Gracias a Internet parece haberse abolido –o al menos mitigado enormemente– la dimensión espacial. Sentado tranquilamente en casa, sin ningún esfuerzo ni coste económico, puedes ponerte a charlar con un amigo que está a 10.000 kilómetros, viéndose y escuchándose casi con la misma fluidez que si estuvierais en la misma habitación. Lo siguiente será la transmisión por la red de los olores y hasta de sensaciones táctiles. Vistos los avances en las últimas décadas, no se me antoja ningún imposible que en algunos años podamos pasear virtualmente por Buenos Aires o asistir a una reunión en Nueva York, sintiendo con completo realismo que estamos ahí, aunque nuestro cuerpo esté en nuestra casa u oficina, al otro lado del mundo. Supongo también que la incorporación de estas posibilidades de “movilidad virtual” a la vida cotidiana, el asumirlas como “naturales”, irá transformando nuestras personalidades. De hecho, uno de los factores más significativos actualmente en las diferencias “generacionales” tiene que ver con el grado de integración personal de las aún llamadas nuevas tecnologías. Quienes nacimos, crecimos e iniciamos nuestra vida laboral sin Internet, por más que las usemos (y hasta con entusiasmo) seguimos concibiéndolas como algo externo, medios ajenos a los propios (los de nuestro cuerpo), pero esa separación perceptiva no es ya tan clara entre los más jóvenes, para quienes el móvil (con lo que implica de integración en la red) es asumido como un miembro más de ellos mismos, y de los más importantes. Si, como creo, se están produciendo significativas transformaciones en la percepción psicológica del espacio, será inevitable que muchísimas de las prácticas e instituciones sociales basadas en otra concepción de éste comiencen también a transformarse (pensemos, por ejemplo, en la exigencia de “presencialidad” en lugares concretos). Claro que ello requiere que se alcance la casi completa interconectividad de los miembros de una sociedad, que todos integren como propias estas posibilidades. También es verdad que, según cómo se desarrollen las cosas –y, en particular, la gestión y el control de Internet, donde ya se juegan las luchas de poder–, puede que esta “evolución” de la especie agudice las desigualdades entre las personas. Ya se verá.
Ahora bien, si las rígidas barreras del espacio parecen estar aboliéndose, no ocurre lo mismo, de momento, con la dimensión temporal. Pienso en concreto en la memoria, en la capacidad individual que cada uno tenemos de guardar los recuerdos de vivencias pasadas y recuperarlos a voluntad en el presente. La memoria es lo que nos garantiza la continuidad de nuestra identidad, el sabernos cada uno en cada momento, como sucesión ininterrumpida de lo que hemos sido (y vivido). La conciencia del yo está necesariamente vinculada a un grado mínimo de funcionamiento de la memoria, a un equilibrio entre recuerdos y olvidos, a lo mejor a un ejercicio de reinvención constante del pasado que permita a nuestro cerebro garantizar mínimamente la continuidad de lo que somos (o, al menos, de lo que nos contamos que somos). Los fallos orgánicos de esta capacidad mental –alzheimer, por ejemplo– hacen que el individuo deje de saber quién es. Ciertamente, los medios actuales permiten guardar y recuperar eventos (información) del pasado. Pero, que yo sepa, aún no existen ensayos de integrar esas “memorias virtuales” en las orgánicas de los individuos, aunque ya contemos con varios relatos cinematográficos al respecto. No es difícil imaginar la posibilidad de que nuestro cerebro fuera “complementado” con un disco duro bien indexado al que éste recurriría a voluntad para recuperar las caras de viejos conocidos, la película de acontecimientos de hace veinte años o incluso revivir las emociones que sentimos cuando nos ocurrían. Claro que, si eso llega a ser posible, también cabría que esos discos duros tuvieran recuerdos “falsos”, puestos a nuestra voluntad o contra ésta. Desde luego, elucubrar en esta dirección lleva a concluir que, más que reforzar la continuidad de nuestras identidades individuales, es más posible que éstas se diluyeran en un carrusel alucinógeno.
Si escribo estos desvaríos es porque, comparándome con otras personas, me considero bastante desmemoriado, tanto que a veces me pregunto si yo sigo siendo yo, pues me es imposible establecer la continuidad vivencial de mí mismo a lo largo de mi vida. En romance: no me acuerdo de casi nada de mis vivencias, como mucho de los “títulos” –a modo de nota sintética– de episodios pasados, pero poco más. Y no se crea que estoy refiriéndome a mi remota niñez porque el olvido llega hasta tiempos muy recientes, como una máquina quitanieve que va limpiando la memoria con muy poco retraso. Supongo –porque así me lo han dicho quienes de esto saben– que esos recuerdos los tengo almacenados en rincones de mi cerebro, pero será que éste ha perdido los índices. Aún así, ha habido momentos –pocos– en los que determinados catalizadores, a modo de magdalena de Proust, me han traído al presente, como relámpagos brillantes pero efímeros, escenas de mi pasado, incluso fuertemente coloreadas con su carga emocional. Mas lo normal es una persistente desmemorización, bastante más efectiva que la de la mayoría de mis conocidos. Así, tengo más que comprobado que cuando reaparecen personas de mis anteriores vidas, éstas se acuerdan de mí mucho más de lo que yo me acuerdo de ellas (con frecuencia, no las recuerdo en absoluto). Y en este punto volvemos a internet, ya que otro de sus efectos es que posibilita estas “resurrecciones”, a través de Facebook y similares.
