Siempre me han jeringado los filósofos, hipócritas y pedantes que pareciera que sólo obtienen placer aguándonos las alegrías. Y para mi desgracia me ha tocado vivir en una ciudad de filósofos que pese a estar tan lejos de la Hélade se precia de poder competir con la misma Atenas en ingenio y sabiduría. Cuento entre mis súbditos no pocos que así se titulan, aunque yo prefiero tildarlos de aguafiestas charlatanes. Muchos, os lo aseguro, pero como sospeché en vida sus famas han sido efímeras, no han legado sus vanas y plúmbeas sabidurías a la posteridad y sus nombres están borrados de toda memoria. ¿O acaso alguno de vosotros me puede citar a algún filósofo de la poderosa Siracusa, la joya de la Magna Grecia? Sí, de acuerdo, Arquímedes nació en mi ciudad, pero no llegué a conocerlo; más de medio siglo llevaba mi cuerpo criando malvas en una miserable fosa de Corinto cuando vio la luz tan ilustre siracusano. A él si lo habría respetado porque era un tipo práctico, no un aburrido vendedor de humo como tantos de mis cortesanos embelesados con sus aburridos sofismas. Bien habría sabido sacar provecho de sus invenciones, como lo hizo Hierón, en sus batallitas con cartagineses y romanos; seguramente mejor me habría ido. Pero basta ya de Arquímedes que no quiero ser anacrónico por más que el tiempo ya no signifique nada.
A quien sí conocí fue al pesado de Platón; insoportable, os lo aseguro. Tendría unos cuarenta años cuando mi tío Dión me lo trajo a palacio. Mi tío era filósofo, por si no lo sabéis, así que imaginaos su entusiasmo cuando se enteró de que el que se proclamaba discípulo portavoz de Sócrates estaba en la isla. Para entonces hacía ya muchos años que el gran maestro había sido acicutado, pero su fama continuaba. Curioso, ¿verdad? Un hombre que no escribió nada y que todavía sigue en el pedestal para que le admiréis. Quizá ahí estribe el secreto de la posteridad, ahora que lo pienso y me viene a la mente ese Jesús de Nazaret, tal para cual. No dejar rastros materiales de nuestra existencia, que ya se encargarán otros de reinventarnos, no es mala idea. Aunque, qué me importan Sócrates o Jesús (mucho menos éste, tan ajeno a mí). Ya puestos, os diré que no termino de creer que hayan sido tal como nos lo cuentan. Del judío nada puedo decir, pero desconfío de todos los cuentos de Platón sobre el ateniense, que no os podéis ni imaginar la de mentiras que soltaba el capullo ese. Y tened por seguro que un rey, y más un tirano como fui yo, sabe está bien entrenado para detectar los embustes.
Tenía treinta tacos cuando sucedí a mi padre, después de la calamitosa derrota ante los cartagineses. Ya era mayorcito, leches, como para que me pusieran a mi tío como consejero plenipotenciario, pero hube de aguantarme durante siete largos años. Y el viejo, día sí, día también, reconviniéndome, afeándome la conducta sin cortarse un pelo. Se le había metido en la cabeza que Siracusa tenía que ensayar el modelo perfecto de sociedad y yo (en realidad él, claro) estaba llamado a ser el gobernante modélico, el perfecto rey filósofo. En cuanto se juntó con Platón ni os imagináis el desbarre; no cabían de gozo mientras planificaban el estado ideal en interminables caminatas por los jardines de palacio. Hasta ahí hubiera podido pasar, aún soportando sus discursos somníferos e indigestos durante los almuerzos. Pero no, los señores querían poner en práctica sus benéficas ideas y hasta se atrevían a proponer acuerdos legales en los consejos que habrían de vincularme a mí, al rey. Me acusan de iracundo y no voy a negarlo, pero en este caso mi cólera estaba más que justificada y, según pienso ahora, en el fondo mi reacción fue de lo más moderada. Lo que tenía que haber hecho era matar a ese gordo redicho y de paso evitar a la humanidad sus excrementos literarios, entre ellos el aburrido libraco en el que desarrolló las utopías políticas que había elaborado junto con mi tío. Pero en el fondo soy un blando y me limité a venderlo como esclavo; lástima que lo rescatara un admirador. Estos filósofos, con su hipócrita actitud de desapego benevolente, suelen tener suerte. Poco después logré deshacerme de Dión y no creáis que fue fácil; el hideputa controlaba ya casi todos los resortes del poder. También tendría que haber matado a mi tío, pero la familia es la familia y además, ya os lo he dicho, en el fondo soy un blando. Así que me contenté con exiliarle, grave error que me costaría el trono.
