Dilema este que preocupa a más de uno, cosa que no deja de sorprenderme. Hagan la prueba, pidan a cuantos más conocidos mejor que manifiesten sus preferencias sobre el destino de sus cadáveres, dándoles tres opciones: que los entierren (A), que los incineren (B) y el recurrido comodín estadístico que en este caso sería que les es indiferente (C). Encuestas como ésta se han hecho, por supuesto; encuentro una del CIS de enero de 2002 (un poco antigua, ya) de la que resulta que el 20% de la población española le daría igual lo que hicieran con su cuerpo; es decir, que a cuatro de cada cinco sí le importa, e incluyo entre éstos al 7% que todavía no tiene claro qué quieren que se haga con sus restos. A mí, la verdad, me la refanfinfla (palabra no admitida por la Academia y que María Moliner consideró un vulgarismo, lo que no obsta para que me parezca eufónica), me la trae al pairo (expresión náutica, mundo al que soy ajeno y por eso casi nunca uso), me importa un bledo (tampoco muy de mi gusto, quizá porque lo asocio a pedo ya que quién sabe que el bledo es una planta de tallos rastreros, de unos 30 centímetros de largo, hojas triangulares de color verde, con pequeñas flores rojas dispuestas en racimos), me la suda (no, para nada, muy grosera aparte de anatómicamente absurda) ... En resumen, que no me importa lo más mínimo lo que ocurra con lo que quede de mi cuerpo una vez muerto. No obstante, creo que es motivo de reflexión por qué el 80% de nuestros paisanos sí manifiestan interés en este asunto.
La preocupación por el destino de nuestros cadáveres debe estar inscrita en el genoma cultural de nuestra especie, será un meme –usando el neologismo acuñado por Dawkins– que nos hemos ido transmitiendo a través de las generaciones. Ya los neanderthales enterraban a sus muertos confiriendo a esta práctica un sentido de espiritualidad, así que se trata de un meme con unos doscientos mil años, antigüedad suficiente para que haya calado bastante profundamente en nuestro sustrato psicológico. En todo caso, elucubraciones aparte, lo que está claro es que para el Neolítico (apenas hace ocho mil años) la atención a los cadáveres estaba ya firmemente integrada en ese amplio universo cultural que hoy denominamos religioso. Así que para casi todos los individuos que mediante sucesivas reproducciones nos han dado origen el dónde y cómo se dispusieran sus cuerpos inanimados era una cuestión trascendental –término absolutamente preciso en este caso– en sus escalas de valores. Por eso, que para nosotros se aminore tal trascendencia (o incluso desaparezca) va vinculado a la evolución de nuestra religiosidad. Pero no sólo a la religiosidad consciente, a las creencias que nos contamos a nosotros mismos que creemos, sino a la base profunda de éstas, hecha en gran proporción de residuos arcaicos que tildaríamos de supersticiosos pero que ahí dentro siguen, ocultos a nuestra racionalidad analística y, sin embargo, capaces de condicionar nuestras pulsiones. No es irrelevante, por tanto, identificar esos mitos subconscientes que siguen en nuestro yo íntimo para detectar qué tanto influyen en la preocupación, si es que la tenemos, por el destino de nuestros cadáveres y, en tal caso, en la preferencia entre la inhumación o la cremación.
Aunque ambas prácticas han coexistido desde tiempos remotos, cada cultura ha ido decantándose por una. Así, en la grecorromana, las preferencias se inclinaron hacia el enterramiento, hasta el punto de que podía considerarse una falta de respeto a los ancestros quemarlos. No obstante, la incineración nunca estuvo proscrita en Roma, sin duda influidos por los usos de varios pueblos orientales. Entre éstos, destacan los indios cuya religión imponía la cremación. Yendo al otro extremo tenemos las culturas semitas y muy especialmente la intolerante religión judía que siempre abominó de la incineración. Hay numerosas referencias bíblicas en las que basaron su dogmática a tal respecto, empezando por el "regresarás a la tierra pues polvo eres y en polvo te convertirás" del inicio del Génesis. A partir de ahí se desarrolla la creencia de que tras la muerte el alma se va separando lenta y dolorosamente del cuerpo a medida que este se descompone; por eso no se debe embalsamar el cadáver ni meterlo en un mausoleo o nicho, pues ello retrasaría la completa liberación del alma. Pero mucho menos ha de incinerarse ya que la brusca volatilización del cuerpo generaría un insoportable shock para el alma. Como es lógico por directo emparentamiento doctrinal con el judaismo, los cristianos también aborrecieron la cremación y, a medida que la despreciada secta marginal fue adquiriendo ascendencia en la sociedad romana (hasta culminar con la definitiva conquista ideológica del poder), fueron contagiando a los habitantes del Imperio ese rechazo. Así, los romanos tardíos comienzan a escandalizarse de las prácticas funerarias de los bárbaros allende el Rin, entre los cuales quemar los cadáveres era lo habitual, muy relacionado con las ideas sobre la purificación por el fuego (incorporadas luego por la Iglesia, que convirtió la hoguera en uno de sus métodos favoritos para matar pecadores).
