Los tres aburridos posts anteriores tenían por objeto aclararme sobre los factores que inciden en el debate de la constitucionalidad de la iniciativa del gobierno catalán de preguntar a los ciudadanos si quieren o no constituirse en Estado independiente. Pero, aunque me interesa el asunto específico, la finalidad última era reflexionar sobre los aspectos generales del mismo; es decir, sobre el alcance real que en nuestro marco jurídico –presidido por la Constitución– tienen los instrumentos llamados de democracia directa (referendos, consultas, etc). De entrada, lo que parece claro es que la Carta Magna no es proclive a darles mucho juego; de hecho, en la sentencia sobre la Ley vasca a la que ya me he referido, el TC destaca que el referéndum (así como otros instrumentos de democracia directa) es "un cauce especial o extraordinario, por oposición al ordinario o común de la representación política, pues no en vano el art. 1.3 CE «proclama la Monarquía parlamentaria como forma de gobierno o forma política del Estado español y, acorde con esta premisa, diseña un sistema de participación política de los ciudadanos en el que priman los mecanismos de democracia representativa sobre los de participación directa». Primera conclusión pues: a los constituyentes no les gustaba mucho este tipo de mecanismos y les dieron cabida casi a regañadientes, cuidándose mucho de limitar sus efectos sobre las potestades de los representantes populares. Basta leer los debates sobre este asunto durante las sesiones constituyentes para verificar los recelos de sus señorías hace casi cuatro décadas (y sorprenderse por los nombres de quienes se alineaban a uno y otro lado). Probablemente la disparidad de posiciones respecto del papel que debían jugar los mecanismos de democracia directa es la causa de que la figura del referéndum, además de limitada, quedara bastante ambigua en la Constitución, sin que –como ya he referido– la doctrina del TC haya contribuido demasiado a precisarla.
Dos son los tipos de referendos considerados en la Constitución que no plantean dudas conceptuales, los constituyentes (artículos 167.3 y 168.3) y los autonómicos (artículos 151 y 152.2). En ambos casos se somete al cuerpo electoral (de todo el Estado o de una Comunidad Autónoma) la norma básica del ámbito político (una reforma de la Constitución en el caso del Estado o del Estatuto de una Comunidad Autónoma) previamente aprobada por correspondiente parlamento. Estos referendos responden fielmente a su origen etimológico: de lo que se trata es de ratificar a través de la democracia directa una norma que ha sido producida por los representantes del "pueblo soberano". Téngase en cuenta que la forma fundamental en que nosotros, el pueblo, ejercemos esa soberanía que se supone que en nosotros reside, es justamente delegando en los representantes que elegimos la potestad legislativa. Dotados de esta delegación popular, sus señorías aprueban normas en nuestro nombre; o sea, somos nosotros quienes indirectamente las aprobamos, premisa ésta que les confiere legitimidad democrática. En las democracias representativas, los electores damos un "cheque en blanco" a nuestros representantes para que legislen durante cuatro años, les decimos que hagan lo que crean que es mejor para nuestros intereses, sin necesidad de que consulten nuestra opinión sobre sus decisiones concretas. Tan sólo están obligado a hacerlo cuando esas decisiones suponen modificar los textos fundamentales de nuestra convivencia política (la Constitución y los Estatutos) y no en todos los supuestos (recuérdese la alevosa reforma constitucional del 135 del verano de 2011).
Pero es la tercera modalidad de referéndum previsto en la Constitución, la del artículo 92 ("Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos"), la única que da juego real para discutir sobre las posibilidades de los mecanismos de democracia directa en nuestro sistema político. También en este caso, lo que se somete al pronunciamiento de los electores es una decisión de sus representantes; cabría pues concluir que, al igual que las dos modalidades anteriores, tiene por finalidad ratificarlas. Sin embargo, los debates constituyentes de los que surge esta redacción permiten interpretar que pueden ser objeto de este tipo de referendos decisiones políticas que aún no se han convertido en normas jurídicas; ante la trascendencia de una decisión del Gobierno, el Presidente pide autorización al Congreso para convocar un referéndum. Incluso, cabría recurrir a estos referendos para conocer la voluntad popular sobre asuntos en los que el Gobierno ni siquiera ha tomado la decisión y, antes de tomarla, entiende que es conveniente que se pronuncie el pueblo. El referéndum consultivo pues, como indica el adjetivo que lo califica en el texto constitucional, tiene por objeto conocer la voluntad popular en el proceso de toma de decisiones políticas, y yo diría que en cualquier momento del mismo: antes de adoptarla, cuando está adoptada pero no del todo y cuando incluso se ha convertido en Ley (en cuyo caso sería propiamente refrendario). Siendo optimistas, podemos entender que es una expresión de democracia directa en el sistema de la democracia representativa. Sin embargo, que realmente sea así depende exclusivamente de la voluntad de nuestros representantes, de que ellos decidan si el asunto es de "especial trascendencia" y de que consideren conveniente que los electores les digan lo que opinan. Y lo cierto es que sus señorías han demostrado que, si por ellos fuera, nunca es conveniente que los electores participemos en la toma de decisiones políticas.
