Ya pasaron Nochebuena y Navidad, conmemoración cristiana del nacimiento del Redentor, aunque tal hecho, de haber sido, no fue ni en el año 1 ni en diciembre. La cuestión de la fecha ha sido objeto de múltiples conjeturas, aunque últimamente la que parece más aceptada es hacia finales de septiembre del año 2 aC (basándose en Tertuliano, Ireneo y Eusebio, todos ellos cristianos). Hay que tener en cuenta que prácticamente todo lo que sabemos del nacimiento de Jesús (al menos “oficialmente”) proviene de los evangelios (sinópticos) de Mateo y de Lucas (ambos hacia el año 80, aunque la datación del segundo es más discutida). Los cuatro evangelios, de otra parte, son relativamente fiables: en términos generales (aunque hay unas cuantas excepciones) sus narraciones encajan razonablemente en los datos conocidos, lo que parece dotarles de suficiente verosimilitud histórica. Sin embargo, no olvidemos que fueron escritos después de las epístolas paulinas, una vez que el de Tarso dejó bastante bien sentadas las bases de la nueva religión (bueno, no tanto, a la vista de las discusiones y “herejías” que desde el principio hubo). Así que no perdamos de vista que los principales libros del Nuevo Testamento son, ante todo, textos propagandísticos que “venden” la buena nueva. Naturalmente, de ahí no se sigue su falsedad pero, claro está, tampoco que sean verdaderos, salvo que, gracias a la fe, los consideremos inspirados por Dios.
Frente a los sinópticos están los apócrifos (76 según el último conteo), respecto de los cuales hay consenso entre los estudiosos sobre su mucha menor fiabilidad. De entrada, son posteriores, incluso algunos muy posteriores (hasta el siglo X). Los que he tenido ocasión de leer, además, se me antojan ejercicios más o menos imaginativos de ampliar los relatos de los canónicos, llenando los abundantísimos vacíos que éstos presentan. En todo caso, no todos los evangelios apócrifos son iguales ni tampoco, durante los primeros tres siglos y medio de cristianismo, fueron considerados muy distintos a los cuatro que finalmente se descubrió que habían sido inspirados por el Espíritu Santo. Aunque también es verdad que desde el siglo II una importante corriente –anacrónicamente podríamos calificarla de “postura oficial”–desconfiaba de los excesos, muchas veces hiperbólicos, de esos textos, tan aprovechados por los que serían tildados de herejes. La más destacada de esas voces fue la de San Ireneo, apasionado enemigo de los gnósticos (Contra las Herejías, hacia 180), a quien suele considerarse precursor del canon neotestamentario. La canonización oficial se produjo en el Concilio de Hipona de 393, que reafirmó la lista del papa Dámaso I declarando que, fuera de dichos textos, nada se leyera en la Iglesia bajo el nombre de Escrituras divinas. Una pena, a mi juicio, porque habríamos tenido más variedad de lecturas sagradas y éstas habrían sido más interesantes. Me sospecho que tan brutal tijeretazo mucho tendría que ver con el tradicional interés de los mandamases eclesiásticos de no ofrecer demasiado material, de modo que les tocara a ellos establecer las interpretaciones correctas de la doctrina.
Sn embargo, como apunta Gonzalo del Cerro en la interesante web de Antonio Piñero, hay que destacar que los textos apócrifos son la única fuente de numerosas tradiciones y dogmas cristianos. Por ejemplo, el dogma de la Asunción deriva de ellos, sin que tenga ninguna base en los cuatro Evangelios. La propia justificación de la Iglesia romana se encuentra también en los apócrifos que desde el Vaticano, más o menos veladamente, se desprecian. En todo caso, lo que me interesa ahora, es apoyarme en tres de estos evangelios para recrear el nacimiento de Jesús, que es lo que hay que hacer en estas fechas. Porque con lo poco que cuentan, Mateo y Lucas (Marcos y Juan no dicen ni pío) dejan demasiadas lagunas que hay que intentar llenar aunque sea echándole fantasía al asunto. El primero que lo hizo (si no fue el propio Mateo) fue un pseudo-Santiago con el que se conoce como protoevangelio, hacia mediados del segundo siglo. Mucho más se explayan dos “evangelios” bastantes posteriores: el armenio de la infancia (siglo VI) y el del pseudo-Mateo (siglo VII). Basándome en estos textos apócrifos, y aprovechando las fechas navideñas, intentaré reconstruir el nacimiento de Jesús.
