Había una vez un país cuyos gobernantes eran apasionados hacedores de leyes. Todo, pensaban, había de regularse hasta el máximo detalle, con la más absoluta exhaustividad. Creían que si algo no se contemplaba en alguna norma carecía de existencia y, desde esa profunda convicción, sentían –como declaró uno de sus más célebres juristas– que tenían la sagrada misión de conservar la realidad, garantizar su existencia, mediante la proliferación legislativa. En consecuencia, cada nuevo gobierno se esforzaba laboriosamente en elaborar nuevos textos normativos, midiéndose su eficacia en el número de artículos producidos. La inevitable competencia política convertía el Parlamento en sede de una encarnizada lucha entre los partidos gubernamentales y los de oposición. Los primeros trataban a toda costa de que sus proposiciones se aprobaran, los otros de impedirlo, pero en el fondo a nadie le importaba el contenido de la futura disposición y, desde luego, mucho menos si era conveniente o necesaria. Esto es el Estado de Derecho, decían, regirnos por normas, normativizar todas nuestras actividades; cuantas más leyes haya, más Estado de Derecho seremos. Y en ese país, que gran parte de su historia había transcurrido bajo regímenes dictatoriales, lo del Estado de Derecho era el mantra máximo.
Consecuentemente, en pocos años de democracia parlamentaria ese país había acumulado un inmenso cúmulo de textos normativos. Por supuesto, tanta exhaustividad suponía que existieran incontables contradicciones entre disposiciones. Un profesor de matemáticas, a partir de verificaciones empíricas y cálculos probabilísticos, estableció una expresión que aproximaba el número de contradicciones que cabía esperar en función del total de preceptos. Como según sus cálculos el orden de magnitud de preceptos vigentes en el país rondaba el millón (contando sólo los incluidos en Leyes y los del enorme número de disposiciones de otro rango) podía suponerse que las contradicciones totales serían de casi catorce millones. En otras palabras, cada norma del sistema legal se contradecía una media de catorce veces con otra u otras también vigentes. La conclusión era que el profuso bosque de normas convertía cualquier acto de los habitantes y de la administración pública de ese país en ilegal, salvo los escasos que todavía no hubieran sido objeto de ninguna regulación legal.
El artículo de ese matemático causó un cierto revuelo tras airearse en los periódicos sensacionalistas. Enseguida hubo reacciones indignadas de los paladines democráticos que lo tacharon de ejercicio ridículo carente de todo ajuste a la realidad. Sin embargo, unas cuantas pruebas sobre muestras reducidas de leyes al azar pusieron de manifiesto que los resultados eran bastante correctos. Fueron entonces los legisladores quienes quedaron en entredicho y se les exigió que observaran un mayor rigor en su producción normativa, pero sin cuestionar en ningún caso el volumen de ésta. Así que se creó una comisión de prestigiosos juristas encargados de revisar el inabarcable cuerpo normativo para detectar las contradicciones que albergaba y corregirlas. Pero se trataba de una tarea inmensa que obligaba a revisar todas las combinaciones de preceptos y que se complicaba porque las contradicciones podían aparecer al comparar dos disposiciones pero también dos compatibles entre sí dejaban de serlo al confrontarlas con una tercera, y así sucesivamente. Pronto se dieron cuenta de que culminar este encargo de forma sistemática les llevaría demasiado tiempo, de modo que empezaron a presentar propuestas parciales de corrección por temas.
Fieles al espíritu patrio, estas propuestas de corrección nunca se concretaban en la derogación de ninguno de los preceptos incompatibles, sino en su modificación. Ello, claro está, se materializaba mediante la aprobación de la correspondiente nueva Ley, de modo que el resultado fue que el ya altísimo ritmo de producción legislativa se dobló pues a estas incesantes normas correctoras se sumaban las que seguía promulgando el gobierno, atento a cubrir los cada vez más escasos aspectos de la realidad que no contaran con regulación (o ésta fuera insuficiente, que a su juicio siempre lo era). Pasados unos meses, el aficionado a las matemáticas volvió a publicar un artículo en el que sostenía que su expresión, pese a los esfuerzos de los legisladores, continuaba siendo aplicable y que, por tanto, como había aumentado el número total de preceptos, también lo había hecho el de contradicciones que estimaba que ya deberían rondar los dieciséis millones. De nuevo, unos rápidos muestreos hicieron ver que tampoco ahora se había equivocado.
Asumida pues la imposibilidad de que el preciado sistema normativo fuera congruente, las máximas autoridades del país se negaron no obstante a abdicar del objetivo incuestionable de regularlo todo con el máximo detalle. Prestigiosos juristas aclararon a la perpleja ciudadanía que, por definición, el sistema no contenía contradicciones y que las que había –por más que fueran tantísimas– lo eran tan sólo aparentes; es decir, no lo eran. Correspondía a los aplicadores de las normas interpretarlas adecuadamente para encontrar en cada caso su correcto sentido, empleando para ello los métodos consagrados del Derecho. En última instancia, dijeron, tenemos los Tribunales, de forma que la Jurisprudencia se convierte en un elemento fundamental para garantizar a posteriori la congruencia del sistema normativo. Alguien sugirió que se debería pedir al matemático que determinara el número de contradicciones entre las también numerosísimas sentencias, así como entre éstas y el conjunto de preceptos, pero el hombre había dejado el país, según las malas lenguas debido a que su situación laboral había empeorado desde que publicara sus artículos.
