Los espías, las personas que mediante cualesquiera artimañas intentan enterarse de secretos, existen desde siempre. Basta que no queramos que algo que se sepa para que haya otros que quieran saberlo; o sea, que hay espionaje porque hay secretos, dos caras de la misma moneda. En estos tiempos en que tanto nos gusta hablar de derechos, pretendemos disociar ambas actividades, defendiendo una y condenando la otra. Nos reconocemos ingenuamente el derecho a tener secretos, a que ciertas partes de nuestra vida sean confidenciales y, por tanto, exigimos que se nos garantice que no nos van a espiar. Ahora bien, ese derecho alcanza a lo que se da en llamar la intimidad, la vida privada. El problema es que estamos ante un enunciado circular: tenemos derecho a que no espíen nuestra vida privada que comprende todo aquello que no debe ser espiado. De otra parte, también pedimos que se desvelen secretos, al menos aquéllos que nos hacen o pueden hacernos daños, ¿qué otra cosa es la investigación criminal? La cuestión, en el plano abstracto, parece irresoluble y tan sólo admite respuestas para cada caso concreto que son además, con mucha frecuencia, bastante polémicas. En ese marco, nos inventamos un marco de garantías jurídicas que tiene mucho de discurso hipócrita o de actitud bobalicona.
Porque lo cierto es que todos aprendemos desde pequeñitos que si algo que he hecho no quiero que se sepa he de tomar precauciones para mantenerlo en secreto y también que es muy difícil, casi imposible, que los secretos estén ocultos mucho tiempo. Desde el colegio aprendemos que existen los chivatos (luego nos enteraremos que es una profesión) y nos preocupamos de eludirlos. Un niño a quien le descubren un secreto puede que se enfade con quien lo ha desvelado pero enseguida asume que la culpa ha sido suya por no haber adoptado las precauciones necesarias. Es decir, que, salvo los que nunca maduran y tienden a echar las culpas de sus desgracias a los demás, llegamos a adultos convencidos de que si queremos tener secretos (o si se prefiere, vida privada) nos compete a nosotros mismos poner los medios para que personas ajenas no se enteren de ellos. Y, naturalmente, también deberíamos ponderar los riesgos que corremos en cada caso (en función del valor que le demos a cada secreto). Por eso, desde los inicios de las civilizaciones, hemos inventado sistemas para ocultar nuestros secretos. Y simultáneamente, conscientes de que otros tienen secretos que nos interesa conocer, hemos desarrollado métodos para descubrirlos.
Que esto es así y ha sido así al menos desde los griegos no ha escandalizado nunca a nadie. Por supuesto, la justificación ética para hurgar en los secretos ajenos siempre se ha situado en motivos de seguridad y por eso la criptografía ha evolucionado predominantemente en los ámbitos político y militar. Pero naturalmente, los límites de lo que afecta a la seguridad común nunca han estado claros y desde luego nunca han existido a priori; al fin y al cabo, tal como hoy siguen diciendo los defensores del espionaje, cómo saber antes de escucharla si una conversación de alguien es relevante para la seguridad pública o pertenece a su inofensiva vida privada. La tesis histórica, aceptada unánimemente sin aspavientos, ha sido siempre que cualquiera puede ser espiado. En la práctica, sin embargo, el espionaje había de limitarse a determinadas personas sobre las que había indicios suficientes de que producían información relevante y los ciudadanos anónimos estábamos casi siempre al margen del interés de los espías. La diferencia de nuestra época es que ese espionaje puede hacerse de forma extensiva, exhaustiva. Eso ocurre, obviamente, porque disponemos de los instrumentos (barridos electrónicos y análisis por ordenador) pero también y sobre todo porque nos hemos (nos han) engañado haciéndonos crear que los medios a través de los que nos comunicamos (teléfonos, internet) son privados. Y en ese engaño bastante ha contribuido la ficción jurídica del "derecho a la intimidad".