Naturalmente, la posición de la Iglesia derivó en gran medida del asunto de la resurrección de los muertos, una vez que la teología oficial se decidió (durante la Alta Edad Media) por la opción de que almas y cuerpos resucitaban conjuntamente. Si era (y sigue siendo) así, parecía lógico preferir el enterramiento, aunque sólo fuera para darle menos trabajo a Dios cuando tuviera que rehacer el cadáver; pero tampoco parece que se negara tajantemente la incineración y de hecho se empleaba sin excesivas angustias escatológicas cuando la situación lo exigía, sobre todo por motivos sanitarios (las pestes, por ejemplo). Esta tolerancia "a regañadientes" –práctica tan habitual de la Iglesia– entró en crisis hacia mediados del XIX, cuando la desvergonzada modernidad perdió definitivamente el respeto a las sacrosantas reglas religiosas desde racionalismos que rayaban el ateísmo (recuérdese que en 1869 Pío IX convocó el Concilio Vaticano I para enfrentarse a las peligrosas ideologías modernas y logró que se aprobara el dogma de la infalibilidad papal). Hasta surgieron algunos que, llevando su "anti-teísmo" en actitud militante, exigieron que al morir se quemaran sus cuerpos para, de ese modo, impedir la resurrección de la carne. Probablemente, quien más ruido hizo al respecto fue Annie Besant, una teósofa discípula de Blavatsky, mujer de vida muy interesante pese a sus chifladuras (o justamente por ellas). Que la incineración pasara a simbolizar un desafío a la fe radicalizó la actitud de la Iglesia y así, en el Código de Derecho Canónico de 1917, se reprueba explícitamente esta práctica mortuoria, entre otros motivos, "por las perversas ideas de que están imbuidos y los fines depravados que persiguen sus más entusiastas defensores". En el Concilio Vaticano II (tan diferente a su antecesor) se derogó esta prohibición y así el vigente Código de Derecho Canónico establece que "se puede conceder las exequias cristianas a quienes han elegido la cremación de su propio cadáver, a no ser que conste que fue elegida por motivos contrarios al sentido cristiano de la vida". Si se interpreta con buena voluntad, en el fondo la Iglesia lo que quiere es preservar la voluntad del difunto frente a sus familiares, porque está claro que si eligió incinerarse para ir en contra del cristianismo, feo estaría que sus familiares se empeñaran en darle un funeral católico.
Imagino que, pese a la permisividad actual, quienes hoy rechazan ser incinerados guardan restos de miedos atávicos –los mismos que hicieron a los primeros teólogos decantarse por la inhumación–. A mi padre lo enterramos porque mi madre así lo decidió; lo curioso es que nos contó que, hablando del tema y manifestando ella su decidida voluntad de que la incineraran, había dicho que a él también. Pero mi madre estaba segura de que lo decía "por darle gusto", que en el fondo no le hacía ninguna gracia ser horneado y convertido en cenizas. Ese sentirse incómodo de mi padre supongo que será común entre los de su generación, pero mucho menos entre los más jóvenes. De hecho, cada vez más prefieren que quemen sus cuerpos y el argumento que más me han repetido es que es "mucho más limpio", que les da asco que sus cadáveres se descompongan y se los coman los gusanos. En este aspecto se ve que todavía no han tenido éxito postulados de corte "ecologista", porque desde luego qué mejor que tu cuerpo participe del ciclo orgánico, cuán aberrante sería desde esta óptica apartarlo de su "destino natural". La verdad es que, aunque sigo manteniendo mi absoluta indiferencia a lo que le suceda a mi cadáver, si entonces fuera mi propio hijo y me tocara decidir qué hacer con él, creo que por este último motivo optaría por el enterramiento.