Hace dos años, mi empresa encontró un posible campo de trabajo en el Perú (que todavía no se ha concretado en nada), lo que significó que hiciera un viaje de una semana a Lima, ciudad en la que viví mi etapa universitaria y a la que volvía después de casi treinta años. Esos pocos días allí, reencontrándome con viejos amigos, significaron un cúmulo de recuerdos revividos con fortísima carga emocional. Pero también volví a comprobar, en las inevitables charlas rememorando antiguas anécdotas, que casi todos mis amigos se acordaban de muchísimas más cosas que yo. Este miércoles, un compañero de la empresa que está ahora en Lima tratando de cerrar un contrato me envió un whatsapp comentándome que había contactado con un par de arquitectos peruanos quienes, cuando salió mi nombre en la conversación, resultó que habían sido compañeros míos de estudio. Sus nombres no me sonaban de nada, así que me mandó una foto de ambos en la que me sonreían muy contentos: tampoco nada (bien es verdad, que lo que vi fue a dos tipos cincuentones que probablemente no se parecerían demasiado a los veinteañeros que pude tratar). Me quedé algo jodido con esta nueva muestra de mi mala memoria, que tanto contrastaba con la de esos dos que le aseguraban a mi compañero que se acordaban perfectamente de mí. Así que, esa misma noche, conecté por el facetime con mi mejor amigo peruano y pasamos una hora conversando casi con la sensación de que estábamos juntos. Le pregunté por esos dos y él, en efecto, aunque tampoco los ve desde la universidad, se acordaba perfectamente de ellos. En fin, que con mi desastrosa memoria; me temo que nunca podré escribir mis Memorias; eso que se pierde la posteridad.
I forgot more than you'll ever know - Bob Dylan (Another Selfportratit: 1969-1971, 2013)
Dicen, pero Alá es el más sabio, que estas lagunas de la memoria, cuando no se corresponden con una enfermedad, se deben a un rechazo del ser que somos o hemos sido.
ResponderEliminarPues será. Pero en tal caso, me llevo rechazando desde siempre ...
EliminarDesconfía de los tipos que dice acordarse perfectamente de tí... La memoria es un relato, una narración, no una grabación o un registro. Por eso se dice 'hacer memoria' y no sacar memoria.
ResponderEliminarHombre, que se acuerdan, se acuerdan, porque me lo demuestran.Y sí, ya lo digo en el post, aunque sin llegar al extremo: podría decirse que los "recuerdos" son una mezcla de "escenas grabadas" con muchos vacíos que rellenamos inventándonoslos para dar cierta congruencia y continuidad a ese relato personal.
Eliminar“La memoria es un cuento que nos contamos a nosotros mismos”
ResponderEliminar¿De quién es la cita? Porque me parece mía. La suscribo, desde luego. La necesidad de contar es probablemente una de las características fundamentales de nuestra especie. La memoria personal es el cuento que nos contamos a nosotros para saber quienes somos; pero también la historia (memoria colectiva) es otro cuento compartido.
EliminarRosa Montero
EliminarEn La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe y escrita en 1987 (hace veintiocho años), hay un momento en que uno de los protagonistas, broker de la bolsa de Nueva York, mantiene una reunión en a distancia con su jefe mediante el teléfono, creo. Su jefe estaba viendo un partido de críquet (creo, otra vez) y la escena era descrita como sumamente marciana: unos millonarios, atentos a lo que decía un aparato desde el que se oía una voz que no se sabía si estaba al críquet o la reunión. Como se suele decir, ¡lo que ha cambiado el mundo!
ResponderEliminarYo no soy desmemoriado con la gente, pero sí con los acontecimientos del día a día.
P.D: Que digo yo que en tu primera frase te referías a la dimensión espacial, ¿no?
Leí en su momento La Hoguera, lo más potable que ha escrito Wolfe. En efecto, en los 80 no podíamos imaginar cómo serían las cosas ahora (y para esa fecha yo ya era "mayor").
EliminarSí, me refería a la "dimensión espacial". Ya está corregido, gracias.
La mala memoria no existe. La memoria es el resultado de cómo digerimos nuestra vida, la historia más subjetiva del mundo.
ResponderEliminarUn abrazo, :)
¡Qué radical tu negación de la existencia de la mala memoria! Me tendrás que explicar despacio esa correlación entre nuestras digestiones vitales y la calidad de nuestras memorias. En todo caso, desde luego que es subjetiva, mucho.
EliminarJajaja, tampoco quería ser radical. Sin extenderme mucho pondré un ejemplo, es como cuando vas con alguien conocido a un restaurante y al cabo de un tiempo rememoras el momento y cada uno recuerda cosas distintas de una misma vivencia, quizás yo me acordaría de la música que ponían en ese momento o de la gente que había, mientras que mi madre, por ejemplo, detallaría la decoración, si le gustó o no la comida o el trato del camarero, cada una guardaremos en nuestra memoria un recuerdo totalmente diferente, porque desde la percepción o el uso predominante de unos sentidos u otros ya estamos condicionando lo que almacenaremos en nuestra memoria, eso sin pararnos a analizar el proceso cognitivo al que sometemos toda la información que recibimos. En definitiva, la memoria si que existe pero creo que la mala memoria es simplemente que cuando queremos recuperar la información almacenada la descodificamos un poco en función de cómo la codificamos, es decir, atendiendo a determinadas cosas, que no tiene por qué coincidir con cómo lo codificaron otros que vivieron la misma situación, quizás tu no te acordabas de tus amigos, de su cara, pero sí de otros matices que a ellos se les pasaría por alto en esa vivencia.
EliminarBueno, no sé si me he explicado bien pero lo he intentado.
Un saludo, :)