Sería recomendable que cuando habláramos por teléfono tuviéramos siempre presente que puede haber una tercera persona escuchando (o una máquina grabándonos). Si así fuera, nos comportaríamos igual que lo hacemos cuando estamos conversando con un amigo en un sitio público y queremos evitar que el de la mesa de al lado pegue la oreja. ¿Verdad que sería ridículo que en esa situación reveláramos secretos e inmediatamente acusáramos ofendidos al vecino por haber escuchado lo que decíamos? No es lo mismo, me diréis, en ese supuesto estoy en un ámbito público y el teléfono es privado; ya, esa es la mentira que nos han hecho creer. Reclamemos, por supuesto, que se cumplan las garantías de confidencialidad que prometen las leyes para las comunicaciones electrónicas y no dejemos de tomar las escasas medidas de que disponemos para denunciar las constantes violaciones. Pero sin escandalizarnos, porque así son y han sido siempre las cosas y, lo que es peor, seguirán siéndolo. Porque el poder (y cualquiera) no va a dejar de hacer algo que puede y quiere hacer; y que además, me atrevo a decir, tiene la obligación de hacer de acuerdo a su propia lógica. ¿Acaso alguien ignora que las recientes "indignadas" protestas de los gobiernos europeos al "descubrir" que los servicios de espionaje de los Estados Unidos escuchaban masivamente conversaciones de sus ciudadanos no son más que un paripé hipócrita ante la opinión pública que no va a tener absolutamente ninguna consecuencia real?
El primer requisito para poder cambiar las cosas es saber cómo son. Corolario: la obligación de quienes no quieren que las cosas cambien (porque les favorecen, claro) es mantenernos en la ignorancia a base de ficciones.
The spy - The Doors (Morrison Hotel, 1970)
No estoy muy de acuerdo con lo que llamas circularidad (viciosa) secreto-espionaje, y no lo estoy precisamente por lo que señalas al mencionar la intimidad y la vida privada. Una cosa son ‘mis’ secretos siempre que no afecten a los demás (por ejemplo comer excrementos de conejo con cucharilla de plata sobre el ombligo de mi amada, que está de acuerdo) y otra cosa son los secretos de Estado, gobiernos, corporaciones, administraciones y entidades públicas o privadas que por definición afectan a los ciudadanos aunque estos no se enteren, o precisamente por eso. Sé que es ingenuo pensar que la política puede funcionar, especialmente la internacional sin secretos, pero es evidente que aquí hay un problema de grado: cuanto más secretos, menso democracia (transparencia); igual con las corporaciones mercantiles o industriales. Por eso no es lo mismo un espía que un revelador de secretos tipo Snowden (para mí un héroe), no es lo mismo un espía que un simple mirón, huelebraguetas o detective privado. A partir del conocido dicho de que la mujer del César no sólo debe ser honesta sino parecerlo, se ha pasado a da igual que sea honesta, pero debe parecerlo.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo, desde luego, con tu distinción –ética– entre secretos privados inofensivos y secretos que nos afectan. El problema es que hasta que no descubra que eso que haces ocultamente es comer excrementos de conejo con cucharilla de plata sobre el ombligo de tu amada puedo pensar que se trata de actividades que me afectan. Así que, para proteger mi seguridad, justifico espiarte.
ResponderEliminarQuod erat demonstrandum
ResponderEliminarNo puedo evitar la sensación de que, aunque no sea esa su intención, tu discurso justifica el espionaje. Y lo hace porque sitúa en el mismo plano ético el derecho a tener secretos y el supuesto derecho a enterarse de los ajenos, como si fueran fuerzas equivalentes que inevitable, automática -y por tanto inocente- mente se provocan la una a la otra. Y yo creo que ni están ni, sobre todo, deben estar en el mismo plano.
