El siglo XVII, en cuyos finales sitúo mis últimos posts, pese a lo siempre simplista que es fijar mojones en el devenir histórico, es probablemente la época en que se alcanza una "masa crítica" suficiente de personas dispuestas a pensar de otro modo. Ese "otro modo" al que me refiero encuentra su mejor expresión en lo que se ha venido en llamar la duda metódica, cuya autoría se atribuye a Descartes en su célebre Discurso del Método (aunque en dicha obrita no llega a acuñarse el término como tal). En Le Descours, Renato nos cuenta cómo desde muy joven le preocupó el conocimiento y cómo, terminados sus estudios que lo incluían entre "el número de los hombres doctos" se sintió muy confuso y embargado de un deseo insatisfecho "de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida". En noviembre de 1619, el joven de veintitrés años, después de haber asistido a la coronación en Frankfurt del emperador Fernando II y estando acuartelado en Neuburg al servicio del ejército católico del Duque de Baviera, se dedicó en soledad a reflexionar sobre la forma en que debía desarrollar su actividad intelectual ("cogióme el comienzo del invierno en un lugar en donde, no encontrando conversación alguna que me divirtiera y no teniendo tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran mi ánimo, permanecía el día entero solo y encerrado, junto a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamientos"). A partir de una metáfora arquitectónica, llegó al convencimiento de que "por lo que toca a las opiniones, a que hasta entonces había dado mi crédito, no podía yo hacer nada mejor que emprender de una vez la labor de suprimirlas, para sustituirlas luego por otras mejores o por las mismas, cuando las hubiere ajustado al nivel de la razón. Y tuve firmemente por cierto que, por este medio, conseguiría dirigir mi vida mucho mejor que si me contentase con edificar sobre cimientos viejos y me apoyase solamente en los principios que había aprendido siendo joven, sin haber examinado nunca si eran o no verdaderos". Para llevar a la práctica esta postura personal (enunciada con bastante modestia y prudencia, que motivos tenía), se propuso cuatro reglas que, siéndonos hoy obvias, era la primera vez (creo) que se formulaban articuladas como principios metodológicos: no admitir nada como verdadero hasta que no hubiese superado todas las dudas, dividir todos los problemas en cuantas partes fueran posibles (análisis), razonar ordenadamente (de lo simple a lo complejo), y hacer revisiones tan generales que le aseguraran no omitir ningún dato. Gracias al método del que se dotó, acompañado de unas máximas morales propias muy sensatas, Descartes, según sus palabras, logró un gran contento porque descubrió que iba descubriendo de forma eficaz muchas y fructíferas verdades, labor a la que había querido dedicar su vida.
El libro, publicado de forma anónima en su primera edición de 1637 (obra pues ya de madurez), es considerado como la pieza inaugural del pensamiento científico, muy especialmente para la Física. Ello es así porque supone el golpe de gracia a uno de los cimientos más sólidos de la Escolástica, el principio de autoridad, que se expresaba en varios aforismos latinos como Magister dixit, Oportet addiscentem credere (es necesario creer para aprender) o el definitivo Roma locuta, causa finita (muy útil para declarar al oponente hereje y callar sus argumentos para siempre). Aunque hoy nos extrañe, la Escolástica medieval venía animada de un notable incentivo para el desarrollo del pensamiento y una exaltación de la razón, como la más noble de las potencias humanas. El límite radicaba, claro está, en la fe, en las Verdades reveladas y por tanto incuestionables, a cuyo servicio debía ponerse la razón. Así, durante quinientos años al menos, los más privilegiados cerebros de la época se pasaron las horas dando vueltas y más vueltas argumentales confinadas entre apretados muros. Pero ellos, a causa de la intensidad de su fe, no eran capaces siquiera de concebir tales límites. No obstante, la simple ejercitación razonadora, aunque fuera en materias tan abstractas (pero cruciales en sus preocupaciones como el debate de los universales, por ejemplo), generaba a veces leves rozamientos que, por muy remotamente que pareciera, podían insinuar sutiles grietas en ese universo dogmático del conocimiento medieval. Por eso era importante el principio de autoridad, para atajar cualquier nimia desviación. Por aportar yo también una metáfora arquitectónica, el pensamiento medieval presuponía la sabiduría, el conocimiento humano, como un edificio cuya estructura (cimientos, pilares y vigas, forjados) estuviera ya completamente acabada, de modo que el único progreso posible consistía en las obras de tabiquería y decoración. Y esa estructura, si bien era teológica, abarcaba toda la realidad; o, dicho de otra forma, la religión condicionaba hasta límites que hoy se nos antojan ridículos (por ejemplo, cuando miramos desde un sitial de superioridad, a los países islámicos) casi todos los ámbitos del saber.
