Entre las múltiples descalificaciones que viene recibiendo Podemos y que se intensifican a medida que el nuevo partido político va creciendo en intención de voto según las encuestas, una de la que más se repite es la de que se trata de un movimiento populista. Quien seguramente más enfáticamente la ha proferido es el guapito Pedro Sánchez, todavía flamante secretario general del PSOE, cuya innovación de estilo más comentada consistió en aparecer en un programa televisivo de cotilleo. El señor Sánchez no se molestó en explicar qué es lo que el entiende por populismo, pero dio a entender que es algo muy malo y que tiene que ver con el régimen de Chávez y Venezuela (que todos sabemos que es una dictadura), aunque se apresurara a precisar que no usa el término como descalificación sino como definición exacta de Podemos. Es decir, estamos ante una afirmación de autoridad (porque yo lo digo) que, además, ni siquiera tiene un contenido concreto. En fin, lo habitual en nuestro elevado ambiente político, nada de lo que haya de extrañarse. Permanentemente estamos oyendo a nuestros representantes asegurando tajantemente cosas que no significan en realidad nada concreto. Por supuesto, pueden hacerlo porque nadie (o muy pocos) les exigen que expliquen, primero, cuál es el contenido real de lo que enuncian y, segundo, en qué se basan para afirmarlo. Y es que, a la mayoría de la gente tampoco es que le importe mucho, basta con que les llegue la connotación del término elegido (populismo es algo muy malo que lleva a la dictadura y supone la ruina del país) y que se lo vayan creyendo, no tanto porque los ciudadanos valoren altamente la capacidad intelectual del político de turno, sino por el efecto goebbeliano de la repetición insistente y amplificación del mensaje tópico. Y la técnica sigue funcionando, aunque cada vez les sea más difícil emplearla a los de siempre por su descrédito acelerado.
En todo caso, antes de entrar a valorar si Podemos es en efecto un movimiento populista, me ha interesado actualizar mis ideas sobre lo que se entiende por este término, tarea nada fácil porque es uno de los vocablos políticos de límites más difusos, tanto que se ha atribuido a lo largo de la historia a movimientos y regímenes muy diferentes entre sí. Una de sus acepciones peyorativas (no todas lo son) más frecuente es la que lo asocia con el recurso consustancial, como seña de identidad, a la demagogia. La demagogia, en su original concepción aristotélica, es una corrupción de la democracia; para el filósofo griego, que el gobierno surgiera del apoyo democrático daba paso a que aparecieran demagogos que apelaban a las emociones de los ciudadanos para conseguir sus votos. Un político no demagogo sería pues aquél que se atuviera en todos sus discursos a un rigor dialéctico, dirigiéndolos a la razón de los ciudadanos y evitando a toda costa excitar las pasiones del electorado. De más está decir que absolutamente todos los políticos que llevamos sufriendo durante los últimos treinta y pico años son fundamentalmente demagogos. Demagógica es, sin ir más lejos, la imputación de Pedro Sánchez a Podemos porque no busca una reflexión racional de sus oyentes sino activar sentimientos de rechazo en éstos. También todas las campañas electorales son un descarado ejercicio de demagogia, plagadas de soflamas y tópicos para encender al auditorio y hacerlo lo más "masa" posible. Y, desde luego, demagógicas son casi todas las intervenciones en el Parlamento de nuestros representantes, que ni se molestan en argumentar (las más de las veces ni en contestar) sus mensajes huecos y estereotipados. Como parece haber consenso en que los partidos de nuestro sistema parlamentario no son populistas, habremos de concluir que la demagogia puede ser una condición necesaria pero no suficiente del populismo; o sea, que no es ella la nota diferencial. Pero antes de indagar en cuáles podrían ser las características definitorias del populismo, aprovecho para señalar que, en mi opinión, sigue siendo perfectamente actual la calificación aristotélica de la demagogia como corrupción de la democracia; y como creo que es bastante notorio que en nuestra política la demagogia campa a sus anchas, habremos de concluir que nuestra democracia anda muy tocada, está muy corrompida (y no precisamente, aunque todo está relacionado, porque haya muchos políticos que metan la mano donde no deben). Tampoco nos flagelemos demasiado con la cantinela eterna de que somos de lo peorcito; el auge de la demagogia es universal e infecta a todos los regímenes (aunque en distintos grados), por muy democráticos que se proclamen.
Los movimientos populistas se han caracterizado por presentarse como alternativas radicales a los partidos tradicionales, completamente diferentes de éstos, a los que acusan de estar hipotecados por sus múltiples servidumbres al sistema y haber abdicado, en consecuencia, de su obligación de representar y defender los intereses de la ciudadanía. Por usar otro de los términos también muy repetidos en los últimos tiempos, diríamos que los movimientos populistas se perciben en sus primeros momentos como antisistema. Naturalmente, que surjan y alcancen éxito popular con tales declaraciones iconoclastas se debe siempre a que existe un extendido descontento social, a que una parte muy relevante de la ciudadanía no siente que el sistema les resuelve sus necesidades y anhelos, y percibe en efecto que los partidos tradicionales no les representan sino que están al servicio de intereses de grupos oligárquicos. O sea, es la pérdida de legitimidad social del sistema la causa fundamental de que aparezcan alternativas que lo cuestionan. Ciertamente, las que los politólogos identifican como populistas han surgido en este marco y con estos planteamientos, pero tampoco estas "condiciones de origen" son comunes a cualquier movimiento que a lo largo de la historia ha pretendido, desde la apelación a los intereses populares, la transformación radical (e incluso la "demolición") del sistema político preexistente. Valen así para explicar las iniciativas políticas que desembocaron en la Revolución Francesa, los primeros grupos que impulsaron el movimiento obrero durante el siglo XIX y también los partidos fascistas de entreguerras. Mientras hay consenso en calificar a éstos de populistas no se aplica este calificativo a los movimientos obreros que protagonizaron la revolución de 1848. Mirando nuestra historia, los distintos movimientos políticos que nacieron durante la Restauración, y en concreto –por seguir existiendo– el PSOE, se oponían al sistema liberal denunciando su alejamiento de los intereses populares; ¿debe considerarse populista al partido socialista en sus orígenes aunque se haya convertido con el tiempo en uno de los pilares del actual sistema? A mi modo de ver, al igual que ocurre con la demagogia, tampoco los planteamientos antisistema bastan para identificar a un partido como populista.