Los Evangelios sinópticos no nos dicen nada del origen de María. Según la tradición, sus padres fueron Joaquín y Ana, relevantes figuras del santoral cristiano y patrones (en especial ella) de numerosísimos lugares. Consulto en mi Croiset y encuentro una apasionada biografía que remite a los Santos Padres pero que en realidad tiene su origen en el ya citado protoevangelio de Santiago (del cual deriva la Leyenda Dorada, famosísima hagiografía medieval que ha sido una de las fuentes más fecundas de la iconografía católica). Joaquín era un pastor que vivía en Jerusalén, tan religioso que de todas sus ganancias hacía tres partes: la primera para los pobres, la segunda para el Templo y la tercera para su manutención. Aunque tal práctica pueda parecernos ruinosa, no hay que olvidar que en aquellos tiempos Dios intervenía activamente en la economía (la mano invisible de Adam Smith que en la actualidad debe andar de huelga), y por ello, Joaquín prosperaba más que nadie y llegó a ser el más rico de los ganaderos ovinos de Israel. Cuando cumplió veinte años se casó con una muchacha también de la tribu de Judá o, lo que es lo mismo, de la estirpe de David, y parecía que les esperaba la mayor de las felicidades. Pero los designios del Señor son inescrutables y, por más que lo intentaban, la pareja no conseguía traer descendencia, lo peor que podía ocurrirle a unos buenos judíos pues significaba que no eran grato a los ojos de Yaveh y perdían el derecho a presentar sus ofrendas en el templo. Según el pseudo-Santiago, llevaban ya veinte años de casados (Croiset exagera y dobla este tiempo) cuando, desesperado, Joaquín se retiró al desierto para orar y ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches (que, ya se sabe, era lo habitual). El pseudo-Mateo alarga el periodo de alejamiento de Joaquín hasta cinco meses, desplazándolo con sus rebaños a unas montañas alejadas. Como fuera, la cosa es que el marido no le dijo nada a la mujer, y la pobre Ana se quedó apesumbrada en su casa, llora que te llora, imaginándose ya viuda sin hijos, ay Señor qué desgracia. Así estuvo varios días, hasta que su criada (probablemente harta de tanta gazmoñería) la instó a que se mudase de ropa y abandonase el duelo, que ya estaba bien de lamentos, que los vecinos ya murmuraban en demasía y, además, que quién te dice a ti que Joaquín haya muerto. En fin, que Ana entonces, de quien Croiset nos asegura que poseía gran fortaleza de ánimo, se pone un vestido más alegre y sale al jardín a pasear, pero en cuanto se ve a salvo de ojos y oídos indiscretos comienza a declamar esas quejas tan del gusto de los israelitas (ay, desventurada de mí, etcétera). Y tachán-tachán, aparece un ángel del Señor, cuyo nombre lamentablemente no nos aportan los autores apócrifos, aunque yo sospecho que se trataba de Gabriel (no sería ascendido a arcángel hasta la Anunciación), que para eso es el principal de los mensajeros divinos, y va y le dice que Dios ha escuchado sus ruegos y hará que conciba un vástago que admirarán todos los pueblos de la tierra hasta el fin de los días. Aterradita se quedó Ana, quien para entonces ya estaba con los desarreglos premenopáusicos, aunque ante tamaña visión se diría que total Yaveh mucho más prodigio había obrado en Sara haciéndola parir a los noventa tacos (puede que esta explicación se la diera el mismo Gabriel, para terminar de convencerla). Acabada su tarea, el ángel voló hasta Joaquín y, transfigurándose en un zagal, le recriminó que estuviera alejado de su esposa. El pastor le contestó que había sido maldito por Dios y denigrado por sus sacerdotes y que ahí pensaba seguir. Entonces el chaval se le reveló como un ángel del Señor y le instó a volver pues su mujer estaba en cinta de él. Por supuesto Joaquín lo creyó y ni se paró un segundo a dudar si el muchacho era de verdad un ángel y, sobre todo, si el hijo de su mujer sería suyo, habida cuenta del tiempo que llevaban sin cohabitar. Muy al contrario; se alborozó inmensamente y mandó seleccionar los mejores ejemplares de sus rebaños para volver con ofrendas de sobra. Tardó treinta días en regresar y cuando se presentó ante la Puerta Dorada de la ciudad ahí estaba Ana (oportunamente avisada por el laborioso ángel). Qué hermosa escena: los cónyuges abrazándose empapados en lágrimas de gozo y todos lo vecinos aplaudiendo el milagro (probablemente la criada se había encargado de difundir la noticia por el barrio). Joaquín, claro está, tuvo que invitarlos a un generoso convite en su casa.