Si pensamos desde el punto de vista de los deudos, pareciera que el entierro es preferible a la cremación: la ceremonia fúnebre, con su alto simbolismo de despedida, se hace de cuerpo presente y éste se deposita en un espacio fijo, bien señalizado, al que podrán regresar a ver al muerto que "está ahí", aunque saben de sobra que no es cierto, ¿o quizá, de nuevo en el subconsciente, les queda alguna duda atávica? Claro que, para recordar a alguien querido bastante mejor que yendo al cementerio hay otros recursos mucho más eficaces, empezando por las fotos. Ya puestos, actualizando las antiguas momificaciones, podríamos disecar a nuestros muertos y colocarlos en su sillón favorito; e incluso –la actual tecnología nos ofrece múltiples posibilidades– por qué no dotarlos de mecanismos electrónicos que nos permitieran animarlos mediante el correspondiente mando a distancia. Norman Bates, de haber hecho Hitchcok la peli en la actualidad, no habría conservado a su madre en tan lamentable estado. Bromas al margen, también el enterramiento puede parecer preferible a quienes ansían permanecer entre los vivos, ansia de eternidad vanidosa pero no por ello poco frecuente. Sé de más de uno que ha meditado largos ratos sobre su epitafio o incluso trabajado en el diseño de su tumba, preocupaciones que sólo son explicables por el afán de no ser olvidado, no ya por sus familiares o amigos, sino por el mundo en general. Y las continuas visitas a las sepulturas de famosos de toda laya les demuestran que ese intento de "llamar la atención" de los vivos no está necesariamente condenado al fracaso.
Quedaría mencionar en cuanto a las motivaciones la cuestión económica, la cual considero una preocupación muy respetable porque trasluce la loable intención de reducir los gastos de los familiares. Morirse no es gratis, ni mucho menos; consulto en internet y me entero de que el precio medio en España de un enterramiento es de 2.200 euros y de 1.300 en el caso de la incineración (con grandes diferencias a lo largo del país). Tal como está la situación, que se te muera alguien ahora es doble desgracia. De todas maneras, lo de morirse "con dignidad" siempre ha sido caro y por eso, sobre todo entre las clases más humildes, es costumbre ya muy antigua la de contar con un buen seguro de deceso: todos los trimestres pagando la cuota para estar seguro de que te meterán en una buena caja, te llevarán a hombros con el respeto que corresponde y tu hoyo contará con una lápida de mármol. Naturalmente, con todo lo que has ido pagando (más los intereses) podrías pagarte varios entierros, pero esas consideraciones materialistas decaen frente al sólido argumento: la seguridad de que tendrás la ceremonia final que te mereces, incluso aunque tus hijos sean pobres o tacaños. Pero, sobre todo, lo que esta absurda (para mí) institución del seguro mortuorio demuestra es que todavía hoy a la gran mayoría de las personas les importa lo que será de su cuerpo hasta el punto de tomarse no pocas molestias para que ocurra con él lo que quieren.
¿Y tú qué prefieres, que te entierren o que te incineren? ¿O acaso te la refanfinfla?
Aunque ambas prácticas han coexistido desde tiempos remotos, cada cultura ha ido decantándose por una. Así, en la grecorromana, las preferencias se inclinaron hacia el enterramiento, hasta el punto de que podía considerarse una falta de respeto a los ancestros quemarlos. No obstante, la incineración nunca estuvo proscrita en Roma, sin duda influidos por los usos de varios pueblos orientales. Entre éstos, destacan los indios cuya religión imponía la cremación. Yendo al otro extremo tenemos las culturas semitas y muy especialmente la intolerante religión judía que siempre abominó de la incineración. Hay numerosas referencias bíblicas en las que basaron su dogmática a tal respecto, empezando por el "regresarás a la tierra pues polvo eres y en polvo te convertirás" del inicio del Génesis. A partir de ahí se desarrolla la creencia de que tras la muerte el alma se va separando lenta y dolorosamente del cuerpo a medida que este se descompone; por eso no se debe embalsamar el cadáver ni meterlo en un mausoleo o nicho, pues ello retrasaría la completa liberación del alma. Pero mucho menos ha de incinerarse ya que la brusca volatilización del cuerpo generaría un insoportable shock para el alma. Como es lógico por directo emparentamiento doctrinal con el judaismo, los cristianos también aborrecieron la cremación y, a medida que la despreciada secta marginal fue adquiriendo ascendencia en la sociedad romana (hasta culminar con la definitiva conquista ideológica del poder), fueron contagiando a los habitantes del Imperio ese rechazo. Así, los romanos tardíos comienzan a escandalizarse de las prácticas funerarias de los bárbaros allende el Rin, entre los cuales quemar los cadáveres era lo habitual, muy relacionado con las ideas sobre la purificación por el fuego (incorporadas luego por la Iglesia, que convirtió la hoguera en uno de sus métodos favoritos para matar pecadores).
