España es tierra de envidiosos de la más miserable calaña, de esos que sin el más mínimo pudor halagan a los poderosos para volcar contra él la más cruel inquina en cuanto se les antoja debilitado. Hacer leña del árbol caído, tal es la precisa frase hecha en castellano, muy gráfica, más que, por ejemplo, la equivalente inglesa (a fallen man is everybody's prey): todos los españoles en un bosque, pasando respetuosos ante los troncos más gruesos y altos, para abalanzarse en tropel sobre cualquiera que vean derribado, blandiendo frenéticamente afiladas hachas. Cuánto disfrutamos en esa ordalía desahogando nuestro rencor cobarde, y mucho más si el árbol caído no fue siempre de tanta envergadura. En estos días el último árbol caído (o al menos tambaleante) se llama Iñaki Urdangarín.
Al excelentísimo Duque de Palma se le acusa de estar embrollado en negocios turbios, de haberse apropiado ilícitamente de fondos públicos. Prevaricación, malversación de fondos, fraude a la administración y evasión fiscal, pero, al margen de la tipificación precisa de los delitos (que en el fondo a ningún leñador le interesa), lo que se repite hasta la saciedad es que el marido de la Infanta Cristina se ha aprovechado de su vinculación con la Casa Real para forrarse sin dar ni chapa a costa del dinero de todos. Y eso cuando lo único que ha hecho Iñaki, un muchacho excelente, bonachón y magnífico deportista, es ponerse al servicio de la promoción de los intereses públicos, aportar su grano de arena para que la imagen internacional de las Baleares o de Valencia creciera en prestigio, con las incuestionables ventajas que supone para el bienestar de sus ciudadanos.
Malintencionadamente parecemos olvidar lo duro y sacrificado que es pertenecer a la Casa Real. Piénsese por un momento en ese chaval de veintiocho años que en los Juegos Olímpicos de Atlanta se enamora nada menos que de la hija del Rey y por amor (cuánto tiene que haber) está dispuesto a convertir su vida en una continua dedicación a los intereses de sus compatriotas, renunciando inevitablemente a todas las aspiraciones privadas que, como cualquiera de nosotros, pudiera tener. Tuvo desde luego el mejor modelo y guía en la persona de su suegro, pues difícilmente puede señalarse otra figura pública con tan altas responsabilidades y prerrogativas que haya demostrado mayor capacidad de servicio, una conducta más ejemplar en lo que se refiere a relegar hasta límites ascéticos cualquier apetencia personal para dedicar todos sus desvelos y esfuerzos al bienestar de sus súbditos. Sólo después de haber reflexionado serenamente sobre estos aspectos podemos empezar a entender y valorar el temple humano (aunque mejor merecería ser adjetivado de heroico) que atesora Urdangarín. Pero, miserables como somos, de esto no se dice nada.
No es concebible para nadie con dos dedos de frente que Iñaki haya albergado jamás la más mínima intención de enriquecerse y muchísimo menos a costa del erario público. Sus antecedentes como deportista de élite y, por ende, uno de los máximos embajadores del orgullo patrio (tampoco nos acordamos ya de que fue uno de los principales artífices del encumbramiento del balonmano español) junto a su situación conyugal, lo convertían necesariamente en un activo valiosísimo para la promoción de los intereses públicos en el ámbito de la promoción deportiva. Dicho crudamente, era un eficaz instrumento que debía emplearse por el bien común. Eso el propio Iñaki lo sabía y lo asumía, no resignadamente, pese al sacrificio que conlleva, sino desde la modesta y alegre voluntad de ser útil y, consciente del papel que le tocaba, decidió prepararse rigurosamente (hasta un difícil master) y fundar una organización sin ánimo de lucro que sirviese de vehículo eficaz para sus altruistas fines. Ahora bien, hay que reconocer que el duque pecó de ingenuidad, excusable en un joven bienintencionado, porque no todos en quienes confió delegándoles las tareas habituales de cualquier gestión empresarial supieron o quisieron estar a la altura que correspondía. Que ha habido corrupción parece ya más que una sospecha, a la vista de los indicios acumulados durante la instrucción, y que esta sucia ponzoña salpique a Iñaki e incluso a la Infanta (por más que el imputado se esfuerce, sin faltar un ápice a la verdad por otra parte, en dejar claro que Cristina es todavía más ajena que él a las presuntas actividades delictivas) resulta inevitable en este maledicente país nuestro.
