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Clemente VII por Sebastiano del Piombo |
La primera mitad de la década de los treinta del XVI fue un periodo relativamente pacífico para Carlos V, especialmente en Italia que era el escenario de la inacabable pugna con Francia, con la insidiosa injerencia del Papado. Justamente con el Papa, con Clemente VII, había firmado la paz el emperador mediante el tratado de Barcelona del 29 de junio de 1529. Este Medici había sido el instigador de la Liga de Cognac, asociando a Venecia, Florencia y otras ciudades estado italianas con Francia para expulsar a los imperiales de Italia. Pero la jugada le salió mal, no sólo por el terrible
saco de Roma, que tantas consecuencias trajo, sino también porque aprovechando la guerra los florentinos echaron a los Medici de la ciudad y restablecieron de nuevo la república (ya lo habían hecho treinta y pico años antes bajo la exaltada dirección de Savoranola). De otra parte, a Carlos no le interesaba aparecer como enemigo del Papa así que, pese a su situación claramente ventajosa, pacta una paz generosa –comprometiéndose incluso a devolver Florencia a la familia de Clemente– a cambio de contar con su favor, encumbrándolo, como haría meses después en Bolonia, como primer príncipe de la Cristiandad (y también, dicho sea de paso, concediendo indulgencias a todos los participantes en el saqueo romano). Naturalmente, el Papa no fue a Barcelona, sino que envió como nuncio con plenos poderes a Jérôme Sclede, obispo de Vaison, antigua diócesis muy cercana a Avignon. Era necesario pues que el emperador se trasladase a Italia, no sólo para encontrarse con el Papa (y que éste lo coronara), sino también para poner en orden definitivamente el barullo de estados que allí había. Así, el 27 de julio se embarca en una galera de Andrea Doria para llegar a Génova el 12 de agosto, donde fue recibido por el Duque y los nobles de la ciudad, así como por tres cardenales enviados por el Papa (el viajecito, desde luego, fue largo: ¡12 días! Ciertamente no llevaría las velas a todo trapo y también hay que tener en cuenta que iba costeando, parando cada jornada en alguna ciudad litoral para comer y despachar asuntos).
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Margarita de Parma, por Antonio Moro |
Hago un alto en la narración para referir un cotilleo pertinente. Como he dicho, el acuerdo con el Papa incluía el compromiso del emperador de restituir Florencia a los Medici y, como titular del cargo, nada menos que con el título de duque, se había escogido a Alejandro, un joven de tez morena (por ello le apodaban
el Moro) de apenas veintidós años. Este Alejandro pasaba por ser hijo natural del último gobernante florentino, Lorenzo II de Medici, pero en realidad parece seguro que lo era del propio Papa, fruto de sus amores –cuando todavía era cardenal– con Simonetta da Collevecchio, una sirvienta mulata de la familia. La bastardía era entonces una lacra, desde luego, pero no igual para ricos que para pobres. Al fin y al cabo, el mismo Papa era hijo ilegítimo de Juliano de Medici, el hermano de Lorenzo el Magnífico (el mayor mecenas del Renacimiento). Carlos naturalmente lo sabría y puso como condición que el chaval se casara con una hija suya, Margarita, nacida en 1522 (¡no había cumplido todavía los siete años!) de Juana van der Gheist, dama al servicio del señor de Montigny, un noble flamenco. No iba a ser menos el emperador que el Papa en lo de buscar acomodo a sus vástagos naturales; de hecho, el 9 de julio, todavía en Barcelona, Carlos hace la formal legitimación de su hija. La niña, que había sido educado por Margarita de Austria, la tía del emperador y gobernadora de los Países Bajos, se casó en efecto con el Moro en 1536 –con trece años– pero éste no le hacía ni caso (se dice que el matrimonio no llegó a ser consumado), puede que porque fuera muy tierna (lo dudo) o más probablemente porque andaba encoñado con su amante Tadea Malaspina, quien ya le había dado dos hijos. En todo caso, la humillante posición de Margarita en el
Palazzo Ducale apenas duró un año, porque en 1537 Alejandro fue asesinado por su primo y –aparentemente– gran amigo Lorenzino, crimen que fue celebrado por la mayor parte de los florentinos pues en sus pocos años de gobierno el Duque había manifestado un carácter despótico. Interviene entonces el emperador que devuelve a su hija a la corte de Bruselas donde estaría poco porque en 1539 se decide casarla con Octavio Farnesio, el hijo adolescente del primer duque de Parma. Con veintidós años daría a luz a Alejandro Farnesio, quien sería uno de los principales generales al servicio de su tío Felipe II.