Naturalmente, la posición de la Iglesia derivó en gran medida del asunto de la resurrección de los muertos, una vez que la teología oficial se decidió (durante la Alta Edad Media) por la opción de que almas y cuerpos resucitaban conjuntamente. Si era (y sigue siendo) así, parecía lógico preferir el enterramiento, aunque sólo fuera para darle menos trabajo a Dios cuando tuviera que rehacer el cadáver; pero tampoco parece que se negara tajantemente la incineración y de hecho se empleaba sin excesivas angustias escatológicas cuando la situación lo exigía, sobre todo por motivos sanitarios (las pestes, por ejemplo). Esta tolerancia "a regañadientes" –práctica tan habitual de la Iglesia– entró en crisis hacia mediados del XIX, cuando la desvergonzada modernidad perdió definitivamente el respeto a las sacrosantas reglas religiosas desde racionalismos que rayaban el ateísmo (recuérdese que en 1869 Pío IX convocó el Concilio Vaticano I para enfrentarse a las peligrosas ideologías modernas y logró que se aprobara el dogma de la infalibilidad papal). Hasta surgieron algunos que, llevando su "anti-teísmo" en actitud militante, exigieron que al morir se quemaran sus cuerpos para, de ese modo, impedir la resurrección de la carne. Probablemente, quien más ruido hizo al respecto fue Annie Besant, una teósofa discípula de Blavatsky, mujer de vida muy interesante pese a sus chifladuras (o justamente por ellas). Que la incineración pasara a simbolizar un desafío a la fe radicalizó la actitud de la Iglesia y así, en el Código de Derecho Canónico de 1917, se reprueba explícitamente esta práctica mortuoria, entre otros motivos, "por las perversas ideas de que están imbuidos y los fines depravados que persiguen sus más entusiastas defensores". En el Concilio Vaticano II (tan diferente a su antecesor) se derogó esta prohibición y así el vigente Código de Derecho Canónico establece que "se puede conceder las exequias cristianas a quienes han elegido la cremación de su propio cadáver, a no ser que conste que fue elegida por motivos contrarios al sentido cristiano de la vida". Si se interpreta con buena voluntad, en el fondo la Iglesia lo que quiere es preservar la voluntad del difunto frente a sus familiares, porque está claro que si eligió incinerarse para ir en contra del cristianismo, feo estaría que sus familiares se empeñaran en darle un funeral católico.
Imagino que, pese a la permisividad actual, quienes hoy rechazan ser incinerados guardan restos de miedos atávicos –los mismos que hicieron a los primeros teólogos decantarse por la inhumación–. A mi padre lo enterramos porque mi madre así lo decidió; lo curioso es que nos contó que, hablando del tema y manifestando ella su decidida voluntad de que la incineraran, había dicho que a él también. Pero mi madre estaba segura de que lo decía "por darle gusto", que en el fondo no le hacía ninguna gracia ser horneado y convertido en cenizas. Ese sentirse incómodo de mi padre supongo que será común entre los de su generación, pero mucho menos entre los más jóvenes. De hecho, cada vez más prefieren que quemen sus cuerpos y el argumento que más me han repetido es que es "mucho más limpio", que les da asco que sus cadáveres se descompongan y se los coman los gusanos. En este aspecto se ve que todavía no han tenido éxito postulados de corte "ecologista", porque desde luego qué mejor que tu cuerpo participe del ciclo orgánico, cuán aberrante sería desde esta óptica apartarlo de su "destino natural". La verdad es que, aunque sigo manteniendo mi absoluta indiferencia a lo que le suceda a mi cadáver, si entonces fuera mi propio hijo y me tocara decidir qué hacer con él, creo que por este último motivo optaría por el enterramiento.