Al día siguiente, pese a la pesadez de cabeza, el futuro abuelo de Cristo madrugó y pidió a sus pastores los diez corderos blancos que había reservado para sacrificarlos a Dios. Una vez en el Templo, tras ser felicitado por los sacerdotes, Joaquín le prometió a Dios que el nasciturus lo entregaría al servicio religioso, pero se guardó de comentárselo a su mujer, no fuera que el disgusto trajera males al embarazo. Mas tres meses después, un día en que la criatura se agitaba más de la cuenta en el vientre materno, Ana, en un arrebato de gratitud, le dijo a su esposo que deseaba que el futuro hijo o hija fuera entregado al Templo. Eso es buena sintonía conyugal, tanta que muy escéptico hay que ser para no ver la inspiración divina. Todavía antes del parto, Ana ya con una ostentosa barriga, volvió Joaquín al Templo (no había revisiones en el ginecólogo) a renovar sus sacrificios (como quien renueva ecografías). Y sucedió que en el momento de sajar la arteria de un inmaculado corderito blanco en vez de sangre manó leche. Silencio pasmado entre todos los asistentes hasta que Eleazar, el sumo sacerdote, le pregunta al pastor en nombre de quién presentaba la ofrenda. Contesta Joaquín que la hacía por su futuro hijo y entonces el religioso da la explicación del prodigio: lo que nacerá del vientre de su madre, será una hembra, una virgen impecable y santa; y esta virgen concebirá sin intervención de hombre, y nacerá de ella un hijo varón, que llegará a ser un gran monarca y rey de Israel. ¡Toma ya! Para que recurrir a Isaías (“he aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo”) cuando se cuenta con una profecía mucho más cercana de la llegada del Mesías (lástima que sea apócrifa). Nada más que reseñar durante los últimos meses de gravidez. En cuanto al momento del nacimiento hay discrepancias entre el protoevangelio y el armenio; para el primero el parto fue a los nueve meses, pero el otro lo reduce a siete e incluso da la fecha (8 de septiembre, no me pregunten según cuál calendario). En realidad, si suponemos que fueron dos los meses que Joaquín estuvo fuera de su casa (tampoco en eso coinciden las fuentes), podemos explicar la divergencia en que cada pseudo-evangelista contaba desde una fecha distinta. Yo me inclino por que fuera sietemesina o, lo que es lo mismo, que la concepción se hubiera producido a la vuelta de Joaquín, probablemente esa misma noche tras la celebración y con la potencia viril a tope por la larga abstinencia. Ello implicaría que el ángel no le habría dicho, pese a la afirmación de los apócrifos, que su mujer estaba embarazada sino que iba a estarlo, lo cual explica a su vez que el hombre no se mosqueara. Pero sietemesina o no, lo cierto es que todos coinciden en que la niña era una monada, extremadamente bella, graciosa y radiante a la vista, sin tacha ni mancilla alguna, que tales fueron las palabras de la partera. Ana decidió llamarla María, que originalmente era Miryam, la hermana de Moisés y de Aarón, pero por aquellos tiempos se decía Mariám, en el arameo corriente. Según Croiset (pues los apócrifos no dicen nada al respecto), era también el nombre de la madre de Ana, pero vaya uno a saber de dónde sacó ese dato el jesuita francés.
