Cuándo: ayer jueves 29 de enero de 2015 hacia las 14:30 hora GMT, durante dos o tres minutos. Dónde: más o menos entre los puntos kilométricos 7 y 3 de la autovía TF-5 en sentido descendente. Quién y cómo: yo pispo alone (sin testigos que corroboren la veracidad de los hechos), conduciendo my own little car por el carril izquierdo y a velocidad elevada (tenía prisa). Venía de Tacoronte, donde vive un amigo de Vanbrugh de sonoro nombre a quien no conozco, e iba hacia mi casa, en Santa Cruz, con el tiempo justo para hacerme un almuerzo y volver a salir pitando. Tráfico intenso, como casi siempre en el tramo metropolitano de la autopista del Norte. De pronto, hacia la altura del campus universitario de Guajara, un monovolumen blanco se pasa al carril izquierdo de los tres que hay y ahí se queda a una velocidad constante de unos noventa kilómetros por hora. Yo, que venía lanzado, me veo obligado a frenar y mantenerme detrás. Espero que se me quite de delante pero no lo hace. Huevón hijo de puta, mascullo; probablemente hasta lo dijera en voz alta.
Huevón es vocablo que aprendí durante mi ya lejana estancia peruana, de uso muy frecuente allí para calificar a los alelados, a esos cuya escasa capacidad intelectual la manifiestan en actos torpones e ineficientes que irritan a quienes los sufren. Parece que a lo largo de estas últimas décadas el adjetivo ha calado en el lenguaje español e incluso he podido escucharlo en alguna comedia televisiva. Pero conste que en mi caso lo tengo interiorizado desde mucho antes y es el que me sale espontáneamente ante comportamientos que obstaculizan el ritmo ágil de las cosas con absoluta indiferencia hacia los demás. A pesar de haberme adaptado a la conducción provinciana, reconozco que cuando estoy al volante suelo toparme con huevones. Pero también aparecen en otros escenarios (uno de ellos, por ejemplo, son las escaleras mecánicas, permanentemente bloqueadas por parejitas huevonas que ni se plantean que pueda haber otros a quienes impiden pasar).
Así que, tras un prudencial tiempo tras el monovolumen blanco, suficiente para constatar que no pensaba apartarse, exhalé eso de huevón hijo de puta para, al cabo de otro ratito (pongamos medio minuto) fijarme en su matrícula y asombrarme de que las tres letras finales fueran –oh maravillas del azar– HHP. El sistema actual de matriculación permite hasta ocho mil permutaciones de las tres letritas finales (20x20x20), aunque de momento sólo se han usado aproximadamente las dos mil quinientas primeras: Es decir, que la probabilidad de que el coche que se me pusiera delante tuviera en su matrícula el acróstico de mi malhumorada invectiva era de una entre dos mil quinientas (menor incluso porque podría haberse tratado de un vehículo de matriculación antigua), valor tan mínimo como para considerar el hecho como otro más de esos pequeños milagros cotidianos que suelen pasársenos inadvertidos.
Por supuesto, mi antipática faceta escéptico-racionalista, empeñada siempre en chafar la percepción ingenua y maravillada de una realidad mágica, me sugirió sobre la marcha una prosaica interpretación del milagro que dejaba de serlo. Previamente a pronunciar mi exabrupto, yo había visto la matrícula del monovolumen huevón sin registrarla conscientemente, pero esa mínima apreciación le habría bastado al subconsciente para estimular a mi cerebro a construir esas tres palabras, ejercicio mental que debe ser ya un automatismo de mi cerebro porque habitualmente hago juegos de este tipo mientras conduzco. Que las tres palabras escogidas fueran las que fueron y no otras derivaría de mi enfado. O sea, que no es que yo pensara espontáneamente que el tipo de delante era un huevón hijo de puta y luego corroborara asombrado que así lo certificaba su matrícula, sino que fue la visión subliminal de su matrícula la que me sugirió sin yo ser consciente de ello el epíteto insultante. Puede ser, pero me niego a admitirlo; fue otra muestra del azar mágico de la realidad.
Majik of Majiks - Cat Stevens (Numbers, 1975)
“No existe la casualidad, y lo que se nos presenta como azar surge de las fuentes más profundas.”. Friedrich Schiller. Últimamente ando mucho leyendo a los románticos alemanes, espero que no me reproches que tenga tiempo para eso. La frase, un tanto tonta por lo terminante, de “las casualidades no existen” es precisamente para reivindicar que lo que existen son las ‘causalidades’, por ocultas que estén, entre otras cosas porque ambas proceden de procesos estocásticos, azarosos. Una mente perezosa desechará el ‘misterio’ y diría: “bah, una casualidad”; una mente paranoica (y abundan, sobre todo al volante e incluso en provincias) diíaá: “¡joder tenía que tener esa matrícula!”, y una mente mágico-esotérica diría: “esa matrícula ha cambiado a HHP en el momento que él se ha convertido en un HHP.
ResponderEliminarAsí que, en mi opinión, no es "la magia del azar" como reza tu título, sino la eficacia pasmosa de "El azar y la necesidad"
Jajaja, a mi me asusta tu historia, es "El Show de Truman", alguien mueve los hilos ahí arriba, demasiada casualidad.
ResponderEliminarCat Stevens...¡qué voz!
Buen finde, :)
¡Juás juás! ¡Bárbaro!
ResponderEliminarSi en la forma de conducir se refleja muchas veces lo peor de cada uno, haciendo del coche una suerte de proyección mecanizada de su propio conductor, esas tres letras podrían ser algo así como una marca de nacimiento, como los tres seis que llevaba en la cabeza el niño de "La profecía".
ResponderEliminar¡Qué risas! Buenísimo.
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