Hace unos meses un conocido francés me habló por primera vez de Thierry Jonquet, un escritor parisino que había muerto hacía poco (en agosto de 2009, para ser exactos), y que a él le gustaba mucho. Archivé el dato sin concederle ninguna urgencia: por entonces –y todavía– andaba bien surtido de lecturas pendientes y además tampoco conocía los gustos literarios de quien no era más que el amigo de un amigo, de visita por estas latitudes. No mucho después, hará un mes más o menos, me compré la última novela de Michel Houllebecq, un tipo del que, a pesar de haberme leído otras cuatro, casi la totalidad de las que ha publicado, sigo sin estar seguro de si me gusta o no. Como sea, el caso es que en la últimas páginas de El Mapa y el Territorio (con ese título me sentí obligado a leerla) un policía a punto de jubilarse le comenta a un colega que quiere dedicarse a leer noveleas policíacas, que casi nunca lo ha hecho mientras estaba en activo. Y añade: "Pero no me apetece leer a autores americanos, y me parece que son los que más abundan. ¿Me aconsejas algún francés? –Jonquet, Thierry Jonquet. En Francia es el mejor, en mi opinión". En fin, tampoco es que un policía de ficción sea más fiable como asesor literario, aunque cabe suponer que por su boca hable el autor y algún crédito mayor podemos darle a Houllebecq. Quizá no, quizá no es que le gustara mucho Jonquet y lo que hacía era concederle un brevísimo homenaje póstumo pues su muerte debió sorprenderle mientras escribía esta novela. O a lo mejor, ya puestos a elucubrar sin ninguna base, eran amigos y el hombre (Houllebecq) quedó hecho polvo; Jonquet, 55 años, sólo era un par de años mayor que él, ¿decidiría por eso matarse a sí mismo en la novela? Por supuesto, no me tomo nada en serio las tonterías que desbarro en libre asociación de ideas a medida que se me ocurren. Sin embargo, se me ocurre sobre la marcha teclear Jonquet+Houllebecq en google y me salen algunas páginas franchutas donde se me informa de la admiración del último por el primero y que la parte final de El Mapa es, vaya por Dios, un homenaje estilístico al fallecido. O sea, que sí.
Total, que me acordé de la recomendación del amigo de mi amigo y me picó la curiosidad (y eso sin necesidad de las últimas líneas del párrafo anterior, que entonces ni sabía quién era Jonquet, ni que estaba muerto, ni que había ninguna relación entre ambos). Así que entré en una librería de internet que te consigue los libros en un santiamén y busqué qué novelas había del "mejor escritor francés del género policíaco". No muchas, la verdad; sólo dos (creo que sólo hay otras dos publicadas en castellano) y las dos las encargué, que eran muy baratas (minimizar riesgos se llama). Al día siguiente recibí un sms anunciándome que podía pasar a recoger la que da título a este post por la tienda; la otra, Ad vitam aeternam, tardó algo más: la tengo desde este sábado. Que Tarántula me la dieran tan rápido en esta isla ultraperiférica pobremente dotada de libros se debió a que es la obra que inspira el guión de La piel que habito, última peli de Almodóvar, lo que descubrí, ignorante de mí, en cuanto me la pusieron en la mano, gracias a la obscena banderola roja que abrazaba el volumen. De hecho, el ejemplar que me dieron es de Ediciones B, ávida perseguidora de best-sellers, al reclamo de la publicidad almodovoriana. La obra original, Gallimard 1984, fue publicada en nuestro idioma ya en 1986 por Júcar y posteriormente por otras dos casas más, siempre sin demasiada repercusión y menos ventas. Por cierto, Júcar (¿sigue existiendo?) me evoca recuerdos de mi adolescencia, de libros muy perseguidos, cuyas malas encuadernaciones resistían mal los manoseos excesivos de tantos préstamos. Por cierto (bis), Júcar ya había publicado hacia mediados de los setenta otra Tarántula, ésta de Bob Dylan, una novela experimental, ejercicio de escritura automática surrealista al estilo de su admirado Kerouac que, obligado por mi entonces naciente mitomanía devoré más por esnobismo que otra cosa y que desde luego no me gustó nada (pero me abstuve de confesarlo); sería cuestión de releerla ahora, treinta y cinco años después.