ResponderEliminarBasta establecer la distinción de que tener secretos es legítimo, pero enterarse de los ajenos no; de que el de tener secretos es un derecho, pero el de enterarse de los secretos ajenos no lo es, para que se destruya el supuesto equilibrio. Mantengo oculto lo que me da la gana, y hago bien. Si alguien se esfuerza en que deje de estar oculto, ese alguien, en cambio, NO hace bien. Lo primero debe ser defendido, lo segundo, no. A mí me parece bastante claro como principio general indiscutible, aunque a partir de él se puedan establecer todas las excepciones y matizaciones que hagan falta, en función de otros principios distintos.
Acepto, por tanto, que califiques de ficción jurídica el derecho a la intimidad si hacerlo significa solo describir lo que realmente pasa, pero no si tratas con ello de establecer lo que es deseable que pase. También en ese sentido es una ficción jurídica, por ejemplo, mi derecho a la integridad física, puesto que no sirve para impedir eficazmente que alguien atente contra ella. Pero no lo es, en cambio, en el sentido de que se trate de una fórmula hipócrita, que finge proteger algo que no debe ser protegido. Solo de que, como todo lo realmente existente, no es perfecto, ni por tanto infaliblemente eficaz.
Los países y múltiples agencias que espían cada vez a más entidades o personas parece que ignoran que mientras mayor es el pajar más difícil resulta encontrar la aguja que buscan...
ResponderEliminarReconozco, Vanbrugh, que la redacción de este post puede dar la sensación, en efecto, de que justifico el espionaje y hasta puede también que hasta haya algo de intencionalidad (no en justificarlo, pero sí en dar esa sensación de ambigüedad). Pero gracias a ello has escrito este esclarecedor comentario y me permites a mí aclarar mis intenciones.
ResponderEliminarYo no estoy tan seguro como tú de que sea algo bueno en términos absolutos el tener secretos e igualmente malo el esforzarse en enterarse de los ajenos. Tampoco de que lo primero sea un derecho "natural", sin perjuicio de que en la actualidad se reconoce como tal. En materia de "derechos" tiendo a reconocer como primigenios sólo los más básicos y creo que la larga lista de los demás (entre ellos el de tener secretos y que los demás no hurguen en mi vida privada) es difícil enunciarlos como prerrogativas consustanciales al individuo, sino más bien como acuerdos sociales que se van alcanzando en cada momento histórico. Lo peligroso quizá de poner todos los "derechos" en el mismo saco es que tendemos a olvidar que muchos de ellos son contrapartidas de "deberes" (es decir, que hay que ganárselos) y también que su naturaleza es relativamente circunstancial.
Lo anterior no quiere decir que me parezca mal que se nos reconozca el derecho a la privacidad, a poder ocultar ante los demás lo que no queremos que sepan y a que, por tanto, se me proteja de los intentos de los demás de que indaguen para desvelarlo. Me parece bien y también me parece que debe ser defendido, aunque no derivo de ello el que tener secretos sea "éticamente" bueno ni tampoco intentar averiguarlos malo; al menos, no en términos absolutos.
En todo caso, como bien te percatas, mi post no va de juicios éticos, por más que, tal como digo, me decante claramente por defender el derecho a tener secretos. Lo que digo es que la voluntad humana de tener secretos sí va unida indisolublemente (como dos caras de una misma moneda) a la de descubrir los ajenos, responden a los mismos mecanismos psicológicos de nuestras mentes. De ahí, creo, la dificultad práctica en separar ambas actividades (o actitudes) a la hora de defender una y condenar la otra.
