Su entretenimiento favorito era encerrar arañas y otro bichos en frascos de cristal y observar cuánto tardaban en morir. Tenía once años y el sadismo propio de los niños que, en su caso, porque era curioso (y siguió siéndolo toda su vida) evolucionó hacia la vocación científica. Por supuesto este niño del XVIII no estaba descubriendo nada; ya se sabía de sobra que los animales se morían si se les agotaba el aire. Saberlo desde siempre había permitido, por ejemplo, que el ingenio humano inventara múltiples modos para matar y torturar a sus congéneres mediante técnicas de asfixia y ahogamiento. En cambio, ni el más sabio de sus contemporáneos habría sabido contarle a ese niño de Yorkshire por qué esos insectos con los que experimentaba se morían, qué era lo que pasaba. ¿Cómo era posible que nadie se lo hubiera preguntado?
Una de las explicaciones que propone Steven Johnson en su delicioso libro sobre Joseph Priestley (La invención del aire, Turner 2010), es que hasta Boyle, un siglo antes, el aire era muy parecido a la nada. El mundo estaba lleno de cosas sobre las que investigar y, entre medias, aire: ¿para qué preguntarse sobre lo que no es nada? No es del todo verdad, porque ciertamente el aire jugaba desde hacía mucho un papel sustantivo en la física y la tecnología. De entrada, por irnos a los orígenes que en estos asuntos siempre son los griegos, el aire era uno de los cuatro elementos clásicos, o sea, que ser era y no nada. Y desde Galileo (1564-1642), si no antes, había adquirido un protagonismo relevante en el debate científico. Sin embargo, a pesar de reconocerse, poco interesaba su esencia, investigar de qué estaba hecho, sus propiedades. Era poco más que el "fondo", el medio en que existían las cosas, condicionando su comportamiento. Es significativa en este sentido la famosa frase de Torricelli de que vivimos sumergidos en un "mar de aire" que nos presiona: al inventor del barómetro le interesaban los efectos del aire sobre las cosas, pero no el aire en sí mismo. Así pues, no es verdad que el aire no fuera nada, pero casi.
La segunda explicación que aporta Johnson se refiere al progreso tecnológico. Admitamos que sí pudo haber personas antes que Priestley que se hicieran las mismas preguntas pero ¿cómo iban a estudiar el aire si no tenían medios para encerrarlo y moverlo controladamente? Hasta Von Guericke y su circense demostración de física recreativa no se dispuso de la indispensable bomba de aire que luego mejoraría el propio Boyle. Esta explicación viene a decir que hubo quienes se interesaron en estudiar el aire porque vieron que lo podían encerrar. Sin embargo, ¿por qué no fue al revés? ¿Por qué no hubo nadie que quisiera investigar la naturaleza del aire y se las ingeniara para encerrarlo? Al fin y al cabo, atrapar aire en recipientes herméticos era algo viable tecnológicamente bastante antes de Von Guericke. Y preguntarse sobre la naturaleza de ese elemento tan vital para los seres vivos me parece una inquietud tan obvia que me extraña que nadie haya dejado constancia de sus intentos por dilucidarla.
En todo caso, aunque no termine de convencerme, lo cierto es que Priestley tuvo esas inquietudes y las mantuvo durante largos años, hasta "descubrir" el oxígeno, aunque no lo llamara así y pensara que se trataba de aire desflogistizado, siguiendo la errónea teoría que explicaba la combustión mediante una sustancia llamada flogisto. Es bastante sugerente la tesis que sostiene Johnson en relación al desarrollo científico que, según él, no se corresponde con los dos esquemas con los que tradicionalmente se ha explicado la formación de las ideas. El primero de ellos, tan recurrido al referirse a los genios, es el de la inspiración que, como una bombilla que se enciende súbitamente, ilumina la confusión; el segundo, el hegeliano de la dialéctica tesis-antítesis para llegar a la esclarecedora síntesis. Pues no, el modelo corresponde a una enmarañada red de conexiones entre ideas distintas que se van interrelacionando a lo largo de mucho tiempo hasta que esos "retazos" se sueldan dando forma a la idea innovadora. Este mecanismo poco tiene que ver con los lineales procesos lógicos (aunque a posteriori se describan mediante ellos) sino que remiten más a los intuitivos, con destacado protagonismo de las corazonadas. Su estructura en red, por otra parte, refleja la propia del funcionamiento y organización física de nuestro cerebro.
Naturalmente, tanto más productiva será nuestra red neuronal cuanto más activa sea nuestra socialización intelectual. En nuestros tiempos, gracias a internet, disponemos de una potentísima red de socialización de ideas que sin duda debiera ser un acelerador decisivo del progreso intelectual, en la ciencia y en todos los ámbitos del pensamiento humano. En la época de Priestley ese papel lo jugaron los cafés y la abundante correspondencia que todos los espíritus inquietos mantenían entre sí (ojeando hace unos días un tomo de las cartas de Galileo me preguntaba cuánto de su tiempo le quedaba al toscano para investigar). Los cafés, por cierto, eran relativamente recientes entonces, como lo era la ingesta en Europa del líquido que les daba nombre. Esos "antros" en los que se abusaba de la nicotina y la cafeína (estimulantes neuronales ambos) atraían a los pensadores más díscolos, quienes se pasaban largas horas en apasionadas discusiones comentándose unos a otros sus descubrimientos u opiniones, y pasando a salto de mata por los temas más diversos, desde los que hoy llamaríamos puramente científicos a los morales, políticos o religiosos.
Puedo imaginar cuánto disfrutarían aquellos tipos en esos productivos intercambios de ideas. Qué distintas esas tertulias de las que hoy, con el mismo nombre, nos transmiten los medios de comunicación, en las que dominan los tópicos del pensamiento único (por muy enfrentadas que parezcan las posiciones de los intervinientes), la trivialidad intelectual y la mala educación (cuando se leen las cartas de estos tipos asombra la elegancia de las formas). No en vano, el grupo al que se sumó Priestley en el café London, a la sombra de la catedral de San Pablo, se llamaba "los honestos liberales", cuando ambas palabras guardaban todavía sus verdaderos significados, hoy tan prostituidos. También es verdad, para decirlo todo, que esta gente podía interesarse por casi todo lo humano y divino porque disponía de algo que hoy nos falta a la mayoría: tiempo libre. Sus necesidades de supervivencia las tenían aseguradas, fuera mediante el mecenazgo de algún noble ricachón o gracias a empleos poco exigentes. Que existiera una clase "ilustrada" fue posible por una estructura social y económica mucho más injusta que la actual. Visto en términos globales hemos mejorado desde entonces aunque cabría preguntarse si en vez de la generalización "democrática" del trabajo alienante no podríamos haber llegado a un modelo en el que lo que se hubiese generalizado fuera el tiempo libre y la curiosidad intelectual. Pero, en ese caso, me temo que la sociedad resultante no sería tan dúctil a los intereses de quienes la mangonean.
The air that I breathe - The Hollies (The Hollies, 1974)
El libro de Johnson me gustó mucho
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