Frente a los sinópticos están los apócrifos (76 según el último conteo), respecto de los cuales hay consenso entre los estudiosos sobre su mucha menor fiabilidad. De entrada, son posteriores, incluso algunos muy posteriores (hasta el siglo X). Los que he tenido ocasión de leer, además, se me antojan ejercicios más o menos imaginativos de ampliar los relatos de los canónicos, llenando los abundantísimos vacíos que éstos presentan. En todo caso, no todos los evangelios apócrifos son iguales ni tampoco, durante los primeros tres siglos y medio de cristianismo, fueron considerados muy distintos a los cuatro que finalmente se descubrió que habían sido inspirados por el Espíritu Santo. Aunque también es verdad que desde el siglo II una importante corriente –anacrónicamente podríamos calificarla de “postura oficial”–desconfiaba de los excesos, muchas veces hiperbólicos, de esos textos, tan aprovechados por los que serían tildados de herejes. La más destacada de esas voces fue la de San Ireneo, apasionado enemigo de los gnósticos (Contra las Herejías, hacia 180), a quien suele considerarse precursor del canon neotestamentario. La canonización oficial se produjo en el Concilio de Hipona de 393, que reafirmó la lista del papa Dámaso I declarando que, fuera de dichos textos, nada se leyera en la Iglesia bajo el nombre de Escrituras divinas. Una pena, a mi juicio, porque habríamos tenido más variedad de lecturas sagradas y éstas habrían sido más interesantes. Me sospecho que tan brutal tijeretazo mucho tendría que ver con el tradicional interés de los mandamases eclesiásticos de no ofrecer demasiado material, de modo que les tocara a ellos establecer las interpretaciones correctas de la doctrina.
Sn embargo, como apunta Gonzalo del Cerro en la interesante web de Antonio Piñero, hay que destacar que los textos apócrifos son la única fuente de numerosas tradiciones y dogmas cristianos. Por ejemplo, el dogma de la Asunción deriva de ellos, sin que tenga ninguna base en los cuatro Evangelios. La propia justificación de la Iglesia romana se encuentra también en los apócrifos que desde el Vaticano, más o menos veladamente, se desprecian. En todo caso, lo que me interesa ahora, es apoyarme en tres de estos evangelios para recrear el nacimiento de Jesús, que es lo que hay que hacer en estas fechas. Porque con lo poco que cuentan, Mateo y Lucas (Marcos y Juan no dicen ni pío) dejan demasiadas lagunas que hay que intentar llenar aunque sea echándole fantasía al asunto. El primero que lo hizo (si no fue el propio Mateo) fue un pseudo-Santiago con el que se conoce como protoevangelio, hacia mediados del segundo siglo. Mucho más se explayan dos “evangelios” bastantes posteriores: el armenio de la infancia (siglo VI) y el del pseudo-Mateo (siglo VII). Basándome en estos textos apócrifos, y aprovechando las fechas navideñas, intentaré reconstruir el nacimiento de Jesús.
