Referido ya el nacimiento de la Virgen María, continuaré en este post (procurando no irritar la paciencia de Vanbrugh) con la infancia y adolescencia de la madre de Jesús, siguiendo lo que nos cuentan los evangelios apócrifos así como lo que vio en sus arrobos místicos la monja alemana Ana Catalina Emmerick. Obviamente las visiones de esta beata, bajo una óptica racional, merecen todavía menos credibilidad que los apócrifos, pero como de lo que se trata es de hilar un relato, bienvenidas sean.
Nació pues María del vientre de Ana y, aunque ni siquiera sus padres lo supieran, era la primera mujer después de Eva que venía a este mundo sin pecado. Tampoco hablan de la inmaculada concepción los apócrifos a quienes probablemente este asunto les traía al fresco. Realmente, lo que desde 1854 es un dogma para los católicos (no así entre los protestantes), se fue forjando como una consecuencia lógica de las reflexiones de los Padres de la Iglesia sobre el plan divino de la salvación de la especie humana a través de Cristo. El argumento es sencillo: si Jesús era Dios encarnado, el vientre en el que había de producirse su “humanización” tenía que ser de alguien libre de todo pecado, incluyendo el que nos legó la puñetera manzana prohibida. De todas formas, si bien los primeros Padres se hartaron de cantar loas a la pureza y santidad de María, no terminaron de concluir que había sido concebida sin pecado original. Como es frecuente en la historia del cristianismo, a la afirmación tajante se llegó como reacción frente a doctrinas molestas que acabarán siendo declaradas heréticas. En este caso, de un lado en Oriente un tal Nestorio que llegó a Patriarca de Alejandría, en el marco de los apasionados debates (pre)bizantinos sobre si lo humano y lo divino eran una o dos naturalezas en Cristo, sostuvo hacia principios del siglo V que llamar a María “madre de Dios” era una blasfemia. Más o menos por la misma época, un monje británico (quizá irlandés) llamado Pelagio, que se había instalado en Roma hasta que Alarico saqueó la ciudad, se atrevió a negar el pecado original. Este audaz planteamiento no fue muy combatido al principio, pero en pocos años los principales teólogos de la época, con San Agustín a la cabeza, se dieron cuenta de que suprimir el pecado original tambalearía demasiados pilares del cristianismo, empezando por la pertinencia de la propia Redención (algo que, entre paréntesis, siempre me ha parecido un poco rebuscado, pues qué necesidad tenía Dios de encarnar a su Hijo y enviarlo a la muerte para quitarnos la mácula que traemos de marca en nuestras almas; con el agravante, además, de que tampoco es que se nos quite, sino que para ello han de bautizarnos). En fin, a lo que vamos, que si no había pecado original, no María sino todos éramos inmaculadamente concebidos. Así, las reacciones oficiales al nestorianismo y al pelagianismo se resolvieron, en lo que a la Virgen se refiere, reafirmando la idea de su maternidad divina amén de su exención de pecado desde que le fue infundida el alma (que, como se sabe, ocurre en el mismo momento de la concepción). A partir de ahí, lo de la Inmaculada Concepción fue convirtiéndose en creencia firme de los cristianos y repetido, con distintas variantes y distinto grado de lirismo, en múltiples loas y oraciones a María. No obstante, el tema distaba de estar cerrado y durante la Edad Media fue objeto de encendidas discusiones entre los escolásticos. El propio Santo Tomás, pese a la tontorronería que le imputa Lansky, defendió que la Virgen fue concebida con pecado original (su argumentación no deja de tener su coherencia lógico-formal) y que eso no sólo no disminuye la dignidad de Cristo, sino que la engrandece pues fue ella la primera a la que, con su encarnación, liberó de dicha mancha. Sin embargo, hacia el siglo XIV, la mayoría de los posicionamientos teológicos eran favorables a la tesis inmaculista y de hecho fue prácticamente asumida universalmente entre los católicos sin generar ya nuevos debates. Hacia mediados del XIX las amenazas a la Iglesia no provenían ya de herejes al viejo estilo, sino del odiado racionalismo materialista; parece que con la proclamación del dogma (en la bula Ineffabilis Deus), Pío IX pretendía, según el consejo de uno de sus cardenales, “restablecer el sentido de las verdades cristianas y retraer las inteligencias de las sendas del naturalismo en las que se pierden”. Curiosa la solución para ese objetivo, pero debía estar convencido ese Papa de que tal era el método, porque pocos años después lo empleó profusamente en el Concilio Vaticano I, tan fértil en producción dogmática. Bueno, me he desviado un largo trecho del relato, pero antes de volver a la senda correcta no me resisto a referir que años antes del dogma la citada Ana Catalina Emmerick vio “a la pequeña María creciendo en el espacio luminoso, debajo del corazón de Santa Ana” y se sintió “penetrada de la íntima convicción de la ausencia absoluta de toda mancha original en la concepción de María”.
