A Vanbrugh, con afecto, a ver si consigo que me comente desde su casa
Lo de que te aten a un dispensador de suero y te confinen a 15 m2 (baño incluido) es, de algún modo, como si te sacaran de la cinta móvil que, a toda velocidad, desplaza cotidianamente tu cuerpo y tu propia vida, si es que tu vida es otra cosa que, justamente, esa cinta, ese movimiento encauzado en sentido único que, como todos los ríos, van a dar a la mar que es el morir. La metáfora de la cinta transportadora, asociada a la imagen de las que se empleaban en los inicios de la producción fabril fordista, es de mi cosecha. Quiero decir, no que nadie antes que yo la haya usado (ridícula idea), sino que se me ocurrió a mi solito, no la leí en ningún lado (por más que sean obvias sus referencias manriquianas, más cuando las Coplas de don Jorge son uno de esos no demasiados elementos fundamentales de mi historia íntima). Puedo asegurar mi autoría porque soy capaz de dejar constancia con casi absoluta exactitud del cuándo, dónde, cómo y porqué de la ocurrencia. El cuándo, minutos después de una medianoche de principios de marzo de 1988. El dónde, en el interior de mi coche de entonces, un opel corsa 1000, ascendiendo por la hipercurvosa carretera que une Los Gigantes con Tamaimo, en el extremo oeste de Tenerife. El cómo, en estado de conmoción emocional, al sorprenderme exaltadamente enamorado de una chiquilla de dieciocho años (yo tenía diez más), a la que llevaba a su casa después de haber cenado con ella hacía un rato y después, hacía sólo unos instantes, de haber tenido que aparcar el coche en el apartadero de una curva para abalanzarnos y fundirnos en un arrebato de besos de ésos que se diría que te juegas la vida. El porqué, o mejor habría de decir el a cuento de qué, fue la vida de Trini, que se me antojó, de pronto, tan absolutamente decidida desde su nacimiento como lo estaba el viejo modelo T en los plannings de la fábrica de Detroit. Nacida en un remoto rincón rural, cuyos modos de vida no habían cambiado mucho desde los cincuenta, lo más que se le había concedido fue poder hacer estudios secundarios (en la lejana y peligrosa La Laguna) y luego un cursillo de secretariado, suficiente para emplearse como administrativa de una empresa constructora (ahí la conocí) y ganarse unas perrillas hasta que el novio de siempre se asentara en el negocio del taxi (le habían dado la licencia apenas hacía un año), terminara de pagar el mercedes llevando guiris desde Los Gigantes al aeropuerto, y entre ambos hubieran juntado lo bastante para, en el solar que les daría la familia, construir con los amigos durante los ratos libres el hogar de la parejita y los futuros y numerosos niños que Trini pariría durante su veintena, mientras engordaba hasta convertirse antes de los cuarenta en la imagen de su madre. Pensé entonces cuan diferentes eran las cartas que nos repartían al nacer y a lo mejor (no me acuerdo) me alegré de la suerte que me había tocado, pues mi vida no estaba amarrada a una cadena de montaje sino abierta a las infinitas posibilidades entre las que mi voluntad libremente eligiera (no creo que fuera tan exageradamente ingenuo, pero quizá). También pensé, claro, que en menudo lío estaba a punto de meterme (y me metí, que sabido es con qué pensamos los hombres) y a modo de autojustificación moral, herencia bastarda de un romanticismo barato y trasnochado, me dije que era mi quijotesco deber salvar a Trini de su cruel destino y ayudarla a escapar de la inexorable cinta transportadora. Y sí, algo debí contribuir a que el futuro de aquella preciosa chiquilla no fuera el que yo creí que estaba escrito, pero también aprendí que las metáforas las carga el diablo. Y heme a mí, más de veinte años después (que se han pasado, eso sí, en un suspiro) recurriendo de nuevo a la cadena de montaje para organizar una intensísima y muy exigente metodología laboral, que me permití frivolizar acompañando las instrucciones procedimentales a las que todos habíamos de sujetarnos con el famosísimo gag de los Tiempos Modernos de Charlot.