Otra nota distintiva que se suele atribuir al populismo es que se aprovecha de los mecanismos democráticos –consiguiendo el favor y la simpatía de los votantes– para, una vez que tiene acceso al Poder, dedicarse a deteriorar y hasta destruir las instituciones que garantizan el ejercicio de la democracia con la finalidad de perpetuarse y, finalmente, crear una dictadura. El ejemplo más de libro es el del Partido Nazi, que ganando las elecciones de 1933, se dedicaron casi inmediatamente a acaparar el poder absoluto (el incendio del Reichstag en febrero y la consiguiente abolición de muchos de los derechos de la Constitución de Weimar, la Ermächtigungsgesetz de marzo, la disolución de los partidos, y la autoproclamación de Hitler como fuhrer tras la muerte de Hindenbrug en agosto: el proceso completo en poco más de medio año). Sin llegar a esos extremos, al populismo venezolano creado por Chaves se le imputa que está llevando a cabo también un proceso de desmantelamiento de las instituciones, poniéndolas al servicio del partido bolivariano. Aunque admitiéramos que esta vocación antidemocrática (incluso dictatorial) sí es una característica definitoria de los movimientos populistas (algo sobre lo que no hay en absoluto consenso entre los politólogos), poco nos vale para identificar como tal a un grupo político a priori, salvo que fueran tan tontos de declarar que tales son sus intenciones o dieran pruebas o indicios suficientes de ellas. Es decir, sólo podríamos calificar de populistas a aquellos partidos que, habiendo alcanzado el Poder mediante la demagogia y proclamando planteamientos antisistema, una vez en él se comprobara que adoptan medidas tendentes a debilitar los mecanismos democráticos. Además, esta valoración no es sencilla (salvo en situaciones extremas como la descrita del partido nazi): ¿en qué momento decidimos que las medidas gubernamentales han sobrepasado una raya ideal de los límites democráticos? Porque, en nuestro entorno, el sistema bipartidista predominante en las últimas décadas ha adoptado diversas actuaciones que no han ido precisamente en la línea de fomentar una mejora de la calidad democrática, sino más bien al contrario (por ejemplo tantas que han conducido a la supeditación del Poder Judicial al Ejecutivo, la degradación del Legislativo, etc), y lo cierto es que a nadie se le ocurre hoy tildar al PP o al PSOE de populistas. O sea, que la presunta vocación antidemocrática tampoco parece en la práctica ser un indicador válido para distinguir si un partido es o no populista.
Para no enrollarme demasiado con este repaso de los atributos que no terminan de convencerme para precisar el concepto, recupero una definición que he escuchado a Florentino Portero, licenciado en Historia, politólogo experto en relaciones internacionales (que se autocalifica como liberal-conservador) y profesor de la UNED. Dice el profesor Portero que el populismo se caracteriza por aprovecharse de las pasiones, ilusiones e ideales de la gente (e incluso de sus miserias y necesidades) para prometer lo que es imposible, dejando de lado toda lógica y racionalidad en la toma de decisiones. En gran medida, esta definición vuelve a remitir a la demagogia ya comentada, ya que insiste en que el discurso populista se dirige a las emociones de los habitantes. Pero ya he dicho que, dada la omnipresencia de la demagogia, de poco nos vale, salvo que tildemos de populistas a todos los partidos políticos que sufrimos (y, entonces, tampoco nos vale). Sin embargo, aunque sea sólo un matiz (porque hay quienes dirían que va incluido en la propia esencia de la demagogia), aparece un factor nuevo: que las promesas electorales de los movimientos populistas son imposibles de cumplir. Aún con reservas, es la única nota que he encontrado que puede ofrecer posibilidades reales en la práctica de ser sometida a prueba y discutida con mínimos criterios de objetividad. Basta con analizar las propuestas de los programas de cada partido que se presenta a las elecciones y valorar si las mismas son posibles o, al menos, el grado de probabilidad de su posibilidad. Es más, podríamos convenir en que un buen indicador para graduar el populismo de cada formación política podría ser la argumentación que hacen en sus programas sobre la viabilidad de sus propuestas. Por ejemplo, cuando en 1982 el PSOE de Felipe González prometió que iba a crear 800.000 puestos de trabajo (por citar la más impactante de tantas medidas que entonces nos ilusionaron) no se preocupó mucho de explicar en su programa (Por el cambio) cómo pensaban lograrlo ni de justificar con datos concretos su posibilidad real. Adviértase que esta nota definitoria del populismo se refiere exclusivamente a lo que prometen, no a si lo cumplen. Es decir, si un partido hace promesas posibles (argumentando su viabilidad) y luego, por lo que sea, las incumple, no sería populista. Basta pensar en el actual gobierno del PP que tengo la impresión de que ha logrado el record de nuestra historia reciente en cuanto a la rapidez en el incumplimiento de sus promesas electorales (tampoco Felipe González creó 800.000 puestos de trabajo, por supuesto). Y –por descontado– ni el PP ni el PSOE son populistas.
Otra nota distintiva que se suele atribuir al populismo es que se aprovecha de los mecanismos democráticos –consiguiendo el favor y la simpatía de los votantes– para, una vez que tiene acceso al Poder, dedicarse a deteriorar y hasta destruir las instituciones que garantizan el ejercicio de la democracia con la finalidad de perpetuarse y, finalmente, crear una dictadura. El ejemplo más de libro es el del Partido Nazi, que ganando las elecciones de 1933, se dedicaron casi inmediatamente a acaparar el poder absoluto (el incendio del Reichstag en febrero y la consiguiente abolición de muchos de los derechos de la Constitución de Weimar, la Ermächtigungsgesetz de marzo, la disolución de los partidos, y la autoproclamación de Hitler como fuhrer tras la muerte de Hindenbrug en agosto: el proceso completo en poco más de medio año). Sin llegar a esos extremos, al populismo venezolano creado por Chaves se le imputa que está llevando a cabo también un proceso de desmantelamiento de las instituciones, poniéndolas al servicio del partido bolivariano. Aunque admitiéramos que esta vocación antidemocrática (incluso dictatorial) sí es una característica definitoria de los movimientos populistas (algo sobre lo que no hay en absoluto consenso entre los politólogos), poco nos vale para identificar como tal a un grupo político a priori, salvo que fueran tan tontos de declarar que tales son sus intenciones o dieran pruebas o indicios suficientes de ellas. Es decir, sólo podríamos calificar de populistas a aquellos partidos que, habiendo alcanzado el Poder mediante la demagogia y proclamando planteamientos antisistema, una vez en él se comprobara que adoptan medidas tendentes a debilitar los mecanismos democráticos. Además, esta valoración no es sencilla (salvo en situaciones extremas como la descrita del partido nazi): ¿en qué momento decidimos que las medidas gubernamentales han sobrepasado una raya ideal de los límites democráticos? Porque, en nuestro entorno, el sistema bipartidista predominante en las últimas décadas ha adoptado diversas actuaciones que no han ido precisamente en la línea de fomentar una mejora de la calidad democrática, sino más bien al contrario (por ejemplo tantas que han conducido a la supeditación del Poder Judicial al Ejecutivo, la degradación del Legislativo, etc), y lo cierto es que a nadie se le ocurre hoy tildar al PP o al PSOE de populistas. O sea, que la presunta vocación antidemocrática tampoco parece en la práctica ser un indicador válido para distinguir si un partido es o no populista.