Pues eso que María era un bebé sano y hermosísimo, y además, a medida que crecía, demostraba inteligencia y bondad extraordinarias (digo yo, que probablemente la causa de tanta precocidad algo tenga que ver con la ausencia del pecado original que a los demás tiene que lastrarnos el desarrollo). Cuando cumplió seis meses, Ana la puso de pie en el suelo y la niña avanzó siete pasos hacia adelante y luego de vuelta para saltar a los brazos de su madre, todo sin ningún traspiés. Ya convencidos del altísimo destino que le esperaba, los esposos decidieron construir un santuario en la casa en el que alojar a la niña hasta que llegara el momento de entregarla al Templo, y allí crecía sorprendiendo cada jornada a propios y extraños con sus prodigiosos dones. Cuando cumplió un año, Joaquín invitó a los más nobles israelitas de Jerusalén a un gran convite y los sacerdotes bendijeron a la niña, pidiéndole a Dios que le diera un nombre que se repitiera siglos y siglos a través de las generaciones (y se ha cumplido la bendición, la cual, por cierto, sobraba, que ya el ángel había profetizado poco más o menos lo mismo). Al cumplir los dos años, el padre propuso entregarla ya al Templo, pero Ana dijo que mejor esperar un añito más, a fin de que la niña no los echase en falta. ¿Qué no los echase en falta? Más bien sería al revés, digo yo, opinión que se me confirma cuando el evangelio armenio cuenta que por esas fechas Ana volvió a quedar encinta (este embarazo ya no se considera milagroso) y parió otra niña de la que dijo que, como María iba a ser del Señor, ésta sería de los padres. Pasaron los meses y fue el tercer aniversario de la primogénita, y con ella fueron los orgullosos papás al Templo, desfilando por las calles de la capital hebrea flanqueados por las hija vírgenes de los vecinos más honorables, cada una portando una lámpara de aceite encendida de modo que la niña no viera nada más que la luz y no volviera la vista hacia atrás. De esta guisa subieron las escalinatas principales y fueron recibidos por el Gran Sacerdote, quien tomó a la niña de los brazos de su madre y la besó y la bendijo, porque ya todos sabían que María había sido glorificada por Dios y que de ella había de venir la redención del pueblo de Israel. Sosteniéndola con sumo respeto, la llevó hasta la tercera grada del tabernáculo y allí la depositó. Entonces se iluminó la estancia con un luz de maravilloso resplandor y se oyeron voces de ángeles entonando cantos melodiosos, y la niña se alzó y bailó levemente sobre sus gráciles piececitos a la vez que declamaba plegarias en honor a Yaveh. Todos se admiraron del prodigio y corrió la voz por todo Jerusalén. Joaquín y Ana, henchidos de gozo, abandonaron el Templo. Un año después, según el evangelio armenio, morirían ambos cónyuges, pero yerra, porque la beata de Emmerick vio a Santa Ana en la gruta de Belén, sosteniendo embelesada a su nieto, prodigándole tiernas caricias de abuela y, a la vez, llorando de fervorosa emoción. Así pues, sólo falleció Joaquín y Ana volvió a casarse con un tal Cleofás del que engendraría otra hija a la que también llamó María (muchas Marías pueblan los evangelios; pareciera a propósito para confundir al lector) quien, a su vez, sería madre de tres de los apóstoles: Santiago el Menor, Judas Tadeo y Simón el Zelote, a los que Jesús llama hermanos (aunque en realidad eran primos o medio primos). En fin, que a la muerte de su padre, la pequeña, hondamente afligida, guardó devotamente el luto de treinta días.
