Hace ya bastantes años que tengo montado un negocio fantástico. Un amigo mío, un tipo muy rico pero que es un desastre con las finanzas y también algo tonto (ahora que no nos oye), está siempre necesitado de liquidez para sus muchos y cuantiosos gastos. Yo me dedico a prestarle dinero, y lo hago, como buen tiburón que soy, cobrándole un interés según la fiabilidad que en cada momento me ofrezca su capacidad de pago. Hace un par de años, como el tío estaba muy apurado, le puse unos intereses bastante altos que, la verdad sea dicha, he ido poco a poco bajándoselos. En todo caso, el tipo cada vez me debe más; de hecho, para liquidarme la deuda actual tendría que gastarse prácticamente todo lo que ingresa en un año. Hace algunos años el porcentaje era bastante inferior, ni siquiera llegaba a la cuarta parte de sus rentas anuales. Confieso que algo he tenido yo que ver en que mi amigo se haya endeudado tanto; al fin y al cabo, es parte de mi cometido profesional pues ¿de qué viviríamos los prestamistas si la gente no se endeudara?
Por ejemplo, he convencido a mi amigo de que es bueno endeudarse, que no importa que la deuda suba tanto porque, al fin y al cabo, para eso están los largos plazos de devolución. Y es que el tener dinerito contante en el bolsillo da muchas alegrías y anima a gastar, sin preocuparse demasiado de si se está derrochando en caprichos. Claro que también he tenido que vigilarlo porque por momentos se ha pasado y peligraban los pagos periódicos que tenía que hacerme. Así que un día tuve una conversación seria con él. Le advertí que había de reducir los gastos, apretarse el cinturón como suele decirse y, sobre todo, conseguí su promesa solemne de que lo primero era pagar todos los meses las cuotas pactadas de la deuda. Aunque tu familia pase hambre, aunque no tengas para el recibo de la luz, porque si no lo haces no te doy un duro más, y sabes que tampoco ningún otro lo hará. Tuvo que ser un plato amargo para el hombre, pero aceptó, aunque desde luego no se lo consultó a la familia (habrían puesto el grito en el cielo, claro).
Supongo que hasta ahora no os habré sorprendido con mi negocio; al fin y al cabo, el de prestamista es un oficio de toda la vida, por muy mala prensa que haya tenido en otras épocas. Se presta el dinero y a cambio, a lo largo de un tiempo pactado, se recibe el capital más los intereses. Hay que arriesgarse a que te salga un moroso (se supone que ahí está la justificación del interés), pero afortunadamente ese riesgo es hoy bastante pequeño, si eres lo suficientemente hábil para convencer a tu deudor de que cumplir contigo debe ser su objetivo prioritario. En ese convencimiento no todo son argumentos; no tengo inconveniente en admitir –sin entrar en detalles– que dispongo de bastantes recursos de dudosa moralidad para lograr que mi amigo pase por el aro; pero, ¿qué importa la moralidad cuando se trata de ganancias?
Pero no es sólo en mis métodos –que, por otro lado, son los habituales hoy en día– donde radica el verdadero chollo del negocio, no. Verán, resulta que mi amigo pertenece a un club también de gente rica. No crean, le costó bastante que lo aceptaran y ahora se siente tremendamente orgulloso de codearse con los otros socios, tanto que por nada del mundo estaría dispuesto a irse; es más, cree que si no estuviera en ese club su vida se convertiría en un infierno. Por eso mi amigo paga las cuotas del club religiosamente, igual que hace conmigo. Pues bien, el tesorero del club es un buen colega mío –quiero decir que se dedica también a esto de prestar guita–. Así que hemos llegado a un acuerdo para que me pase efectivo a medida que lo necesito y tiene el detalle de cobrarme un interés bajísimo, simbólico, mucho menor, desde luego, que el que yo le cobro a mi amigo.
En resumen, que mi amigo le pasa dinero al tesorero del club, éste me lo presta a mí a bajo interés y yo se lo hago llegar de nuevo a mi amigo a un interés más alto. Es decir, que mi amigo se presta dinero a sí mismo y paga mis beneficios en la operación, mientras yo no arriesgo ni un euro. ¿Es o no un chollo? Pero es que no acaba ahí la cosa. Cuando hace un par de años hice algunas operaciones que me salieron mal y perdí un pastón (que tampoco era mío, pero eso es irrelevante), mi bueno y tonto amigo le pidió dinero al tesorero del club para salvarme el culo. Ya me lo devolverás cuando puedas, me dijo ingenuamente, pero lo importante es que sigas prestándome cuando te lo pida.
Pero no vayan a creer que todo es de color de rosa. Últimamente, negros nubarrones se otean en el ambiente amenazando el chollo. Resulta que, como consecuencia de las apreturas que le impuse a mi amigo, su familia se ha venido cabreando. Yo solía ir con frecuencia por la casa y hasta hace poco prácticamente todos me hacían caso cuando les contaba que la situación era así porque era así, algo inevitable como tantas cosas en la vida; que había que tener resignación y paciencia porque es sabido que tras las vacas flacas vienen las gordas. Sin embargo, notaba que cada vez tenía menos predicamento, sobre todo entre los hijos más jóvenes. Y el asunto ha empeorado mucho, tanto que ahora me tengo que ver casi a escondidas con mi amigo, sin que se entere el resto de la familia.
Lo cierto es que en charlas amistosas con mis colegas, alguno ya había advertido que a lo peor nos estábamos pasando con nuestra forma de hacer las cosas, pero nunca creí del todo que la indignación creciente de la familia de mi amigo pudiera llegar al extremo de poner en riesgo mi negocio. Por suerte, mi amigo sigue fielmente todos mis dictados y ni se le pasa por la cabeza cuestionarlos. Pero el otro día me enteré de que la mayoría de los hijos está pensando en incapacitarle y asumir ellos la administración de las finanzas familiares; cuando lo consigan parece que comentan entre ellos que revisarán a qué obedece la cuantiosa deuda y pretenden obligarme a renegociarla. Naturalmente, no voy a permitirlo, qué se habrán creído esos niñatos.
Deudas - Los Bunkers (Barrio Estación, 2008)
¡Deliciosa parábola!
ResponderEliminar¡Magnífico!
ResponderEliminar¡Qué estupenda, a la par que descorazonadora, historia!
ResponderEliminarGracias a los tres; me alegro de que les haya gustado el cuentito.
ResponderEliminarSomos alumnos de nuestros tiempos y recordamos sus ultimas lecciones. Recordaba a Lugones y que a nuestra sensibilidad le repugna su ensalzamiento del fascismo. Hay quienes ven en el golpe de estado del 30 dado por Uriburu (un Franco menor que floreciò en estas tierras) una puesta en acto del espiritu de epoca creado y promovido por Lugones en "La hora de la espada".
ResponderEliminarEs rendidor criticar en nuestros tiempos al capitalismo, ciego a todo salvo al mezquino interés de un listillos, pero nos olvidamos que aun con sus innegables problemas no hay alternativas deseables para organizar el ahorro y la inversión.
Ya que el estado elije no cobrar impuestos por una suma equivalente para solventar sus gastos ordinarios o extraordinarios, le prestan a España todos los que tienen bonos.
Y que la riqueza convertida en bonos es parte sustantiva del capital acumulado por bancos y particulares.
Asi pues, cuando escuchen sonar el río de la deuda ilegitima, pongan a buen recaudo de la crecida sus haciendas.
Chofer fantasma