, claro, no me hacía ni caso y hasta llegó a cabrearse con mi insistencia y, desabridamente, me espetó que ya había tenido mis minutos y no los había aprovechado ni la mitad de lo que lo estaba haciendo mi amigo. Puede imaginarse la rabia que me carcomía, sentía como si fuera a explotar de un momento a otro. En eso se pidió tiempo muerto. Hay que mover la pelota más rápida, decía el zanahoria, y a ver si conseguimos alguna entrada. Pero es que son muy fuertes abajo, dijo Vicente, yo creo que lo mejor es tirar desde afuera. Y entonces el propio Vicente sugirió que entrase yo para que los dos, moviéndonos mucho por el perímetro de la zona, buscásemos el tiro exterior. Así que, gracias al amigo odiado, entré en la cancha y, mágicamente, su idea funcionó. Hilamos cuatro o cinco ataques seguidos en los que el base casi llegaba hasta el fondo y, al chocar con alguna de las moles rivales, soltaba un pase hacia Vicente o hacia mí que, libres de marca, lanzábamos unos maravillosos tiros en suspensión y ... ¡bingo! De pronto, casi sin darnos cuenta, empatamos; faltaban seis o siete minutos y si seguíamos así parecía probable que nos lleváramos el partido, máxime cuando podía apreciarse que los contrarios se mostraban entre desconcertados y abatidos. Pero la situación no me hacía ninguna gracia porque, aunque estaba jugando bastante bien, Vicente lo hacía aún mejor (el pensamiento ruin que me asaltaba era que su mejora se debía a mi presencia en el campo, cuando era justamente a la inversa) y, para colmo, había sido suya la táctica que parecía llevarnos a la victoria. Además, mis atentas miradas a las gradas me confirmaban que el entusiasmo de Marimar se desbordaba especialmente con las jugadas de Vicente; así, tuve que pensar, no voy a ninguna parte. Entonces llegó lo que nunca tenía que haber pasado. Fue un rebote defensivo mío que inmediatamente solté a Vicente. Los dos corrimos un contraataque velocísimo casi a la par por el centro de la cancha hasta llegar debajo del aro donde, haciendo aspavientos con los brazos, estaba el pivot rival. Vicente iba a saltar con la pelota para hacer una bandeja y yo también para proteger el rebote ofensivo, pero justo cuando mi amigo iniciaba el tercer paso, sin pensarlo pero con toda la mala intención, le barrí el pie de apoyo y cayó de bruces contra el cemento rugoso. Nadie vio que había sido yo y se pitó la falta al jugador del otro equipo que nos perseguía inútilmente. Mi amigo se abrió la rodilla y hubo que retirarlo. Yo seguí jugando hasta el final. Perdimos. Cuando nos retirábamos cabizbajos vi que en las gradas no estaba Marimar.
Me fui corriendo a mi casa y me encerré en el cuarto. Esa noche apenas dormí. Toda la rabia, la envidia, hasta mis deseos por Marimar, se habían esfumado, aniquilados de golpe por un sentimiento mucho más potente y mucho mas doloroso: la vergüenza íntima, la conciencia de haber sido, de ser, un mierda. Al día siguiente me di de baja del equipo sin ninguna explicación, ante el asombro y hasta desesperación de don Fermín, que no alcanzaba a entender cómo alguien que tantas ganas le ponía de pronto abandonaba, justo cuando más oportunidades de jugar iba a tener por la lesión de Vicente. A mi amigo casi ni me atrevía a mirarle a la cara y nuestra relación se enfrió, también sin que él acertara las causas. El siguiente año, el último del colegio, me dediqué a otras cosas y del baloncesto sólo me quedó la afición del espectador (eran los tiempos del Madrid de Cabrera y Corbalán, Brabender, Luyk y Walter, y las copas de Europa contra el Ignis de Meneghin). Poco a poco fui aprendiendo a reconciliarme conmigo mismo y, desde luego, nunca más he vuelto a tener un comportamiento tan miserable como aquél ni tampoco he alimentado sentimientos tan ruines. Menos mal.