Si desde que entró en el Templo María ya asombraba a todos con sus extremadas gracias, éstas no cesaron de crecer mientras permaneció en la casa del Señor. Día a día agrandaba su sabiduría y su piedad. Nos cuenta el pseudo-Mateo que “se había impuesto la regla siguiente: desde el amanecer hasta la hora de tercia, permanecía en oración; desde la hora de tercia hasta la de nona, se ocupaba en tejer; a la de nona, volvía a orar, y no dejaba de hacerlo hasta el momento en que el ángel del Señor se le aparecía, y recibía el alimento de sus manos”. Así se iba formando con las demás jóvenes, pero sobresalía entre todas por su extrema perfección, que ninguna mejor que ella en alabar a Dios, conocer su Ley o entonar los cánticos de David; ninguna vivía con tanta perfección la caridad, la constancia, la humildad y cualquiera de las más preciadas virtudes. Y así pasó el tiempo hasta que se acercó el momento en que había de venirle la primera sangre y los sacerdotes se reunieron a decidir qué habrían de hacer con ella para que no mancillase el santuario. Naturalmente, había que elegirle un marido, difícil tarea, pues tendría que ser alguien digno de tan excelsa doncella. Uno de los sacerdotes convenció a los demás, ofreciendo una verdadera fortuna, de que el agraciado fuera su hijo, pero al irle a la chica con la propuesta, María se negó en redondo pues había decidido permanecer siempre virgen para agradar a Dios. Menudo problema, pues la Ley establecía que las vírgenes del Templo lo abandonasen al llegar a la edad núbil, yéndose al nuevo domicilio conyugal o devuelta a la custodia de su padre. En esas andaban, sin saber qué hacer mientras pasaban los meses y la chica ahí seguía con catorce años cumplidos, cuando murió el Sumo Sacerdote y consultado Yaveh (o sea, echado a suertes) resultó que eligió como sucesor a Zacarías, el marido de Isabel, que era pariente de Ana, aunque las “fuentes” discrepan si prima o sobrina, y es tarea vana intentar desenredar tanto barullo familiar del que provienen una muy grande parte de los protagonistas de los evangelios. La cosa es que Zacarías, ya de avanzada edad, también era infecundo y esa situación causaba grave enojo a sus colegas y más de uno murmuraba que si la elección la habían trucado, que si Dios se había distraído, y otras palabras similares, eso sí a sotto voce, pues rayaban la blasfemia. Para no alargarme demasiado, eludo contar ahora cómo todas las dudas quedaron disipadas y la legitimidad de Zacarías reafirmada gracias a la correspondiente intervención del Señor que, nuevamente (la verdad es que el estilo de Yaveh en materia de fecundaciones milagrosas es bastante repetitivo), anunció la preñez de Isabel del futuro Juan Bautista. Lo que nos interesa es que seguía pasando el tiempo sin que ninguna decisión se hubiese adoptado sobre la santísima Virgen que ya rondaba los quince años, una bellísima adolescente que no debía seguir viviendo en el Templo. Instaron pues los sacerdotes a Zacarías para que pusiera fin a lo que empezaba a ser piedra de escándalo. Así que el sumo Sacerdote vistió el traje de doce campanillas, se recogió a solas en el altar y quemó incienso mientras recitaba sus plegarias al Señor para que le dictase su voluntad. Entonces se apareció el consabido ángel con las pertinentes instrucciones: convoca a todos los viudos de la tribu de Judá y que cada uno venga con una vara (imagino, aunque nada se nos dice, que se trataría de una rama de olivo) que colocarán ante el Tabernáculo; luego ofrecerás un sacrificio a Yaveh (la habitual matanza ritual de un cordero, supongo) y devolverás cada vara a su dueño; aquélla en la que Dios obre un prodigio será la del elegido para marido y guardián de María.