Ha habido dos referendos nacionales desde la entrada en vigor de la Constitución: el de la OTAN (1986) y el de la Constitución Europea (2005). El primero porque a Felipe González no le quedaba otra para "legitimar" mínimamente su radical cambio de opinión en cuanto a la Alianza. Recordemos que el gobierno de Calvo Sotelo nos metió en la OTAN a toda prisa el 30 de mayo de 1982, con gran indignación de la oposición socialista, que hizo del rechazo a la integración uno de los eslóganes de su campaña electoral de 1988, comprometiéndose a someter la permanencia a referéndum. Una vez presidente, Felipe, el de la lengua de serpiente en la divertida canción de Krahe, anunció que iba a tomarse un "tiempo de reflexión" y suspende las negociaciones sobre la integración militar para finalmente convocar el referéndum pidiendo el sí con la amenaza de que dimitiría en caso de perder (y ganó, con el 52,5% a favor y una abstención del 40%). El otro referéndum, el de la Constitución europea, venía impuesto por la Unión y se celebró sin pena ni gloria (casi un 60% de abstención). Salió el sí con bastante holgura (77%) pero no valió para nada porque en Francia y Países Bajos la propuesta fue rechazada. Entonces los dirigentes europeos aprobaron en 2007 el Tratado de Lisboa que entró en vigor como texto magno de la Unión (aunque no se llama "constitución") sin necesidad de someterlo a referéndum.
Con estos antecedentes resulta que, a juicio de quienes han ejercido el gobierno del país en nuestra representación, en estos treinta y seis años sólo ha habido dos decisiones de especial trascendencia que merecían ser sometidas a consulta de la ciudadanía. ¡Sólo dos! Y además, lo cierto es que ni siquiera en esos dos temas sus señorías pensaban en el fondo que convenía atender la opinión de los españoles; si por ellos fuera, ni habrían preguntado, pero por consideraciones políticas (es decir, cálculos relacionados con la permanencia en el poder) se sintieron obligados. Creo pues que puede afirmarse que nuestros políticos abominan de los mecanismos de la democracia directa. Me atrevería a ir más lejos: sostengo que el sistema democrático que se ha consolidado en España (y en Europa, desde luego) es casi incompatible con la participación directa de la ciudadanía en las decisiones de gobierno. En la medida en que el debate sobre la incorporación de mecanismos participativos está calando en las preocupaciones públicas, no es de extrañar que se construya un discurso oficialista del sistema que viene a declarara que el peor enemigo de la democracia es la democracia directa. No lo dirán así, claro, harán trampas con el lenguaje y usarán tópicos simplones (uno que ya ha aparecido es la calificación gratuita de populismo).
De otro lado, también es significativo que los dos únicos ejemplos de consultas populares de que disponemos en nuestra sólida democracia, lo sean también de "traiciones" de los representantes populares a los resultados de la consulta. En el caso de la OTAN, después de que los españoles –no una mayoría– votaran a favor de permanecer en la Alianza sin incorporarse a su estructura militar (pregunta que entonces a muchos ya nos dejó claro que la consulta era sólo un paripé porque, ¿para qué íbamos a estar si no?), los gobiernos tanto socialistas como del PP fueron adoptando sucesivas decisiones que suponían la progresiva integración militar, sin plantearse siquiera que alguna de ellas debía someterse a consulta popular. En cuanto a Europa, visto que no salió el modelo de una Unión neoliberal cuyo objetivo fundamental es la libertad del capital, se impone éste en el precioso monasterio de Belém en diciembre de 2007 con la adhesión entusiasta del gobierno de Zapatero. Sin duda una decisión de especial trascendencia (como su corolario de reforma constitucional posterior) que para nuestros democráticos representantes no sólo no es conveniente someter a referéndum, sino que lo mejor es que se conozca lo menos posible y no sea objeto del debate ciudadano.
Resumen de este post: la Constitución española prevé la posibilidad de los referendos, pero como instrumentos muy subordinados a los mecanismos de la democracia representativa. Por la propia lógica del sistema, quienes controlan ésta –los políticos profesionales de los partidos encastrados en el "sistema"– son absolutamente reacios a someter a consulta popular sus decisiones (salvo cuando torticeramente ven en la llamada a la participación ciudadana un arma para articular sus estrategias). En conclusión, nuestra democracia es sistémicamente casi incompatible con las formas de democracia directa. Esta contradicción aflora al debate público en momentos de crisis de legitimidad de la representatividad política, cuando entre los ciudadanos comienza a calar el sentimiento de que los políticos a los que ha elegido no gobiernan "a favor" de sus intereses. Se trata de una crisis grave, una amenaza seria para el sistema (tanto el político como, sobre todo, el económico a cuyo servicio está el primero) que ha de ser combatida con todos los recursos legales y mediáticos del Poder, proponiendo incluso reformas lampedusianas. Bajo ese prisma veo yo las hipócritas reclamaciones del nacionalismo catalán sobre "profundizar en la democracia", que contribuyen a ensuciar el debate de fondo (el papel que deben jugar los instrumentos de participación ciudadana en un sistema representativo). Pero, aunque la cuestión soberanista signifique a estos efectos un fuerte factor de distorsión, no impide identificar las posiciones que se van perfilando en el tema central. Y así, el relato de esa dialéctica (que ha sido más un monólogo en el discurso oficial) tiene su origen en las discusiones durante la elaboración de la Constitución y llega hasta las tesis del PP considerando que cualquier consulta es un referéndum (recurso contra el Estatut) y, por tanto, sólo es competencia del Estado regularlas y convocarlas. Pero de eso ya hablaré otro día.
Cuervo ingenuo - Javier Krahe (Sabina y Viceversa en Directo, 1986)