Bueno, espero haberos convencido de que me caen muy mal los filósofos. Sin embargo, hasta de lo que a uno repugna algo se le pega. No, no vayáis a pensar que sin Platón y Dión moderé mi gobierno respetando sus rectas doctrinas. Para nada, a partir de ahí pude por fin convertirme en lo que realmente quería, en el tirano omnipotente de Siracusa, con carta blanca para hacer lo que me viniera en gana, que no era precisamente dedicarme al estudio o a los debates filosóficos. Menudos tiempos aquéllos, que derroche de placeres me permití. Me consta que mis súbditos no estaban nada contentos con su rey, aunque entonces no le di importancia (otro error); el más mínimo amago de rebeldía lo cortaba por lo sano, literalmente. Así que abundaban los aduladores, preocupados patéticamente por hacérseme simpáticos, recibir el premio de mi aprobación (y, ya de paso, algo más tangible, si era de oro, mejor). Lo cierto es que, después del periodo gris de las regañinas de mi tío, no me incomodaba en absoluto que todos se afanaran en darme coba. Hasta los animaba a que compitieran entre ellos superándose en loas al más grande rey de todos los tiempos, al más sutil y suspicaz de los gobernantes, al mejor amante, al favorito de los dioses. Desde luego que no me creía una palabra pero, qué queréis, me daba gustito escuchar sus graznidos, incitarlos a gestos de adoración humillantes, jugar con sus miedos y avaricias, los dos sentimientos entre los que oscilaban sus ánimos, siempre inquietos. Pues bien, entre todos estos deleznables cortesanos, el peor (o mejor, según se mire) era Damocles.
Muchos conoceréis su historia y seguro que todos su nombre, que a la postre ha perdurado más que el mío; manda cojones que un don nadie alcance la fama casi eterna y de mí sólo sepan los historiadores. La culpa la tiene un tal Timeo, un tipo de Taormina, nido infestado de sículos que tantos problemas causaron a mi padre. La verdad es que durante mi reinado no me dieron apenas problemas, vivían a lo suyo, sin meterse con nadie, lo cual ya era difícil en aquellos tiempos. Me jodía un poco, para qué voy a mentiros, el prestigio que gozaba Andrómaco, ejemplo de gobernante democrático y justo (cuánta tontería). Alguna vez fantaseé con recuperar para Siracusa el dominio de la plaza, pero al fin y al cabo, había sido mi propio padre quien se la había vendido a Andrómaco por una jugosa fortuna; habría sido una fea jugada sin contar con una buena excusa (y, además, enseguida hube de enfrentarme a problemas más acuciantes por culpa del rencoroso de mi tío Dión). En fin, que no ataqué a esos santurrones pero no pasó mucho tiempo sin que llevaran su merecido, aunque yo no lo vería. Fue mi sucesor Agatocles quien la conquistó y, ya de paso, expulsó al joven Timeo. A la vista de lo que escribió luego en el exilio, está claro que la medida fue equivocada; Agatocles cometió el mismo error que yo con Platón: no matarlo. No creáis que, ni en su caso ni en el mío, esa dolosa omisión obedecía a alguna clase de escrúpulos morales; al fin y al cabo, era prerrogativa de los conquistadores (como siempre lo ha sido) cepillarse a quienes les molestaban. Sin embargo, matar a ciertos tipos resultaba complicado a causa de nuestras supersticiones religiosas; me refiero a los dioses con sus manías de tener favoritos entre los mortales y vengarse cuando se les dañaba. Ni yo ni ningún gobernante de la época creíamos en esas patrañas, desde luego, pero había que tenerlas en cuenta; después de todo, los dioses sirven fundamentalmente para legitimarnos.