Y así se hizo, que a toda prisa se circuló el aviso y el día señalado ahí estaban los viudos, uno de ellos José, hombre ya de pelo blanco y con hijos mayores, carpintero en Nazaret, villa galilea, a unos 150 kilómetros al norte de la capital. José era natural de Belén, descendiente directo del rey David, pero había abandonado muy joven el hogar paterno. La Beata Ana Catalina nos cuenta que ni sus padres ni hermanos le tenían mucho aprecio, quizá porque lo consideraban un bicho raro, callado y estudioso, siempre orando y cuando no, aprendiendo oficios manuales cuando podía aspirar a un destino más prominente. Se escapó de su casa hacia los dieciocho y erró durante años hacia el norte hasta establecerse en Belén. Nada he averiguado sobre su primer matrimonio ni sobre sus hijos (la Emmerick nos dice que siempre había sido célibe, pero me temo que esa visión se le desenfocó), pero hemos de pensar que, para esas fechas, vivía solo y sin lazos familiares. Tampoco tenía ningún deseo de volver a casarse, se consideraba demasiado mayor para recibir nueva mujer y mucho menos una que era poco más que una niña, con tanta fama de santidad. Pero era un judío religioso y obediente, así que viajó hasta Jerusalén y se sumó al grupo de aspirantes, cada uno con su vara, la suya muy pequeñita para que pasara inadvertida. Celebró pues Zacarías el sacrificio con las varas dispuestas bajo el fuego del altar y, acabadas sus oraciones, las devolvió a cada viudo (me pregunto cómo las habrían identificado previamente). Ahí estaban todos, pasmados y expectantes, pero ningún prodigio se obraba. También estaban observando la escena los ángeles de Dios desde el cielo y fue uno de ellos el que se percató de que Zacarías, a causa de la cortedad de su vista, había olvidado la minúscula ramita de José en el Tabernáculo, así que se precipitó en picado hasta el sacerdote para advertirle al oído de su error, y el futuro padre del Bautista, con voz tronante en la que se notaba la irritación que le causaba su error, gritó que quedaba una vara y que el dueño fuera raudo a recogerla. Rojo como un tomate, entre las risitas contenidas de los otros viudos, burlonas de ese anciano apocado, José se acercó al altar y tomó la vara y, nada más alzarla, de su extremo surgió una paloma, blanca como la nieve y de la más resplandeciente belleza, que voló en círculos majestuosos en el interior del Templo y al fin se perdió en lo alto, en dirección al cielo. Imagínense las exclamaciones de admiración, el sobrecogimiento de los presentes, el asombro asustado del propio José. Pasado el rato de estupor todos felicitaron al carpintero y Zacarías, con porte solemne, se le acercó y le dijo: Has sido designado por el Altísimo para tomar bajo tu guarda a la santa Virgen. José se resistió: soy viejo, con una familia numerosa de hijos ya casados, dijo, y me dais una niña por esposa; no me violentéis, no me convirtáis en la irrisión de mis amigos y conocidos. Pero Zacarías y todos los sacerdotes se mostraron inflexibles: es la voluntad de nuestro Dios, no oses desobedecerla pues terribles penas habrían de afligirte si lo hicieras; tómala con nuestra bendición y guárdala con respeto y santidad (o sea, que la conservara virgen), que sabemos que eres justo y respetuoso de la Ley. Vamos, que durante un rato hubo su tira y afloja pero, como no podía ser de otro modo, al fin cedió José y, postrernándose ante los sacerdotes, acató la decisión divina. Entonces alguien iría a buscar a María, si es que no estaba ahí desde antes contemplando en silencio la ceremonia, y se la entregaron. Después de doce años salía la Virgen del Templo.
