Durante unos meses, hace ya muchos años, mantuve una extraña relación con una mujer casada. Acababa de mudarme a Tenerife, a una pequeña urbanización en el extremo más remoto de la Isla, para trabajar en la recién creada empresa de Leonardo, un amigo de mi padre; la idea era que me hartaría de proyectar complejos turísticos, me convertiría vertiginosamente en un arquitecto de éxito y me forraría (las cosas fueron muy distintas, pero no es ése el asunto de este post). Leo andaría en la mitad de la cincuentena y, tras convencer a un ricachón valenciano para que invirtiera en el negocio inmobiliario con promesas de espectaculares beneficios, se había trasladado a la Isla con la que era su tercera mujer desde hacía apenas un año. Ella, Gladys, era una peruana de unos treinta y muchos, no demasiado agraciada pero de formas rotundas. Desde que la conocí me intrigó por qué esa hembra se habría casado con Leonardo, tan atildado, tan escuchimizado, tan maniático. Para mayor misterio, al poco de tratarlos –almorzaba con frecuencia en su casa– comprobé que no se comportaban en absoluto como una pareja enamorada; él la trataba casi con desprecio, como a una criada que había de estar atenta a cumplir sus más nimios deseos. Aún así, en actos más públicos (algunas fiestas a las que asistí), se mostraba mucho más educado, exagerando gestos cariñosos y zalemas rayanas en la cursilería; en esas ocasiones Gladys, siempre con vestidos ajustados y hasta provocativos, se dejaba apretar contra él. Llegué a pensar que, para Leo, Gladys era un trofeo a exhibir e incluso una moneda de cambio en sus negocios.
Yo tenía veintisiete años y acababa de pasar del frenético Madrid de los ochenta a lo que, sin hipérbole ninguna, cabría calificar como un oasis de paz y tranquilidad; aunque, a esa edad, ¿quién quiere paz y tranquilidad? Pero si yo era pez fuera del agua, mucho más Gladys, extraída de un entorno más lejano y además obligada a unas reglas sutiles pero estrictas de las que yo carecía. No es raro pues que desde los primeros días se ofreciera a acompañarme; a los dos nos sobraba mucho tiempo: no había ningún proyecto arquitectónico en marcha en contra de lo que me había asegurado Leonardo y ella, por su parte, pasaba sola la mayor parte del día. De hecho, fue su propio marido quien me animó a que aprovecháramos esa etapa ociosa (que enseguida verás que te falta tiempo) para visitar la Isla, ofreciéndome un coche de la empresa para que pudiéramos movernos a nuestro antojo. Poco a poco, claro, fuimos intimando y Gladys desvelándome la realidad de su matrimonio que, en el fondo, no era otra cosa que una transacción económica (una sórdida historia de deudas peligrosas de su madre que, de alguna manera, avalaba Leonardo mediante sus relaciones cruzadas con ciertas autoridades peruanas; un complejo equilibrio que no terminaba de resolverse y que, por tanto, pendía como espada de Damocles sobre aquella familia, con Gladys a modo de prenda o garantía). Naturalmente, este acuerdo a varias bandas estaba hecho mediante sobreentendidos, cláusulas nunca explícitas de las que cada interviniente sólo conocía algunas. Salvo Leo, el gran urdidor, quien en Lima había accedido al círculo familiar de Gladys como un caballero galante con las más benéficas intenciones. No es que llegara a enamorarme, me confesó, pero reconozco que sus atenciones me halagaron y empecé a considerar sin desagrado acceder a ellas. Que casarme con él contribuiría a mejorar la situación familiar influyó, claro, pero sólo después de la boda he ido comprendiendo la gravedad de los líos de mi madre el verdadero alcance de este matrimonio.
Ayer leí un cuento de Murakami de un chico joven que vivía una aventura con una mujer casada y no sólo el tema, sino también el tono, me trajo a la memoria mis días con Gladys. Cuando empecé el post, mi primer impulso fue escribir que “durante unos meses, hace ya muchos años, me acosté con una mujer casada”. De hecho, ése fue el recuerdo que espontáneamente me asaltó y sin embargo, al esforzarme en precisarlo, me di cuenta de que nunca hubo coitos entre nosotros. Habría sido correcto decir que nos acostábamos, pues yacimos juntos muchas veces, pero ciertamente las connotaciones de ese verbo podrían dar a entender algo que no ocurrió. Incluso, si fuera tan cínico como Bill Clinton, podría declarar que no hubo sexo ya que parece que el expresidente reservaba el término a las relaciones con penetración. Pero sí lo hubo, aunque fuera en el marco de –como he escrito al principio– una relación extraña. Gladys necesitaba casi desesperadamente recibir y dar cariño y desde muy pronto, a medida que íbamos intimando, acompañaba sus palabras de caricias descuidadamente inocentes. Yo no me sentía nada cómodo con esas efusiones porque, en primer lugar, siempre me he manejado mal en la gestión de las expresiones físicas del afecto (carencias de una educación de otra época). Pero, sobre todo, porque lo que estaba empezando a ocurrir me generaba sentimientos que se mezclaban confusamente, sin que fuera capaz de ordenarlos y controlarlos. Era la mujer de un amigo de mi padre, el hombre que me había ofrecido un prometedor trabajo; pero, al mismo tiempo, sentía una tremenda compasión por ella, a la vez que comenzaba a ver a Leonardo desde sus ojos. Desde luego, también había atracción sexual acuciada por mi soledad de recién llegado a un lugar donde no conocía a nadie, aunque el pensamiento de enrollarme con Gladys venía acompañado por el vértigo del riesgo tremendo que correría.