Si pensamos desde el punto de vista de los deudos, pareciera que el entierro es preferible a la cremación: la ceremonia fúnebre, con su alto simbolismo de despedida, se hace de cuerpo presente y éste se deposita en un espacio fijo, bien señalizado, al que podrán regresar a ver al muerto que "está ahí", aunque saben de sobra que no es cierto, ¿o quizá, de nuevo en el subconsciente, les queda alguna duda atávica? Claro que, para recordar a alguien querido bastante mejor que yendo al cementerio hay otros recursos mucho más eficaces, empezando por las fotos. Ya puestos, actualizando las antiguas momificaciones, podríamos disecar a nuestros muertos y colocarlos en su sillón favorito; e incluso –la actual tecnología nos ofrece múltiples posibilidades– por qué no dotarlos de mecanismos electrónicos que nos permitieran animarlos mediante el correspondiente mando a distancia. Norman Bates, de haber hecho Hitchcok la peli en la actualidad, no habría conservado a su madre en tan lamentable estado. Bromas al margen, también el enterramiento puede parecer preferible a quienes ansían permanecer entre los vivos, ansia de eternidad vanidosa pero no por ello poco frecuente. Sé de más de uno que ha meditado largos ratos sobre su epitafio o incluso trabajado en el diseño de su tumba, preocupaciones que sólo son explicables por el afán de no ser olvidado, no ya por sus familiares o amigos, sino por el mundo en general. Y las continuas visitas a las sepulturas de famosos de toda laya les demuestran que ese intento de "llamar la atención" de los vivos no está necesariamente condenado al fracaso.
Quedaría mencionar en cuanto a las motivaciones la cuestión económica, la cual considero una preocupación muy respetable porque trasluce la loable intención de reducir los gastos de los familiares. Morirse no es gratis, ni mucho menos; consulto en internet y me entero de que el precio medio en España de un enterramiento es de 2.200 euros y de 1.300 en el caso de la incineración (con grandes diferencias a lo largo del país). Tal como está la situación, que se te muera alguien ahora es doble desgracia. De todas maneras, lo de morirse "con dignidad" siempre ha sido caro y por eso, sobre todo entre las clases más humildes, es costumbre ya muy antigua la de contar con un buen seguro de deceso: todos los trimestres pagando la cuota para estar seguro de que te meterán en una buena caja, te llevarán a hombros con el respeto que corresponde y tu hoyo contará con una lápida de mármol. Naturalmente, con todo lo que has ido pagando (más los intereses) podrías pagarte varios entierros, pero esas consideraciones materialistas decaen frente al sólido argumento: la seguridad de que tendrás la ceremonia final que te mereces, incluso aunque tus hijos sean pobres o tacaños. Pero, sobre todo, lo que esta absurda (para mí) institución del seguro mortuorio demuestra es que todavía hoy a la gran mayoría de las personas les importa lo que será de su cuerpo hasta el punto de tomarse no pocas molestias para que ocurra con él lo que quieren.
¿Y tú qué prefieres, que te entierren o que te incineren? ¿O acaso te la refanfinfla?
Death is not the end - Nick Cave & The Bad Seeds (Murder Ballads, 1995)
A mí me la refanfinfla, pero la entrada es muy interesante pese a lo macabro que, en principio, podría parecer el asunto tratado. Y no sé por qué, me fascina la tercera ilustración, que muestra una forma de ejecución similar a la que se llevaba a cabo en la inolvidable película de Carl Dreyer “Vredens dag”.
ResponderEliminarRecuerdo que hace unos años incineraron en mi pueblo a un conocido, y cuando el encargado del tanatorio (estuve a punto de escribir “crematorio”) le entregó a la mujer del difunto la urna con las cenizas, le dijo algo así como: “tome, aún están calentitas”. No somos nadie.
ResponderEliminarA mí sí me ‘preocupa’ (muy poco, pero un poco) qué harán con mi cadáver. Como ya he cumplido una edad en que resulta imposible hacer con él un ‘cadáver bonito’ como recomendaban los románticos, podría donarlo a la ciencia, para que aprendan anatomía los chapuceros alumnos de primero de medicina, o sacar de él lo que sea útil para otros semejantes (hígado, que ha dado pruebas insuperables de resistencia, corneas, riñones…), pero la verdad es que no me apetece pensar en eso así.