Nació pues María del vientre de Ana y, aunque ni siquiera sus padres lo supieran, era la primera mujer después de Eva que venía a este mundo sin pecado. Tampoco hablan de la inmaculada concepción los apócrifos a quienes probablemente este asunto les traía al fresco. Realmente, lo que desde 1854 es un dogma para los católicos (no así entre los protestantes), se fue forjando como una consecuencia lógica de las reflexiones de los Padres de la Iglesia sobre el plan divino de la salvación de la especie humana a través de Cristo. El argumento es sencillo: si Jesús era Dios encarnado, el vientre en el que había de producirse su “humanización” tenía que ser de alguien libre de todo pecado, incluyendo el que nos legó la puñetera manzana prohibida. De todas formas, si bien los primeros Padres se hartaron de cantar loas a la pureza y santidad de María, no terminaron de concluir que había sido concebida sin pecado original. Como es frecuente en la historia del cristianismo, a la afirmación tajante se llegó como reacción frente a doctrinas molestas que acabarán siendo declaradas heréticas. En este caso, de un lado en Oriente un tal Nestorio que llegó a Patriarca de Alejandría, en el marco de los apasionados debates (pre)bizantinos sobre si lo humano y lo divino eran una o dos naturalezas en Cristo, sostuvo hacia principios del siglo V que llamar a María “madre de Dios” era una blasfemia. Más o menos por la misma época, un monje británico (quizá irlandés) llamado Pelagio, que se había instalado en Roma hasta que Alarico saqueó la ciudad, se atrevió a negar el pecado original. Este audaz planteamiento no fue muy combatido al principio, pero en pocos años los principales teólogos de la época, con San Agustín a la cabeza, se dieron cuenta de que suprimir el pecado original tambalearía demasiados pilares del cristianismo, empezando por la pertinencia de la propia Redención (algo que, entre paréntesis, siempre me ha parecido un poco rebuscado, pues qué necesidad tenía Dios de encarnar a su Hijo y enviarlo a la muerte para quitarnos la mácula que traemos de marca en nuestras almas; con el agravante, además, de que tampoco es que se nos quite, sino que para ello han de bautizarnos). En fin, a lo que vamos, que si no había pecado original, no María sino todos éramos inmaculadamente concebidos. Así, las reacciones oficiales al nestorianismo y al pelagianismo se resolvieron, en lo que a la Virgen se refiere, reafirmando la idea de su maternidad divina amén de su exención de pecado desde que le fue infundida el alma (que, como se sabe, ocurre en el mismo momento de la concepción). A partir de ahí, lo de la Inmaculada Concepción fue convirtiéndose en creencia firme de los cristianos y repetido, con distintas variantes y distinto grado de lirismo, en múltiples loas y oraciones a María. No obstante, el tema distaba de estar cerrado y durante la Edad Media fue objeto de encendidas discusiones entre los escolásticos. El propio Santo Tomás, pese a la tontorronería que le imputa Lansky, defendió que la Virgen fue concebida con pecado original (su argumentación no deja de tener su coherencia lógico-formal) y que eso no sólo no disminuye la dignidad de Cristo, sino que la engrandece pues fue ella la primera a la que, con su encarnación, liberó de dicha mancha. Sin embargo, hacia el siglo XIV, la mayoría de los posicionamientos teológicos eran favorables a la tesis inmaculista y de hecho fue prácticamente asumida universalmente entre los católicos sin generar ya nuevos debates. Hacia mediados del XIX las amenazas a la Iglesia no provenían ya de herejes al viejo estilo, sino del odiado racionalismo materialista; parece que con la proclamación del dogma (en la bula Ineffabilis Deus), Pío IX pretendía, según el consejo de uno de sus cardenales, “restablecer el sentido de las verdades cristianas y retraer las inteligencias de las sendas del naturalismo en las que se pierden”. Curiosa la solución para ese objetivo, pero debía estar convencido ese Papa de que tal era el método, porque pocos años después lo empleó profusamente en el Concilio Vaticano I, tan fértil en producción dogmática. Bueno, me he desviado un largo trecho del relato, pero antes de volver a la senda correcta no me resisto a referir que años antes del dogma la citada Ana Catalina Emmerick vio “a la pequeña María creciendo en el espacio luminoso, debajo del corazón de Santa Ana” y se sintió “penetrada de la íntima convicción de la ausencia absoluta de toda mancha original en la concepción de María”.