Para no enrollarme demasiado con este repaso de los atributos que no terminan de convencerme para precisar el concepto, recupero una definición que he escuchado a Florentino Portero, licenciado en Historia, politólogo experto en relaciones internacionales (que se autocalifica como liberal-conservador) y profesor de la UNED. Dice el profesor Portero que el populismo se caracteriza por aprovecharse de las pasiones, ilusiones e ideales de la gente (e incluso de sus miserias y necesidades) para prometer lo que es imposible, dejando de lado toda lógica y racionalidad en la toma de decisiones. En gran medida, esta definición vuelve a remitir a la demagogia ya comentada, ya que insiste en que el discurso populista se dirige a las emociones de los habitantes. Pero ya he dicho que, dada la omnipresencia de la demagogia, de poco nos vale, salvo que tildemos de populistas a todos los partidos políticos que sufrimos (y, entonces, tampoco nos vale). Sin embargo, aunque sea sólo un matiz (porque hay quienes dirían que va incluido en la propia esencia de la demagogia), aparece un factor nuevo: que las promesas electorales de los movimientos populistas son imposibles de cumplir. Aún con reservas, es la única nota que he encontrado que puede ofrecer posibilidades reales en la práctica de ser sometida a prueba y discutida con mínimos criterios de objetividad. Basta con analizar las propuestas de los programas de cada partido que se presenta a las elecciones y valorar si las mismas son posibles o, al menos, el grado de probabilidad de su posibilidad. Es más, podríamos convenir en que un buen indicador para graduar el populismo de cada formación política podría ser la argumentación que hacen en sus programas sobre la viabilidad de sus propuestas. Por ejemplo, cuando en 1982 el PSOE de Felipe González prometió que iba a crear 800.000 puestos de trabajo (por citar la más impactante de tantas medidas que entonces nos ilusionaron) no se preocupó mucho de explicar en su programa (Por el cambio) cómo pensaban lograrlo ni de justificar con datos concretos su posibilidad real. Adviértase que esta nota definitoria del populismo se refiere exclusivamente a lo que prometen, no a si lo cumplen. Es decir, si un partido hace promesas posibles (argumentando su viabilidad) y luego, por lo que sea, las incumple, no sería populista. Basta pensar en el actual gobierno del PP que tengo la impresión de que ha logrado el record de nuestra historia reciente en cuanto a la rapidez en el incumplimiento de sus promesas electorales (tampoco Felipe González creó 800.000 puestos de trabajo, por supuesto). Y –por descontado– ni el PP ni el PSOE son populistas.
Political world - Bob Dylan (Oh Mercy, 1989)
Esto de acusar de ‘populismo’ es parte de una moda. Las invectivas en política van por modas. Hace unos años, como recordarás seguro, era muy típico acusar de ‘fascistas’ a las tendencias conservadoras o de derechas, que no eran estrictamente fascistas, es decir, corporativas de un estado sin clases y con dictadura superior de un partido único. Mi opinión es que, en muy distintos grados, el populismo está en todas las opciones políticas. Prometer cosas a sabiendas de que no se podrán cumplir es algo que en mayor o menor medida hacen todos los partidos, y sobre todo todos los políticos que quieren obtener votos; en la mayoría de los casos, en mi opinión, a sabiendas de esa imposibilidad y en otros, como en el caso de Obama en USA con la reforma sanitaria, porque no se tuvieron en cuenta las dificultades reales que se iban a encontrar para cumplirlas.
ResponderEliminarComo me pasa con todas las palabras de significado impreciso y uso de ancho espectro, la palabra populismo me molesta. Me sobra. Creo que quien la usa lo hace para contribuir, deliberadamente, a la confusión y al ruido, y por eso me predispone en contra. Todo el mundo denosta el populismo identificándolo sin más con el adversario de turno, sin especificar qué rasgos lo definen, ni mucho menos analizar en cuál de esos rasgos puede estar incurriendo uno mismo. De manera que cualquiera que ahora mismo califique a cualquier otro de populista despierta mi desconfianza automática. Es un mantra, una fórmula oral cuya finalidad es despertar asociaciones automáticas ("populismo", "Chaves", "Hitler"...) e impedir que se piense, no ayudar a pensar, que es para lo que el idioma debería usarse.
ResponderEliminar(Por si fuera poco, la raiz es "populus", pueblo. Una palabra que, por motivos paralelos, goza de toda mi antipatía. Motivos paralelos, pero de signo opuesto. La ambigüedad confusa "pueblo" se usa generalmente "a favor", mientras que la confusión ambigua "populismo" se suele usar "en contra". Pero el mecanismo y su intención es el mismo en ambos casos, confundir y evitar el análisis racional, sustituyéndolo por la asunción inconsciente de "verdades" reveladas).
En otro orden de cosas, empiezo a cansarme también del oprobio universal que ha caído sobre el "bipartidismo". El único uso legítimo de esa palabra es el que designa un sistema pensado para favorecer que la representación política se reparta solo entre los dos partidos mayoritarios. Por ejemplo, un sistema electoral mayoritario, por distritos unipersonales, suele tener ese resultado, y su empleo suele propiciar que solo obtengan representación los dos partidos que más votos obtengan, y que las restantes minorías, aunque sean significativas, se queden a dos velas.