En fin, que Timeo tuvo que mudarse a Atenas y allí, cómo no, se juntó con filósofos. Bajo tan nefasta influencia, el niño mimado (me olvidé deciros que era hijo de Andrómaco) decidió que también el quería rampar en el sacrosanto olimpo de la cultura y decidió hacerse historiador y escribir él solito toda la historia helenística en el Mediterráneo occidental; o sea, básicamente en Sicilia. Claro que llamar historia a lo que emborronó ese patán es como ... (hay tantos ejemplos que dejo a la elección del lector acabar la frase). Por ser honesto he de reconocer que la cronología al menos guarda cierta fiabilidad, pero casi todos los hechos que narra (y no digamos sus infantiles juicios) son pura invención, distorsiones tan exageradas de lo que realmente pasó. Leed los textos que me dedica y no acertaréis a aproximaros lo más mínimo a mi personalidad ni a conocer los avatares de mi reinado. Pero de nada valen mis protestas póstumas, la imagen que ha quedado de Dionisio II es en su mayor parte la que creó ese inútil, que nunca llegó a conocerme. Y no penséis que mis descalificaciones son motivadas por el rencor, que ya entonces sus colegas de la "intelectualidad" lo tacharon de poco serio, de que distorsionaba la verdad histórica para acomadarla a sus opiniones. Qué más da, la mentira tiene largo recorrido. En este caso, la historieta de Damocles, que luego copiaría deformándola otro tanto mi paisano Diodoro Sículo, cuando nuestra isla estaba ya bajo dominación romana. Y a éste lo leerían Horacio y, sobre todo, Cicerón ... Ya tenemos asegurada la consagración de la anécdota de la espadita por los siglos de los siglos (amén).
Damocles era el estereotipo del pelota, del trepa, del untuoso sobón de la vanidad del poderoso de turno. Siempre hay que respetar a quien manda, humillarse ante él y regalarle los oídos con alabanzas; es una norma elemental de las sociedades humanas. Ahora bien, como en todo, hay que saber hacerlo, ni quedarse corto ni pasarse. He de reconocer que a los poderosos el exceso de vanidad con frecuencia nos ofusca el ingenio convirtiendo en verosímiles las loas más desmesuradas. Pero muy atontado habría de haber estado para no discernir la flagrante falsedad del comportamiento de Damocles, que superaba cualquier límite del decoro llegando incluso a ofenderme. Una tarde inclemente, con gran parte de la corte recluida en palacio, hilaba un interminable discurso sobre los favores que Tyche me había concedido, calificándome sin rubor como el más afortunado de los hombres y favorito de los dioses, dones que eran más que merecidos (no fuera a parecer que me estaba criticando). Le dejé hablar un buen rato hasta que tanto empalago comenzó a hartarme. ¿Qué te parecería, amigo mío, disfrutar tú de mi poder y de mis riquezas, ser por un día el rey de Siracusa? Una sombra de duda arrugó enseguida su frente (todos sabían que no pocas veces mis dádivas eran el disfraz de algún cruel castigo) pero, preso de sus palabras, de las expectativas del auditorio y, sobre todo, del miedo a ofenderme, no le quedó otra que aceptar el juego con ostentosos aspavientos de gratitud. Así que ordené que lo llevaran los más bellos esclavos a mis aposentos y allí primero lo bañaron y perfumaron con los más ricos ungüentos y luego lo vistieron con ropajes de gala, le ciñeron la diadema real y lo adornaron con joyas preciosas. De vuelta a la gran sala, lo invité a sentarse en mi trono (temblaba de emoción y de miedo) y mandé que trajeran de las cocinas la gran mesa repleta de las más deliciosas viandas, un banquete extraordinario, de los reservados para las ocasiones solemnes. Se inició el festín de Damocles, con todos los comensales, incitados por mi ejemplo, dirigiéndole alabanzas, mientras los tañedores de cítara le dedicaban sus más melodiosos acordes y gráciles efebos y hermosas vírgenes le acariciaban y besaban. Embelesados sus sentidos de placer, ebrio de gozo, era más que obvio que el adulador cortesano disfrutaba infinitamente de su nuevo estado. Veo ahora que no exageraba al referir lo afortunado que sois y el amor que los dioses os profesan, exclamó con alegría y confianza el desvergonzado sicofante.