O sea, como ya he dicho, que siento, he estado sintiendo durante estos días, como si me hubiesen sacado de la cinta transportadora y quizá porque en dicha cinta vamos muy rígidamente encajados o se mueve demasiado veloz o por cualquier otro motivo, el caso es que no puedes ver otra cosa que lo inmediato, espacial, temporal y hasta circunstancialmente, y además lo que ves casi ni lo ves, en el pleno sentido sensorial de este verbo, pues no se ve de verdad hasta que lo visto se posa en el cerebro, filtrándose y mezclándose con otros posos antiguos a los que colorea y de los cuales recibe, siquiera en parte, sentido y significado. En cambio, cuando estás fuera sí ves, y lo primero que ves es la propia cinta transportadora, el foco acotado a ese tramo en el que hace un momento (unos días) estabas, pero ese tramo enlazado en su conjunto y todo ello en una vista aérea oblicua, como las fotos desde helicóptero, que te descubre el caprichoso diseño del trazado y su inquietante tendido sobre un territorio yermo, un desierto de dunas oscuras, rajado por fracturas geológicas, hacia una de las cuales, algo más adelante (no sabes precisar cuánto más), parece precipitarse mi cinta transportadora, que de repente se me antojan herrumbrosas vías de algún ferrocarril abandonado en los desolados parajes de Arizona o Nuevo México. No se crea que esta visión me entristece que, al contrario, me siento bien, arropado en una reconfortante sensación de paz y, al mismo tiempo –perdóneseme la blasfemia– como si fuese Dios, que es decir que lo entiendes todo al precio de negarte cualquier capacidad de actuación: qué mayor exhibición de omnipotencia. Claro que entender tampoco sea ahora el verbo preciso, no al menos en su acepción cognitivo-racional; quizá baste y convenga mejor repetir ver, esta vez si pleno de sentido. Porque ciertamente veo lo que es, ha sido y hasta habría sido (hablo siempre de mi cinta transportadora), veo pues el ser, mi ser, hecho evidente porque de verdad lo estoy viendo, que no era ver lo que hacemos desde la cinta. Al verlo así, el ser se revela, y esa revelación es la que he llamado entendimiento unas líneas atrás, mas erróneamente, porque entender compete a la razón y esto, sea lo que sea (llamémoslo ver) me parece que más se relaciona con las emociones y ni siquiera con ellas, sino con algún sustrato oscuro, un humus primigenio y húmedo del que éstas brotarían. Son tierras fértiles, abonadas por recuerdos fundidos entre sí, sobre las que es refrescante tenderse, semihundirse en sus texturas de falsas arenas movedizas, adherirse terrones pegajosos como barros medicinales. Es refrescante y divinizador, aunque no pases de convertirte en tu propio y limitado dios personal, pero, ¿acaso no es ya más que suficiente? Aquí, fuera de la cinta, está la arcilla creadora, reproductora y conservadora, la materia de nuestras esencias que, cuando allí, en la cinta, apenas atisbamos fragmentariamente durante los sueños. Ahora, en cambio, sin perder el enfoque fijo en el tramo del cual me han sacado, lo veo todo (los besos con Trini, por ejemplo) con clarividente percepción amorosa.