ResponderEliminarPero el sistema electoral español es proporcional, no mayoritario. La famosa regla de d'Hondt, tan universal e injustamente denostada como el bipartidismo, está pensada para todo lo contrario: para asegurar que todas las minorías -excepto las inferiores al 5%; pero este límite inferior, guste más o menos, no tiene nada que ver con el pobre d'Hondt- que todas las minorías, digo, obtengan una representación lo más proporcional posible a su apoyo real, es decir, a los votos que obtengan. El sistema electoral español es deliberada y vocacionalmente no bipartidista, y lo es precisamente en virtud de esa útil y bien pensada regla de d'Hondt, de la que sin embargo se suele hablar como si fuera la culpable de lo que los españoles, mayoritariamente, deciden votar en cada ocasión.
Porque el hecho de que en la práctica sean dos los partidos que más votos obtienen y que, en consecuencia, se reparten la enorme mayoría de escaños y se turnan, más o menos, en el gobierno, no se debe a ninguna característica del sistema, sino al comportamiento de los electores. Y, por tanto, ni merece el nombre de bipartidismo, ni es en sí ni bueno ni malo. Es un dato. PSOE y PP son los únicos partidos, o lo eran hasta hace poco, con posibilidades de gobernar porque son los únicos con votantes suficientes para hacerlo, no porque el sistema los favorezca, ni perjudique al resto, ni haga nada por procurar que lo sean, sobredimensionando su representación por encima de su apoyo real. Eso, insisto, ni es bipartidismo, ni es bueno ni malo. Es, sencillamente, la voluntad del electorado.
Llamar "bipartidismo" a este fenómeno o, peor aún, llamar bipartidismo al conjunto de los dos partidos hasta ahora mayoritarios, es por tanto un grave error no solo político, sino meramente lingüístico. Y empiezo a sospechar que es un error debido no solo a la falta de cultura política y de reflexión, sino deliberadamente cultivado, una vez más, con el fin de evitar la reflexión, confundir y enturbiar. Una técnica más, como el empleo del "populismo" -aunque esta vez usado, en general, por el otro bando- para evitar que se piense.
Es el mismo fenómeno que el virtuso rechazo que despiertan las mayorías absolutas. Que más de un cincuenta opor ciento de los votos emitidos se dirijan al mismo partido no es ni malo ni bueno, es un dato. Si más del 5o% de los votantes eligen a respresentantes de la misma lista, la mayoría absoluta de los escaños, en un sistema proporcional como el nuestro, no es más que la consecuencia matemática de la mayoría absoluta de los votos. Quejarse de que ocurra equivale a quejarse de que los electores no se hayan puesto de acuerdo, antes de votar, para no coincidir todos en el mismo. "Yo votaría al PSOE, pero si ya lo vais a votar vosotros... pues tendré que votar a otro, para que no haya mayorías absolutas..." Una estupidez, vaya.
ResponderEliminarBrillante análisis. Me hallo totalmente de acuerdo.
ResponderEliminarComo vienen siendo habitual, y que dure, a la exhaustiva recopilación de post de Miroslav se añaden los brillantes y no menos extensos comentarios pergeñados por Vanbrugh. Y entonces, yo, sacando los pies del tiesto, considero mi obligación (es un decir), dentro de mi comparativo laconismo como comentarista, añadir que no concibo una democracia (otra palabra que se las trae y con significados para rodos los gustos e intereses) viable sin la existencia de partidos políticos, por mucho que la llamasen antes partitocracia o ahora ‘la casta’ ( y vaya si lo son y los que vienen detrás y se lo llaman, me temo que también), pero… además de lo que señala Vanbrugh, lo que define una democracia de calidad, pongamos que la que existe en los países escandinavos, es la de sistemas de contrapesos entre los poderes, independientes y controlables tanto en sus acciones como en sus gastos; aquí no funcionan las auditorias, ni los tribunales de cuentas ni las inspecciones de hacienda, ni las penas proporcionales a los delitos, ni… la ciudadanía, tan mal educada que sigo votando a los corruptos.
ResponderEliminarAsí que que te llamen populista es casi lo de menos; hoy por hoy lo que yo me tomaría a mal es que me llamasen político
Lansky: Totalmente de acuerdo con los de las modas en las invectivas. De hecho, al hilo de tu apreciación, se me ocurre que sería interesante cuantificar la frecuencia de los adjetivos descalificativos en el ámbito político para identificar, en cada etapa, cuál es la moda y, a partir de ahí, reflexionar sobre los porqués –nunca casuales– de ésta. Por ejemplo, también en referencia a Podemos, escucho con frecuencia la imputación de comunistas, de lo que deduzco que tal adjetivo ha perdido ya toda su precisión ideológica (que, a diferencia del de "popilista", no es nada ambigua) para convertirse en algo indefinido pero inequívocamente peyorativo.
ResponderEliminarEn cuanto a lo de que todos prometen cosas a sabiendas de que no van a cumplir, también totalmente de acuerdo. Y la culpa es nuestra, por no exigir que las promesas electorales vayan mínimamente argumentadas en cuanto a su viabilidad. Lo que sí te hago notar (ya lo digo en el post) es que, a efectos de la definición de populismo que cito, es irrelevante que las cumplan o no; es decir, obviamente los populistas no las cumplirán (porque sabían de antemano que eran imposibles), pero quienes –como Obama en tu ejemplo de la reforma sanitaria– no las cumplen porque las condiciones reales se lo impiden pero –¿ingenuamente?– las prometieron creyendo que podían lograrlas, no serían populistas.
Vanbrugh: Coincido, por supuesto, con todo lo que dices en tu primer comentario y me parece muy saludable tu reacción automática de desconfianza hacia quienes recurren incansable y únicamente a términos imprecisos (no sólo populismo) que no se molestan en definir justamente porque lo que quieren es sembrar la connotación peyorativa y activar una serie de mecanismos anti-racionales en el oyente. En la mayor parte de los casos, además, quienes lo hacen tienen motivos ruines, interesados. Lo curioso es que este comportamiento que tiene por finalidad dificultar el pensamiento racional, embotar la inteligencia del oyente y excitar su emocionalidad, es una técnica descaradamente demagógica que, a su vez, se asocia como característica inherente al populismo. En otras palabras, cuando Pedro Sánchez tildaba a Podemos de populistas estaba muy probablemente retratándose como tal. Como bien recoge el dicho: lo que digo de otro dice más de mí que del otro.