La dificultosa aparición de pequeños espacios de autonomía que irían permitiendo la distinción entre lo sagrado y lo profano y, consiguientemente, la admisibilidad en este último campo de lo que he llamado "pensar de otro modo" es un proceso que, aunque implícito en la propia actividad intelectual (y, repito, los pensadores medievales no eran tontos), duró mucho, demasiado tiempo. Es significativo que la eclosión del "principio del fin", lo que ahora llamamos Renacimiento, estuviera muy ligada a la filología y al interés por las lenguas antiguas: el griego y el hebreo y también el latín clásico, pues el medieval, heredado de la literatura patrística (los sanagustines y sanjerónimos), era una variante del imperio tardío. El primer paso en este orden lo dio el Cardenal Cisneros cuando, siendo Arzobispo de Toledo, decidió fundar en Alcalá de Henares una nueva universidad. Las intenciones de Cisneros en esos últimos años del XV no eran tanto de índole humanista (al estilo de los pensadores y artistas italianos del quattrocento) como de mejora de la formación de los eclesiásticos que en Castilla eran muchos. Además, no debía simpatizar mucho con Salamanca, controlada por los dominicos, o acaso tendría ganas de diversificar las enseñanzas teológicas y así, además de la cátedra de tomismo (o sea, la ortodoxia) la acompañó de otra adscrita a la filosofía de Duns Escoto y otra más para ocuparse de los enfoques nominalistas de Guillermo de Ockham, muy poco conocido en España aunque con gran poder de atracción para las mentes más inquietas de la época. Conviene recordar, dicho sea de paso, que Ockham, franciscano inglés, pese a su adscripción a la Escolástica, fue uno de los más grandes precursores de ese otro modo de pensar, lo que muestra de nuevo que es casi imposible trazar fronteras claras en la historia. La cosa es que en el verano de 1502, con las obras de la universidad comenzándose, Cisneros reúne a un buen puñado de sabios, buenos conocedores del latín, el griego y el hebreo (estos últimos casi todos judíos conversos) y les propone embarcarse en la impresión de una Biblia Políglota en la que, dispuestos en tres columnas, se dispongan los textos de las respectivas lenguas. Piénsese que durante toda la Edad Media la única versión de la Biblia (sin contar las variaciones por errores de los copistas) era la Vulgata que San Jerónimo tradujo del griego a finales del siglo IV. Cisneros ni siquiera se planteaba introducir correcciones en el texto latino (lo que le costó que Nebrija, el más notable de los latinistas, abandonara el proyecto) pero el simple hecho de presentar las Sagradas Escrituras en sus versiones previas contenía una carga revolucionaria para el principio de autoridad escolástico. Lo cierto es que la difusión de esta magna obra fue muy escasa. Mucho influyó en ello, además de algunas malas jugadas de la Fortuna (guerra civil de las Comunidades, naufragio de un envío de varios ejemplares a Italia), que Erasmo de Rotterdam publicase en 1516, un año antes de la impresión final de la Políglota, su versión griego-latín del Nuevo Testamento (el Novum Instrumentum), acelerada probablemente a instancias del impresor suizo para ganar por la mano la iniciativa complutense. Al margen de piques "nacionalistas", hay que reconocer que Erasmo da un pasito más que el equipo de Cisneros y "se atreve" a corregir la Vulgata a partir de los textos griegos. De ahí a Lutero, unos añitos después, poco trecho quedaba.
Pero sigo mañana (o pasado), que de lo que quería hablar era de los pre-cartesianos españoles del XVI o, lo que es lo mismo, de la abundante colección de pensadores peninsulares que, antes del francés (y antes de tiempo), anticiparon lo que luego, en la segunda mitad del XVII, se cosecharía. Lástima que sus nombres, opacados por el celo retrógrado de la Contrarreforma, no ocupen similares altares en la Historia. Pero ya adelanto mi tesis: que fue justamente de la teología cristiana (o filosofía que durante tantos siglos venía a ser lo mismo) de donde nació ese otro modo de pensar que sería el punto de partida imprescindible para el desarrollo científico. O sea, que la ciencia occidental es deudora del cristianismo o, la otra cara de la moneda, que si los europeos no hubieran sufrido el estrechísimo corsé dogmático es probable que la ciencia moderna hubiese advenido unos cientos de años antes. O no.