Como ya he comentado, el principal motivo del viaje de Carlos a Bolonia era
pacificar Italia; entender qué significaba esto requiere recordar que el norte de la península estaba dividido en multitud de entidades "estatales" que se habían ido formando y evolucionando durante la Baja Edad Media en el marco del secular conflicto entre el Papado y el Imperio (
güelfos y gibelinos). Mientras la última etapa medieval se caracterizó en la mayor parte de Europa por la progresiva consolidación del dominio real sobre ámbitos territoriales extensos que anticipan las fronteras de los actuales países, en la franja central –desde Holstein hasta la Toscana– prevalecieron los señores locales, herederos del caduco feudalismo, lo que explica la tardía constitución de Italia y Alemania como estados unitarios (señalo que la fragmentación política de Alemania superaba con creces a la italiana). El inicio del XVI vino a significar la ascensión de dos nuevas potencias en el escenario del poder europeo: de un lado la Francia de Francisco I y de otro la extensa constelación de los Habsburgo: Austria con Hungría y Bohemia, Flandes, España (o las Españas) y Cerdeña-Sicilia-Nápoles. En ese marco, durante el reinado de Carlos V, se desarrollaron tres grandes
escenarios conflictivos en el mapa europeo. En el área oriental lo que preocupaba era la amenaza del imperio otomano, en el cénit de su poder bajo Solimán el Magnífico; desde muy joven el emperador había encomendado ese espacio a su hermano Fernando. En la zona central, lo que hoy es Alemania, el problema radicó en la Reforma religiosa, aprovechada por los príncipes alemanes para conseguir cuotas de autonomía frente a la autoridad imperial; en este asunto, como ya he comentado, la política carolina fracasó estrepitosamente. El último frente, en el cual chocó directamente con Francia, fue el italiano, centrado aparentemente (pero no sólo) en la posesión de Napoles y el Milanesado. En este conflicto –que sería el que más afectaría a la parte "española" de los Habsburgo– siempre estuvo presente la mano del Papa de turno (Clemente VII durante los años en que transcurren los hechos que narro), intrigando sin descanso con los señores italianos y el francés para redibujar el mapa de la península de la forma más conveniente a sus intereses (tanto engrandeciendo el Estado Pontificio como colocando a familiares, como en el caso de Florencia). Acabo esta breve mirada general sobre la geopolítica de la época, comentando que, desde luego, no todos los estados italianos era igual de relevantes. El mayor era el Reino de Nápoles que había sido anexionado al de Aragón por Fernando el Católico, junto con Sicilia y Cerdeña, y que era ambicionado por Francia pero, sobre todo, por el Papado, muy molesto de tener a las puertas meridionales de Roma a los españoles. En el extremo nororiental de la península estaba la República de Venecia, la gran potencia comercial heredera del imperio bizantino que a principios del XVI iniciaba ya su decadencia política; aún así, seguía siendo un estado riquísimo con el que había que contar. El Ducado de Milán constituyó seguramente la pieza más conflictiva de este rompecabezas, debido a las pretensiones dinásticas de la corona francesa que los Habsburgo no estaban dispuestos a admitir; en el momento en que estamos (mediados de 1529), el emperador ha derrotado a la Liga de Cognac (Francia, Papado, Venecia y Florencia) y mediante la
Paz de las Damas (o Tratado de Cambrai de 5 de agosto) se repone a Francesco Sforza, aunque sería por pocos años. El último "gran" estado itaaliano era, naturalmente, el pontificio, que incluía las actuales regiones del Lazio, Umbría, Abruzzo y parte de Las Marcas (salvo el sector norte que formaba el ducado de Urbino) y también gran parte de la Emilia Romaña, separada del resto por los estados toscanos, cuya capital, en el extremo más alejado de Roma era precisamente Bolonia.