Es ahora el momento de la Justicia y esperemos que esta vez sí merezca la mayúscula. Por el momento, hay algunos motivos para preocuparse como, por ejemplo, la descarada falta de respeto del juez instructor de Mallorca que pareciera no darse por satisfecho con las abundantes lagunas de Iñaki durante la maratoniana e inmisericorde declaración a que le ha sometido. Naturalmente que Urdangarín no puede conocer los detalles administrativos y financieros de las movidas de Noos, en qué cabeza cabe tamaño dislate. No era ése su papel, sino simplemente el de propiciador de encuentros, facilitador de contactos, función imprescindible para posibilitar la consecución de los loables fines del bien público. Tal es –de más está decirlo– la función principal de la Monarquía: limar asperezas, fomentar la concordia, ayudar a que fluya la comunicación y el ánimo cooperativo entre los españoles. Y, a su escala y en su ámbito, eso exactamente, ni más ni menos, es lo que ha hecho Urdangarín.
Quiero confiar, repito, en que el proceso judicial en curso acierte a deslindar las verdaderas responsabilidades y culpas en esta trama. En mi opinión, habrá que ser especialmente riguroso en el castigo de quienes se han aprovechado de la bonhomía de Urdangarín, traicionándolo, para sus intereses ruines y egoístas. Pero he de confesar que estoy preocupado porque me doy cuenta, como cualquiera con un mínimo de sentido común, que estamos asistiendo a un nuevo intento de desprestigio de la Corona, de la institución fundamental del Estado. La incuestionable honradez del Rey y su ejemplar trayectoria de servicio a España son rocas demasiado sólidas para que nadie ose atacarla frontalmente. Pero no nos engañemos: Urdangarín no es más que un objetivo menor de una maquiavélica estrategia de acoso a la monarquía y no descarto que, si las cosas se ponen feas, él mismo esté dispuesto a sacrificarse para salvaguardarla, consciente como es de la imprescindible necesidad de la Institución. Por el bien de la Justicia deseo encarecidamente que no se llegue a tales extremos. Y por el bien de este país que no prosperen quienes con estas conspiraciones lo quieren asesinar pero, sobre todo, que nuestros conciudadanos se curen de la generalizada ceguera voluntaria que causa nuestra endémica y miserable envidia y comprendan que, de no hacerlo, nos abocamos a un suicidio colectivo.
Al excelentísimo Duque de Palma se le acusa de estar embrollado en negocios turbios, de haberse apropiado ilícitamente de fondos públicos. Prevaricación, malversación de fondos, fraude a la administración y evasión fiscal, pero, al margen de la tipificación precisa de los delitos (que en el fondo a ningún leñador le interesa), lo que se repite hasta la saciedad es que el marido de la Infanta Cristina se ha aprovechado de su vinculación con la Casa Real para forrarse sin dar ni chapa a costa del dinero de todos. Y eso cuando lo único que ha hecho Iñaki, un muchacho excelente, bonachón y magnífico deportista, es ponerse al servicio de la promoción de los intereses públicos, aportar su grano de arena para que la imagen internacional de las Baleares o de Valencia creciera en prestigio, con las incuestionables ventajas que supone para el bienestar de sus ciudadanos.
Malintencionadamente parecemos olvidar lo duro y sacrificado que es pertenecer a la Casa Real. Piénsese por un momento en ese chaval de veintiocho años que en los Juegos Olímpicos de Atlanta se enamora nada menos que de la hija del Rey y por amor (cuánto tiene que haber) está dispuesto a convertir su vida en una continua dedicación a los intereses de sus compatriotas, renunciando inevitablemente a todas las aspiraciones privadas que, como cualquiera de nosotros, pudiera tener. Tuvo desde luego el mejor modelo y guía en la persona de su suegro, pues difícilmente puede señalarse otra figura pública con tan altas responsabilidades y prerrogativas que haya demostrado mayor capacidad de servicio, una conducta más ejemplar en lo que se refiere a relegar hasta límites ascéticos cualquier apetencia personal para dedicar todos sus desvelos y esfuerzos al bienestar de sus súbditos. Sólo después de haber reflexionado serenamente sobre estos aspectos podemos empezar a entender y valorar el temple humano (aunque mejor merecería ser adjetivado de heroico) que atesora Urdangarín. Pero, miserables como somos, de esto no se dice nada.