Mientras Damocles estuvo acicalándose en mis aposentos había ordenado a mi palafrenero mayor que cortara un pelo de gran longitud de la crin de mi mejor caballo y a mi armero personal que afilara al máximo la hoja de mi espada favorita. Hice amarrar el pelo a una viga de la techumbre justo por encima del trono y en su otro extremo que anudaran la empuñadura del arma. De este modo, desde que se sentó en su efímero rol de monarca, la aguda punta del xifos pendía a pocas pulgadas sobre la coronilla de Damocles, oculta entre las sombras. Veo que te place ser yo, le dije, mas quizá no te percatas de los peligros que te acechan en ese trono. Entonces, a una seña mía, cinco pajes elevaron sus antorchas y de golpe la espada quedó iluminada, refulgiendo su hoja con amenazadores destellos. Alzó la vista Damocles y aterrado descubrió la inminente amenaza. Al punto se le demudó el rostro, perdió el apetito y todo interés en los placeres que hasta un instante le deleitaban. Intentó zafarse de los abrazos de los efebos, quienes siguiendo mis instrucciones lo atenazaban con firmeza. Señor, rogó con temblorosa voz, dejadme abandonar vuestro trono que ya no deseo disfrutar más de los favores de los dioses. No, amigo, le respondí, un rey no puede renunciar a los deberes de su cargo; seguirás siéndolo durante lo que resta de jornada, tal como hemos acordado. No podéis figuraros cuánto el pánico había transformado la apariencia y el ánimo del miserable, todavía al recordarlo soy incapaz de reprimir una sonrisa. Los comensales, divertidos, reían y seguían con sus loas bufas al efímero monarca mientras, con miradas rápidas, calculaban cuanto faltaba para que el pelo de crin se quebrase. Damocles intentaba preservar una mínima pose de dignidad, resignado a su destino, pero el miedo sacudía su cuerpo en patéticas convulsiones. Fue ese miedo el que lo salvó, pues al poco rato se rompió en efecto el hilo y la espada cayó vertical pero sin hendirse en su cráneo como me habría gustado, sino a causa de sus movimiento temblorosos, rajándole el hombro y parte de la espalda. Cómo gritó el cobarde y cuánta sangre vertió sobre mi trono. Pero lo mejor fue el salto que pegó, desembarazándose de los efebos y corriendo sobre la tabla del banquete hasta alcanzar la puerta. No supimos más de Damocles en Siracusa; por más que indagué su paradero, nadie pudo darme noticias fiables.