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Isabel de Este, por Tiziano |
Uno de esos pequeños estados italianos era Mantua, que abarcaba apenas la actual provincia, pero encajonada entre poderosos vecinos de la época: el Milanesado y Venecia, y Módena, Ferrara y la parte septentrional de los estados pontificios. Era gobernada entonces por el marqués Federico II Gonzaga, descendiente de una familia que había logrado hacerse con el poder en la ciudad dos siglos antes, con el apoyo de los imperiales. Durante ese periodo, los Gonzaga habían cimentado su supervivencia e incluso acrecentado su poderío gracias a una inteligente política matrimonial la cual, si bien presidida por las alianzas con las casas del Imperio, atendía también a familias rivales (incluyendo las vinculadas al reino francés), de modo que al margen de cómo tornase el inestable panorama ellos siguieran en su posición y hasta mejorarla. La madre de Federico, por ejemplo, Isabel de Este, era hija del duque de Ferrara y nieta por el lado materno del rey de Nápoles (de la casa de Aragón); fue una mujer extraordinaria que no sólo convirtió Mantua en uno de los centros artísticos más importantes de la península, sino que logró, como regente durante la minoría de edad de su hijo, reforzar el prestigio del marquesado y de sus muchos hijos, apoyándose básicamente en los intereses del Imperio pero sin descuidar las buenas relaciones con el Papado. Así, envía a Madrid a su hijo Ferrante con solo dieciséis años para que entre al servicio de Carlos, quien le toma gran aprecio; compra por cuarenta ducados el capelo cardenalicio para Hércules, su hijo de veintipocos años; y consigue la investidura imperial para Federico en 1521, ofreciendo el apoyo de Mantua en el primer enfrentamiento contra Francia. En esa guerra –la llamada de los cuatro años– el Papa y Carlos eran aliados, por lo que los Gonzaga no tuvieron ninguna duda al tomar partido. Sin embargo, el creciente poder de los Habsburgo tras la derrota francesa de 1525, preocupaba a los príncipes italianos y muy especialmente a Clemente VII que anima la creación de una liga contra el emperador con Francia, Florencia y Venecia y a la que intenta vincular a los restantes pequeños estados. Para atraerse a Mantua, nombra Capitán General de la Iglesia a Federico, poniéndolo en el brete de tener que combatir contra el emperador en el conflicto que se anunciaba. Para dar manos libres a su hijo, Isabel de Este sustrae del Vaticano la póliza secreta en la que Federico se comprometía a combatir contra los imperiales, lo que le permite a éste declarar su neutralidad, por más que ésta sólo fuera aparente, ya que sin intervenir directamente, facilitó el paso por sus territorios de los lansquenetes de Carlos mientras se ocupó de obstaculizar los movimientos de los soldados de la Liga. En esta segunda guerra, además, su hermano Ferrante estaba al mando de tropas imperiales, justamente de las que tomaron Roma en 1527 y llevaron a cabo el tremendo saqueo de la ciudad. Así pues, en vísperas del viaje de Carlos a Italia, Federico Gonzaga, de la misma edad que él (ambos de 1500), se erigía como uno de sus más firmes aliados en la península.