Y sin embargo nos acostamos. La primera vez fue después de un largo día. Leonardo tenía que viajar a Valencia y me había pedido que por la mañana temprano lo llevara hasta el aeropuerto del Norte; luego tú y Gladys podríais visitar el centro histórico de La Laguna y almorzar en un restaurante estupendo. Así lo hicimos, y después de comer recorrimos pausadamente toda la vertiente septentrional de la Isla hasta la Punta de Teno, donde disfrutamos de un atardecer extraordinario sentados un largo rato en las rocas del acantilado. Así que llegamos a Los Gigantes bastante tarde, yo muy cansado pero ella, por el contrario, exultante. Me pidió que estiráramos la jornada, vamos a tu casa y tomemos unas copas en la terraza, mirando el mar. No había pasado una hora y ya no podía disimular mi sueño. Me dijo que me fuera a la cama, que ella no quería volver a su casa vacía. Me sentí incómodo pero al final decidí no forzar nada, que hiciera lo que quisiera, yo necesitaba dormir y ya veríamos qué ocurriría al día siguiente. Hacia las seis de la mañana me desperté y noté contra mi espalda el cuerpo desnudo de Gladys (no del todo, mantenía las bragas), su brazo izquierdo atravesado sobre mi pecho. Por un instante se me paralizó el cerebro, maldije mi sueño pesado que me había impedido enterarme de cuándo y cómo se metió en mi cama, me asusté ante lo que podría pasar. Con cuidado, intenté deshacerme de su abrazo para levantarme, pero bastó tocarla para que se despertara, para que inmediatamente cerrara su tenaza y se apretara más a mi cuerpo. En voz queda murmuré su nombre sin saber muy bien qué iba a decirle pero ella me interrumpió: no hables y abrázame, necesito que me abraces; y tiró de mí para darme la vuelta. Me dejé llevar, rodé en la cama y nuestros cuerpos quedaron de frente, nuestras caras muy cerca, tanto que no podíamos enfocarnos, nuestras bocas rozándose, tanto que el beso era inevitable.
Como es sabido, besarse, abrazarse y acariciarse con una mujer desnuda produce inevitables reacciones fisiológicas en un veinteañero. Casi avergonzado –y algo temeroso– traté de disimular e incluso retrotraer esos efectos, pero Gladys los acogió con benevolente complacencia y se ocupó sin ningún recato (y sin quitarse las bragas) de satisfacer mis premuras genitales. Luego volvió a pegarse contra mí en apretado abrazo, como si quisiera adherir uno a uno todos nuestros poros. Yo me sentía confuso y a la vez somnoliento, sensación de irrealidad, de tiempo suspendido. Echado boca arriba con ella cubriéndome, le acariciaba muy despacio la espalda mientras un manto de sueño desvanecía poco a poco mi conciencia. A punto de dormirme, noté un arroyo tibio descendiendo por mi hombro y mi pecho; Gladys lloraba en silencio, sin convulsiones, pero con lágrimas abundantes y continuas. No supe qué decirle, por supuesto; lo único que se me ocurrió fue abrazarla con fuerza, el rato que aguanté antes de dormirme. Cuando desperté, había preparado el desayuno, y parecía contenta, mientras yo seguía sin saber qué decir, cómo actuar. Era sábado –no trabajaba– y ella quiso que fuéramos a la playa; luego comimos pescado en un restaurante y acabamos compartiendo siesta y repitiendo juegos amatorios.
A partir de ese día y durante unos meses, Gladys y yo nos seguimos viendo y acostándonos. Era sexo, desde luego, pero a mí me parecía un rito rogatorio, una especie de llamada de auxilio que me sentía incapaz de descifrar en todo su significado y mucho menos de responder adecuadamente. Siempre, todas las veces, ella terminaba las sesiones mojándome el cuerpo con sus lágrimas tibias y mudas; y siempre yo callaba, azorado e impotente, sintiendo dolorosamente que no podía ayudarla. Con el paso de los días, mis rutinas en ese exilio remoto comenzaron a llenarse. Aparecieron trabajos más exigentes y fui conociendo gente. Hacia noviembre –estaba en la Isla desde julio– me enrollé con Juani, una preciosa y jovencita amiga de Trini, una de las chicas que trabajaban en la empresa. Ya para entonces los encuentros con Gladys sucedían algo más espaciados (digamos que de tres o cuatro veces a la semana a una o dos). De hecho, el inicio de mi relación con Juani no supuso, no ya la ruptura con la mujer de Leonardo sino ni siquiera una disminución de su frecuencia. Creo que para ambos lo nuestro era algo que nada tenía que ver con las relaciones reales, como si ocurriera en otra dimensión. Para entonces, me había convencido de que yo simplemente cumplía una función terapéutica (o mejor debería decir analgésica), de que era un mero instrumento que Gladys utilizaba cuando lo necesitaba. Era ella siempre –de más está decirlo– quien me buscaba; yo, simplemente, me dejaba.