El libro, publicado de forma anónima en su primera edición de 1637 (obra pues ya de madurez), es considerado como la pieza inaugural del pensamiento científico, muy especialmente para la Física. Ello es así porque supone el golpe de gracia a uno de los cimientos más sólidos de la Escolástica, el principio de autoridad, que se expresaba en varios aforismos latinos como Magister dixit, Oportet addiscentem credere (es necesario creer para aprender) o el definitivo Roma locuta, causa finita (muy útil para declarar al oponente hereje y callar sus argumentos para siempre). Aunque hoy nos extrañe, la Escolástica medieval venía animada de un notable incentivo para el desarrollo del pensamiento y una exaltación de la razón, como la más noble de las potencias humanas. El límite radicaba, claro está, en la fe, en las Verdades reveladas y por tanto incuestionables, a cuyo servicio debía ponerse la razón. Así, durante quinientos años al menos, los más privilegiados cerebros de la época se pasaron las horas dando vueltas y más vueltas argumentales confinadas entre apretados muros. Pero ellos, a causa de la intensidad de su fe, no eran capaces siquiera de concebir tales límites. No obstante, la simple ejercitación razonadora, aunque fuera en materias tan abstractas (pero cruciales en sus preocupaciones como el debate de los universales, por ejemplo), generaba a veces leves rozamientos que, por muy remotamente que pareciera, podían insinuar sutiles grietas en ese universo dogmático del conocimiento medieval. Por eso era importante el principio de autoridad, para atajar cualquier nimia desviación. Por aportar yo también una metáfora arquitectónica, el pensamiento medieval presuponía la sabiduría, el conocimiento humano, como un edificio cuya estructura (cimientos, pilares y vigas, forjados) estuviera ya completamente acabada, de modo que el único progreso posible consistía en las obras de tabiquería y decoración. Y esa estructura, si bien era teológica, abarcaba toda la realidad; o, dicho de otra forma, la religión condicionaba hasta límites que hoy se nos antojan ridículos (por ejemplo, cuando miramos desde un sitial de superioridad, a los países islámicos) casi todos los ámbitos del saber.
La dificultosa aparición de pequeños espacios de autonomía que irían permitiendo la distinción entre lo sagrado y lo profano y, consiguientemente, la admisibilidad en este último campo de lo que he llamado "pensar de otro modo" es un proceso que, aunque implícito en la propia actividad intelectual (y, repito, los pensadores medievales no eran tontos), duró mucho, demasiado tiempo. Es significativo que la eclosión del "principio del fin", lo que ahora llamamos Renacimiento, estuviera muy ligada a la filología y al interés por las lenguas antiguas: el griego y el hebreo y también el latín clásico, pues el medieval, heredado de la literatura patrística (los sanagustines y sanjerónimos), era una variante del imperio tardío. El primer paso en este orden lo dio el Cardenal Cisneros cuando, siendo Arzobispo de Toledo, decidió fundar en Alcalá de Henares una nueva universidad. Las intenciones de Cisneros en esos últimos años del XV no eran tanto de índole humanista (al estilo de los pensadores y artistas italianos del quattrocento) como de mejora de la formación de los eclesiásticos que en Castilla eran muchos. Además, no debía simpatizar mucho con Salamanca, controlada por los dominicos, o acaso tendría ganas de diversificar las enseñanzas teológicas y así, además de la cátedra de tomismo (o sea, la ortodoxia) la acompañó de otra adscrita a la filosofía de Duns Escoto y otra más para ocuparse de los enfoques nominalistas de Guillermo de Ockham, muy poco conocido en España aunque con gran poder de atracción para las mentes más inquietas de la época. Conviene recordar, dicho sea de paso, que Ockham, franciscano inglés, pese a su adscripción a la Escolástica, fue uno de los más grandes precursores de ese otro modo de pensar, lo que muestra de nuevo que es casi imposible trazar fronteras claras en la historia. La cosa es que en el verano de 1502, con las obras de la universidad comenzándose, Cisneros reúne a un buen puñado de sabios, buenos conocedores del latín, el griego y el hebreo (estos últimos casi todos judíos conversos) y les propone embarcarse en la impresión de una Biblia Políglota en la que, dispuestos en tres columnas, se dispongan los textos de las respectivas lenguas. Piénsese que durante toda la Edad Media la única versión de la Biblia (sin contar las variaciones por errores de los copistas) era la Vulgata que San Jerónimo tradujo del griego a finales del siglo IV. Cisneros ni siquiera se planteaba introducir correcciones en el texto latino (lo que le costó que Nebrija, el más notable de los latinistas, abandonara el proyecto) pero el simple hecho de presentar las Sagradas Escrituras en sus versiones previas contenía una carga revolucionaria para el principio de autoridad escolástico. Lo cierto es que la difusión de esta magna obra fue muy escasa. Mucho influyó en ello, además de algunas malas jugadas de la Fortuna (guerra civil de las Comunidades, naufragio de un envío de varios ejemplares a Italia), que Erasmo de Rotterdam publicase en 1516, un año antes de la impresión final de la Políglota, su versión griego-latín del Nuevo Testamento (el Novum Instrumentum), acelerada probablemente a instancias del impresor suizo para ganar por la mano la iniciativa complutense. Al margen de piques "nacionalistas", hay que reconocer que Erasmo da un pasito más que el equipo de Cisneros y "se atreve" a corregir la Vulgata a partir de los textos griegos. De ahí a Lutero, unos añitos después, poco trecho quedaba.