Con esta bufonada sólo pretendía pasar un buen rato (y a fe que lo conseguí) pero enseguida mis cortesanos vieron en ella una muestra de mi sagacidad. Dionisio ha querido, decían, enseñarnos los riesgos del poder, advertirnos que en todo puesto de aparente seguridad puede acecharnos un grave peligro. Es, sin duda, una máxima de profunda sabiduría, digna del mejor de los filósofos. Lo mismo opinaron Timeo, Diodoro, Horacio, Cicerón y todos los que recogieron la banal anécdota y he aquí que yo, enemigo declarado de los filósofos, pasé a la historia como uno de ellos, aunque sólo sea en tan poca cosa. Será, digo yo, que todo se pega y algo me quedaría de las molestas amonestaciones de Platón y mi tío. En los últimos años de mi vida, triste y arruinado en Corinto, alguna vez pensé que esa espada que colgué sobre mi trono anticipaba mis propios riesgos que, en efecto, cayeron fulminantes sobre mi cabeza. Ideas filosóficas, me diréis, y puede que lo fueran. Pero no motivadas por ningún aprecio hacia tan odiosa disciplina, sino fruto de la melancolía de una vejez prematura. En todo caso, la historieta que os he contado apenas ocupó mi cabeza mientras viví. No conocí pues la popularidad de la anécdota sino desde este averno atemporal en que moro. Y desde el primer momento me indignó la injusticia de su fama pues nada justo es que pase a la historia con el título de espada de Damocles cuando mía era el arma y la autoría de la escena. La espada de Dionisio debería llamarse y quizá así mi nombre no estaría tan olvidado y algunos curiosos indagarían sobre mi vida en vez de buscar la identidad del miserable Damocles. Porque ese cretino, de pasar a la historia, sólo lo merecería como sinónimo de adulador ruin carente de dignidad y escrúpulos. Ese es un Damocles, tal debería ser la frase con la que se calificara a cualquiera de los innumerables individuos que durante todos los siglos se han afanado en lamer las vanidades de los poderosos como único medio para medrar. Además, ¿sabéis lo humillante que es para un rey que su nombre sea conocido gracias al más cobarde se sus cortesanos? Lo dicho, malditos sean los filósofos.
Damocles era el estereotipo del pelota, del trepa, del untuoso sobón de la vanidad del poderoso de turno. Siempre hay que respetar a quien manda, humillarse ante él y regalarle los oídos con alabanzas; es una norma elemental de las sociedades humanas. Ahora bien, como en todo, hay que saber hacerlo, ni quedarse corto ni pasarse. He de reconocer que a los poderosos el exceso de vanidad con frecuencia nos ofusca el ingenio convirtiendo en verosímiles las loas más desmesuradas. Pero muy atontado habría de haber estado para no discernir la flagrante falsedad del comportamiento de Damocles, que superaba cualquier límite del decoro llegando incluso a ofenderme. Una tarde inclemente, con gran parte de la corte recluida en palacio, hilaba un interminable discurso sobre los favores que Tyche me había concedido, calificándome sin rubor como el más afortunado de los hombres y favorito de los dioses, dones que eran más que merecidos (no fuera a parecer que me estaba criticando). Le dejé hablar un buen rato hasta que tanto empalago comenzó a hartarme. ¿Qué te parecería, amigo mío, disfrutar tú de mi poder y de mis riquezas, ser por un día el rey de Siracusa? Una sombra de duda arrugó enseguida su frente (todos sabían que no pocas veces mis dádivas eran el disfraz de algún cruel castigo) pero, preso de sus palabras, de las expectativas del auditorio y, sobre todo, del miedo a ofenderme, no le quedó otra que aceptar el juego con ostentosos aspavientos de gratitud. Así que ordené que lo llevaran los más bellos esclavos a mis aposentos y allí primero lo bañaron y perfumaron con los más ricos ungüentos y luego lo vistieron con ropajes de gala, le ciñeron la diadema real y lo adornaron con joyas preciosas. De vuelta a la gran sala, lo invité a sentarse en mi trono (temblaba de emoción y de miedo) y mandé que trajeran de las cocinas la gran mesa repleta de las más deliciosas viandas, un banquete extraordinario, de los reservados para las ocasiones solemnes. Se inició el festín de Damocles, con todos los comensales, incitados por mi ejemplo, dirigiéndole alabanzas, mientras los tañedores de cítara le dedicaban sus más melodiosos acordes y gráciles efebos y hermosas vírgenes le acariciaban y besaban. Embelesados sus sentidos de placer, ebrio de gozo, era más que obvio que el adulador cortesano disfrutaba infinitamente de su nuevo estado. Veo ahora que no exageraba al referir lo afortunado que sois y el amor que los dioses os profesan, exclamó con alegría y confianza el desvergonzado sicofante.