La verdad es que me desilusionó un poco enterarme en la caja de la librería de la relación de la novela con Almodóvar; de pronto la lectura se me presentaba con dosis de prevención, de prejuicios si se prefiere. Y es que Almodóvar me tiene ya un poco cansado; reconozco que ha alcanzado un notable dominio del oficio pero, a la par e inevitablemente, supongo, ha perdido frescura o, mejor, la ha cambiado por una artificiosidad manierista que me resulta cargante. Aún así, no puedo evitar que su nombre me recuerde los primeros ochenta (mis primeros veinte) en un Madrid bullicioso y noctámbulo que apuré bastante intensamente. Alguna vez le vi cantar con el estrafalario McNamara, maquillajes, tacones y trajes embutidos, en imitación chillona del elegante Bowie. Eran malos los tíos, sí, como mala era Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, pero disfrutábamos como posesos enfebrecidos y, qué le vamos a hacer, uno le guarda cariño a sus excesos juveniles. Fue una época (años 81 a 83, principalmente) en la que salía mucho, todos los fines de semana de marcha, que se iniciaba en el punto fijo de cita (no había móviles), el Comercial habitualmente, y de ahí la ruta hacia el sur. Malasaña primero, claro, y luego Chueca, y de ahí a algún garito entre la Gran Vía y Sol o, si no, cruzábamos Alcalá por Sevilla o por el Círculo y bajábamos hacia Huertas y su entorno, después hacia las plazas de Santa Ana (cuya Cervecería Alemana también era punto de salida algunas veces) o del Ángel, y todavía, si había ánimos, nos llegábamos hasta Lavapiés (no habré dormido yo veces, derrengado y borracho, en un destartalado piso de la calle del Ave María, domicilio de Paqui, una murciana acogedora y paciente). Pero, para mí, Almodóvar ha dilapidado ya el capital de aquellas nostalgias. No obstante, con el libro de la banderola roja en mis manos por primera vez, pensé que, con suerte, era mejor que la película (que todavía no he visto) o al menos lo suficientemente distinto, lo que sería bastante probable ya que el manchego, después de pagar los derechos de autor (muy celoso que es de la sacrosanta propiedad intelectual), suele modificar en profundidad el original mientras escribe el guión.
Así que corto mi divagación sobre nuestro súper-cineasta y paso a mis impresiones de la novela, Tarántula se llama, recuerdo. A mi modo de ver no es propiamente del género policiaco o negro (polar, lo llaman los franceses) o al menos no en la línea clásica británica ni en la norteamericana. No hay nada que investigar ni es ningún crimen el centro de la trama (aunque haberlos, haylos, pero más que objetos del relato son las condiciones imprescindibles para la existencia de éste). Pero lo que sí hay, desde luego, es tensión, intriga y, sobre todo, una estructura argumental muy bien armada, base necesaria para permitir que la narración fluya a buen ritmo y vaya soltando, como a cuentagotas y en sus precisos momentos, los datos que desvelan el misterio hasta el final inevitable. En cuanto al estilo, sólo se me ocurre calificarlo de parco, se adivina una voluntad expresa de negar todo texto superfluo. Me parece un contrapunto acertadísimo a lo estrambótico del argumento; el tema, desde luego, encaja como anillo al dedo en el universo almodovoriano pero dudo que su película alcance tan eficaz contención narrativa. Hay en la historia reminiscencias fáusticas y también de crímenes, castigos y redenciones, pero con unas excusas temáticas tan llevadas al límite que sólo pueden ser creíbles, y ya es difícil, en un entorno científico-tecnológico moderno (por supuesto, el amo del poder que dan esos recursos es la encarnación diabólica, dotado de la suprema prerrogativa divina). Otro acierto, a mi modo de ver, es que mientras los leemos, somos los pensamientos de sus protagonistas y, por tanto, conocemos sólo lo que ellos conocen, deducimos lo que ellos también aventuran en sus desasosegados estados mentales. Con la excepción, claro está, del maligno urdidor, al que vemos sólo desde fuera, excepto al final. En fin, ¿me ha gustado? ¿Es buena? Intuyo que no del todo; quizá demasiado redonda, demasiado retorcida, con cierto tufillo a falsa, con la acepción que este adjetivo debe tener aplicado a la literatura. Sin embargo, se lee muy bien y yo me he entretenido, lo cual, si no todo, ya es bastante. Luego cogí La Gaviota, de Sándor Márai (nada que ver, este húngaro jugaba en otra división) y hoy acabo de empezar la segunda que compré de Jonquet; a ver qué tal.