En realidad debo explicar por qué sí me preocupa, y es para no dejar marrones a mis deudos (algo apuntas en ese sentido): no quiero que me visiten (¿a mí,? si no estoy ahí) en la tumba, ni que se vean obligados a cuidarla y pagar por ella, no quiero que se ‘escalofrien’ pensando que me están haciendo cachitos unos torpones estudiantes, por tanto, creo que lo mejor para ellos (yo ya no estoy, no tengo opinión, siguiendo a Epicuro y me da igual) es que me incineren, y luego hagan con las cenizas lo que les resulte más cómodo y consolador para ellos, que si llevarme a un acantilado y soltarlas en el mar (un día tranquilo, sin oleaje bravo, no quiero accidentes), que si lanzarme a las aguas del río favorito, que si tirarlas por el WC y tirar de la cadena, que si colocarlas dentro de un tarro de mermelada, y guardarlo en el desván. Me da igual, lo que más consuelo les produzca, o más alivio o menos problema. Porque pienso, todos los ritos que has enumerado y que cambian culturalmente con las épocas y civilizaciones, están pensados para exorcizar ese terrible destino que es la muerte, pero para los que aún siguen vivos y tienen precisamente pendiente esa última etapa.
Entre los ritos no has mencionado el de algunos pueblos primitivos (el lenguaje de la corrección política ya no admite esta denominación, pero me la refanfinfla) que conviven con sus muertos en sus chozas o incluso se los comen. Amplia bibliografía sobre el tema.
Por cierto, después de darle muchas vueltas a mí no me cuadra del todo ni lo de agnóstico (tengo pocas dudas en ese sentido, aunque reconozco que queda ‘fino’), ni lo de ateo (demasiado militante), ni lo de no creyente (demasiado definido por oposición a), así que me quedo con ‘incrédulo’. Pero entre mi incredulidad no se cuenta la de no creer en el alma (otra cosa es definirla), creo que es un ´termino útil para definir nuestra capacidad de conciencia y autoconsciencia. Creo en el alma pues. También creo que muere y desaparece con el cuerpo. Y que nosotros perduramos después de muertos en tanto que quede alguien vivo que nos recuerde, de ahí el afán de posteridad de tanto artista y hombres de genio. No es mi caso.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar“Refanflinfa”. Yo tampoco la admito (es broma), como doña MM, yo digo ‘refanfinfla’.
ResponderEliminarSigo:
ResponderEliminar“En este aspecto se ve que todavía no han tenido éxito postulados de corte "ecologista", porque desde luego qué mejor que tu cuerpo participe del ciclo orgánico, cuán aberrante sería desde esta óptica apartarlo de su "destino natural". La verdad es que, aunque sigo manteniendo mi absoluta indiferencia a lo que le suceda a mi cadáver, si entonces fuera mi propio hijo y me tocara decidir qué hacer con él, creo que por este último motivo optaría por el enterramiento.”. Creo que no es así, Miros, aunque tengo muy oído el argumento, precisamente ‘ecologista’ (de esa ideología u orientación sociopolítica), que no ‘ecológico’ (de la ecología). En su extremo están los que yo presumo se tiran un farol difícil de practicar que dicen que quieren ser abandonados en el campo para ser pasto de los buitres y así ingresar en la cadena trófica de forma más alambicada y pausada que enterrados y agusanados y, sobre todo, la palabra no existe, ‘abacterizados’. Lo cierto es que somos polvo de estrellas (los átomos más pesados que los dos primeros de la tabla periódica se forman en los reactores de fusión que son los soles) y si nos queman nuestros átomos volverán, vía cenizas sólidas, vía humo (partículas solidas en suspensión con vapor de agua, etc.) al ciclo de materia del planeta que mueve el flujo de energía electromagnética proveniente del sol.
Estoy releyendo a Aldous Huxley, por el que siempre he sentido una ¿inexplicable? debilidad. En "Contrapunto", que acabo de terminar, aparece un científico muy preocupado por el escamoteo de fósforo y de otros minerales importantes que supone el tratamiento de los cadáveres. Como mis preocupaciones son otras que las de este buen señor, lo cierto es que he olvidado qué es lo que él preconiza que debe hacerse con los muertos desde este punto de vista del fósforo. Me parece que le parece mal amontonarlo en cementerios, pero no recuerdo qué opina de la cremación.