Mientras Damocles estuvo acicalándose en mis aposentos había ordenado a mi palafrenero mayor que cortara un pelo de gran longitud de la crin de mi mejor caballo y a mi armero personal que afilara al máximo la hoja de mi espada favorita. Hice amarrar el pelo a una viga de la techumbre justo por encima del trono y en su otro extremo que anudaran la empuñadura del arma. De este modo, desde que se sentó en su efímero rol de monarca, la aguda punta del xifos pendía a pocas pulgadas sobre la coronilla de Damocles, oculta entre las sombras. Veo que te place ser yo, le dije, mas quizá no te percatas de los peligros que te acechan en ese trono. Entonces, a una seña mía, cinco pajes elevaron sus antorchas y de golpe la espada quedó iluminada, refulgiendo su hoja con amenazadores destellos. Alzó la vista Damocles y aterrado descubrió la inminente amenaza. Al punto se le demudó el rostro, perdió el apetito y todo interés en los placeres que hasta un instante le deleitaban. Intentó zafarse de los abrazos de los efebos, quienes siguiendo mis instrucciones lo atenazaban con firmeza. Señor, rogó con temblorosa voz, dejadme abandonar vuestro trono que ya no deseo disfrutar más de los favores de los dioses. No, amigo, le respondí, un rey no puede renunciar a los deberes de su cargo; seguirás siéndolo durante lo que resta de jornada, tal como hemos acordado. No podéis figuraros cuánto el pánico había transformado la apariencia y el ánimo del miserable, todavía al recordarlo soy incapaz de reprimir una sonrisa. Los comensales, divertidos, reían y seguían con sus loas bufas al efímero monarca mientras, con miradas rápidas, calculaban cuanto faltaba para que el pelo de crin se quebrase. Damocles intentaba preservar una mínima pose de dignidad, resignado a su destino, pero el miedo sacudía su cuerpo en patéticas convulsiones. Fue ese miedo el que lo salvó, pues al poco rato se rompió en efecto el hilo y la espada cayó vertical pero sin hendirse en su cráneo como me habría gustado, sino a causa de sus movimiento temblorosos, rajándole el hombro y parte de la espalda. Cómo gritó el cobarde y cuánta sangre vertió sobre mi trono. Pero lo mejor fue el salto que pegó, desembarazándose de los efebos y corriendo sobre la tabla del banquete hasta alcanzar la puerta. No supimos más de Damocles en Siracusa; por más que indagué su paradero, nadie pudo darme noticias fiables.
Con esta bufonada sólo pretendía pasar un buen rato (y a fe que lo conseguí) pero enseguida mis cortesanos vieron en ella una muestra de mi sagacidad. Dionisio ha querido, decían, enseñarnos los riesgos del poder, advertirnos que en todo puesto de aparente seguridad puede acecharnos un grave peligro. Es, sin duda, una máxima de profunda sabiduría, digna del mejor de los filósofos. Lo mismo opinaron Timeo, Diodoro, Horacio, Cicerón y todos los que recogieron la banal anécdota y he aquí que yo, enemigo declarado de los filósofos, pasé a la historia como uno de ellos, aunque sólo sea en tan poca cosa. Será, digo yo, que todo se pega y algo me quedaría de las molestas amonestaciones de Platón y mi tío. En los últimos años de mi vida, triste y arruinado en Corinto, alguna vez pensé que esa espada que colgué sobre mi trono anticipaba mis propios riesgos que, en efecto, cayeron fulminantes sobre mi cabeza. Ideas filosóficas, me diréis, y puede que lo fueran. Pero no motivadas por ningún aprecio hacia tan odiosa disciplina, sino fruto de la melancolía de una vejez prematura. En todo caso, la historieta que os he contado apenas ocupó mi cabeza mientras viví. No conocí pues la popularidad de la anécdota sino desde este averno atemporal en que moro. Y desde el primer momento me indignó la injusticia de su fama pues nada justo es que pase a la historia con el título de espada de Damocles cuando mía era el arma y la autoría de la escena. La espada de Dionisio debería llamarse y quizá así mi nombre no estaría tan olvidado y algunos curiosos indagarían sobre mi vida en vez de buscar la identidad del miserable Damocles. Porque ese cretino, de pasar a la historia, sólo lo merecería como sinónimo de adulador ruin carente de dignidad y escrúpulos. Ese es un Damocles, tal debería ser la frase con la que se calificara a cualquiera de los innumerables individuos que durante todos los siglos se han afanado en lamer las vanidades de los poderosos como único medio para medrar. Además, ¿sabéis lo humillante que es para un rey que su nombre sea conocido gracias al más cobarde se sus cortesanos? Lo dicho, malditos sean los filósofos.