Pero sigo mañana (o pasado), que de lo que quería hablar era de los pre-cartesianos españoles del XVI o, lo que es lo mismo, de la abundante colección de pensadores peninsulares que, antes del francés (y antes de tiempo), anticiparon lo que luego, en la segunda mitad del XVII, se cosecharía. Lástima que sus nombres, opacados por el celo retrógrado de la Contrarreforma, no ocupen similares altares en la Historia. Pero ya adelanto mi tesis: que fue justamente de la teología cristiana (o filosofía que durante tantos siglos venía a ser lo mismo) de donde nació ese otro modo de pensar que sería el punto de partida imprescindible para el desarrollo científico. O sea, que la ciencia occidental es deudora del cristianismo o, la otra cara de la moneda, que si los europeos no hubieran sufrido el estrechísimo corsé dogmático es probable que la ciencia moderna hubiese advenido unos cientos de años antes. O no.
Jesus doesn't want me for a sunbeam- Nirvana (Unplugged in New York, 1993)
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ResponderEliminarEl amor por el conocimiento, por la verdad 'no revelada' sin 'autoritas' viene de mucho más antiguo que tu siglo XVII, vamos, de esos antecesores de estos pobres griegos expoliados -como casi todo lo demás: ¿No les vamos a pagar royalties?- Cuenta Ítalo Calvino en por qué leer a los clásicos: "Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. '¿De qué te va a servir?', le preguntaron. 'Para saberla antes de morir'"
ResponderEliminarEn cualquier caso, la duda metódica estaba en el fundamento básico del sistema de Descartes expuesto en el Discurso del método
Lansky: Por supuesto, ya digo en el post que siempre es un artificio fijar fronteras en la historia. Yo diría que desde siempre el ser humano busca explicaciones a lo que percibe, se hace preguntas, como te gusta repetir. Pero también es verdad que junto a esa curiosidad que parece connatural a la especie hay una tendencia en muchos a contentarse con las explicaciones que le vienen dadas por otros, a los que, por cierto, se refiere Descartes en Le Discours cuando señala que su método no conviene a todos (no conviene, según él, a la mayoría de los hombres).
ResponderEliminarLos griegos, claro; tanto que el Maestro por antonomasia durante toda la Edad Media cristiana era Aristóteles. De hecho, el largo periodo de predominio absoluto del principio de autoridad cristiano (hablamos, of course, de nuestra Europa), empieza a quebrarse cuando se empieza a releer a los griegos. La cuestión relevante en este post es que, a partir del XVII, se alcanza la que llamo "masa crítica" en cuanto al cuestionamiento de la autoridad eclesiástica, al menos en lo referente a los ámbitos profanos (justamente la primera batalla era conseguir deslindar ciertos asuntos de lo religioso). Pero para que haya masa crítica tiene que haber previamente individuos que se adelantan a su tiempo, y de ellos, muchos fueron españoles (de los que quiero hablar en el próximo post).
Descartes los aprovechó muy oportunamente, en el tiempo justo. Para mí, su gran mérito (en cuanto a propuesta "metodológica") fue, como digo, articular conjunta y ordenadamente, ideas que al menos tenían un siglo de antigüedad. Y claro que la duda metódica (que nunca enunció así, por cierto) estaba en la base de su sistema o, para ser más precisos, era el primer precepto que se imponía " para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias" (porque añadía tres más, como menciono en el post).
Debo tener unejemplar del Discurso...diferente que tú, porque en el mío sí se menciona expreamente 'la duda sistemática como método para indagar en la verdad de las ciencias'
ResponderEliminarProbablemente me he explicado mal. Lo que quise decir es que Descartes no dice "duda metódica", como tampoco "sistemática". Esos adjetivos son, me parece, más propios de épocas posteriores. Pero obviamente sí menciona expresamente que el "dudar de todo" es su primer precepto para buscar la Verdad. Es en la segunda parte del Discurso y reza así: "Fue el primero (de sus cuatro preceptos "metodológicos"), no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda".
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