La verdad es que, hasta ese año, el equipo de baloncesto (no se decía basket) de mi colegio era bastante malillo, en gran medida a causa del poco empeño que había puesto don Fermín. A éste lo que le gustaba era el balonmano y ahí sí éramos una potencia, con algunos chavales, bastante cuadradotes, que se lo tomaban tan en serio que en los recreos ni se permitían jugar unas canastas porque el tiro era contraproducente con las exigencias técnicas del handball. Sin embargo, ese curso de quinto el profe de gimnasia y todopoderoso dios de nuestro deporte colegial, decidió que había que alcanzar un mínimo nivel competitivo, no está muy claro si por iniciativa propia o, más probablemente, a instancias de la dirección del centro, enojada con el exceso de favoritismo hacia una modalidad en perjuicio de las restantes y/o picada con el pobre papel que hacíamos en la liga de baloncesto, la cual, le gustara o no a don Fermín, gozaba de mayor prestigio que la de balonmano. Así que, reclutado por el zanahoria (era pelirrojo el profesor: los chicos no suelen ser muy originales en los motes) y animado por el secreto anhelo de destacar ante los ojos de Marimar, que así se llamaba la tentadora vecina que me ofreció el primer pitillo de mi vida, empecé a quedarme todos los días una hora más en el colegio para entrenar en unas canchas cutres como miembro del renovado equipo de basket. Por supuesto, ya había jugado durante los recreos y el baloncesto me gustaba, tanto o más que el frontón a mano desnuda, pero esas tanganas de prácticamente todos contra todos poco tenían con ver con la disciplina de unos ejercicios ordenados que, sorprendentemente (para mí), se iban traduciendo casi de forma matemática en progresos técnicos perfectamente comprobables. Mis mejores cualidades innatas eran el dribling con el balón, los saltos y el tiro a media e incluso larga distancia. En la jerga actual (que no se usaba entonces) diríamos que mi puesto teórico era de escolta, pero a veces hacía de base y otras de alero tirador, e incluso me convertía en un falso pívot, yendo a capturar (y capturando) numerosos rebotes en ataque. Recuerdo, por ejemplo, que llegué a perfeccionar una especie de regate mientras subía la pelota consistente en pasármela por detrás mientras me daba una media vuelta vertiginosa (a veces dando un saltito con la consiguiente sanción de dobles) con el que obtuve una moderada fama, así como también me reportaron unos cuantos aplausos (y el mote de el muelles) mis tremendos saltos hacia arriba gracias a los cuales arrebataba el rebote a chavales que me superaban en diez o quince centímetros. En cambio, como defensor era bastante más deficiente, agravado con mi carácter fosforito que me llevaba a exaltarme y cometer demasiadas faltas, muchas de las cuales deberían haberse castigado como intencionadas, pero no recuerdo que existieran. Como tampoco existía en aquella época el tiro de tres por lo que algunas de mis larguísimas canastas sólo obtuvieron la triste recompensa de dos miserables puntos, compensadas, eso sí, con ovaciones que me inflaban desmesuradamente el ego.
En fin, que empezó la liguilla inter-escolar y ahí estaba yo, primero de reserva y a partir del segundo trimestre como titular, si no indiscutible, casi. Lo malo es que en el equipo había otro chico de estilo y características muy similares a las mías y, justo es reconocerlo, con mejores dotes físicas y técnicas (tampoco mucho más, eh, y además él llevaba jugando más tiempo que yo). Pero lo peor no era que me superase en el baloncesto, sino que lo hacía en aspectos mucho más importantes, aunque quizá entonces yo no era demasiado consciente de ello. Para empezar, era bastante más simpático y sociable que yo, mejor persona (más bueno, en el sentido machadiano) y, por si faltaba algo, más guapo y varonil (ya se afeitaba habitualmente mientras lo mío no era más que una pelusilla rala). La cosa se agravaba porque Vicente era un excelente amigo, uno de los tres grandes que tenía en el colegio. Nada habría pasado, ni siquiera se me habría ocurrido hacer las comparaciones que acabo de señalar y mucho menos habría sentido el menor signo de envidia, si no hubiera percibido a mi amigo como una amenaza seria en mis acercamientos hacia Marimar. Porque resulta que a él también le gustaba la que en esos meses colmaba mis deseos eróticos y lo peor es que era bastante obvio que la chiquilla lo prefería (con razón). Y por esa causa, los partidos de baloncesto se convirtieron (sólo para mí, que Vicente era absolutamente ignorante de mis miserables resquemores) en una lucha no tanto contra el equipo rival sino contra las jugadas de mi amigo. Si encestaba, me empeñaba yo en emularlo con éxito en la siguiente jugada, incluso dejando de dar una asistencia cantada (y mucho menos a él); si cogía un rebote, lo mismo hacía yo (en esa faceta le ganaba) y así en todo. Mientras mis piques se limitaban a estos niveles, nada malo pasaba, salvo que el entrenador empezó a acusarme de ser demasiado chupón y descuidar el juego de equipo; pero como esta carrera egoísta pocos progresos me traía en los favores de Marimar, sin ser del todo consciente, mi amistad fue tornándose poco a poco en rabia contenida y manifestándose con airadas recriminaciones a su juego, especialmente cuando Vicente hacía una bandeja (que para colmo acababa en canasta) en vez de pasarme la pelota, que para eso estaba yo en mejor posición. No sé cuantos se dieron cuenta de cuánto mi ánimo se estaba envenenando; no creo que muchos y el que menos, desde luego, el propio Vicente. Pero lo cierto es que se mascaba la tragedia.