Total, que me acordé de la recomendación del amigo de mi amigo y me picó la curiosidad (y eso sin necesidad de las últimas líneas del párrafo anterior, que entonces ni sabía quién era Jonquet, ni que estaba muerto, ni que había ninguna relación entre ambos). Así que entré en una librería de internet que te consigue los libros en un santiamén y busqué qué novelas había del "mejor escritor francés del género policíaco". No muchas, la verdad; sólo dos (creo que sólo hay otras dos publicadas en castellano) y las dos las encargué, que eran muy baratas (minimizar riesgos se llama). Al día siguiente recibí un sms anunciándome que podía pasar a recoger la que da título a este post por la tienda; la otra, Ad vitam aeternam, tardó algo más: la tengo desde este sábado. Que Tarántula me la dieran tan rápido en esta isla ultraperiférica pobremente dotada de libros se debió a que es la obra que inspira el guión de La piel que habito, última peli de Almodóvar, lo que descubrí, ignorante de mí, en cuanto me la pusieron en la mano, gracias a la obscena banderola roja que abrazaba el volumen. De hecho, el ejemplar que me dieron es de Ediciones B, ávida perseguidora de best-sellers, al reclamo de la publicidad almodovoriana. La obra original, Gallimard 1984, fue publicada en nuestro idioma ya en 1986 por Júcar y posteriormente por otras dos casas más, siempre sin demasiada repercusión y menos ventas. Por cierto, Júcar (¿sigue existiendo?) me evoca recuerdos de mi adolescencia, de libros muy perseguidos, cuyas malas encuadernaciones resistían mal los manoseos excesivos de tantos préstamos. Por cierto (bis), Júcar ya había publicado hacia mediados de los setenta otra Tarántula, ésta de Bob Dylan, una novela experimental, ejercicio de escritura automática surrealista al estilo de su admirado Kerouac que, obligado por mi entonces naciente mitomanía devoré más por esnobismo que otra cosa y que desde luego no me gustó nada (pero me abstuve de confesarlo); sería cuestión de releerla ahora, treinta y cinco años después.
La verdad es que me desilusionó un poco enterarme en la caja de la librería de la relación de la novela con Almodóvar; de pronto la lectura se me presentaba con dosis de prevención, de prejuicios si se prefiere. Y es que Almodóvar me tiene ya un poco cansado; reconozco que ha alcanzado un notable dominio del oficio pero, a la par e inevitablemente, supongo, ha perdido frescura o, mejor, la ha cambiado por una artificiosidad manierista que me resulta cargante. Aún así, no puedo evitar que su nombre me recuerde los primeros ochenta (mis primeros veinte) en un Madrid bullicioso y noctámbulo que apuré bastante intensamente. Alguna vez le vi cantar con el estrafalario McNamara, maquillajes, tacones y trajes embutidos, en imitación chillona del elegante Bowie. Eran malos los tíos, sí, como mala era Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, pero disfrutábamos como posesos enfebrecidos y, qué le vamos a hacer, uno le guarda cariño a sus excesos juveniles. Fue una época (años 81 a 83, principalmente) en la que salía mucho, todos los fines de semana de marcha, que se iniciaba en el punto fijo de cita (no había móviles), el Comercial habitualmente, y de ahí la ruta hacia el sur. Malasaña primero, claro, y luego Chueca, y de ahí a algún garito entre la Gran Vía y Sol o, si no, cruzábamos Alcalá por Sevilla o por el Círculo y bajábamos hacia Huertas y su entorno, después hacia las plazas de Santa Ana (cuya Cervecería Alemana también era punto de salida algunas veces) o del Ángel, y todavía, si había ánimos, nos llegábamos hasta Lavapiés (no habré dormido yo veces, derrengado y borracho, en un destartalado piso de la calle del Ave María, domicilio de Paqui, una murciana acogedora y paciente). Pero, para mí, Almodóvar ha dilapidado ya el capital de aquellas nostalgias. No obstante, con el libro de la banderola roja en mis manos por primera vez, pensé que, con suerte, era mejor que la película (que todavía no he visto) o al menos lo suficientemente distinto, lo que sería bastante probable ya que el manchego, después de pagar los derechos de autor (muy celoso que es de la sacrosanta propiedad intelectual), suele modificar en profundidad el original mientras escribe el guión.