Los Evangelios sinópticos no nos dicen nada del origen de María. Según la tradición, sus padres fueron Joaquín y Ana, relevantes figuras del santoral cristiano y patrones (en especial ella) de numerosísimos lugares. Consulto en mi Croiset y encuentro una apasionada biografía que remite a los Santos Padres pero que en realidad tiene su origen en el ya citado protoevangelio de Santiago (del cual deriva la Leyenda Dorada, famosísima hagiografía medieval que ha sido una de las fuentes más fecundas de la iconografía católica). Joaquín era un pastor que vivía en Jerusalén, tan religioso que de todas sus ganancias hacía tres partes: la primera para los pobres, la segunda para el Templo y la tercera para su manutención. Aunque tal práctica pueda parecernos ruinosa, no hay que olvidar que en aquellos tiempos Dios intervenía activamente en la economía (la mano invisible de Adam Smith que en la actualidad debe andar de huelga), y por ello, Joaquín prosperaba más que nadie y llegó a ser el más rico de los ganaderos ovinos de Israel. Cuando cumplió veinte años se casó con una muchacha también de la tribu de Judá o, lo que es lo mismo, de la estirpe de David, y parecía que les esperaba la mayor de las felicidades. Pero los designios del Señor son inescrutables y, por más que lo intentaban, la pareja no conseguía traer descendencia, lo peor que podía ocurrirle a unos buenos judíos pues significaba que no eran grato a los ojos de Yaveh y perdían el derecho a presentar sus ofrendas en el templo. Según el pseudo-Santiago, llevaban ya veinte años de casados (Croiset exagera y dobla este tiempo) cuando, desesperado, Joaquín se retiró al desierto para orar y ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches (que, ya se sabe, era lo habitual). El pseudo-Mateo alarga el periodo de alejamiento de Joaquín hasta cinco meses, desplazándolo con sus rebaños a unas montañas alejadas. Como fuera, la cosa es que el marido no le dijo nada a la mujer, y la pobre Ana se quedó apesumbrada en su casa, llora que te llora, imaginándose ya viuda sin hijos, ay Señor qué desgracia. Así estuvo varios días, hasta que su criada (probablemente harta de tanta gazmoñería) la instó a que se mudase de ropa y abandonase el duelo, que ya estaba bien de lamentos, que los vecinos ya murmuraban en demasía y, además, que quién te dice a ti que Joaquín haya muerto. En fin, que Ana entonces, de quien Croiset nos asegura que poseía gran fortaleza de ánimo, se pone un vestido más alegre y sale al jardín a pasear, pero en cuanto se ve a salvo de ojos y oídos indiscretos comienza a declamar esas quejas tan del gusto de los israelitas (ay, desventurada de mí, etcétera). Y tachán-tachán, aparece un ángel del Señor, cuyo nombre lamentablemente no nos aportan los autores apócrifos, aunque yo sospecho que se trataba de Gabriel (no sería ascendido a arcángel hasta la Anunciación), que para eso es el principal de los mensajeros divinos, y va y le dice que Dios ha escuchado sus ruegos y hará que conciba un vástago que admirarán todos los pueblos de la tierra hasta el fin de los días. Aterradita se quedó Ana, quien para entonces ya estaba con los desarreglos premenopáusicos, aunque ante tamaña visión se diría que total Yaveh mucho más prodigio había obrado en Sara haciéndola parir a los noventa tacos (puede que esta explicación se la diera el mismo Gabriel, para terminar de convencerla). Acabada su tarea, el ángel voló hasta Joaquín y, transfigurándose en un zagal, le recriminó que estuviera alejado de su esposa. El pastor le contestó que había sido maldito por Dios y denigrado por sus sacerdotes y que ahí pensaba seguir. Entonces el chaval se le reveló como un ángel del Señor y le instó a volver pues su mujer estaba en cinta de él. Por supuesto Joaquín lo creyó y ni se paró un segundo a dudar si el muchacho era de verdad un ángel y, sobre todo, si el hijo de su mujer sería suyo, habida cuenta del tiempo que llevaban sin cohabitar. Muy al contrario; se alborozó inmensamente y mandó seleccionar los mejores ejemplares de sus rebaños para volver con ofrendas de sobra. Tardó treinta días en regresar y cuando se presentó ante la Puerta Dorada de la ciudad ahí estaba Ana (oportunamente avisada por el laborioso ángel). Qué hermosa escena: los cónyuges abrazándose empapados en lágrimas de gozo y todos lo vecinos aplaudiendo el milagro (probablemente la criada se había encargado de difundir la noticia por el barrio). Joaquín, claro está, tuvo que invitarlos a un generoso convite en su casa.