No es concebible para nadie con dos dedos de frente que Iñaki haya albergado jamás la más mínima intención de enriquecerse y muchísimo menos a costa del erario público. Sus antecedentes como deportista de élite y, por ende, uno de los máximos embajadores del orgullo patrio (tampoco nos acordamos ya de que fue uno de los principales artífices del encumbramiento del balonmano español) junto a su situación conyugal, lo convertían necesariamente en un activo valiosísimo para la promoción de los intereses públicos en el ámbito de la promoción deportiva. Dicho crudamente, era un eficaz instrumento que debía emplearse por el bien común. Eso el propio Iñaki lo sabía y lo asumía, no resignadamente, pese al sacrificio que conlleva, sino desde la modesta y alegre voluntad de ser útil y, consciente del papel que le tocaba, decidió prepararse rigurosamente (hasta un difícil master) y fundar una organización sin ánimo de lucro que sirviese de vehículo eficaz para sus altruistas fines. Ahora bien, hay que reconocer que el duque pecó de ingenuidad, excusable en un joven bienintencionado, porque no todos en quienes confió delegándoles las tareas habituales de cualquier gestión empresarial supieron o quisieron estar a la altura que correspondía. Que ha habido corrupción parece ya más que una sospecha, a la vista de los indicios acumulados durante la instrucción, y que esta sucia ponzoña salpique a Iñaki e incluso a la Infanta (por más que el imputado se esfuerce, sin faltar un ápice a la verdad por otra parte, en dejar claro que Cristina es todavía más ajena que él a las presuntas actividades delictivas) resulta inevitable en este maledicente país nuestro.
Es ahora el momento de la Justicia y esperemos que esta vez sí merezca la mayúscula. Por el momento, hay algunos motivos para preocuparse como, por ejemplo, la descarada falta de respeto del juez instructor de Mallorca que pareciera no darse por satisfecho con las abundantes lagunas de Iñaki durante la maratoniana e inmisericorde declaración a que le ha sometido. Naturalmente que Urdangarín no puede conocer los detalles administrativos y financieros de las movidas de Noos, en qué cabeza cabe tamaño dislate. No era ése su papel, sino simplemente el de propiciador de encuentros, facilitador de contactos, función imprescindible para posibilitar la consecución de los loables fines del bien público. Tal es –de más está decirlo– la función principal de la Monarquía: limar asperezas, fomentar la concordia, ayudar a que fluya la comunicación y el ánimo cooperativo entre los españoles. Y, a su escala y en su ámbito, eso exactamente, ni más ni menos, es lo que ha hecho Urdangarín.
Quiero confiar, repito, en que el proceso judicial en curso acierte a deslindar las verdaderas responsabilidades y culpas en esta trama. En mi opinión, habrá que ser especialmente riguroso en el castigo de quienes se han aprovechado de la bonhomía de Urdangarín, traicionándolo, para sus intereses ruines y egoístas. Pero he de confesar que estoy preocupado porque me doy cuenta, como cualquiera con un mínimo de sentido común, que estamos asistiendo a un nuevo intento de desprestigio de la Corona, de la institución fundamental del Estado. La incuestionable honradez del Rey y su ejemplar trayectoria de servicio a España son rocas demasiado sólidas para que nadie ose atacarla frontalmente. Pero no nos engañemos: Urdangarín no es más que un objetivo menor de una maquiavélica estrategia de acoso a la monarquía y no descarto que, si las cosas se ponen feas, él mismo esté dispuesto a sacrificarse para salvaguardarla, consciente como es de la imprescindible necesidad de la Institución. Por el bien de la Justicia deseo encarecidamente que no se llegue a tales extremos. Y por el bien de este país que no prosperen quienes con estas conspiraciones lo quieren asesinar pero, sobre todo, que nuestros conciudadanos se curen de la generalizada ceguera voluntaria que causa nuestra endémica y miserable envidia y comprendan que, de no hacerlo, nos abocamos a un suicidio colectivo.
Banana Republic - Lucio Dalla & Francesco de Gregori (Banana Republic, 1979)
Menos mal que, pese a dicha estrategia maquiavélica y despreciable, para muchos españoles el merecido prestigio de la Casa Real sigue intacto…
ResponderEliminarSólo se ha tomado en serio su papel de duque, siquiera consorte, ¿o es que el de Alba original no saqueó y robó lo que pudo para grandeza de su casa?, cuando a los niños de Flandes se les decía que comieran porque venía el duque y las vecinas se aconsejaban: "guarda las gallinas que vienen los de Alba"
ResponderEliminar(Ahora en serio: pese a todo, ¿qué coño hacen los que aguardan para abuchearle?, cómo detesto esas espontáneas masas linchadoras que claman venganza por la niña violada o el presupuesto saqueado, tanto da)
Comentario de mi tía abuela que transcribo y suscribo de pe a pa:
ResponderEliminar" es tan buen mozo como ladrón, como todos, vaya"
(la plantaron en el altar,es la solterona d ela familia)
Coincido con lo que opina Lansky en el paréntesis de su primer comentario.
ResponderEliminarEn cuanto a la buena planta del Duque, espero por su bien que, de acabar en el talego, esa buena planta no sea del agrado de algun embrutecido companero de celda.
Jaaaa, Miroslav, te arriesgas a que publiquen tu artículo en el ABC.
ResponderEliminar¡Jo tío! La verdad es que no lo había visto de esta forma.
ResponderEliminarMe voy a rezar tres rosarios en penitencia.