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Danae por Corregio (detalle) |
Aún así, para mí tengo que Carlos no se fiaría plenamente del marqués de Mantua que, fiel al estilo italiano, no tendría demasiados reparos en cambiar su fidelidad según soplasen los vientos. Hacía más de una década, en 1517, a Federico lo habían casado con la hija mayor de los marqueses del Monferrato, otro pequeño estado encajado en el actual Piamonte entre los ducados de Savoya y de Milán. Esa boda abría la perspectiva de que los Gonzaga heredasen el Monferrato porque el único hijo varón de los marqueses (de la familia de los Paleólogos, emparentados con la dinastía imperial bizantina) era de enfermiza naturaleza y nadie apostaba porque sobreviviera mucho. María Paleologa tenía solo nueve años cuando la casaron, así que se estableció que el matrimonio no podría consumarse hasta que cumpliese la edad canónica, fijada en los dieciséis (luego se ve que la Iglesia decidió bajarla). Federico prestaría su consentimiento interesado a la alianza, lo que no le impidió caer rendidamente enamorado antes de cumplir los veinte de una preciosidad de su corte, Isabella Boschetti, hija de un conde y sobrina del ilustre humanista mantuano Baltasar Castiglione (para ella mandó construir Federico a las afueras de la ciudad el bellísimo
Palacio del Té, una obra maestra de Giulio Romano y también para ella encargó a Correggio los cuatro cuadros que componen
los amores de Júpiter). Durante los tumultuosos años de la guerra de la Liga de Cognac, Federico se convenció de que habían errado sus cálculos de hacerse con el Monferrato, pues Bonifacio, el hermano pequeño de su mujer María, gobernaba el marquesado (bajo la tutela de su madre, que todavía era demasiado joven) con todas las apariencias de haber superado sus debilidades congénitas. Carecía pues de sentido tener que cargar con su esposa oficial y, ayudado por su madre que estaba en Roma (aunque Isabel de Este odiaba a la amante de su hijo), la casa Gonzaga se empeñó en conseguir de Clemente VII la anulación del matrimonio todavía casto. Para reforzar las pretensiones se acusó a los de Monferrato de estar detrás de un intento de envenenamiento de la bella Isabella (que se saldó con la ejecución del marido de ésta, pobre idiota que se había creído tener derecho a la fidelidad de su esposa). Las presiones al Vaticano tuvieron éxito y a principios de mayo del 29, en vísperas del viaje del emperador a Italia, el Papa anula el matrimonio.
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Federico II Gonzaga, por Tiziano |
De nuevo solterito, Federico viaja a Génova a recibir al emperador llevándole de regalo tres magníficos corceles. Carlos lo acoge afabilísimo, asegurándole que se alegra mucho de que haya acudido; está claro que Federico en esos momentos suspira por los favores del César e incluso se ilusiona con la posibilidad de que le entregue el dominio del Ducado milanés. Aunque esta expectativa se frustra (Carlos repone al Sforza pero la independencia del Milanesado durará poco), Federico ve probada las simpatías del todopoderosa con su nombramiento como capitán general de los ejércitos imperiales en Italia cuando ambos estaban en Piacenza el 21 de septiembre. Se plantea entonces el enlace entre Federico y Julia de Aragón (probablemente idea de la intrigante Isabel de Este que era su prima hermana), hija del último rey italiano de Nápoles, Federico I, antes de que tan importante posesión fuera anexionada por Fernando el Católico. Esta Julia era por lo vista bastante fea y, para colmo, solterona avejentada e incapaz, presumiblemente, de tener descendencia (tenía 37 años, pero para la época ya se sabe). A Carlos le venía bien encontrarle un partido a la que era prima tercera suya y Federico estaba más que dispuesto a darle el gusto y emparentar, por muy remotamente que fuera, con el emperador. Unos meses después, casi inmediatamente de su estancia en Bolonia y tras su solemne coronación por el Papa, Carlos llega a Mantua donde permanecerá casi un mes (del 25 de marzo hasta el 18 de abril de 1530). Orgullosísimo de la visita, Federico engalana su ciudad y encarga a Giulio Romano que disponga un espectacular camino de entrada con sendos arcos de triunfo espectaculares en sus extremos. Allí se negocia el compromiso con la Julia napolitana –enlace que era muy del agrado de la Boschetti, pues preveía expresamente que en el caso casi seguro de no haber descendencia, a Federico podría sucederle alguno de los hijos tenidos con ella– que se anunció ante los súbditos en acto solemne en la catedral de Mantua el 8 de abril en el que, además, el emperador confirió al marqués el título de duque.