Al día siguiente, pese a la pesadez de cabeza, el futuro abuelo de Cristo madrugó y pidió a sus pastores los diez corderos blancos que había reservado para sacrificarlos a Dios. Una vez en el Templo, tras ser felicitado por los sacerdotes, Joaquín le prometió a Dios que el nasciturus lo entregaría al servicio religioso, pero se guardó de comentárselo a su mujer, no fuera que el disgusto trajera males al embarazo. Mas tres meses después, un día en que la criatura se agitaba más de la cuenta en el vientre materno, Ana, en un arrebato de gratitud, le dijo a su esposo que deseaba que el futuro hijo o hija fuera entregado al Templo. Eso es buena sintonía conyugal, tanta que muy escéptico hay que ser para no ver la inspiración divina. Todavía antes del parto, Ana ya con una ostentosa barriga, volvió Joaquín al Templo (no había revisiones en el ginecólogo) a renovar sus sacrificios (como quien renueva ecografías). Y sucedió que en el momento de sajar la arteria de un inmaculado corderito blanco en vez de sangre manó leche. Silencio pasmado entre todos los asistentes hasta que Eleazar, el sumo sacerdote, le pregunta al pastor en nombre de quién presentaba la ofrenda. Contesta Joaquín que la hacía por su futuro hijo y entonces el religioso da la explicación del prodigio: lo que nacerá del vientre de su madre, será una hembra, una virgen impecable y santa; y esta virgen concebirá sin intervención de hombre, y nacerá de ella un hijo varón, que llegará a ser un gran monarca y rey de Israel. ¡Toma ya! Para que recurrir a Isaías (“he aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo”) cuando se cuenta con una profecía mucho más cercana de la llegada del Mesías (lástima que sea apócrifa). Nada más que reseñar durante los últimos meses de gravidez. En cuanto al momento del nacimiento hay discrepancias entre el protoevangelio y el armenio; para el primero el parto fue a los nueve meses, pero el otro lo reduce a siete e incluso da la fecha (8 de septiembre, no me pregunten según cuál calendario). En realidad, si suponemos que fueron dos los meses que Joaquín estuvo fuera de su casa (tampoco en eso coinciden las fuentes), podemos explicar la divergencia en que cada pseudo-evangelista contaba desde una fecha distinta. Yo me inclino por que fuera sietemesina o, lo que es lo mismo, que la concepción se hubiera producido a la vuelta de Joaquín, probablemente esa misma noche tras la celebración y con la potencia viril a tope por la larga abstinencia. Ello implicaría que el ángel no le habría dicho, pese a la afirmación de los apócrifos, que su mujer estaba embarazada sino que iba a estarlo, lo cual explica a su vez que el hombre no se mosqueara. Pero sietemesina o no, lo cierto es que todos coinciden en que la niña era una monada, extremadamente bella, graciosa y radiante a la vista, sin tacha ni mancilla alguna, que tales fueron las palabras de la partera. Ana decidió llamarla María, que originalmente era Miryam, la hermana de Moisés y de Aarón, pero por aquellos tiempos se decía Mariám, en el arameo corriente. Según Croiset (pues los apócrifos no dicen nada al respecto), era también el nombre de la madre de Ana, pero vaya uno a saber de dónde sacó ese dato el jesuita francés.
God bless the child - Blood, Sweat & Tears (Greatest Hits, 1972)
Te ha dado fuerte con los santos. En fin, los caminos del Señor son insondables. Quién sabe si lo que para un creyente como yo es más bien motivo de irritada impaciencia, que no socava su fe porque esta está demasiado por encima de semejantes chorradas, no puede ser para un incrédulo como tú una semilla que, a lo tonto, entre bromas y veras, acabe sirviendo para empujar los primeros brotes de una fe en cosas más serias. Malo, en todo caso, no parece que sea. Desde el punto de vista moral, digo; porque desde el intelectual, ya no sé qué decirte...
ResponderEliminarFeliz Navidad, Miroslav, y que no te pase ná.
Feliz Navidad tambien a ti, Vanbrugh. Creo que me imputas aviesas intenciones y nada más lejos. De hecho, hace ya unos años que pensaba que estaría bien, por estas fechas, recrear lo que sabemos de la Natividad, que habrás de reconocer que la mayoría de los creyentes lo desconocen. No creo, en todo caso, que nada tenga que ver con la fe este post, sino más bien con historia de la cultura occidental y por eso tampoco comprendo demasiado tu "irritada impaciencia". Estas chorradas, como las calificas, con componente muy sustancial de nuestra cultura y, además, han sido objeto de enconados debates, las más de las veces poco pacíficos. Desde luego, yo no voy a creer en la divinidad de Jesús por conocer mejor sus leyendas (ni tampoco dejar de creer, claro), pero en ellas se ha basado la fe de una inmensa mayoría de cristianos, lo cual, creo, ya por sí solo las hace merecedoras de atención y estudio.