ResponderEliminarAl hilo de la antipatía que profesas a la palabra pueblo (y cuyos motivos sabes que conozco), te diré que siempre me sorprendió que el PP la usara en su nombre, en especial por los antecedentes izquierdosos del adjetivo. Obviamente, cuando Fraga creó Alianza Popular pretendía reivindicar que el entronque con "el pueblo" no era un patrimonio de la izquierda, conveniente justamente en los momentos en que se legitimaba la naciente democracia con la consabida soberanía popular. Pero, más allá de la vacua voluntad declarativa, a cualquiera tenía que resultarle cuando menos cínico que esos señores, siendo quienes eran y representando lo que representaran, dijeran que su partido era una alianza del pueblo. En fin, cuando todos son populares, el término deja de significar nada y, como bien dices, contribuye a impedir el análisis racional. Que luego pasasen a autodenominarse Partido Popular equivale en consecuencia a llamarse Partido a secas, sin que el nombre dé ninguna pista sobre sus fundamentos ideológicos. Si a eso vamos, quizá sería mejor llamarse Partido Colorado (Uruguay) o El Olivo (Italia).
Vanbrugh: En cuanto a tu comentario sobre el bipartidismo, permíteme hacer algunas consideraciones. La primera es que en el post no hago ningún juicio de valor, simplemente constato que en la últimas décadas el sistema ha sido bipartidista; en la frase en que lo cito podría haber escrito, por ejemplo, que los dos partidos principales que han ocupado el Poder durante las últimas décadas ... Aún así, admito que calificando al sistema de bipartidista parecería que estoy asumiendo no que tal ha sido su naturaleza durante las últimas décadas, sino que este resultado es consustancial al propio sistema, lo cual tú objetas.
ResponderEliminarY tienes razón en cuanto a la Ley de d'Hondt porque, en efecto, ésta no es más que un método para repartir los escaños enproporción a los votos. De hecho, el que los partidos más votados en España obtengan bastantes más escaños en las Generales que los que proporcionalmente les corresponden es debido fundamentalmente a la circunscripción provincial. Basta que pases la Ley de d'Hondt a los resultados totales (para el conjunto de España) de cualquiera de las elecciones generales últimas para que compruebes que al PSOE y el PP se les adjudican significativamente menos diputados de los que les tocaron. Todavía peor, desde el punto de vista de la proporcionalidad, es la sobrerepresentación que obtienen los partidos nacionalistas, por cierto.
Pero, en todo caso, estos "fallos" en el reparto proporcional no invalidan tu conclusión de que el "sistema electoral español es no bipartidista" y, por tanto, de que el bipartidismo real de las últimas décadas obedece fundamentalmente al comportamiento de los electores. Dicho esto, no percibo yo que el bipartidismo sea denostado en cuanto a consecuencia del sistema (que no lo es) ni siquiera en cuanto a resultado de éste (más allá de reclamaciones de una mayor proporcionalidad que irían básicamente en hacer una circunscripción única). Entiendo que últimamente lo que se ataca es el bipartidismo real, una manera –probablemente incorrecta y equívoca, como apuntas– de agrupar en una sola palabra a los dos partidos concretos que lo han configurado.
Tú vas un paso más y empiezas a sospechar que el error de llamar bipartidismo al conjunto de los dos partidos hasta ahora mayoritarios no es inocente (debido a la falta de cultura política) sino intencionado, con el perverso fin de "evitar la reflexión, confundir y enturbiar". No te digo que no sea así, pero no termina de convencerme la hipótesis, porque no alcanzo a ver las ventajas que les reporta a los que tendrían tal intención. A ellos los que les interesa no es denostar el sistema proporcional, sino a los partidos que –como resultado legítimo de éste– han accedido al Poder y, a su juicio, se han convertido en "casta", pero sin que en ello influya para nada el sistema electoral. Más bien al contrario, desde un punto de vista de sus intereses electorales, lo que les conviene en insistir en reforzar más la proporcionalidad del sistema de reparto (que, ciertamente, lleva a limitar las desviaciones y, por tanto, dificulta que sólo dos partidos alcancen porcentajes muy mayoritarios del Congreso). De hecho, como por mucho que mantengan su tendencia creciente de apoyo me parece bastante poco probable que Podemos llegue a alcanzar la mayoría absoluta en las próximas generales, y la única alternativa viable que les veo de alianza es con Izquierda Unida, la circunscripción única aumentaría significativamente los escaños de éstos posibilitando que ambos gobernaran.
Vanbrugh:Por último, también estoy de acuerdo contigo en que las mayorías absolutas son el resultado del comportamiento de los electores (aunque con el matiz de la distorsión de la división provincial; de hecho, la actual mayoría absoluta del PP con el 62% de los escaños corresponde a un 44% de los votos válidos). Pero es que tampoco percibo que se denoste la mayoría absoluta como resultado del comportamiento del electorado, sino los comportamientos de los partidos políticos en el gobierno cuando cuentan con mayoría absoluta. Si alguien llega a la conclusión de que la tendencia al autoritarismo y a pasar de las minorías es inherente a estar en mayoría absoluta, no me parece tanta estupidez que utilice su voto para contribuir a que eso no ocurra. Sin embargo, parece que en la práctica ocurre más lo contrario (aunque no hay reglas fijas): que las encuestas prevean un fuerte apoyo a un partido parece animar a que se le vote.
ResponderEliminarLansky: Yo tampoco concibo la democracia sin partidos; de hecho, nadie (relevante) ha propuesto tal cosa. Tampoco creo que sea exacto decir que el acertado (desde el punto de vista publicitario) término de casta se esté aplicando a los partidos políticos como tales, por más que los que se saben aludidos por el mismo, en clara estrategia de distorsión, así lo digan para poder acusar a los de Podemos de ser injustos y demagogos (acusas al PSOE de casta insultando a tantísimos concejales que trabajan denodadamente por sus pueblos incluso sin sueldo). No, lo de casta va para un perfil concreto de político que, como todos, está en algún partido. Justamente por ello, no creo que sea semánticamente equivalente a partitocracia, pero éste sería otro debate.
ResponderEliminarDe otra parte, a mi juicio señalas uno de los puntos claves de nuestra baja calidad democrática (no el único, claro), como es el debilitamiento de lo que bien llamas "sistema de contrapesos", en muchísimos casos con bajísima independencia práctica y altísima supeditación al poder ejecutivo.
