Otro cuento de Murakami, éste sobre las coincidencias extrañas que a todos nos ocurren. Ya me he referido a ellas en más de un post; como el japonés, no es que les dé mucha importancia –nada de mensajes cósmicos, por ejemplo– pero no dejan de asombrarme. Dejo la lectura y cojo el coche para volver a Santa Cruz (ayer domingo), en Radio Nacional entrevistan a Ana Rossetti a propósito de Carson McCullers y, en particular, sobre la pequeña novela Frankie y la boda cuyo asunto central es la pertenencia (la necesidad de pertenencia de una adolescente). Mientras la Rossetti lo está explicando salgo de la autopista y en la curva de entrada a Los Gladiolos una enorme valla publicitaria exhibe el escudo del CD Tenerife y la proclama "Orgullo de pertenencia" (mi cerebro leyó "Orgullo de permanencia" que, al fin y al cabo, es de lo único que el equipo de fútbol insular puede alardear en estos momentos). Por lo visto es el slogan de la campaña de abonos para esta próxima temporada.
Subo a mi casa con la bolsa llena de las pequeñas peras del peral silvestre de la parte baja de la finca. Me habían aconsejado que las cogiera ya, aunque no estuvieran del todo maduras, porque si no se bichan. Abro una de ellas y, en efecto, hay unos mínimos gusanos marrones –larvas, diría yo– bastante repugnantes. Las dos siguientes, sin embargo, inmaculadas; ya que las he abierto, me las como: un poco duras pero sabrosas. Hoy K recogerá las muchísimas más que quedan, las que pueda, más bien, porque el peral es muy alto y está cargadísimo de fruta. Tendremos que ver de arreglarlo un poco, e igual con el limonero, el ciruelo, el nisperero, el almendro y los varios e imponentes castaños. Son los árboles asilvestrados de la finca que, casi todos, piden a gritos unos cuidados mínimos: que los liberemos de las zarzas que se les enroscan, que los podemos, que les curemos los hongos (o lo que sea) que cubren algunas de sus ramas.
Por la noche soñé de nuevo con el niño amarillo. Esta vez salía del periódico –tenía que ser el Journal en uno de sus últimos números porque el maleducado chaval me gritaba al oído "falta poco para que se acabe el siglo"– y saltaba sobre mi tripa. Yo estaba en Glenmont, la casa y laboratorio de Thomas Edison en Llewellyn Park (NJ), arrellanado en un sofá tapizado con flores rosas y verdes y fumando en pipa. En el centro de la amplia sala, apoyados sobre un tablero de dibujo, el gran hombre le explicaba a Richard Outcault cómo habían de ser las ilustraciones de su nuevo artículo en Electrical World. Obviamente se mezclaban dos momentos distintos, pero es que el universo onírico no se atiene a las rigideces del tiempo histórico. El caso es que yo estaba a principios de los noventa del XIX esperando a que el más importante inventor norteamericano acabara de dar instrucciones a un tipo de mi edad (no habíamos cumplido todavía los treinta) para poder entrevistarle. Y al mismo tiempo ojeaba la tira cómica de un periódico de seis o siete años después, que era –o habría de ser– de mi propiedad.
La cosa era absurda, y de alguna manera el yo que soñaba se daba cuenta, pero en cambio mi yo del sueño –sí, claro, era William Randolph Hearst– no parecía sorprendido, aunque tampoco era cuestión de mantener la calma mientras un chaval de cocorota reluciente que apestaba a linimento contra los piojos y vestido con un camisón amarillo te brincaba encima. Por muy liviano que fuera su cuerpo de papel, algo de daño hacían sus patadas y, sobre todo, no era cuestión de que me revolviese el estómago hasta que echara la pota. Así que le solté un sopapo y el monigote atravesó volando la sala –con un elegante tirabuzón alrededor de la gran lámpara de araña cargada de bombillitas incandescentes– hasta acabar adherido a la espalda del tal Outcault, que ni se enteró, pero yo me dije: ahí tienes el personajillo que te hará famoso, en cuanto lo dibujes lo publicaré en mis periódicos. En eso pensaba cuando el gran hombre se volvió de pronto hacia mí: Usted es el periodista que envía el New York World, ¿verdad?
La mención del buque insignia de Pulitzer hizo que enrojeciera de ira. No, señor, le contesté esforzando en mantener la voz neutra, soy Hearst, del Examiner de San Francisco. No, no, no, no, no (parecía que no iba a acabar nunca de negar moviendo la cabeza enérgicamente), la entrevista era con el World, así no se hacen las cosas, es inadmisible, pero qué se habrán creído ... Y mientras hablaba y gesticulaba se alejaba de mí hacia la puerta del salón por la que salió dando un portazo. Tiene que perdonarle, lo excusó Outcault, pero es que a veces tiene arrebatos; ya no creo que vuelva, así que mejor haremos en marcharnos. Atardecía y Llewellyn Park es un pueblo muy bonito pero también muy aburrido. Ofrecí llevar a Richard a Nueva York en mi nuevo automóvil, el modelo más reciente de Henry Ford –otro anacronismo del sueño porque en ese tiempo Ford no había aún comercializado ningún coche– y acabamos el día cenando en Delmonico, muy cerca del Fifth Avenue Hotel en el que me alojaba. En cuanto me acosté en el ampuloso lecho de mi suite me quedé dormido; en ese mismo instante, me desperté.
Eran las seis de la mañana y, pese a mi magnífico ventilador de techo, sudaba copiosamente. Otra vez el sueño del niño amarillo, me dije, pero esta vez bastante más explícito. Somnoliento me hice el café y puse el Abraxas de Santana a buen volumen, dejando que la prodigiosa guitarra de Carlitos me retrotrajera a mi adolescencia. Mira que habré escuchado este disco cientos de veces y hoy es cuando descubro que la magnífica Black magic woman es una versión del tema de Peter Green (eso sí lo sabía, claro) empalmada con Gypsy queen del jazzman húngaro Gábor Szabo; juraría que en la funda del viejo vinilo ni siquiera mencionaban esta segunda pieza, pero cómo comprobarlo. Y entonces me acordé de mi amiga Amalia, cuya madre era húngara y Szabo de segundo apellido, lo cual nada tiene de original porque es bastante común entre los magiares. Pero es que fue ella, hacia principios de los ochenta, quien me prestó un disco de Gábor –el High Contrasts, para ser concreto– comentándome que era pariente lejano suyo y que acababa de morir. Traté de evocar esa música sin resultado, así que, mientras me duchaba, me pregunté qué sería de Amalia de quien hacía al menos tres años que no tenía noticias. Pues bien, a media mañana me llama al móvil (quería mi ayuda con un problema urbanístico de la casa que tiene en La Palma, para sus escapadas de jubilada desde El Escorial). Son cosas que pasan continuamente; tampoco hay que buscarles ningún significado.
Black magic woman / Gypsy queen - Santana (Abraxas, 1970)
La casualidad es lo opuesto, me parece, a la causalidad. 'Las coincidencias no existen' dice una frase tonta que se cita siempre sin el contexto adecuado. Claro que existen las coincidencias, son inquietantes precisamente porque son inexplicables.
ResponderEliminarO, a lo mejor, las casualidades son eventos cuyas causas desconocemos.
ResponderEliminarY en el mismo instante que conocemos esas causas, antes ignotas, dejan de ser casualidades para ser causalidades
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