En este estado de ánimo tan yogui (om mani padme hum) se me hace difícil, pongamos, entrar al trapo rojo que me agita Vanbrugh desde su magnífica prosa bloguera y, en cambio, me emocionan sus evocaciones de exactos rincones donostiarras que, con mucha probabilidad, habremos compartido, sin saberlo, en las mismas fechas. Escribe nuestro amigo de las farolas art nouveau, del puente decimonónico, de las moles del María Cristina y del Victoria Eugenia, de sus paseos por la playa de Gros y yo oteo hacia algún remoto recodo de mi far-west-railway esforzándome en divisar, en alguna de las vacaciones de los últimos sesenta o primeros setenta, si me aparecía cercano un chaval un año mayor, también de numerosa tribu fraterna, ambos con ridículos bañadores arriesgándonos a zambullirnos en las olas de la entonces innominada Zurriola, o tal vez caminando por alguna de las empinadas sendas de Ulía, bajando hacia la punta de Mompás a ver las baterías de las guerras napoleónicas o subiendo hacia el Tiro de Pichón, que en realidad en nuestra infancia era al plato, y ya, desde hace años, creo que simplemente no es (de lo cual me alegro), o puede, se me ocurre, que cruzándonos en el puente del Kursaal, él con sus hermanos mayores, yo probablemente a solas con mi abuelo Salva. A nosotros sí puedo vernos con nitidez y hasta seguir sin dificultad nuestro recorrido: vamos hacia poniente, con el sol de cara, dejamos a la izquierda los jardines tan elegantes y cinematográficos del María Cristina, seguimos por la Alameda un par de manzanas y doblamos hacia la derecha, entrando en lo Viejo por la calle San Juan y allí, en el portal del 21, pasado el mercado municipal (que ya no lo es) y justo antes de la iglesia de San Vicente, subir la estrecha escalera de madera hasta la casa de los Barcáiztegui, en el segundo, y ser recibido por los lametones afectuosos del viejo y gran mastín que casi fue testigo de mi nacimiento y a cuya muerte (en la semana santa del 75, coincidiendo con mi última visita a San Sebastián antes de desplazarme al Perú) tuve el doloroso honor de asistir. A los Vanbrugh, sin embargo, los veo borrosos, no sé muy bien si van a Gros o de Gros vienen, de hecho en esta neblinosa distancia temporal hasta puede que sean otros madrileños distintos, como tantos que hay en esta ciudad cantábrica cursi y pretenciosa, sí, pero tan bella, esta ciudad que llamo mía (mi ciudad natal) aunque, de hecho, también sea yo un madrileño más de veraneo, que además tampoco puede presumir de sonoros apellidos vascos, y a lo más que llego es a ejercer de hincha de la Real, y a agradecer a mi tío Arriaga (ése sí vasco por los cuatro costados) cuando me llevaba al viejo campo de Atocha. Pienso, en todo caso, que mi abuelo y yo adelantaríamos a los Vanbrugh (caminábamos bastante rápido), porque probablemente también ellos estarían cruzando el Urumea hacia el María Cristina, y nuestro amigo tendría vuelta la cabeza hacia atrás, contemplando, quizá por última vez (¿me arriesgo a precisar que se trata del verano del 72?) las fachadas del antiguo casino, ya por entonces muy destartalado, que miraban hacia el núcleo noble de Donosti, lamentando, con el sentimiento silencioso de las piedras haber caído en la orilla equivocada del Urumea y envidiando la buena suerte de sus glamurosos rivales de enfrente. Presumo que tal era la dirección del itinerario de los Vanbrugh al hilo de lo escrito en el comentario que me ha despertado estas evocaciones desvariadas, me refiero a ése de "las opulentas fachadas de los bloques de viviendas burgueses" que poco me cuadran con mis recuerdos infantiles del barrio de Gros, de manzanas cerradas en su gran mayoría de los veinte y treinta del pasado siglo, de unas seis plantas, muchos sin ascensor, y con población, si no estrictamente obrera, más ligada a la baja burguesía del tendero de barrio, capataces de industrias y profesionales que iniciaban su carrera, muy distantes y distintos de los habitantes de la rive gauche y, de ésas sí, sus ostentosas mansiones y hasta palacetes en las laderas frente a la bahía, la de verdad, no esa franja marginal ganada al bravío mar entre Ulía y Urgull, que no era la playa de la ciudad, sino el premio de consolación para los de Gros, muchos años antes, desde luego, de que se conociera el surf o, por los avatares de los cambios urbanos, el barrio llegara a adquirir un protagonismo estelar en la vida cultural donostiarra (y entiéndase cultural con cuantas reticencias y sentidos pueda uno imaginarse).
Qué agradable, en fin, la ternura que se siente desde fuera de la cinta. Uno se pasaría toda la eternidad ejerciendo esta visión deífica pero, claro, hay que volver a ese movimiento sinfín que te lleva sin darte opción a que pienses, a que veas. Me temo que mañana me darán el alta, así que lo que habré de hacer, en un futuro no muy lejano, es aprender a saltar con frecuencia hacia afuera, recuperar este estado de paz interna, de contacto conmigo mismo, volver a ser mi propio Dios, el que todos debemos ser.