Esas navidades Gladys viajó al Perú. La última vez que nos vimos estaba contenta y, sorpresivamente, explotó en un orgasmo ruidoso al que siguieron largas carcajadas de alegría. Volvió a abrazarme con fuerza al final, cubriéndome con su cuerpo rotundo y generoso, pero por primera vez no lloró, sino que me besó repetida y ansiosamente. Esa tarde me dijo que era posible que los problemas de su madre estuvieran a punto de resolverse definitivamente, pero no quiso entrar en detalles. Me has ayudado mucho, añadió, te voy a querer siempre. No le devolví el te quiero pero a cambio le dije que me sentía muy feliz verla tan ilusionada; ojalá no vuelvas con Leonardo. Pero después de Reyes regresó y cuando la vi comprobé que volvía a tener los ojos tristes, incluso en las fiestas en las que aparecía del brazo de Leo, siempre sonriente y embutida en vestidos llamativos. Nunca más me buscó, ni siquiera hizo el menor intento para hablar a solas conmigo. Varias hipótesis elucubré y las más verosímiles no eran nada agradables. He de confesar con vergüenza que tampoco es que hiciera gran cosa para interesarme por ella. Para entonces mi vida sentimental se había tornado bastante satisfactoria y la laboral mucho más intensa; tenía excusas válidas para eludir aguas inciertas. Hacia mayo o junio, poco antes de que el propio Leonardo saliera a escape de Tenerife cuando se descubrieron sus turbios manejos, Gladys desapareció. Le pregunté un día por ella a Leo y esa vez fue la primera que el que era tan amigo de mi padre me contestó de malos modos: no es asunto de tu incumbencia, algo así me dijo. A partir de ahí se hizo visible el desagrado mutuo, pero no llegó a tener efectos porque los acontecimientos enseguida se precipitaron. Hacia mediados de julio ya no había empresa ni tampoco explicaciones. Unos meses después, Leonardo quiso visitar a mis padres, pero mi madre no le dejó ir a casa; creo que no volvieron a verse y yo, naturalmente, le perdí la pista (de seguir vivo tendrá algo más de ochenta años). De Gladys nunca más supe nada.
Sad eyed lady of the lowlands - Steve Howe (Portraits of Bob Dylan, 199)
No puedo decir sino que me ha fascinado la historia de cabo a rabo. No es que cuente algo muy singular o extraño (esas relaciones terapéuticas son conocidas, los matrimonios de conveniencia no digamos, como los EXPERTOS), pero la manera en como lo has contado me ha dejado en vilo, ansiando llegar al final. ¡Pobre Gladys!
ResponderEliminarSí, pobre Gladys. Hacía muchos años que no pensaba en ella y me pregunto qué habrá sido de su vida, pero me temo que no podré saberlo. Desde luego, habrá más casos como el suyo, pero éste es el único que he conocido directamente. Me alegra que te haya interesado.
EliminarHistoria muy tierna sobre la evasión y las adaptaciones humanas, mecanismos naturales de supervivencia. Encuentros, soledad y desencuentros. Autoconsciencia y resignación. Aderezado con "Sad eyed lady of the lowlands". Me ha gustado mucho. Un abrazo, :)
ResponderEliminar¿Me ha quedado "tierna"? La verdad es que hacía años que no pensaba en Gladys y he de confesarte que guardo respecto a esta historia una cierta sensación de culpabilidad, de no haberme portado como debería. Claro que era joven entonces.
Eliminar"Sad eyed lady of the lowlands" es una maravilla: una cara entera de un doble disco que para muchos es el mejorcito de Dylan. Que yo sepa, hay pocas versiones del tema; ésta del antiguo guitarrista de Yes no está mal aunque prefiero de lejos la original.
Sí, eso me parece. Ella no buscaba ser rescatada si no evadirse de su realidad, creo que ella era muy consciente de todo y fue un encuentro sin exigencias ni promesas incumplidas, unión temporal con fecha de caducidad desde el comienzo, sin juicios, con ternura y con respeto. O por lo menos esa es la conclusión que he sacado, me ha parecido todo muy verosímil.
EliminarNo puedo evitarlo, Gladys siempre será para mí el medio cuerpo de maniquí gótico sobresaliendo de un cuadro armado por la artística Phoebe de Friends.
ResponderEliminarCada uno tiene su Gladys. Me gustaba Friends pero tampoco fui un fan; me cogió ya algo mayor.
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