Y una última cosa, supongo que te equivocaste en la forma verbal de tu última frase y querrías haber escrito sigue en vez de sigo. Si no es un error, me la explique, please.
En efecto, es un error/errata de tecleo y quería decir sigue.
ResponderEliminarVeamos si consigo explicar mi oposición a lo que se suele decir del bipartidismo con un estúpido ejemplo de los míos:
ResponderEliminarSupongamos que una teoría política sostuviera que solo deben acceder al gobierno quienes tengan el pelo rizado, y que esta discutible pretensión recibiera el nombre de "rizadismo", y que hubiera países "rizadistas", en los que, efectivamente, por disposición legal, solo teniendo el pelo rizado se pudiera llegar a gobernar.
Supongamos ahora que en un país cualquiera con un sistema "no rizadista", es decir, en el que se pudiera gobernar igualmente con el pelo rizado, con el pelo liso o sin pelo de ninguna clase, sucediera que durante cinco legislaturas seguidas llegara al gobierno un señor con el pelo rizado.(Porque fuera estadísticamente más frecuente el pelo rizado, o porque a los electores les cayera más simpático, o por casualidad). Y supongamos que los partidarios de un candidato de pelo liso, o calvo, comenzaran a quejarse de que el régimen es "rizadista", porque los cinco últimos presidentes han tenido el pelo rizado, y atribuyeran a este supuesto "rizadismo" los notorios males que sufre el país.
Bien, pues la queja de estos señores sobre el supuesto "rizadismo" del sistema me parecería exactamente la misma clase de estupidez mentirosa que me parecen las muchas quejas que vengo escuchando sobre el supuesto "bipartidismo" español, y la atribución generalizada al mismo de los males que sufrimos.
Es legítimo, quiero decir, quejarse de los notorios vicios de funcionamiento de PSOE y PP, del aborregamiento cerril de sus votantes acérrimos e inamovibles, de la estupidez, maldad o corrupción de sus dirigentes o de lo mal que lo han hecho González, Aznar, Zapatero y Rajoy... De lo que se quiera. Pero no lo es quejarse del "bipartidismo" español, porque el hecho de que sean PP y PSOE quienes ganen siempre las elecciones tiene tanta relación con el bipartidismo como lo tendría, en mi ejemplo, el hecho de que los cinco últimos presidentes tuvieran el pelo rizado con el "rizadismo". O sea, ninguna.
No sé si me he explicao...
Sabes que si alguien detesta los nacionalismos en general, y los nacionalismos periféricos españoles en particular, es mi menda. Pero debo decir que lo de "la sobrerrepresentación que obtienen los partidos nacionalistas", aunque muy extendido, es un tópico absolutamente falso. No he sido capaz de localizar en el estupendo blog "Malaprensa" un par de entradas antiguas que lo demostraban cumplidamente, pero seguiré intentándolo. De hecho, del análisis que en ellas hacía Josu, el titular del blog, resultaba que los porcentajes de diputados que sobre el total de escaños obtienen los partidos nacionalistas son de los que más se acercan a los respectivos porcentajes de votos sobre el total nacional. Lo cual es además bastante lógico, teniendo en cuenta que tanto Cataluña como el País Vasco contienen circunscripciones densamente pobladas (Barcelona, Vizcaya), en las que el número de diputados por habitante es muy inferior al de otras zonas españolas y, por tanto, lo lógico parece esperar que los partidos allí mayoritarios estén infrarrepresentados, y no sobrerrepresentados.
ResponderEliminarPor último: a mí el bipartidismo, el de verdad, el que resulta de sistemas que priman a los partidos mayoritarios, no me parece necesariamente malo. Bipartidistas suelen ser, como ya he dicho, los sistemas en los que se elije a un solo candidato por cada circunscripción, y estas son por tanto pequeñas, distritos unipersonales, en los que es más fácil que los electores conozcan a sus candidatos y viceversa. Un sistema así tiene muchas ventajas, entre otras que se acaba el problema de las listas cerradas, y que el compromiso de cada diputado con el mandato de sus electores es más directo y exigible. Es decir, el bipartidismo es perfectamente defendible con muchos argumentos y desde muchos puntos de vista.
ResponderEliminarPero lo que me interesa señalar es que, bueno o malo, el bipartidismo NO ES una característica del sistema político español. Y que, el sistema político español, mejor o peor, NO ES bipartidista. Y que el empleo indiscriminado y peyorativo de la palabra "bipartidismo" en relación con los vicios de funcionamiento de nuestro sistema político es erróneo y pretende localizar la causa del mal donde no se encuentra en realidad; y, en mi opinión, es un "mantra" más, como el "populismo", con el que se busca crear confusión y revolver el río para mejor pescar en él.
En cuanto a las mayorías absolutas, el problema es siempre el mismo, el de un uso intencionadamente ambiguo -es decir, malo- del idioma. Igual que cuando se truena contra el bipartidismo, en general, sin explicaciones, se está confundiendo interesadamente fenómenos distintos y hasta opuestos: unos en los que dos partidos salen siempre ganadores porque así lo quieren los electores, y otros en los que dos partidos salen siempre ganadores porque el propio sistema no permite otra cosa, cuando se abomina de las mayorías absolutas, sin distingos, se está tronando contra el hecho de que la mayoría absoluta de los electores haya elegido una opción, lo cual es legítimo y deseable, y contra el hecho de que el partido así favorecido use esta mayoría para aplastar e ignorar a los restantes, lo cual es, como mucho, discutible. Mezclar, para bien o para mal, en el uso indiscriminado y simplista de una única expresión ("mayoría absoluta", "bipartidismo") fenómenos diferentes, eso es uno de los mecanismos preferidos de la demagogia.
ResponderEliminar(Y que un partido que ha obtenido legítimamente la mayoría absoluta la use tampoco me parece vituperable. Las leyes están para distinguir los comportamientos correctos de los que no lo son. Si la mayoría absoluta permite comportamientos que nos parecen mal, tendremos que cambiar las leyes para impedirlo, con disposiciones en defensa de las posturas minoritarias, por ejemplo. Pero si no las cambiamos, esos comportamientos son legales y forman parte del sistema aceptado, y por tanto es incoherente quejarse de ellos.
Personalmente mi experiencia con Ayuntamientos fragmentados en muchos pequeños grupos hostiles entre sí, absolutamente ingobernables y en los que la más pequeña decisión depende de pactos y componendas me hacen considerar las mayorías absolutas como una cosa francamente deseable. Por poner un ejemplo).