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Margarita Paleologa (?) por Giulio Romano |
Todo iba de perlas para Federico, quen ya se veía íntimo del emperador, cuando el 6 de junio, apenas mes y medio de la partida de Carlos hacia la Dieta de Augsburgo, Bonifacio IV de Monferrato se cae del caballo y muere a los diecisiete años sin dejar hijos. Pasa a ser marqués de Monferrato su tío Giovanni Giorgio, hombre ya maduro y célibe (era religioso pero dejó el sacerdocio para ejercer la tutela de su joven sobrino) que nadie esperaba que durara demasiado. Maldicen los Gonzaga el compromiso matrimonial adquirido con el emperador a costa de haber desperdiciado la oportunidad de apropiarse de aquel enclave y se apresuran a montar una aparatosa farsa para volver al casamiento con Maria Paleologa. A este fin se organiza una manifestación "espontánea" de la ciudadanía mantuana reclamando el matrimonio con la de Monferrato y Federico siente entonces, además del deseo de atender la voluntad de su pueblo, unos intensos escrúpulos morales por haber roto el sagrado vínculo que le unía a aquélla (éste de los escrúpulos de conciencia era también uno de los motivos que había alegado Enrique VIII para solicitar del Papa unos pocos años antes la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón). El nuevo duque tenía dos problemas; el primero era el que se presentaba más sencillo: conseguir del Papa la anulación de la anulación a lo cual éste accede sin poner casi objeciones (y me imagino que con una íntima satisfacción porque con ello incordiaba a Carlos). El segundo era más complicado: que el emperador aceptase la ruptura del compromiso con su prima y seguir siendo agraciado con su favor. Estas negociaciones duraron bastante más y requirieron los oficios de uno de los más hábiles diplomáticos mantuanos, Nicola Maffei, quien no cejó en exponer los más variados argumentos (añadiendo a los dichos el de que era un cruel castigo obligar al duque a convivir con una mujer tan fea) ante Carlos y, especialmente, al ubetense Francisco de los Cobos, por entonces el consejero de Estado y hombre de la mayor confianza del emperador. Sabedores los de Mantua que Cobos había mantenido una tórrida aventura con una dama de la corte boloñesa, Cornelia Malaspina, y que además era un notorio coleccionista de arte, Maffei le regala un retrato de esa mujer pintado por Tiziano (que, lamentablemente, se ha perdido). La labia del diplomático junto con los imprescindibles dispendios consiguen finalmente que unos cuantos meses después, ya en Bruselas, Carlos aceptase la disolución del acuerdo a cambio, eso sí, de cincuenta mil ducados como reparación y una renta anual de tres mil ducados para la despechada Julia de Aragón. A la cual, por cierto, pasan a casar el 21 de abril de 1533 con el propio marqués de Monferrato nueve días antes de que éste, desesperado por conseguir heredero, muera sin descendencia; cruel destino el de la fea Julia. Pero todavía habían de torcérsele una vez más los planes a los Gonzaga pues justo antes de que el Papa reconfirmase su matrimonio con Maria Paleologa, ésta se muere sopresivamente con veintidós añitos recién cumplidos (¿alguna mano negra?). La madre, Anna d'Alençon que, aunque fuera de modo extraoficial, probablemente mandaba más en Monferrato que su cuñado, ofrece a Federico la mano de Margarita, su otra hija y así, el 3 de octubre de 1531, con el beneplácito de casi todos, se celebra la boda en Mantua y los Gonzaga se salen con la suya porque gracias a este enlace conseguirán el dominio del Monferrato. Margarita le dará siete hijos a Federico, en los menos de siete años que estuvieron casados (otro buen ejemplo de fecundidad), porque el duque moriría a los cuarenta años de sífilis.