ResponderEliminarPersonalmente me da exactamente igual lo que pase con mis restos mortales, que en cuanto se conviertan en restos considero que dejarán de ser míos. Que mis deudos hagan con ellos lo que más les consuele o les acomode. En cuanto a los de las personas a las que he querido, de las que desgraciadamente hay muertas ya unas cuantas, me ocurre lo mismo. No he vuelto jamás a visitar las tumbas de mis padres, por ejemplo, perdidas en algún lugar inencontrable del enorme laberinto que es la Almudena. Ni a ellos ni a mí, creo, nos hace ninguna falta semejante clase de ritual.
Vanbrugh:
ResponderEliminarEl fósforo se halla en la corteza terrestre como componente de diversos minerales. Por efecto de la meterorización química se transforma en ion ortofosfato, que es transportado en disolución por las aguas. Una parte precipita en el suelo en forma de fosfato cálcico y otra parte llega al mar. El fosfato cálcico, Ca(PO4) es incorporado por las plantas, y de éstas toman el fósforo los animales. Dicho elemento entra como componente en los ácidos nucleicos, en el ATP, en los esqueletos, etc. El fósforo que ha sido transportado al mar es incorporado en parte por las plantas y animales marinos, y la mayoría precipita.
Los cadáveres de los seres vivos se descomponen por efecto de los organismos desintegradores, liberándose así el fósforo. En el fondo del mar (y en lagos) se acumulan grandes cantidades de este elemento. Son las llamadas “trampas del fósforo” porque, al acumularse éste en los sedimentos marinos, queda fuera del alcance del hombre. El hombre, para abonar los campos, debe limitarse a los yacimientos minerales de fosforitas (que también proceden de antiguas cuencas sedimentarias marinas). Así mismo puede recurrir al guano, excremento de aves marinas, generalmente pelicaniformes, que dejan en grandes cantidades en los acantilados.
Vamos, que el fósforo tiende a 'inmovilizarse' y no se accesible
Anécdota.
ResponderEliminarUn grupo de antropólogos occidentales (AO) llega a una tribu perdida (TP). Cuando consiguieron entenderse con ellos, mantuvieron el siguiente diálogo acerca de los enterramientos.
AO: ¿Qué hacen con sus muertos?.
TP: Nos los comemos.
AO: (Cara de asco)
TP: ¿Y Ud. con los suyos?.
AO: Los enterramos.
TP: (Cara de asco y extrañeza) ¿Cómo pueden consentir que a sus seres queridos se los coman los gusanos?.
---------
Aunque sé que lo voy a conseguir, cuando me muera quiero que me momifiquen y me pongan en el dormitorio de mi mujer... Así seguro que se le pasan las ganas de irse con otro.
(Lo reconozco, soy un cabrón con pintas)
La idea de Numeros es buena. Roger Corman y Ray Milland a un lado y a otro de la cámara podrían haber hecho una gran película con ella.
ResponderEliminarEn otro orden de cosas, Miroslav, me encanta seguir encontrando, a estas alturas, peruanismos en tu estupenda prosa, como ese "detectar qué tanto influyen", en vez del "detectar cúanto infliuen" o "hasta qué punto influyen", más habituales a este lado del Atlántico. Son modismos que solo encenntro en Vargas Llosa, en Bryce, en Ribeyro... y en ti. Saluda.
ResponderEliminarNo estoy seguro de que la idea de Números funcione, Antonio, aunque como peli de Roger Corman de serie Z quizás sí. No sé...me pongo en la pield e la esposa y pienso que la momia acabaría en el garaje, aparte de que las momias arden mejor que los cadaveres frescos debido a la menor humedad por perdida de agua
ResponderEliminarPor no ser tedioso, que empiezo a acaparar comentarios de esta entrada, los navarros lo tiene tan claro como los caníbales selváticos:
ResponderEliminarCuando yo me muera tengo ya dispuesto
en el testamento que me han de enterrar
en una bodega, dentro de una cuba
con un grano de uva para el paladar
No es mala cosa, la fermentación alcohólica, no digamos la maleólica, no deja ni rastro del cadáver, y hasta puede que le de uno retrogusto a humus del bosque o aromas frutales, carnosidad y elegancia al vino finalmente resultante, vaya usted a saber. ¡Decidido! ni incineración ni inhumación, ¡fermentación y renacimiento en un Ribera del Duero o un Somontano!