Así que corto mi divagación sobre nuestro súper-cineasta y paso a mis impresiones de la novela, Tarántula se llama, recuerdo. A mi modo de ver no es propiamente del género policiaco o negro (polar, lo llaman los franceses) o al menos no en la línea clásica británica ni en la norteamericana. No hay nada que investigar ni es ningún crimen el centro de la trama (aunque haberlos, haylos, pero más que objetos del relato son las condiciones imprescindibles para la existencia de éste). Pero lo que sí hay, desde luego, es tensión, intriga y, sobre todo, una estructura argumental muy bien armada, base necesaria para permitir que la narración fluya a buen ritmo y vaya soltando, como a cuentagotas y en sus precisos momentos, los datos que desvelan el misterio hasta el final inevitable. En cuanto al estilo, sólo se me ocurre calificarlo de parco, se adivina una voluntad expresa de negar todo texto superfluo. Me parece un contrapunto acertadísimo a lo estrambótico del argumento; el tema, desde luego, encaja como anillo al dedo en el universo almodovoriano pero dudo que su película alcance tan eficaz contención narrativa. Hay en la historia reminiscencias fáusticas y también de crímenes, castigos y redenciones, pero con unas excusas temáticas tan llevadas al límite que sólo pueden ser creíbles, y ya es difícil, en un entorno científico-tecnológico moderno (por supuesto, el amo del poder que dan esos recursos es la encarnación diabólica, dotado de la suprema prerrogativa divina). Otro acierto, a mi modo de ver, es que mientras los leemos, somos los pensamientos de sus protagonistas y, por tanto, conocemos sólo lo que ellos conocen, deducimos lo que ellos también aventuran en sus desasosegados estados mentales. Con la excepción, claro está, del maligno urdidor, al que vemos sólo desde fuera, excepto al final. En fin, ¿me ha gustado? ¿Es buena? Intuyo que no del todo; quizá demasiado redonda, demasiado retorcida, con cierto tufillo a falsa, con la acepción que este adjetivo debe tener aplicado a la literatura. Sin embargo, se lee muy bien y yo me he entretenido, lo cual, si no todo, ya es bastante. Luego cogí La Gaviota, de Sándor Márai (nada que ver, este húngaro jugaba en otra división) y hoy acabo de empezar la segunda que compré de Jonquet; a ver qué tal.
El rey del glam - Alaska y Dinarama (Canciones Profanas, 1983)
En homenaje a aquellos primeros ochenta a los que me refiero, vaya esta canción de la entonces ni siquiera veinteañera Alaska, que podría haber estado dedicada al Fabio mencionado. No es que entonces me gustara mucho esta música, pero sonaba frecuentemente en los baretos de copas.
Recuerdo un par de libros muy buenos de Júcar escritos por Ramón de España, sobre Roxy Music y Buddy Holly, y efectivamente estaban muy mal encuadernados, se abrían por la mitad y se les caían las páginas. Y ahora que lo pienso, en Galicia tengo los tres que publicaron sobre Bob Dylan, de los que el que más me convence es el tercero, de un tal Danny Faux. No leí el “Tarantula” de Dylan, lo vi hace tiempo en una librería de viejo, pero algo me dijo que me iba a decepcionar, que todo lo que pudiera decir ya estaba en sus discos.