ResponderEliminarNo me va a pasar ná, tranquilo (al menos, no por escribir sobre la Navidad). Y no es que me haya dado fuerte con los santos, sino que es manía que me viene de antiguo (para ser más precisos con la historia del cristianismo).
Estoy de acuerdo con Miroslav, lo importante del cristianismo es sobre todo ("sobre todo") su mitología, en cuanto a su moral o sus normas para comportarse, un laico las puede tener igual o mejores y, precisamente, sin necesidad de mitos ni imposiciones condenatorias o recompensadoras u otras necedades intimidatorias, uno solo es libre cuando se libbra de sus dioses.
ResponderEliminarFeliz navidad a ambos, auqnu8e sigo pensando que Jesús debería haber sido niña
Imagino que mi irritada impaciencia es cosa de ese erasmismo que sagazmente me achacas, con su consiguiente rechazo de la piedad popular. Un antipático rasgo de elitismo por mi parte, más antipatico aún visto de lejos: ese empeño en distinguir entre unas y otras chorradas forzosamente ha de pareceros inustificablemente arrogante a quienes considerais igual de chorras cualquiera de las creencias de cualquier creyente, se base en el pseudo Tomás o en el Concilio Vaticano II. Así que no me hagas ni caso y sigue estudiando tus vidas de santos; probablemente no son más falsas y sí más inofensivas que otras teologías más sesudas y aparentemente respetables.
ResponderEliminarYo estoy desde luego de acuerdo con ambos en que lo importante del cristianismo NO es su moral ni sus normas de comportamiento. Y también en lo de que uno solo es libre cuando se libra de sus dioses. Precisamente para eso es para lo que es importante el cristianismo: no hay mejor modo de librarse de los propios dioses, tarea imprescindible, que Dios.
ResponderEliminarDe 'Ese' también y hasta principalmente hay que librarse, no juguemos con las palabras, pastorcillo.
ResponderEliminarMe gusta jugar con las palabras, como sabes, pero en este caso no hay nada más lejos de mi intención. Dios no es uno más de los dioses, sino todo lo contrario de ellos. Quien niega a los dioses está, sabiéndolo o no, afirmándo a Dios.
ResponderEliminarY las ocho de la mañana no son horas para hablar de estas cosas, suponiendo que algunas lo sean.
Me ha sobrado una tilde en el 'afirmando' del anterior comentario. Que alguien la quite, por favor. Gracias.
ResponderEliminarA tí te sobra una tilde, a mí, todo lo demás, Dios incluido
ResponderEliminar♬ Only you ... puedes quitar la tilde ... only you ♪
ResponderEliminar(and God too, of course)
Por cierto Vanbrugh, ayer, después de publicar el post, me acordé de que la más detallada narración sobre los padres de la Virgen y la propia infancia y adolescencia de ésta que conozco es la transcripción que hizo el alemán Clemens Brentano de las visiones y revelaciones de la mística Anna Katharina Emmerich. Supera a cualquier evangelio en la descripción visual de las escenas (es la ventaja de tener "visiones"), lo que explica que los textos se usaran como base para la discutida peli de Mel Gibson sobre la Pasión. Además (¡cómo cambian los tiempos!) parece que estos textos son muy del gusto del Vaticano, que la beatificó en 2004. Son varios libros (yo sólo tengo dos) y están publicados en España por la editorial Surgite!
ResponderEliminarAnna Katharina Emmerich no es beata de mi devoción, y Mel Gibson es una de mis bestias negras. Su película sobre la Pasión, que tanto gusta en el Vaticano, me parece, por lo poco que sé de ella -no la he visto, ni la quiero ver- un panfleto sadomasoquista bastante asqueroso, sin nada en absoluto que ver con nada que tenga algo que ver con mi fe. No creo que puedan dedicarse dos horas y pico de película a contar lo que los Evangelios cuentan en quince líneas, y presumir luego de fidelidad al Evangelio; y, fundamentalmente, creo que hablar de la muerte de Jesús sin referirla a su vida es falsearla grave e irremediablemente.