(sigue)
De otra parte, cuando califico de "ficción jurídica" (probablemente un término poco riguroso) al derecho a que no indaguen en nuestros secretos, lo hago porque creo que, de hecho, nunca ha sido reconocido en términos absolutos. O, si lo prefieres, ha sido reconocido al mismo tiempo que se ha reconocido también (aunque no se haya enunciado como tal) el derecho de los "representantes del bien común" (y no sólo de éstos) a indagar en nuestras privacidades. Ahí veo yo la hipocresía, porque admitimos que es legítimo que, por motivos de interés general, se investigue lo que no queremos que se desvele. Y no es que el pretendido derecho no sea eficaz o perfecto, es que es anulado de raíz si se compatibiliza con el derecho a que quien sea y con las razones que sea pueda socavarlo. O quizá, para no ser radical, diré que habría que enunciarlo diciendo que todos tenemos derecho a mantener nuestros secretos ocultos salvo de las autoridades, que siempre tienen derecho a conocerlos para proteger la seguridad pública, que sería un bien (o un derecho) mayor que éste. Creo que tal sería una formulación más correcta del "derecho", al que luego le podemos poner todas las garantías que queramos sabiendo, eso sí, que son ineficaces por principio, toda vez que una vez que le concedemos al poder el "derecho" a conocer nuestros secretos.
ResponderEliminarPor último, si creo que el "derecho" se formula como lo he hecho es porque estoy convencido de que es una concesión que nos hace el poder para tenernos contentos sin perder sus prerrogativas (también eso me parece hipócrita). Jamás históricamente se ha puesto en cuestión la legitimidad de las autoridades a fisgar en la vida privada; es mucho más reciente el derecho a tener vida privada. La obsesión "moderna" por erigir artificiosos constructos jurídicos de "derechos humanos" nos ha llevado a enunciar el que nos ocupa y en su definición los poderes de todos los países han dejado claro (o no tanto, pero da igual) que es un derecho limitado al suyo propio en sentido contrario. Creo que es así y por ello –y ésta es la tesis principal del post– me parece ingenuo y hasta cómplice escandalizarnos cuando nos enteramos de que el poder está ejerciendo su "derecho". En el fondo, en estos asuntos, me parece que lo que nos molesta no es que lo hagan sino que no sean discretos, que no lo hagan en secreto.
Este hecho que señalas, Grillo, es el principal argumento de "seguridad" que tenemos, como me dijo hace unos años un buen amigo informático y aficionado a la criptografía. No obstante, los actuales sistemas de rastreos electrónicos exhaustivo pueden empezar a debilitar la seguridad que da ser una aguja en un inmenso pajar.
ResponderEliminarBueno, yo sigo pensando que, con todas las salvedades que queramos hacer, el de ocultar cosas debe ser un derecho -no "natural", creo haber dicho ya más de una vez que no creo que exista tal cosa, todos los derechos, y su conjunto, el Derecho, son fruto de una convención artificial, en mi opinión- y el desvelar lo que otros tienen oculto no debe serlo. Y me parece una distinción tan importante como para que condicione cualquier cosa que se diga sobre una y otra actividad, la de tener secretos y la de espiar los secretos ajenos.
ResponderEliminarPor lo demás, absolutamente todos los derechos están condicionados de igual modo que este que te parece tan artificioso de la privacidad -y que a mí me parece igual de artificioso que cualquier otro, todo lo más, más moderno-. El derecho a la propiedad tiene limitaciones -que tú, como urbanista, conoces mejor que yo en lo que se refiere a una de las propiedades más importantes, la del suelo- basadas en el interés público, el derecho a la libertad tiene limitaciones legales, que hacen que puedas acabar privado de ella si la usas como no gusta a quien administra el interés público, el derecho a la libre circulación tiene limitaciones en forma de fronteras, aduanas y visados... no creo que haya ningún derecho no limitado por la misma ley que lo crea. Por lo que no encuentro que tampoco en esto el derecho a la privacidad se diferencie de cualquier otro derecho, ni que pueda decirse de él que es una ficción jurídica, ni mucho menos que es hipócrita su enunciado, más que de cualquier otro derecho.
Incluso además del derecho a ocultar cosas, que bien justamente señala Vanbrugh, debemos mencionar que la norma de decir siempre la verdad -'ir siempre con la verdad por delante'- entorpece la convivencia.
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