Gracias, Miroslav, con esta preciosidad me has hecho bajar de mi cinta, aunque haya sido solamente por un cuarto de hora.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, cuidadoso para no hacerte daño. ¿ Tuvieron que operarte ?
Gracias contritas, Miroslav, el agradecimiento por haberme dedicado este magnífico post y la contrición por mi renuencia comentatoria. Para la que tengo alguna débil excusa, que te cuento: desde el trabajo, como sabes, no puedo entrar en blogspot. En casa, el ordenador fijo lleva una semana en manos de mi hermano el manitas, a ver si lo recupera de una extraña dolencia que lo tiene catatónico desde hace meses. Y en mi configuración del portátil, con el que llevamos apañándonos malamente esos meses los tres ávidos usuarios de Internet que hay en casa, ha aparecido un mensaje supuestamente de la policía española que, en castellano de traductor de Google, me informa de que mi ordenador ha sido bloqueado por haberme yo dedicado a ver en él películas de pornografía infantil, actos de sodomía y otras aberraciones que ahora no recuerdo. No me será desbloqueado, me dicen, hasta que no pague ya no recuerdo si 100 o 200 euros en no sé qué bonos que se compran en los estancos, y ya puedo agradecer que por esta vez, si pago, no me manden a la cárcel. Así que, como no pago, y en tanto no me manden a la cárcel, ya no puedo ver mis pelis favoritas -la sodomización de tiernos infantes, que me priva, como sabes- y tengo que usar el portátil en la configuración de mi mujer, los ratitos en que no lo están usando ella o mi hijo. Muy triste todo. Estoy aprovechando ahora, por ejemplo, que están viendo jugar a España, y me llegan los berridos de indignación de mi hijo, coligo que por la incompetencia de la formación patria frente a sus adversarios italianos que, le oigo clamar, "podrían ser sus putos padres". Lo mal que hablan estos preadolescentes.
ResponderEliminar(Alabado sea Dios. Parece que España acaba de meter un gol.)
Además de las gracias y las contriciones, te doy mi sincera enhorabuena. No por tus dolencias pancreáticas, que comprendo que son una putada, pero sí por este fecundo alto del correr de tu cinta transportadora. Nadie mejor que tú para juzgarlo, pero se me ocurre que quizás hasta te haya merecido la pena el descacharre visceral a cambio de gozar de esta reveladora vista desde fuera. En cualquier caso, y puesto que no puedes elegir, al menos aprovecha el lado bueno del asunto.
Me alegro de haberte depertado remembranzas donostiarras con mis intemperancias arquitectónicas. Como la pancreatitis, también yo tengo mi lado bueno: las lacras nos parecemos en esas cosas.
Nunca me he bañado en la playa de Gros, y pocas veces en la de La Concha, ni en Ondarreta. Mis vistas a San Sebastián eran más bien vespertinas. A la playa íbamos en Fuenterrabía, por la mañana. En contraste con la Fuenterrabía más rural, pueblerina y agreste, San Sebastián, para mí, era un ámbito civilizado, urbano y distinguido, donde se callejeaba por el casco viejo o por la Avenida, o por el Paseo Nuevo, o por Gros, o por la Plaza de Guipúzcoa, o por la Alameda, se merendaba (recuerdo una pastelería, Maiz, junto a lo que llamaban La Plaza -el mercado- atendida por una casta de dependientas sesentonas y monjiles, en la que no había nada que no fuera exquisito...) y acababa uno sentándose en la terraza del Hotel Niza, o del de Londres, o cenando sardinas asadas en el Puerto. Joder, qué nostalgia.
Las casas de Gros que recuerdo tan burguesas y opulentas son las que dan frente al mar. Hace años que no voy por allí, y en mis últimas visitas, precisamente por no ver la aberración de Moneo, evité Gros cuidadosamente, de modo que quizás las recuerde mal.
Un abrazo, Miroslav. Cuídate mucho, reponte y, mientras, aprovecha para esa estupenda introspección que, en su justa medida, es una cosa de lo más placentera y conveniente.
