A mediados de abril de 1981 me hicieron mi primer contrato. Antes, durante los estudios universitarios, ya había trabajado por temporadas y por horas para conseguir perras que complementaran la asignación mensual que recibía de mis padres, que apenas alcanzaba a cubrir los gastos de alojamiento y comida. Pero esos curres esporádicos, las más de las veces como delineante mal pagado en estudios de arquitectura, pertenecían a lo que hoy se llama economía sumergida. El primer papel que firmé en calidad de trabajador, con mis correspondientes nóminas y condiciones laborales, fue para encargarme de las tareas de documentación y apoyo de una fundación de estudios ecológicos que tenía sus oficinas en la calle Maudes de Madrid, muy cerca del antiguo Hospital de Jornaleros que por aquel entonces estaba medio ruinoso (aún no lo había adquirido el gobierno regional que todavía ni existía). Esa fundación, cuyo nombre prefiero omitir aunque creo que ya ha desaparecido, no parece que fuera muy trigo limpio, ya que hace unos años, cuando la Seguridad Social me remitió un certificado de mi vida laboral, en el mismo no constaban los seis meses duranre los que diariamente acudí a sus locales. O sea, que no me dieron de alta.
Me pagaban veinticinco mil pesetas al mes que, al cambio nominal, son unos ciento cincuenta euros. Naturalmente, esa cantidad hay que actualizarla teniendo en cuenta la evolución del IPC que, durante esos treinta y dos años y pico y según el INE, ha sido del 355,3%; así pues, mis veinticinco mil pelillas equivaldrían a unos 534 euros mensuales. Por lo que descubro, el salario mínimo interprofesional era en ese año un poquito superior a lo que a mí me pagaban, con lo cual, considerando mi nula experiencia y que mi jornada era sólo de seis horas, supongo que para los cánones de la época no tendría por qué sentirme explotado. Por el contrario, estaba mas contento que unas castañuelas disponiendo de mi primer sueldo. En ese tiempo, lo único que me importaba era conseguir autonomía económica, por muy precaria que fuese, para poder largarme de casa de mis padres a la que había vuelto después de tres años de gozosa vida universitaria lejana e independiente. Pasaría todavía un año hasta mi emancipación y de momento lo que hice fue abrirme una cartilla de ahorros en la extinta Caja Postal.
Me entero ahora de que los cajeros automáticos se introdujeron en España en la segunda mitad de los setenta; no los recuerdo, sin embargo, en la época a la que me estoy refiriendo. Yo, desde luego, no tenía tarjeta de crédito, tan sólo disponía de mi libreta amarilla que había de llevar a una sucursal de Correos cada vez que necesitaba sacar o ingresar dinero. Ese verano de 1981, mientras recorría Andalucía con mi novieta de entonces, me vino de maravilla para disponer en cualquier pueblo de las quinientas pelas de presupuesto diario: básicamente comida, pensión y gasolina, (que, por cierto, acababa de volver a subir y ya estaba por encima de las 70 pesetas el litro, unos 45 céntimos). En fin, que le guardo cierto cariño a la vieja Caja Postal, creada nada menos que en 1909 y liquidada (privatizada) como la casi totalidad del sistema bancario público español bajo las directrices del criminal neoliberalismo, cuyos postulados básicos compartían –y siguen haciéndolo– PSOE y PP (recuérdese que, en su último mandato, González unificó todas las entidades estatales en el grupo Argentaria, paso previo para la privatización de éste por el primer gobierno Aznar).
No estuve mucho tiempo con esos ecólogos de pacotilla. Pese a ser un pardillo, no tardé en darme cuenta de que poco idealismo había en sus actividades. De lo que se trataba era de desviar hacia los fondos propios (y de ahí, imagino, pasarían a los dos o tres jefecillos que controlaban el cotarro) "porcentajes de gestión" de estudios y eventos que les encargaba el CEOTMA, un departamento del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo. Me tocó colaborar en la preparación de un congreso sobre urbanismo y calidad de vida (lo de la "calidad de vida" se pretendía vender como un concepto holístico, a modo de panacea intelectual, aunque a la postre se disolvía como un azucarillo quedándose en nimias vaguedades), haciendo de chico para todo y teniendo, como los monos sabios japoneses, que ver, oír y callar. Por lo que me dijo mi jefe directo cuando le anuncié que me iba, estaban contentos conmigo y hasta se habían planteado subirme el sueldo. Pero para el otoño de ese año mi experiencia allí estaba más que agotada.
Verdad es que, desde unos meses antes, había conseguido una beca para un curso de especialización en trabajos de rehabilitación arquitectónica, en el cual, además, me pagaban la nada despreciable cantidad de treinta mil cucas. Se desarrollaba en jornada de mañana en un amplio piso de la calle Rios Rosas, lo que me permitía ir corriendo a las dos de la tarde (lo normal era que no almorzara) a las oficinas de la fundación, a unas pocas manzanas de distancia, y cumplir ahí mis deberes hasta las ocho o nueve de la tarde-noche. Compatibilicé este pluriempleo juvenil durante unos tres meses, tiempo durante el que gocé de una boyante situación financiera, con ingresos de setenta mil pesetas (unos 420 €) que era casi un sueldo propio de padre de familia de clase media, absolutamente inapropiado, desde luego, para un chaval de veintidós años. Hice pues la primera adquisición "cara" de mi vida: un renault R5 amarillo chillón del cual pagué al contado un alto porcentaje y aplacé el resto en letras a tres años (que, eso sí, para atenuar cualquier tentación de arrogancia, hubieron de ser avaladas por mi padre). Cuatro años después, ese coche sería siniestro total tras un desgraciado accidente con muerte incluida.