Ocurrió en mayo del 74, me acuerdo claramente. Era un partido en casa, o sea, en la cancha menos cutre de nuestro colegio, pero no mucho menos que las restantes. Jugábamos contra el equipo que iba primero y que ya nos había ganado en la primera vuelta. Si les ganábamos por más de diez, podíamos ponernos de líderes, a expensas de lo que hiciera un tercero que jugaba en una cancha muy difícil. Era pues una buena oportunidad, un partido importante. Sin embargo, hacia el final de la primera parte, íbamos perdiendo y lo peor es que yo estaba jugando y Vicente, algo tocado de una muñeca, en el banquillo. Si hubiera jugado bien, habría sido mi gran ocasión de ganar muchísimos puestos en popularidad lo que, en mi malévola estupidez, hacía equivalente a conseguir el amor de Marimar. En cambio, torpe de mí, fallé dos o tres tiros fáciles y hasta mis elásticos saltos no pasaron de mediocres. Como era lógico, en la segunda parte me sentaron y salió Vicente de alero tirador, pese a su muñeca dolorida. Estuvo mejor que yo, pero tampoco a su nivel habitual, y con él en el campo lo más que conseguimos fue frenar el aumento de la diferencia, pero no recortarla. Con vergüenza he de confesar que casi desde el inicio de esa segunda parte estuve incordiando al zanahoria para que me cambiase por Vicente. Don Fermín, claro, no me hacía ni caso y hasta llegó a cabrearse con mi insistencia y, desabridamente, me espetó que ya había tenido mis minutos y no los había aprovechado ni la mitad de lo que lo estaba haciendo mi amigo. Puede imaginarse la rabia que me carcomía, sentía como si fuera a explotar de un momento a otro. En eso se pidió tiempo muerto. Hay que mover la pelota más rápida, decía el zanahoria, y a ver si conseguimos alguna entrada. Pero es que son muy fuertes abajo, dijo Vicente, yo creo que lo mejor es tirar desde afuera. Y entonces el propio Vicente sugirió que entrase yo para que los dos, moviéndonos mucho por el perímetro de la zona, buscásemos el tiro exterior. Así que, gracias al amigo odiado, entré en la cancha y, mágicamente, su idea funcionó. Hilamos cuatro o cinco ataques seguidos en los que el base casi llegaba hasta el fondo y, al chocar con alguna de las moles rivales, soltaba un pase hacia Vicente o hacia mí que, libres de marca, lanzábamos unos maravillosos tiros en suspensión y ... ¡bingo! De pronto, casi sin darnos cuenta, empatamos; faltaban seis o siete minutos y si seguíamos así parecía probable que nos lleváramos el partido, máxime cuando podía apreciarse que los contrarios se mostraban entre desconcertados y abatidos. Pero la situación no me hacía ninguna gracia porque, aunque estaba jugando bastante bien, Vicente lo hacía aún mejor (el pensamiento ruin que me asaltaba era que su mejora se debía a mi presencia en el campo, cuando era justamente a la inversa) y, para colmo, había sido suya la táctica que parecía llevarnos a la victoria. Además, mis atentas miradas a las gradas me confirmaban que el entusiasmo de Marimar se desbordaba especialmente con las jugadas de Vicente; así, tuve que pensar, no voy a ninguna parte. Entonces llegó lo que nunca tenía que haber pasado. Fue un rebote defensivo mío que inmediatamente solté a Vicente. Los dos corrimos un contraataque velocísimo casi a la par por el centro de la cancha hasta llegar debajo del aro donde, haciendo aspavientos con los brazos, estaba el pivot rival. Vicente iba a saltar con la pelota para hacer una bandeja y yo también para proteger el rebote ofensivo, pero justo cuando mi amigo iniciaba el tercer paso, sin pensarlo pero con toda la mala intención, le barrí el pie de apoyo y cayó de bruces contra el cemento rugoso. Nadie vio que había sido yo y se pitó la falta al jugador del otro equipo que nos perseguía inútilmente. Mi amigo se abrió la rodilla y hubo que retirarlo. Yo seguí jugando hasta el final. Perdimos. Cuando nos retirábamos cabizbajos vi que en las gradas no estaba Marimar.