Me gusta, por este orden, que ya te vuelvas a encontrar en forma, y dos, tu metáfora de la cinta transportadora. Y es cierto que las metáforas las carga el diablo. Hace un tiempo encontraron un recién nacido muerto (naturalmente) en la cinta transportadora de clasificación de residuos del vertedero de Valdemingómez que como seguro que sabes es el principal del monstruoso Madrid. En este caso, la metáfora funciona también; de forma demoledora: una vida corta y sin futuro.
ResponderEliminarMás sobre tú metáfora: suicidarse es bajarse en marcha de la cinta, supongo, y ser dueño de tu destino, caminar en dirección contraria a riesgo de no avanzar o retroceder?
Con ese Vanbrugh jovencito que te cruzaste en Donosti…él no te vio, no te fijaste que iba leyendo un librito de bolsillo, mientras que tu, embobado, miraste en dirección contraria hacia el culete airoso (de gorrión) de una mocilla…
Recupérate pronto.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
Esto tuyo es un viaje astral en regla, fantástico.
ResponderEliminarTe sales de la cinta transportadora, (ojo con la metáfora, porque si saltas en sentido contrario a la marcha de la cinta te pegas un culetazo), y te ves fuera de tí, contigo y con Vanbrugh por tierras vascas, o con Trini la de los besos - que de algún modo me recuerda a la bajada lustral de Nuestra Señora de las Nieves, en La Palma. No sé por qué.
Los hay quienes dicen que se inspiraron de esa romería para el cuento de Blancanieves... ¿?¿?
Cuando Goya se retiró a la Quinta, sordo ya y dificultoso, también empezó sus oníricos aguafuertes plasmando gentes y paisajes de su vida anterior; controlando el descontrol como haces tú, 'divinamente', en este post de persona cultivada y pensante.
No me negarás que esta comparación, también metafórica, no te eleva a una categoría superior que bien mereces.
[Lo que le sucede a Vanbrugh multado por la policia con esa acusación es un dislate, es tan aberrante como la acusación misma. Qué mal ojo orwelliano de tanta mala hostia. ¿A dónde vamos a parar?]
Una interesante descripción de lo que en tu caso has encontrado tras bajarte de la cinta.
ResponderEliminarY es que la vida, al igual que toda creación, requiere de una pausa.
Sinohubierapausaslalecturademicomentariosetendríaqueleerasí.
¡A disfrutar pues de los espacios, comas y puntos seguidos y aparte, antes del punto final!
El comentario de Vanbrugh, Grillo, tiene un fallo. Y es que da por sentado que todo el mundo sabe que lo de la multa de la policía es un timo de internet, que no son más que falsificaciones que intentan sacarnos el poco dinero que nos pueda quedar. Tranquilos pues, el mundo orwelliano todavía no se ha convertido en realidad (al menos eso espero).
No me pregunten por qué pero acabo de pulsar, por error, en el "marcador" o "favorito" en que tengo este blog en mi ordenador del trabajo y hete aquí que he entrado en él, en vez de aparecerme el mensaje que llevaba más de un mes saliéndome: "Esta URL está bloqueada..." ¡Milagro! ¿Qué será lo que les haya hecho volverse atrás? No voy a investigarlo, no vaya a ser que cambien de opinión.
ResponderEliminarLansky, no iba leyendo exactamente un libro de bolsillo, sino un Wodehouse encuadernado en tela, edición de José Janés, 1947. Bertram Wooster, por supuesto. Y riéndome solo en todas las esquinas. Pero no se me escapó tampoco el culete airoso, uno da para todo.
Grillo, lo que le sucede a mi portátil no es exactamente una multa de la policía, solo lo finge, bastante mal. Es una especie de virus, que por lo visto está haciendo estragos y debe de estar haciendo ricos a sus inventores, porque no faltará quien, acojonado, pague los cien euros para descubrir que, después de teclear el código supuestamente liberador, su ordenador sigue igual de bloqueado que antes. Me apresuro a asegurarte, por si acaso te lo habías creído, que ni yo veo ni descargo películas de pornografía infantil, ni la policía española tiene la costumbre de ofrecer a los delincuentes librarse de la cárcel mediante el pago de una multa. Bueno, eso creo. Al menos de momento. No sé yo si, cuando la crisis apriete...