¿Por qué no en un Rioja?
ResponderEliminar¡Cuánto prejuicio!
En un post antiguo dije un poco en tono de guasa que donaría mi cuerpo a la Ciencia. Pero hacía ya años que ante notario tenía redactado mi 'testamento vital' diciendo que en caso de extrema gravedad no quería (otra vez) estar en una UVI enchufado a una máquina con medios extraordinarios, cabreado y dando la lata a mis deudos; de modo es que dispuse que se llevara mi cadáver a la facultad de medicina. Allí aprendí mucha anatomía en las prácticas de disección.
ResponderEliminarO, mejor, a una organización a punto de organizarse legalmente con carácter internacional donde guardan congelados órganos o trozos de ellos para estudiar y transplantar a pacientes de todo el mundo.
La familia está de acuerdo; van a hacerlo también. Palmas - a ser posible en casa y a base de morfina -, vienen los 'tíos del saco' y te llevan a no sé qué Centro.
Y encima, no te cuesta un duro, no das la lata a los deudos, y sirves para algo.
(Y, a propósito, siempre me he preguntado por qué no le dejan las gafas a los muertitos en su ataúd con su sudario o su ropa de calle. Si has sido una persona siempre con gafas deberían dejarlas para conservar su aspecto 'normal' ¿no?)
Puestos a elegir... (Advertencia, mejor NO VERLO EN EL CURRO)
ResponderEliminarhttp://vimeo.com/10798467
Mentaba a título ejemplos, dos, pero el rioja, claro, vanbrugh, todos me valen, menos el beaujualais que es malo y caro
ResponderEliminarPues... cuando yo me haya ido, me envolverán las sombras... Así que nadie se va a enterar. Menos yo..., que me da miedo la oscuridad. Así que he decidido quedarme.
ResponderEliminarPor cierto, qué romántica la foto de la parejita en la playa! Aunque me da que se les olvidó el picnic...!
Antonio: No he visto la peli que citas (me la apunto), pero ejecuciones en la hoguera ha habido incontables en la historia. Pensé, por cierto, que la banda sonora de este post fuera el fantástico tema homónimo de Krahe. Y a propósito de las cenizas calentitas: se me ocurre que una buena utilidad sería usarlas como relleno de esos cojines que se meten en el microondas; así los restos de nuestras personas queridas podrían calentarnos las cervicales.
ResponderEliminarLansky: Tienes razón en que deberíamos preocuparnos por no dejar marrones a nuestros deudos y, en ese sentido, parece recomendable la incineración. También en lo de que con la incineración nos reciclamos, pero, qué quieres, me atrae más lo de "reencarnarme" en un ser vivo (por muy gusano o bacteria que sea) antes que pasar directamente a ser "polvo de estrellas". Por cierto, ya corregí lo de "refanfinflar".
Vanbrugh: Tampoco yo he vuelto a visitar los restos de mi padre (están en Toledo) y por la misma razón que citas: no me hace falta (además, allí no están). Por cierto, tengo que confirmar si mi "qué tanto" es, como dices, un peruanismo; ciertamente, suena más "ortodoxo" (suponiendo que el español de españa sea más ortodoxo) el "cuánto" o el "hasta qué punto", pero me sigue gustando más el "qué tanto".
Números: Que conste que esa propuesta tuya de momificarte viene a ser más o menos la misma de la que hago en el post de disecar al muerto. En todo caso, en efecto, tus motivaciones son muy poco ejemplares y –como dice Lansky– probablemente tu momia acabaría en el trastero o en un vertedero (aparte, debe costar una pasta).
Lansky: Convertirte en vino y contribuir al placer de otros. Buena idea.
Grillo: Lo de que te mantengan enchufado a una máquina, llevado a casos extremos, es una putada; conozco un ejemplo real que es absolutamente terrible. Que se lleven tu cuerpo para aprovechar lo que valga (que supongo que en el caso de los muertos ancianos no será demasiado) es, sin duda, la mejor opción. Y si además te evitas gastos, pues miel sobre hojuelas.
Ozanu: Pues no entiendo por qué ese tonto no se dejó coger (incluso en la acepción mexicana del término). Máxime cuando acaba como acaba.
Zafferano: Quédate, quédate para que no te envuelvan las sombras y nos sigas asombrando. Y sí, la fotito es romántica, tan dormiditos ambos al sol ...