Pues eso que María era un bebé sano y hermosísimo, y además, a medida que crecía, demostraba inteligencia y bondad extraordinarias (digo yo, que probablemente la causa de tanta precocidad algo tenga que ver con la ausencia del pecado original que a los demás tiene que lastrarnos el desarrollo). Cuando cumplió seis meses, Ana la puso de pie en el suelo y la niña avanzó siete pasos hacia adelante y luego de vuelta para saltar a los brazos de su madre, todo sin ningún traspiés. Ya convencidos del altísimo destino que le esperaba, los esposos decidieron construir un santuario en la casa en el que alojar a la niña hasta que llegara el momento de entregarla al Templo, y allí crecía sorprendiendo cada jornada a propios y extraños con sus prodigiosos dones. Cuando cumplió un año, Joaquín invitó a los más nobles israelitas de Jerusalén a un gran convite y los sacerdotes bendijeron a la niña, pidiéndole a Dios que le diera un nombre que se repitiera siglos y siglos a través de las generaciones (y se ha cumplido la bendición, la cual, por cierto, sobraba, que ya el ángel había profetizado poco más o menos lo mismo). Al cumplir los dos años, el padre propuso entregarla ya al Templo, pero Ana dijo que mejor esperar un añito más, a fin de que la niña no los echase en falta. ¿Qué no los echase en falta? Más bien sería al revés, digo yo, opinión que se me confirma cuando el evangelio armenio cuenta que por esas fechas Ana volvió a quedar encinta (este embarazo ya no se considera milagroso) y parió otra niña de la que dijo que, como María iba a ser del Señor, ésta sería de los padres. Pasaron los meses y fue el tercer aniversario de la primogénita, y con ella fueron los orgullosos papás al Templo, desfilando por las calles de la capital hebrea flanqueados por las hija vírgenes de los vecinos más honorables, cada una portando una lámpara de aceite encendida de modo que la niña no viera nada más que la luz y no volviera la vista hacia atrás. De esta guisa subieron las escalinatas principales y fueron recibidos por el Gran Sacerdote, quien tomó a la niña de los brazos de su madre y la besó y la bendijo, porque ya todos sabían que María había sido glorificada por Dios y que de ella había de venir la redención del pueblo de Israel. Sosteniéndola con sumo respeto, la llevó hasta la tercera grada del tabernáculo y allí la depositó. Entonces se iluminó la estancia con un luz de maravilloso resplandor y se oyeron voces de ángeles entonando cantos melodiosos, y la niña se alzó y bailó levemente sobre sus gráciles piececitos a la vez que declamaba plegarias en honor a Yaveh. Todos se admiraron del prodigio y corrió la voz por todo Jerusalén. Joaquín y Ana, henchidos de gozo, abandonaron el Templo. Un año después, según el evangelio armenio, morirían ambos cónyuges, pero yerra, porque la beata de Emmerick vio a Santa Ana en la gruta de Belén, sosteniendo embelesada a su nieto, prodigándole tiernas caricias de abuela y, a la vez, llorando de fervorosa emoción. Así pues, sólo falleció Joaquín y Ana volvió a casarse con un tal Cleofás del que engendraría otra hija a la que también llamó María (muchas Marías pueblan los evangelios; pareciera a propósito para confundir al lector) quien, a su vez, sería madre de tres de los apóstoles: Santiago el Menor, Judas Tadeo y Simón el Zelote, a los que Jesús llama hermanos (aunque en realidad eran primos o medio primos). En fin, que a la muerte de su padre, la pequeña, hondamente afligida, guardó devotamente el luto de treinta días.