Van, me alegra que puedas entrar ya desde ahí. Eso: 'no la toques ya más, que así es la rosa'.
ResponderEliminarNi por un segundo he creído que te dedicaras a visitar esas páginas. No lo dudes.
C.C: Gracias a ti y me alegro de que hayas experimentado, siquiera un cuarto de hora, lo de bajarse de la cinta. No, no me han operado todavía. Acabo de pedir el alta y estoy ya en mi casa. Ahora tengo que gestionar que me hagan una específica "endoscopia" para quitarme las piedritas que están obturando mis conductos pancreáticos. Para ello, dependo de los tiempos y burocracias de la Seguridad Social.
ResponderEliminarVanbrugh: De nada, hombre, y no te "contrinjas" tanto que era sólo para picarte un poco. Además, con tu último post me has "pagado" más que de sobra. Así que tú eras de los que iban a Fuenterrabía, con saltitos a Hendaya y San Juan de Luz, imagino. Yo (nosotros), en cambio, nos alojábamos en pleno Gros (Paseo de Colón 33), en la casa de mis abuelos maternos y ésa, la actual Zurriola (aunque mi madre me confirma que el nombre sí se usaba en su infancia, pero limitado a una zona rocosa concreta), era nuestra playa habitual. Mucho menos íbamos a la bahía y, cuando lo hacíamos, más a Ondarreta que a La Concha. Fue en Ondarreta donde (según fuentes maternas) aprendí a nadar, antes incluso de caminar con una mínima soltura. En fin, como dices, qué nostalgias.
Lansky: Me alegro de que te haya gustado. No me atrevo a confirmarte tus inferencias sobre mi pobre metáfora porque, de hacerlo, caería en la trampa intrínseca a todas ellas (por eso las carga el diablo). En cuanto a la pibita del culito respingón, tú, ¿cómo lo sabes? A lo mejor andabas por ahí, un muchachote universitario, ligando con donostiarras de buen ver.
Números: Gracias, estoy en ello.
Grillo: Tanto como viaje astral no diría yo, pero ... Lo que sí me "aperpleja" es que el post te recuerde la bajada lustral palmera, aunque, conociéndote, alguna intrincada explicación habrá. Algo conozco de la etapa "onírica" de Goya pero no, para nada, te equivocas completamente con eso de que merezca ser adscrito a ninguna categoría superior.
Atman: Acórdandome de tu nick fue que cité en el post el conocido mantra budista. Desde luego, para obtener lo que en él se reclama hace falta bajarse de la cinta.
Enhorabuena por la vuelta a casita. Ahora tranquilidad, buenos alimentos y nada de bebidas que dejen depósitos calcáreos, tan fatales para la formación de piedras; el agua de Vichy, por ejemplo. Qué te estoy contando... Ya te habrán dado indicaciones precisas.
ResponderEliminarLo de Goya va en serio: en ese 'viaje astral' onírico rememoras antiguas situaciones de más joven, y como el pintor, controlas el descontrol. Era una mera comparativa.
Y lo de la chica Trini no esconde doble ni secreta intención alguna, o sí. Lo comentaba de paso y por si alguien se lanzaba a comentar esa disparatada deducción que ya escuché en otras ocasiones de que el viejo cuento de Blancanieves podría inspirarse en esa virgencita Blanca. Ná, una bobada.
Cuídate mucho, tío. Un abrazote,
Que si andaba yo por allí dices…¿Recuerdas el viejo puerto y aquel tipo joven y atezado atareado con el aparejo de un desvencijado falucho?, tu pasas por allí, y delante camina el culito de gorrión airoso, el tipejo joven y renegrido se seca la frente y os mira dejando la tarea un momento…
ResponderEliminarBuena noticia saberte (espero que no te moleste el tuteo) en casa que es donde mejor se recupera uno con diferencia, con paz, tranquilidad y buenos alimentos ... cosas que en los hospitales resultan difíciles de conseguir.
ResponderEliminarUn saludo.