Poco a poco, este curioso revuelo se mitigó sin dejar rastros y las cosas siguieron como siempre. El cuerpo normativo crecía incesantemente y, por supuesto, nadie era capaz de conocer ni un ínfimo porcentaje de las normas que directa o indirectamente podían aplicarse sobre su actividad. A la mayoría de los ciudadanos el asunto no les importaba en absoluto en sus vidas cotidianas que, en todo caso, adaptaban para evitar lo más posible la injerencia en ellas de la administración. Había pues un país real que procuraba vivir al margen de la leyes asumiendo que de vez en cuando alguna había de tocarte, accidentes inevitables de la vida. Y había también otro país, el oficial, conformado por todos los individuos que trabajaban para la administración y cuya función era aplicar las leyes sobre las actividades de los ciudadanos que caían bajo sus respectivas competencias. Como en su mayoría estos señores no tenían la altísima formación jurídica que era necesaria para convertir las contradicciones normativas en preceptos congruentes, se encontraban siempre en la tesitura de tener que denegar lo que les era solicitado. Afortunadamente, no se llegaba a la completa parálisis administrativa gracias a que siempre, en cada departamento, podía encontrarse algún responsable (normalmente designado por el partido del gobierno) que se atrevía a prevaricar para desatascar los asuntos de importancia.
Este cuento podría seguir, pero me aburre y hasta deprime narrarlo. Diré en todo caso que, contra lo que uno pensaría desde el sentido común, el cuento no acaba con el derrocamiento del sistema.
The Law - Leonard Cohen (Various Positions, 1984)
Magnífico. Le ha faltado solo una aclaración importante: con la misma frecuencia, al menos, con la que se producían contradicciones entre las innumerables leyes, tenían también que producirse agujeros, lagunas, zonas de la realidad que quedaban absolutamente desreguladas, sin ninguna ley que les fuera aplicable. La producción de estos vacíos es matemáticamente tan inevitable como la de las contradicciones. Ocurre, necesariamente, como otra consecuencia correlativa del hecho fundamental de que cada Ley se atiene solo a su propia lógica interna, y se superpone a la realidad de un modo que no tiene en cuenta cómo es la realidad, sino solo cómo es la ley.
ResponderEliminarY en estos agujeros es donde sobrevive y prolifera la realidad, esquivando lo mejor que puede las amenazantes aristas de las distintas leyes superpuestas y contradictorias, y hasta adaptándose y acomodándose en los rincones más precariamente confortables de los innumerables vericuetos así creados.
(Los abogados, concluyo, han logrado pergeñar un mapa de estos vericuetos, atajos,agujeros, agujerillos y túneles, y cobran una pasta por permitir que los ciudadanos le echen un vistazo cuando no tienen más remedio que moverse de un agujero a otro, o por guiarlos por las peligrosas y casi imperceptibles veredillas que malamente los unen. Muchas veces, además, les dejan tirados a medio camino).
En realidad las 'ciencias' (le pongo comillas porque no lo son) normativas, como la ética, la estética o el derecho, jamas pueden tener leyes inapelables como las de la física.(Que estamos aprendiendo que tampoco: Singularidades)
ResponderEliminarMe ha gustado, chaval, estás 'sembrado' como decían los abueletes chelis de Lavapies
Se me ocurre que este post se podría haber titulado:
ResponderEliminarUN PAÍS DE LEY(-ENDAS)
Artículo 14
ResponderEliminarLos españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.
Artículo 57
1. La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos.
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Y esto sin buscar mucho.
Los estatutos de nuestra copropiedad no son conformes con las órdenes de nuestro municipio que no lo son con las leyes de la Comunitat Valenciana que no lo son con las del Reino Español. Me mareo.
ResponderEliminarUn post magistral,Miros, muchas gracias.
Las negritas que Números pone en su cita de la Constitución parecen querer señalar la contradicción ente la no discriminación por sexo que establece con car´ñacter general el Art.14 y la discriminación por sexo que para los herederos de la Corona establece en cambio el Art. 57. Es una incompatibilidad evidente entre ambos artículos, pero no la única ni, a mi juicio, la más importante.
ResponderEliminarEl Art. 14 prohibe también la discriminación por nacimiento y por cualquier otra condición o circunstancia personal o social. El art 57 y concordantes, por su parte, establecen la Monarquía, que no se es otra cosa que una enorme discriminación a favor de un individuo, Juan Carlos, y de su familia Borbón, y en contra del resto de ciudadanos españoles precisamente por motivos de nacimiento, en primer lugar, y de lo que prudentemente podemos calificar como un conjunto de condiciones y circunstancias personales y sociales. Esta contradicción a mí, al menos, me parece lo suficientemente importante como para poner en grave entredicho la validez del texto constitucional entero. ¿cómo no va a ser contradictorio el conjunto de leyes, si empieza por serlo consigo mismo la Ley que lo encabeza?
Vanbrugh: De acuerdo con lo de que es en esos agujeros donde sobrevive la realidad. No obstante, en el país de mi cuento había un afán incansable de reducirlos al máximo y a fe que lo lograban. Por tanto, la realidad sobrevivía no sólo en los ámbitos no regulados (muy escasos) sino incluso en los regulados, pero haciendo caso omiso de las leyes y procurando evadirlas mientras fuera posible.
ResponderEliminarLansky: Desde el luego que el derecho no es una ciencia.
Números: Me adhiero al comentario que te dedica Vanbrugh (y así me ahorro comentarlo para sólo decir que estoy plenamente de acuerdo).
C.C: Has logrado marearme también a mí. Y gracias a ti.
¿Desde luego? depende de para quién, como en todo: 'ellos' dicen que es una ciencia 'normativa', como la ética y la estética
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