Si desde que entró en el Templo María ya asombraba a todos con sus extremadas gracias, éstas no cesaron de crecer mientras permaneció en la casa del Señor. Día a día agrandaba su sabiduría y su piedad. Nos cuenta el pseudo-Mateo que “se había impuesto la regla siguiente: desde el amanecer hasta la hora de tercia, permanecía en oración; desde la hora de tercia hasta la de nona, se ocupaba en tejer; a la de nona, volvía a orar, y no dejaba de hacerlo hasta el momento en que el ángel del Señor se le aparecía, y recibía el alimento de sus manos”. Así se iba formando con las demás jóvenes, pero sobresalía entre todas por su extrema perfección, que ninguna mejor que ella en alabar a Dios, conocer su Ley o entonar los cánticos de David; ninguna vivía con tanta perfección la caridad, la constancia, la humildad y cualquiera de las más preciadas virtudes. Y así pasó el tiempo hasta que se acercó el momento en que había de venirle la primera sangre y los sacerdotes se reunieron a decidir qué habrían de hacer con ella para que no mancillase el santuario. Naturalmente, había que elegirle un marido, difícil tarea, pues tendría que ser alguien digno de tan excelsa doncella. Uno de los sacerdotes convenció a los demás, ofreciendo una verdadera fortuna, de que el agraciado fuera su hijo, pero al irle a la chica con la propuesta, María se negó en redondo pues había decidido permanecer siempre virgen para agradar a Dios. Menudo problema, pues la Ley establecía que las vírgenes del Templo lo abandonasen al llegar a la edad núbil, yéndose al nuevo domicilio conyugal o devuelta a la custodia de su padre. En esas andaban, sin saber qué hacer mientras pasaban los meses y la chica ahí seguía con catorce años cumplidos, cuando murió el Sumo Sacerdote y consultado Yaveh (o sea, echado a suertes) resultó que eligió como sucesor a Zacarías, el marido de Isabel, que era pariente de Ana, aunque las “fuentes” discrepan si prima o sobrina, y es tarea vana intentar desenredar tanto barullo familiar del que provienen una muy grande parte de los protagonistas de los evangelios. La cosa es que Zacarías, ya de avanzada edad, también era infecundo y esa situación causaba grave enojo a sus colegas y más de uno murmuraba que si la elección la habían trucado, que si Dios se había distraído, y otras palabras similares, eso sí a sotto voce, pues rayaban la blasfemia. Para no alargarme demasiado, eludo contar ahora cómo todas las dudas quedaron disipadas y la legitimidad de Zacarías reafirmada gracias a la correspondiente intervención del Señor que, nuevamente (la verdad es que el estilo de Yaveh en materia de fecundaciones milagrosas es bastante repetitivo), anunció la preñez de Isabel del futuro Juan Bautista. Lo que nos interesa es que seguía pasando el tiempo sin que ninguna decisión se hubiese adoptado sobre la santísima Virgen que ya rondaba los quince años, una bellísima adolescente que no debía seguir viviendo en el Templo. Instaron pues los sacerdotes a Zacarías para que pusiera fin a lo que empezaba a ser piedra de escándalo. Así que el sumo Sacerdote vistió el traje de doce campanillas, se recogió a solas en el altar y quemó incienso mientras recitaba sus plegarias al Señor para que le dictase su voluntad. Entonces se apareció el consabido ángel con las pertinentes instrucciones: convoca a todos los viudos de la tribu de Judá y que cada uno venga con una vara (imagino, aunque nada se nos dice, que se trataría de una rama de olivo) que colocarán ante el Tabernáculo; luego ofrecerás un sacrificio a Yaveh (la habitual matanza ritual de un cordero, supongo) y devolverás cada vara a su dueño; aquélla en la que Dios obre un prodigio será la del elegido para marido y guardián de María.
Y así se hizo, que a toda prisa se circuló el aviso y el día señalado ahí estaban los viudos, uno de ellos José, hombre ya de pelo blanco y con hijos mayores, carpintero en Nazaret, villa galilea, a unos 150 kilómetros al norte de la capital. José era natural de Belén, descendiente directo del rey David, pero había abandonado muy joven el hogar paterno. La Beata Ana Catalina nos cuenta que ni sus padres ni hermanos le tenían mucho aprecio, quizá porque lo consideraban un bicho raro, callado y estudioso, siempre orando y cuando no, aprendiendo oficios manuales cuando podía aspirar a un destino más prominente. Se escapó de su casa hacia los dieciocho y erró durante años hacia el norte hasta establecerse en Belén. Nada he averiguado sobre su primer matrimonio ni sobre sus hijos (la Emmerick nos dice que siempre había sido célibe, pero me temo que esa visión se le desenfocó), pero hemos de pensar que, para esas fechas, vivía solo y sin lazos familiares. Tampoco tenía ningún deseo