Me fui corriendo a mi casa y me encerré en el cuarto. Esa noche apenas dormí. Toda la rabia, la envidia, hasta mis deseos por Marimar, se habían esfumado, aniquilados de golpe por un sentimiento mucho más potente y mucho mas doloroso: la vergüenza íntima, la conciencia de haber sido, de ser, un mierda. Al día siguiente me di de baja del equipo sin ninguna explicación, ante el asombro y hasta desesperación de don Fermín, que no alcanzaba a entender cómo alguien que tantas ganas le ponía de pronto abandonaba, justo cuando más oportunidades de jugar iba a tener por la lesión de Vicente. A mi amigo casi ni me atrevía a mirarle a la cara y nuestra relación se enfrió, también sin que él acertara las causas. El siguiente año, el último del colegio, me dediqué a otras cosas y del baloncesto sólo me quedó la afición del espectador (eran los tiempos del Madrid de Cabrera y Corbalán, Brabender, Luyk y Walter, y las copas de Europa contra el Ignis de Meneghin). Poco a poco fui aprendiendo a reconciliarme conmigo mismo y, desde luego, nunca más he vuelto a tener un comportamiento tan miserable como aquél ni tampoco he alimentado sentimientos tan ruines. Menos mal.
Prisencolinensinaiciusol - Adriano Celentano (Nostalrock, 1973)
El malestar por los pensamientos ruines hacia tu competidor amoroso te llevó a abandonar el baloncesto. La moraleja es que cuando estamos equivocados (tu elección por jugar ese deporte para conquistar a la chica fumadora así lo atestigua) más tarde o más temprano llega un desenlace doloroso, del que luego nos arrepentiremos. Actuar mal y causar daño a los demás es una de las culpas más habituales, que en tu caso afortunadamente solo causó una pequeña brecha en la rodilla de un chicharrón que seguro se recuperó prontamente. Lo importante es arrepentirse, como tú lo hiciste, de tal forma que la vergüenza por nuestro comportamiento sirva para no volver a repetirlo, como parece ser que fue el caso. Por tanto no hay más que felicitarte y agradecerte que nos lo hayas contado.
ResponderEliminarUn saludo.
La metáfora que yo veo es bien distinta y te hace justicia: naciste equipado de fábrica para sentir vergüenza ante tus propias acciones. Una especie de termostato u homeostasis que la mayoría de los cabrones no pueden ni instalarse
ResponderEliminar¡Jóder! Pelín cabroncete estaba Ud. hecho de joven. :-)
ResponderEliminarPero bueno, al menos ha reconocido su culpa.
Ea, dos padrenuestros y tres avemarías en penitencia.
Ay, los remordimientos. Al salir del equipo te infligiste tú mismo un castigo. No hubo necesidad de ir a confesión. Y qué bien ( ya sé que me repito ) lo cuentas.
ResponderEliminarQué bueno, y qué bien contado, como dice C.C.
ResponderEliminarSeguro de Vicente y Marimar se reirían hoy con total benevolencia al leerte. E incluso tal vez ni siquiera recuerden el incidente con tanta precisión.
Creo que todos y todas hemos hecho cosas parecidas a esa edad en el colegio y fuera de él con amigos o compañeros. El quid está en admitirlo sin reservas y, por supuesto, reconocer que fuimos 'malotes', egoistas y poco generosos.
Trataré de contar algo parecido que hice en 5º de bachillerato con 14 años, y también por el imposible amor de una chiquilla; Porque es algo que recuerdo también vívidamente.
Grillo
Atman: No estoy muy seguro de que haya elecciones equivocadas. En la historieta que cuento, aunque me hubiera apuntado a baloncesto por motivos más nobles (suponiendo que no lo sea el tratar de impresionar a una muchachita) podría haber cometido la misma ruindad. En todo caso, estoy contigo en que es necesario, no tanto arrepentirse, como ser capaz de avergonzarse y rectificar.
ResponderEliminarLansky: Sí, estoy de acuerdo contigo. Supongo que en eso tuve suerte.
Números: Imagino que cuando ocurrió el indidente me confesaría, pero ya no lo recuerdo.
C.C: Gracias por los elogios. Los remordimientos para lo único que sirven es para aprender y, en este caso, me sirvieron.
Grillo: A Marimar me la encontré muchos años después y ni siquiera se acordaba de mí. A Vicente creo que no lo he vuelto a ver despué sdel colegio. Espero que te animes a contar tus maldades de 5º.