ResponderEliminarTengo ganas de leer a Jonquet, pero creo que empezaré por alguna otra de sus novelas, porque me gusta que los relatos de serie negra tengan algo de real, que lo que se cuenta en ellos pudiera haber sucedido (eso sucede con lo que he leído de Jean-Patrick Manchette, Léo Mallet o Auguste le Breton, por ejemplo).
Almodóvar inicialmente era una tarántula, en efecto, esto es, una araña solitaria que cazaba a ras de tierra, donde tienen su madriguera, pero poco a poco se ha ido despegando hacia ese cielo que cree merecer -aunque sólo levante unos metros del suelo, pero ya está distanciado fatalmente de aquellas criaturas que entendía tan bien y con las que compartía hábitat- y se ha convertido en 'una araña más', como tantas de las que cuelgan su tela entre los arbustos.
ResponderEliminarLo que pierde a Almodóvar es su impostada conciencia de que es un genio. Y no.
(Mis metáforas zoológicas, ¡Ay!)
Mucha tela.
ResponderEliminarEsa 'libre asociación de ideas' de que hablas y que de algún modo te lleva a relacionar Jouquet con Houllebecq - si te he entendido bien, que no estoy seguro... - es casi, casi lo que recomendaba a Emma como técnica literaria de 'flujo de conciencia'. La verdad es que tú lo ejercitas mucho sin darle importancia y te quedan los posts niquelados. (De nada.)
Tampoco a mí me entusiasmó Kerouac; ni apenas ninguno de la generación beat. Ni el realismo sucio americano aunque me los tragué a casi todos por ¿parecer modelno?. Podría explicarlo más.
Citarse en El Comercial entonces y de ahí hacer la ronda golfa del Madrid aquél era la pera: El Sol, El Templo del Gato, la antigua Picadilly donde actuaban Tip y Coll que luego cambió de nombre (esta memoria...) y se hizo muy bullanguera, Le Cock, otra inmensa y oscura por San Bernardo (con escenario)etc. Qué colocones... Y a la mañana siguiente o directamente a trabajar con el 'tapalitros' (las gafas de sol.)
Parece que estamos todos de acuerdo en la trayectoria de Almodóvar. Sus primeras películas eran frescas, surrealistas y desternillantes. Luego fue progresando mucho como cineasta, metiéndose en honduras y ahora esta última cosa de La Piel.. me parece un camelo. Pero ya he leído la crítica de un franchute avant la lettre que nos llama poco menos que idiotas/bárbaros a quienes no nos gusta, porque es una obra cumbre, antológica, metafísica y la ostia.
Cuando berreaba con Alaska, el Berlanguita y demás sólo trataban de ser epatantes y rompedores de moldes.
Antonio Castro: a Ramón de España lo tuvimos de colaborador en 'Sur Express' y era un coñazo... Luego supe por Casani que en Barcelona (creo) se reconvirtió y empezó a escribir bien. No lo sé: te cuento de oídas.
Tú has debido ser un pendón de cuidado, Miros. Y donde hubo fuego aún quedan brasas ¿no?
Óle
Se me olvidaba. Sandor Márai me gusta mucho.
ResponderEliminarLógico, Grillo, fuistéis compañeros en la mili
ResponderEliminarLanskyyyyyyyyyyyy !!!
ResponderEliminarcon lo que me gustaba Márai en la mili y el modo como se quitó del tabaco. Así como chistosillo y cascabelero no era el chico.
(Me has dejado 'nota' con lo del holotipo. Chisss!! no lo he entendido mirando en la Wiki. No me lo expliques hoy. He madrugado un montón para leerte el primero y estoy espesorro.)
Es que normalmente me levanto a las 11, desayuno tranquilamente hojeando los periódicos que me dejan en la puerta, luego me aseo y, oye, se me va lamañana en un pispás.
Tú y la Duquesa de Alba mientras permaneció viuda/soltera sí que sabéis vivir, Grillo
ResponderEliminarMás sabe la duc esa por vieja que por grilla y el que realmente va a saber vivir bien en adelante va a ser el duque consuerte - si la señora para de caerse y descoyuntarse...
ResponderEliminarQué feo ¿no? cuando tomamos un blog ajeno y hacemos comentarios por fuera de lo sembrado.