”Personalmente mi experiencia con Ayuntamientos fragmentados en muchos pequeños grupos hostiles entre sí, absolutamente ingobernables y en los que la más pequeña decisión depende de pactos y componendas me hacen considerar las mayorías absolutas como una cosa francamente deseable. Por poner un ejemplo).”. Dice Vanbrugh, y cita una experiencia que me consta que tiene. Y sin embargo, sólo puedo estar de acuerdo parcialmente con él. Las mayorías tienen ventajas, la cuestión es para quién, para las mayorías está claro, pero para los que con sus votos les han dado esa mayoría, no digamos el resto que no s elo dio, no está tan claro. Como tampoco está tan claro que los pactos y componendas sean intrínseca y necesariamente malos; de hecho, gran parte de la política es el arte de establecer pactos. Lo que para mí sigue quedando claro y trasciende las reflexiones de sistemas electorales es que la política no acaba sino que empieza después de unas elecciones y el papel de los ciudadanos también. No sé si me explico suficientemente, pero a mi no me apetecen las exposiciones largas en los comentarios, prefiero dedicarles un post (pero no lo haré)
ResponderEliminarVanbrugh: Te habías explicado de maravilla y en estos últimos comentarios lo haces todavía mejor. De hecho, al menos yo, te había entendido perfectamente y nada nuevo me añades ahora. En realidad, lo que no entiendo es que hayas pensado que no terminaba de entenderte, de lo que deduzco que soy yo el que me explico fatal. Como creo haberte contestado: estoy de acuerdo contigo en que el sistema electoral español no es bipartidista (mayoritario) sino proporcional y que el bipartidismo real de las últimas décadas se debe principalmente al comportamiento de los votantes. De otra parte, también coincido con que las mayorías absolutas son el resultado del comportamiento de los votantes. Tus largos comentarios vienen a insistir en algo sobre lo que no he expresado desacuerdo.
ResponderEliminarEn cambio, apenas te refieres a mis "matices"(porque no llegan a desacuerdos). Primero: que una de las reglas del sistema electoral –las circunscripciones provinciales–, sin hacer que éste deje de ser proporcionalidad, sí atenúa la proporcionalidad favoreciendo a los partidos mayoritarios. No creo que sea muy discutible que los resultados de unas elecciones generales serían más proporcionales si hubiera circunscripción única, lo cual a mí me parece también más "lógico". ¿Por qué mi voto a Izquierda Unida –pongamos– no se puede sumar al de un votante de Pontevedra a la misma formación, cuando las elecciones son para el conjunto del Estado?
Segundo, dices que la circunscripción provincial perjudica a los partidos nacionalistas. En su momento, hice una serie de análisis al respecto, pero tampoco ahora los encuentro, por lo que prefiero aplazar las conclusiones. No obstante es muy sencillo comprobar que, en las últimas generales, CiU obtuvo el 4,17% de los votos y obtuvo el 5,3% de los escaños, Amaiur el 1,37 y el 3,33%, PNV el 1,33 y el 1,66% y Coalición Canaria el 0,59 y el 0,66%. Ciertamente no son sobrerrepresentaciones muy exageradas (a lo mejor se deben más al límite mínimo del 5%) pero lo son. Sobre todo, contrastan con los resultados de IU (6,92% de los votos y 3,66% de los escaños o UPyD (4,69% de los votos, 1,67& de los escaños).
Tercero: lo que yo te señalaba, es que concediéndote que en efecto es un error calificar como bipartidista nuestro sistema electoral, tu sospecha de que quienes cometen este error lo hacen intencionadamente, con el perverso fin de "evitar la reflexión, confundir y enturbiar" no termina de convencerme. Es decir, mi disenso se refería a la intencionalidad de los de Podemos cuando se refieren al bipartidismo. Yo no he percibido (pero puedo ser muy ingenuo) que usen el término para que la gente piense que el sistema no es proporcional sino simplemente para describir el hecho fáctico de que sólo dos partidos se han alternado en el Poder durante las últimas décadas. Y tampoco dicen que esto sea malo en sí, sino que estos dos partidos lo han hecho muy mal (cada vez peor). De hecho, quienes se llevan quejando bastante tiempo del sistema electoral –es especial los de IU porque ciertamente son los más perjudicados– no lo hacen porque sea proporcional, sino al contrario porque quieren que sea más proporcional. Aunque no estoy muy seguro (ya te lo confirmaré en unos días), las intenciones de Podemos en relación al sistema electoral van en la misma línea, lo cual –si continua su línea ascendente– les perjudicará. En tal sentido, es significativo que el PP haya dejado de referirse ya a su regeneración democrática orientada hacia un sistema mayoritario (en las municipales), cuando de repente se encuentran con que el tiro puede salirles por la culata.
Cuarto: y en cuanto a las mayorías absolutas, tan sólo relativizaba tu tajante calificación de que era una estupidez que un votante, temiendo una mayoría absoluta y no gustándole éstas, decida cambiar su voto. De modo parecido a Lansky, yo también opino que las mayorías absolutas no son malas en sí, pero sí considero que nuestro sistema tiene tan debilitados muchos de los "contrapesos" imprescindibles para un buen funcionamiento democrático que posibilitan en la práctica que los gobiernos con mayoría absoluta se comporten de forma nada conveniente.
ResponderEliminarLansky: Totalmente de acuerdo con tu último comentario. Ciertamente, como es habitual en ti, no te explicas suficientemente, pero ya sé que no te apetecen las exposiciones largas. A mí, en cambio, me apetecería que te apetecieran para poder detallar en el debate los aspectos en los que estamos de acuerdo y en los que disentimos, de modo que, además de pasar un buen rato, estoy seguro de que aprendería mucho. Pero qué se le va a hacer.