de volver a casarse, se consideraba demasiado mayor para recibir nueva mujer y mucho menos una que era poco más que una niña, con tanta fama de santidad. Pero era un judío religioso y obediente, así que viajó hasta Jerusalén y se sumó al grupo de aspirantes, cada uno con su vara, la suya muy pequeñita para que pasara inadvertida. Celebró pues Zacarías el sacrificio con las varas dispuestas bajo el fuego del altar y, acabadas sus oraciones, las devolvió a cada viudo (me pregunto cómo las habrían identificado previamente). Ahí estaban todos, pasmados y expectantes, pero ningún prodigio se obraba. También estaban observando la escena los ángeles de Dios desde el cielo y fue uno de ellos el que se percató de que Zacarías, a causa de la cortedad de su vista, había olvidado la minúscula ramita de José en el Tabernáculo, así que se precipitó en picado hasta el sacerdote para advertirle al oído de su error, y el futuro padre del Bautista, con voz tronante en la que se notaba la irritación que le causaba su error, gritó que quedaba una vara y que el dueño fuera raudo a recogerla. Rojo como un tomate, entre las risitas contenidas de los otros viudos, burlonas de ese anciano apocado, José se acercó al altar y tomó la vara y, nada más alzarla, de su extremo surgió una paloma, blanca como la nieve y de la más resplandeciente belleza, que voló en círculos majestuosos en el interior del Templo y al fin se perdió en lo alto, en dirección al cielo. Imagínense las exclamaciones de admiración, el sobrecogimiento de los presentes, el asombro asustado del propio José. Pasado el rato de estupor todos felicitaron al carpintero y Zacarías, con porte solemne, se le acercó y le dijo: Has sido designado por el Altísimo para tomar bajo tu guarda a la santa Virgen. José se resistió: soy viejo, con una familia numerosa de hijos ya casados, dijo, y me dais una niña por esposa; no me violentéis, no me convirtáis en la irrisión de mis amigos y conocidos. Pero Zacarías y todos los sacerdotes se mostraron inflexibles: es la voluntad de nuestro Dios, no oses desobedecerla pues terribles penas habrían de afligirte si lo hicieras; tómala con nuestra bendición y guárdala con respeto y santidad (o sea, que la conservara virgen), que sabemos que eres justo y respetuoso de la Ley. Vamos, que durante un rato hubo su tira y afloja pero, como no podía ser de otro modo, al fin cedió José y, postrernándose ante los sacerdotes, acató la decisión divina. Entonces alguien iría a buscar a María, si es que no estaba ahí desde antes contemplando en silencio la ceremonia, y se la entregaron. Después de doce años salía la Virgen del Templo.
Mary had a little lamb - Stevie Ray Vaughan (Live at Montreux, 1985)
Pero, a ver:
ResponderEliminar¿No que las mujeres no tenían alma entonces? ¿Cuándo la consiguieron?
Actualmente hay muchas que ya la tienen, (Casi mejor evito decir que unas pocas siguen siendo unas desalmadas. Pero si están de buen ver tampoco se les hacen ascos.)
Buena pregunta, Grillo, porque, en efecto, suele decirse que hasta tiempos relativamente recientes (hasta el Concilio de Trento, en concreto), la Iglesia consideraba que las mujeres no tenían alma. Se trata de un bulo que ha tenido considerable éxito, en especial a partir de la Ilustración y de la proliferación de posiciones antieclesiales. En épocas cercanas, fue retomado por las feministas para remachar la opresión de su sexo, también por una de las instituciones más representativas de la cultura occidental, toda ella descaradamente machista. Pero no es verdad, la Iglesia nunca ha dicho que la mujer no tuviera alma ni tampoco, lógicamente, ha necesitado nunca declarar que la tenía. Las discusiones sobre la inmaculada concepción de María dejan claro que los teólogos siempre dieron por sentado que la mujer tenía alma, lo que en la lógica cristiana, se desprende del Génesis, cuando dice "en el principio, creó Dios al hombre, y los creó macho y hembra" y Dios dio alma al hombre (entendido en su acepción de especie humana) no a un sexo sí y a otro no. Además, si se hubiera pensado que las mujeres carecían de alma (siendo, por tanto, equivalentes a las bestias), ¿cómo habrían podido administrarles los sacramentos?
ResponderEliminarPor si te interesa, te enlazo una web que lo explica mejor que yo: http://www.absurdistan.eu/ruedas.htm.
Y, por cierto, feliz año (que me habría gustado desearoslo en persona este sábado).
Hay otra interpretación: las vígenes del templo, que se entregan bajo la custodia de un ancianno respetado y respetable con el que establecían un matrimonio 'blanco', como dicen los franceses, o sea, sin consumar (Cf.- La Rama dorada de Frazer)
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