Sword of Damocles - Lou Reed (Magic and Loss, 1992)
He visto la espada de Damocles justo sobre tu cabeza.
Están probando un nuevo tratamiento para sacarte de la cama,
pero la radiación mata ambas, buenas y malas sin distinción
Así que para curarte deben matarte: la espada de Damocles pende sobre tu cabeza
Ahora veo montones de gente morir en accidentes de coche o por las drogas.
Anoche en la calle 33 vi a un chaval atropellado por un autobús.
Pero esta interminable tortura sobre tu parte viva es dura de soportar.
Para curarte han de matarte: la espada de Damocles sobre tu cabeza
Esa mezcla de morfina y dexedrina la usábamos en la calle,
mata el dolor y te mantiene arriba el alma.
Pero este juego de adivinanzas tiene sus propias reglas, los buenos no siempre ganan.
Podría salir bien, la espada de Damocles colgando sobre tu cabeza.
Parece que se ha hecho lo que había que hacer, aunque desde aquí el panorama no se vea muy alentador.
Pero hay cosas que no podemos conocer; tal vez haya algo más allá,
algún otro mundo del que no sepamos nada. Sé que odias esa mierda mística,
no es más que otra forma de verlo. La espada de Damocles sobre tu cabeza.
Aduladores y ‘adulados’ son parejas de hecho: no veo mejor a unos que a otros, porque los segundos los toleran y hasta incitan a los primeros. La historia de Dionisio el tirano y Damocles, la dichosa archiinvocada espada suspendida y demás es tardo clásica y probablemente espuria, aunque da igual (sobre todo a Timeo).
ResponderEliminarHas estado desaparecido un tiempo, ¿no? ¿Alguna espada de ídem?
Sí, probablemente es espuria. En cuanto a mi ausencia, podría imputarse a una espada de Damocles; o mejor a varias, algunas de las cuales ya se me han ido sucesivamente clavando. Pero no hay mal que cien años dure ...
ResponderEliminarMe alegra volver a leerte. Me quedo con lo que, falsa o no la historia, lo que debe joder que la broma pase a la historia con el nombre de la víctima y no del inventor.
ResponderEliminarMe gusta mucho el tono de sinvergüenza simpático con que haces hablar a Dionisio. Es bastante realista, porque debía de ser un sinvergüenza de cuidado. (Simpático, ya no sé si lo sería en vida, lo dudo. Pero después de muerto, sin nada que perder, es fácil serlo).
ResponderEliminarY los sinvergüenzas simpáticos tienen una gran ventaja: suelen ser sinceros, cuando mentir no les sirve de nada. Vista desde su punto de vista, la famosa anécdota de la espada hasta tiene bastante verosilimitud.
No es broma: ayer le oí a una prsentadora de TV hablar de la "'espalda' de Damocles"
ResponderEliminarNúmeros: Justo eso es lo que yo pensé, que Dionisio debía estar revolviéndose en su tumba de rabia por lo olvidado que lo tenemos.
ResponderEliminarVanbrugh: Me alegra que te guste el tono de Dionisio y comparto tus conjeturas. En cuanto a lo de la sinceridad, también coincido en que los poderosos absolutos (como ocurría en aquella época) suelen serlo ya que no se sienten en absoluto culpables de nada. Salvo los mentirosos patológicos, uno miente o por vergüenza o para sacar provecho, y ninguno de ambos requisitos imagino que afectarían a Dionisio.
Lansky: Hombre, seguro que la chica leyó este post y se refería, en efecto, a la espalda de Damocles que quedó arañada por el filo de la espada cuando se rompió el pelo de caballo que la sujetaba.