Han pasado más de treinta y dos años desde esos días y las cosas han cambiado mucho. Eran aquéllos, creo yo, tiempos de ilusión, de mudanza de hábitos caducos con la consiguiente efervescencia anímica. Madrid, por ejemplo, para los chavales de mi edad "era una fiesta" y lo seguía siendo cuando la abandoné en 1987. Pero, mientras trabajaba mucho y me divertía también mucho, no era consciente de que se estaba organizando una profunda reestructuración de la economía española, preparando el que poco después se bautizaría como nuevo (y único) orden mundial, al que ya estamos férreamente encadenados. Si me comparo con un recién licenciado actual (y no digamos si es arquitecto) concluyo que tuve mucha suerte por vivir esa época con esa edad. Era, desde luego, más fácil conseguir curre y por bajos que parezcan los sueldos que he recordado resultaban, en términos de poder adquisitivo, bastante superiores a los medios actuales. Piénsese, por ejemplo, que los precios de la vivienda durante este periodo se han multiplicado por diez, mientras que los ingresos medios de los españoles lo han hecho por algo menos de cuatro. De hecho, cuando un par de años después me mudé finalmente a un piso de dos dormitorios en pleno centro madrileño, compartiéndolo con un amiguete, pagamos veintidós mil pesetas que, al cambio en valor constante, equivalen a 330 euros. Encuentro en una web inmobiliaria que en aquel edificio siguen alquilando pisos de dos dormitorios a 665 €. Es decir, alguien que ganara ahora unos 1.100 € (el equivalente en valor constante de lo que más o menos estaría ingresando yo en 1983, cuando alquilé), tendría que dedicar el 60% de su sueldo al alquiler (o el 30% si compartiera), mientras que para mí sólo significó el 15%. Tomando este único indicador (que sin duda es bastante relevante) la vida está el doble de dura para los veinteañeros actuales (y hablo, claro, de los afortunados que tienen trabajo).
Han pasado más de treinta y dos años desde esos días y las cosas han cambiado mucho. Eran aquéllos, creo yo, tiempos de ilusión, de mudanza de hábitos caducos con la consiguiente efervescencia anímica. Madrid, por ejemplo, para los chavales de mi edad "era una fiesta" y lo seguía siendo cuando la abandoné en 1987. Pero, mientras trabajaba mucho y me divertía también mucho, no era consciente de que se estaba organizando una profunda reestructuración de la economía española, preparando el que poco después se bautizaría como nuevo (y único) orden mundial, al que ya estamos férreamente encadenados. Si me comparo con un recién licenciado actual (y no digamos si es arquitecto) concluyo que tuve mucha suerte por vivir esa época con esa edad. Era, desde luego, más fácil conseguir curre y por bajos que parezcan los sueldos que he recordado resultaban, en términos de poder adquisitivo, bastante superiores a los medios actuales. Piénsese, por ejemplo, que los precios de la vivienda durante este periodo se han multiplicado por diez, mientras que los ingresos medios de los españoles lo han hecho por algo menos de cuatro. De hecho, cuando un par de años después me mudé finalmente a un piso de dos dormitorios en pleno centro madrileño, compartiéndolo con un amiguete, pagamos veintidós mil pesetas que, al cambio en valor constante, equivalen a 330 euros. Encuentro en una web inmobiliaria que en aquel edificio siguen alquilando pisos de dos dormitorios a 665 €. Es decir, alguien que ganara ahora unos 1.100 € (el equivalente en valor constante de lo que más o menos estaría ingresando yo en 1983, cuando alquilé), tendría que dedicar el 60% de su sueldo al alquiler (o el 30% si compartiera), mientras que para mí sólo significó el 15%. Tomando este único indicador (que sin duda es bastante relevante) la vida está el doble de dura para los veinteañeros actuales (y hablo, claro, de los afortunados que tienen trabajo).
Me voy de casa - Tequila (Confidencial, 1981)
Los discursos de tu padre sobre el uso del teléfono, sus experiencias escolares, tus navidades en familia, ... y ahora esto.
ResponderEliminar¿Estás seguro de qué no somos la misma persona?
Números: ¿La misma persona? Hombre, creo que no, pero ...
ResponderEliminarcon respecto al comentario de arriba, es curioso cómo uno se siente identificado con el otro! me ha pasado mil veces de leer blogs y sentirme clonada. jajaja.
ResponderEliminarhablando de tu entrada, la verdad es que mientras uno transita la vida a su manera hay cambios grandes que uno a penas nota, pero que puede ser un momento crucial para la historia de cada país. ojo, también están los que hacen vista gorda. para proteger la cossa nostra.
y si, la plata sale cara.
saludos, me adhiero al blog! muy lindo por acá.
Yo creo que haces muy bien publicando lo de tus primeros trabajos. Entra más bajo 'conciertos' que en el lado de los desconciertos.
ResponderEliminarEs muy interesante saber cómo iba currando un españolito en aquellos años; dónde vivía, cuánto pagaba de alquiler, el coche que tenía, etc. Considero que son datos históricos, y no exagero. Sirve de ejemplo o espejo para todos nosotros, y la verdadera lástima es constatar que los jóvenes de hoy no han pillado ni van a pillar esos tiempos.
[Soy 15 o 18 años mayor que tú y me hace gracia ver la foto de ese horrendo edificio, porque por aquél entonces tuve un 2º trabajo extra(esporádico) justo enfrente y me parecía increíble que alguien, NADIE, hubiera aprobado un proyecto tan estrafalario.]
'Felisa me muero', (feliz año nuevo, o sea.)
Feliz, año, Miroslav, y que consigas cambiar esas cosas que te has propuesto y que has dejado caer en lo de Lansky...
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