ResponderEliminarSobre el debate del sistema electoral estoy más o menso de acuerdo con ambos, mis intereses profundos van por otro lado, más cercanos a la ética y la educación cívica que a “las tecnologías democráticas”, que es de lo estáis hablando finalmente. Lo que me interesa pueden parecer o son obviedades: la política es algo demasiado esencial para dejarlo exclusivamente en manos de los políticos profesionales (la casta como dicen ahora) y eso significa que la participación de los ciudadanos no puede restringirse a votar cada cuatro años, pero a unos y otros (o a la mayoría de unos y otros), políticos y lamentablemente ciudadanos, prefieren que las cosas sigan así, unos aprovechándose, aunque sea de sus privilegios, y los otros, comodones, quejándose. En realidad el sistema electoral sobre el que habéis acabado debatiendo desde el populismo es importante, pero no me parece tan esencial como estas otras cuestiones más previas. La educación cívica, o su falta, no es algo que abunde entre nosotros, y la ciudadanía lo primero que debería aprender es que no solo tiene derechos, sino aparejados deberes, y con esa ciudadanía elevada por una buena educación, se podría conseguir unos políticos de más nivel, porque los que ahora tenemos son triste reflejo de nosotros mismos.
ResponderEliminarLansky:
ResponderEliminarlos pactos y las componendas no son malos en sí. Son solo difíciles de alcanzar, y suelen obtenerse a base de minimizar los efectos, de manera que pueda compartirlos una mayoría. En la práctica que yo conozco, eso se traduce en que apenas pueden hacerse cosas, y solo cosas de poca importancia. Si los vecinos de un municipio quieren que su Ayuntamiento sirva para algo, preferirán una mayoría absoluta. Donde no las hay, el Ayuntamiento suele quedar semiparalizado durante cuatro años.
Miroslav:
Uno: siento haber sido insistente y redundante, es una mala tendencia mía, la de ser machacón, repetitivo y prolijo. La compenso, como habrás visto, con algún que otro período de abstinencia absoluta. La moderación y el justo medio no son mi fuerte. (Lansky, por su parte, me compensa también dejándolo todo a medio explicar. Debería aprender de él un poco de concisión, o él de mí un poco de facundia didáctica...)
Evidentemente, las circunscripciones provinciales distorsionan, mucho, la proporcionalidad. El único modo de que no lo hicieran es que se atribuyera a Madrid, o a Barcelona, cuarentata y tantas veces más diputados que a Teruel o a Soria. Como esto nos daría un parlamento con más de mil diputados, no es viable. La circunscripción única que apuntas sería otra solución, la más lógica matemáticamente, pero nos obligaría a votar listas con tres o cuatrocientos nombres, y sería, además, difícilmente conciliable con la teoría de un estado descentralizado y autonómico. Personalmente me inclino por los distritos unipersonales, justo el otro extremo, pero esto en cambio nos alejaría de la proporcionalidad. Entonces sí que habría motivos para hablar de bipartidismo.
Dos: como la proporcionalidad , con las actuales circunscripciones, no puede ser perfecta, ni acercarse siquiera, siempre hay distorsiones entre los votos de cada lista y los escaños que obtienen. Muchas, importantes e inevitables. Las de los partidos nacionalistas son, con diferencia, las menores de todas. Sus porcentajes de votos se acercan a sus porcentajes de escaños mucho más que los de ningún otro partido. Por eso me parece injusto hablar de su sobrerrepresentación, porque son, de los que resultan favorecidos, los que menos "favor" obtienen.
Tres: no creo haberme referido, ni directa ni indirectamente, a Podemos. Lo ignoro casi todo de esa gente -y me gustaría poder seguir indefinidamente en esa situación, aunque temo que no va a ser posible-. Hablo de la queja generalizada sobre el bipartidismo que escucho a gente normal, no políticos profesionales, aunque me imagino que habrán recibido el mantra de los políticos, ignoro de cuáles. Y me da igual. Lo que me interesa es el error que el mantra contiene y las consecuencias que su uso provoca, no quién lo difunde ni con qué intención. E insisto en que, como pasa con todos los términos ambiguos, su uso confunde, enturbia e impide plantear las cuestiones de modo correcto. Hablar de bipartidismo en España, y atribuirle un papel en lo que sucede, es difundir y afianzar un error. Que haya quien lo sepa y lo haga intencionadamente, y quien se limita a creerlo y repetirlo, es una cuestión de política práctica que me interesa mucho menos. Precisamente porque me interesa la política, me interesan cada vez menos los políticos. Entre sus intereses y los míos no hay apenas la menor coincidencia.
Cuatro: los partidos con mayoría absoluta se comportan de manera nada conveniente... para los partidarios de los otros partidos. Es el inconveniente de no tener mayoría absoluta, correlativo a la ventaja de tenerla. La democracia es así. Por eso todo el mundo quiere que sean "los suyos" los que ganen las elecciones.
Vanbrugh: Uno: no te disculpes ni cambies tu estilo; simplemente te hacía notar que ya te había entendido. Aceptando ambos que la circunscripción única sería la más proporcional, no me convencen tus inconvenientes. En cuanto al número de listas, no creo yo que fueran más interminables de lo que ya lo son (sobre todo en algunas provincias, como en la que votas), pero en todo caso, no me parece una objeción significativa. En cuanto a lo de la escasa conciliación con un estado descentralizado y autonómico, pues tampoco. Que la representación territorial, como se lleva años diciendo, sea la del Senado, pero manténgase la igualdad del voto a cualquier ciudadano español independientemente de cuál sea su residencia. De más está que diga, puestos a hablar de inclinaciones personales, que no me convencen nada los distritos unipersonales ni el sistema americano de que todos los escaños de un Estado son para el partido ganador.
ResponderEliminarDos: no insisto en la representación de los partidos nacionalistas; como ya te dije anteriormente, habré de repasa lo que en su día analicé.
Tres: No, tú no te has referido a Podemos. Lo hice yo al inicio del post y supuse –erróneamente por lo que veo– que era a ellos a los que aludías cuando te referías a quienes "malintencionadamente" hablan de bipartidismo. En todo caso, dices ahora que no te interesa la intención de quien difunde ese que llamas "mantra", pero en tu anterior comentario me pareció entender que sí hablabas de intencionalidades, y a ellas me refería.
Cuatro: De acuerdo con lo de que los partidos con mayoría absoluta se comporten de manera nada conveniente para los otros partidos. Lo que pasa es que, con frecuencia, abusan de esa mayoría absoluta para pervertir algunos mecanismos democráticos (contrapesos, los llamaba Lansky muy acertadamente). Pero, claro, la culpa no es suya (¿o sí?) sino de que el sistema no los tenga adecuadamente blindados. Dicho de otra forma, deberíamos tener en España unos límites a lo que se puede y no se puede decidir en el Parlamento, incluso aunque haya mayorías absolutas.