ResponderEliminarEs una forma de verlo, Vanbrugh, muy erasmista, como diría Miros, pero al fin y al cabo, nació y vivió para morir por nosotros, igual que el ganado que críamos para comer. Y Mel, al que detesto, se ha centrado en esa importancia
ResponderEliminarYa. Eso es lo malo, que la versión oficial sigue diciendo esa cosa espantosa de que "vino al mundo para morir por nosotros". Como bien dices, igual, igual que una res. Es una formulación atroz, que invita al ateismo y lo fomenta activamente, o por lo menos a creer en cualquier otra cosa. Precisamente porque afianza y se recrea en esa idea, que a mi juicio es una perversión del mensaje del Evangelio, es por lo que destesto la película del detestable Gibson.
ResponderEliminar¿La versión oficial? Cada día me asombras más, Vanbrugh. ¿Lo de que Jesús se encarnó para, a través de su muerte, redimirnos del pecado original es una perversión atroz, una perversión del mensaje evangelico? Te retiro la imputación de erasmista, incluso la de luterano que te endilga Lansky. Eres directamente un hereje de lo más radical.
ResponderEliminarNo, no. Mi versión no es tan radicalmente distinta de la generalmente difundida -que no oficial, fue un modo apresurado de hablar- como pueda parecer.
ResponderEliminar(Probablemente haya quien la juzgue algo herética, pero como ya te he dicho alguna vez, no creo que haya formas de creer sinceramente que no pequen de cierto heretismo, ni creo que pueda mantenerse una fe estrictamente conforme a la ortodoxia sin que se esclerotice y muera; ser creyente y ser un poco hereje me parecen cosas inseparables.)
En cualquier caso basta con que en tu frase "Jesús se encarnó para, a través de su muerte, redimirnos del pecado original", cambies "muerte" por "vida" y suprimas "original", para obtener una formulación que, aunque sigue sonándome un poco rancia, es sustancialmente conforme a lo que creo.
Por lo demás, sí. Todas las interpretaciones de la vida de Jesús que sugieran que su muerte en la cruz fue deliberadamente buscada por él o exigida por Dios como "pago", "precio" o cosa parecida deforman y pervierten, a mi juicio, radical y malignamente todo lo que Jesús quiso enseñarnos sobre su Padre. Muy probablemente Jesús sabía que iba a morir así, y lo aceptó como consecuencia ineludible, dadas las circunstancias, del modo de vivir que había elegido. Pero no fue voluntad suya, ni de Dios, sino de quien le mató. Dios ha hecho libre al hombre, capaz de obrar en contra de su voluntad -a eso llamamos pecado los creyentes- y la muerte de Jesús fue un acto libre y pecaminoso de quienes lo mataron. Lo que sí forma parte del mensaje de Jesús es la consecuencia que sacamos de su muerte: que el final catastrófico que con frecuencia corona, como en su caso, las vidas de los que hacen la voluntad de Dios no es un fracaso definitivo, ni mucho menos una señal del desagrado divino, y que más allá de ella está Dios, que es el Señor de la vida y de la muerte.
ResponderEliminarLa idea de que se encarnó "para morir" y de que su muerte es el rescate, o precio, o contrapartida, o compensación que Dios acepta a cambio de perdonar nuestros pecados es una interpretación, tan legítima en cuanto a tal interpretación -aunque, a mi juicio, absolutamente incompatible con lo que, a través de Jesús, creo yo de Dios- como cualquier otra que se quiera hacer, pero no más. A mi me parece claro que es una construcción medieval, elaborada con una mentalidad de jurista feudal, que quizás sirvió para explicar el misterio de Jesús a personas de esa época y mentalidad, pero que es no ya inútil, sino dañina para los de nuestra época. De hecho la Iglesia, aunque la mantiene en sus catecismos y formulaciones litúrgicas, la airea lo menos que puede, consciente de su impresentabilidad. Y la parte más viva de la Iglesia, los teólogos de vanguardia y los creyentes que nos hemos molestado en profundizar mínimamente nuestra fe, hace muchos años que no creemos en nada parecido. Quizás yo sea hereje, pero te aseguro que no estoy nada mal acompañado en mi herejía.